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ANTONIO PENADÉS

EL HOMBRE DE ESPARTA

La tragedia de Isómaco de Atenas

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EL HOMBRE DE ESPARTA

Dedicado a Diego y a Paco Veyrat: el mismo año en que terminé esta novela,

mi hijo llegó y mi amigo se marchó.

Y, por innumerables motivos, a Reyes.

Puebla Larga, septiembre de 2002.

Mi agradecimiento hacia la Fundación Libertas 7,

en especial por la ayuda que encontré

en su magnífica biblioteca.

MAPA DE LA GRECIA ANTIGUA

PRÓLOGO

Hemeroskopeion, Iberia; 370 a.C.

Yo, Iónides, hijo de Isómaco, del demo de Kefisia, me siento orgulloso de legar a las generaciones venideras el relato de una de las historias más asombrosas que ningún hombre haya conocido.

El protagonista de esta narración es mi padre, un gran hombre cuya vida transcurrió en la época de gloria de mi querida Atenas y cuya meta ha sido siempre la búsqueda permanente de la areté, la virtud en su más amplia acepción, esa virtud que enaltece a la persona que llega a poseerla.

Mi satisfacción se acrecienta al comprobar que mi mano temblorosa ha sido capaz de resistir y dar fin a este desafío. Comencé el relato instalado ya en la vejez, y mi obsesión por ser fiel a la verdad y a la Historia ha provocado que la llama de mi vida quede casi extinguida antes de finalizar el trabajo. Aunque los cimientos de esta obra están construidos con los recuerdos que he guardado casi intactos en mi mente desde mi juventud, hay que tener presente que los hechos descritos ocurrieron mucho tiempo atrás. Hace cinco años decidí destinar mis últimas fuerzas a escribir esta narración, así que tuve que recabar el apoyo de una serie de documentos y testimonios para que el resultado final fuera fidedigno.

Aunque este proyecto se ha demorado más de lo previsto, de nuevo la vida me ha mostrado que la fuerza de la mente es mucho más poderosa que la fortaleza física; potencialmente infinita, me atrevería a afirmar. Soy consciente de que mi mente, a través de la voluntad, ha estado dando instrucciones a mi corazón de que debía resistir hasta concluir definitivamente mi testimonio.

He querido esperar tantos años para escribir este libro porque considero que los grandes acontecimientos se valoran con mayor rigor desde la lejanía. El hombre es un ser limitado por el espacio y el tiempo. Conoce su entorno, su ciudad, sus instituciones y sus prójimos; pero vive el día a día y no analiza las cosas con profundidad ni las aprehende racionalmente. Por ello, es incapaz de digerir los grandes cambios sociales y comprender en su integridad sus causas y circunstancias. De hecho, ahora veo cómo los atenienses de entonces, la generación que me precedió, no valoraron el inmenso privilegio de que gozaban por haber nacido en Atenas en aquel momento. Inmerso en el presente, el hombre no sabe apreciar y medir más que la fortuna de los demás; la propia, nunca. Así, con los años comprendí que necesitaba alejarme en el tiempo lo máximo posible para realizar un análisis digno y coherente de lo acontecido.

Otro motivo para esperar a mi ancianidad ha sido el respeto y la veneración que siento hacia esta etapa de la vida. Siempre he creído en la escala de las virtudes del hombre que describió el gran legislador Solón. Según él, cada edad tiene una areté especial; si en la cuarta hebdómada el hombre es excelente por su fuerza, en la séptima y octava las virtudes que alcanzan su apogeo son la inteligencia y el entendimiento. Y aunque yo me encuentro en franca decadencia, ha sido la templanza, la prudencia y la sabiduría que la vejez otorga lo que me ha permitido comprender en profundidad todo lo que entonces sucedió.

Cuando afronté este reto quise que la narración de aquellos acontecimientos fuera lo más cercana posible a los protagonistas, pero sin faltar al respeto que la Historia merece. Para ello he utilizado como instrumento básico los recuerdos del joven curioso e inquieto que fui, tamizados por la interpretación que he sabido dar, sesenta años más tarde, a aquellos hechos, y me he apoyado en los testimonios y en los documentos que he podido ir recabando a lo largo de mi vida.

Mi imaginación ha servido para dar vida a situaciones íntimas de las que no fui testigo presencial ni he podido conocer mediante ninguna otra fuente. Debo decir, sin embargo, que ninguno de los episodios que he narrado basándome en mi intuición, en sustitución del conocimiento directo, se habrá apartado sensiblemente de la realidad. Desde pequeño me ha resultado sencillo internarme en la mente y en la personalidad de quienes me rodean, y muy especialmente en la de mi padre.

Por último, he procurado en cada momento acercarme a mis autores preferidos: para la descripción del entorno, la sutileza del gran viajero Heródoto ha sido mi modelo; para la comprensión de lo acontecido, la objetividad del historiador Tucídides; para la narración de los episodios donde fluye la acción, la agilidad de Homero, y para sumergirme en el fuero íntimo de los personajes, la sensibilidad del poeta Sófocles.

Quiero añadir que mi vida ha transcurrido siempre de forma intensa y dichosa. He viajado por gran parte del mundo conocido, he tratado con todo tipo de personas y he gozado de la tranquilidad y de la felicidad plena en este paradisíaco rincón llamado Hemeroskopeion. Pero ni un solo día he dejado de recordar con orgullo nuestra hacienda y aquella prodigiosa Atenas que alumbró al mundo, así como la labor que ejercieron mi padre y sus amigos en favor de la justicia y la areté.

Sabiendo que este testimonio no se perderá en el tiempo, ya puedo morir en paz.

CAPÍTULO PRIMERO

EL ESCLAVO

Kefisia, Ática; 432 a.C.

El esclavo preferido de mi padre había sido asesinado. Le mataron en lo más profundo de un bosque cercano a nuestra casa. Estaba solo e indefenso, y una terrible tormenta azotaba la noche. La mañana siguiente a su desaparición, el resto de sus esclavos comenzaron un fatigoso y concienzudo rastreo en busca de alguna pista que ayudara a esclarecer lo ocurrido. Después de dedicar cuatro días a batir los caminos, las granjas y los bosques circundantes, cuando se daba por seguro que aquel extenuante esfuerzo iba a resultar improductivo, uno de los rastreadores averiguó el lugar donde se había perpetrado el crimen al descubrir unas muescas y diversas señales marcadas al pie de una vieja encina. Sin embargo, el cadáver del esclavo continuaba sin aparecer.

Mis padres, mi hermana y yo vivíamos en una magnífica hacienda situada en el demo de Kefisia, a unos cien estadios al norte de Atenas. La vida de mi familia había transcurrido hasta entonces armónicamente, en consonancia con la paz que se respiraba en nuestra querida ciudad y con la estabilidad que los atenienses habíamos disfrutado durante un largo y fructífero período.

El esclavo asesinado era un joven llamado Neleo, y desde la noche de aquel crimen nuestras vidas cambiarían radicalmente.

* * *

Isómaco, mi padre, era alto y robusto, y su afición por el manejo de la espada y la gimnasia confería a su cuerpo una fuerza y elasticidad admirables. Su barba, perfectamente recortada y moteada por unas incipientes canas, cercaba su cara alargada, su nariz aguileña y sus ojos de color negro azabache. Todos los días de mi vida le he tenido presente. Cada vez que le recuerdo, la imagen que ilumina mi mente es la de un hombre equilibrado, sereno y dotado de un gran sentido del humor. A pesar de que las circunstancias que debió afrontar en la última etapa de su vida no le permitieron gozar de ella en su plenitud, mi padre nunca perdió ni un ápice de su entereza y de su dignidad.

Había adquirido a Neleo la primavera anterior, medio año antes de que éste muriera asesinado. Recuerdo perfectamente la tarde en que el esclavo llegó a la hacienda por primera vez, caminando cansinamente junto a la grupa del caballo de mi padre. Divisé a lo lejos las figuras de ambos y salí corriendo por el caminal que conducía hasta la casa para recibirles. Mi padre estaba visiblemente satisfecho, pues había encontrado exactamente aquello que había ido a buscar. Durante el trayecto desde la ciudad mantuvo una breve pero grata conversación con el nuevo esclavo, tras la cual reforzó la buena impresión que éste le había causado cuando estaba expuesto en el mercado.

Yo era el primogénito de Isómaco y su único hijo varón, y todos me llamaban Ión. Había cumplido catorce años el último invierno, y, puesto que podía permitírselo, mi padre quiso para mí un esclavo pedagogo realmente culto que dirigiera mis pasos: constituía para él una cuestión primordial cerciorarse de que yo recibía una educación lo más completa posible.

Mi padre había recibido la noticia de que aquel día arribaría al puerto del Pireo una remesa de esclavos, prisioneros de la reciente batalla que se había librado en la isla de Corcira, de modo que al amanecer partió a caballo hacia Atenas. En realidad, albergaba escasas esperanzas. Llevaba bastante tiempo buscando un educador para mí y consideraba muy improbable que fuera a encontrar algo interesante entre un grupo de esclavos espartanos. Sin embargo, debía agotar todas las posibilidades puesto que mi ayo tenía ya poco que enseñarme. Al mediodía llegó a la plaza en la que se habían instalado los mercaderes, quienes se abalanzaron sobre él para contarle las excelencias de su mercancía. Según acostumbraba, extendió sus brazos para quitárselos de encima y les dijo con firmeza que buscaría por sí mismo.

Recorrió una a una las filas que formaban los esclavos. Todos posaban desnudos y untados con abundante aceite para resaltar sus cuerpos y disimular su suciedad. Se acercó a ellos, los miró de cerca y exploró a algunos con preguntas. Casi todos eran jóvenes mesenios capturados por los espartanos para ser utilizados como remeros en la guerra. Ninguno parecía poseer nada de valor sobre sus hombros aparentemente forjados por años de severas penalidades. Uno de los últimos a los que mi padre interrogó fue Neleo. Le llamó la atención su altura y su fortaleza, pero, sobre todo, el hecho de que estuviera totalmente abstraído en sus pensamientos. Más tarde conocería que esa abstracción era el signo visible del tremendo hastío que imperaba en su interior. Mi padre apartó unos pasos al esclavo y mantuvo una breve conversación con él. Le formuló varias preguntas sobre historia y geografía que éste contestó correctamente y sin dudar. Le preguntó qué más sabía, y el esclavo recitó el inicio de varios pasajes de la Ilíada con desgana pero con una fluidez formidable. Quedó tan asombrado que se dirigió de inmediato al mercader, regateó sin mostrar verdadero interés hacia el esclavo, y se lo llevó por tan sólo cien dracmas.

Cuando les alcancé en el caminal, mi padre me saludó con una amplia sonrisa. Desde allí pudimos adivinar cómo mi madre, mi hermana y algunos de nuestros once esclavos se disponían a recibirle en la puerta de casa. Habían divisado que una persona llegaba caminando junto a su caballo y estaban ansiosos por conocer al que probablemente se convertiría en un nuevo miembro de la comunidad. Mi padre me presentó ahí mismo a mi nuevo ayo, aunque éste apenas reparó en mí. Por el contrario, observaba con la máxima atención cada uno de los detalles de la hacienda, el lugar donde quizás fuera a trabajar y a vivir durante el resto de su vida.

Al llegar, todos miraron con curiosidad al esclavo. Tenía buen aspecto. Rondaría los veinte años y era alto, sano y fuerte, aunque el hambre y los padecimientos sufridos en la batalla de Corcira indudablemente le habían hecho perder bastante peso. Leagro, nuestro esclavo más viejo, se hizo cargo del caballo de mi padre y lo condujo con celeridad a las caballerizas, situadas en la parte trasera de la casa, más allá del pozo. Mi madre, Leucipe, se acercó al recién llegado, le dirigió un saludo y le preguntó su nombre.

–Mi nombre es Neleo, señora –contestó él con un grave acento dorio desconocido para nosotros.

–Sígueme, esclavo; debo ser yo quien te conduzca a tu aposento.

Neleo traspasó la puerta detrás de mi madre. Recuerdo aquella casa como si la estuviera viendo ahora mismo, tal es el cariño que le guardo. Aunque fue construida con austeridad por mi abuelo Iónides, mi padre realizó diversas ampliaciones y mejoras hasta convertirla en un hogar espacioso y cómodo. Leucipe y el esclavo penetraron en el vestíbulo, que comunicaba por la izquierda con la despensa principal y por la derecha con unos baños embellecidos con vistosos mosaicos. Recorrieron el pasillo, oscuro y fresco, adornado a ambos lados por figuras de mármol y jarrones de mil colores, y llegaron hasta el patio interior. Éste era amplio y elegante, circundado por bellas columnas y presidido por una gran estatua de Atenea, la diosa protectora de nuestro hogar, a cuyos pies descansaba el altar de la casa y el fuego sagrado. Una fuente con forma de tritón ocupaba la parte central del patio, inundando el ambiente con su sonido monótono y tranquilizador. Rodeando la fuente, un estanque repleto de pececillos mostraba el ondulante reflejo de las columnas que cerraban el patio. La superficie del agua capturaba la luz y los colores del cielo, transformando a lo largo del día la apariencia del estanque y del patio. En aquellos momentos, como cada atardecer, los tonos rosáceos se intercalaban sutilmente entre las columnas del ala derecha, creando una atmósfera acogedora y hermosa.

Las dependencias que comunicaban con el pasillo izquierdo del patio constituían el andrón, el lugar más atractivo de la casa y en el que rara vez se me permitía entrar. En esas estancias mi padre se entregaba durante largas horas a la lectura y a la administración de la hacienda. Dentro del andrón destacaba el comedor de los convites, la más amplia y cómoda de todas las salas. Nueve triclinios, colocados tras sus correspondientes mesas, se hallaban repartidos junto a las paredes, que lucían llamativas pinturas que solían provocar la admiración de los invitados. Mi padre utilizaba ese comedor cada vez que se presentaba la ocasión de compartir un banquete con sus íntimos amigos y, algunas veces, con personajes ilustres que venían desde Atenas. Cuando yo era pequeño creía que el único objetivo de aquellas reuniones consistía en emborracharse y divertirse, pero se trataba de mucho más que eso. Beber mientras se dialogaba sobre los grandes temas de la filosofía y de la política implicaba también aprender, contrastar criterios y ponerse al día de las nuevas corrientes; en definitiva, estar al tanto de lo que sucedía por entonces en Atenas y en la Hélade, acontecimientos que estaban conformando el que sería el período más rico y a la vez más crítico de nuestra historia.

Rodeando el patio, y a espaldas de la estatua de Atenea, ambos pasillos conducían al gineceo. En sus dependencias pasaban casi todo el día mi madre, las esclavas y Frime, mi hermana pequeña. Nunca he sabido con exactitud qué hacían allí las mujeres durante tantas horas, pero me imagino que charlarían sobre toda clase de asuntos mientras realizaban sus labores y supervisaban los juegos y las lecciones de mi hermana.

Mi madre y Neleo pasaron de largo junto al gineceo y subieron la escalera hasta el piso superior. Allí Leucipe mostró al esclavo cuál sería su aposento. Como el resto de las estancias de los sirvientes, era sencillo pero digno.

–Lo compartirás con Leagro y Harmodio. Durante el día no debes entrar en él a no ser que necesites alguna de tus pertenencias personales. El catre del rincón es para ti; espero que te resulte cómodo.

–Gracias, señora –dijo Neleo.

–Ahora cámbiate de ropa, y cuando bajes celebraremos una breve ceremonia que dispensamos a todo el que se incorpora a esta casa.

Mi madre se retiró cerrando tras de sí la puerta y el esclavo obedeció mientras intentaba liberar su mente del aturdimiento que le invadía. Más tarde conoceríamos cuántos temores albergaba al llegar a Atenas, los intensos padecimientos que había sufrido y cuánto tiempo hacía que nadie le dirigía una sola palabra amable. Se lavó a conciencia en una pila con agua, especialmente las llagas que poblaban sus muñecas a causa de las sogas que le habían estado aprisionando, y debió de preguntarse si por primera vez en su vida iba a ser capaz de esquivar la desgracia. A continuación, se secó enérgicamente y recordó lo que era vestirse con una túnica limpia. Se trataba de una exómida corta similar a la del resto de los esclavos de la hacienda que alguien había dejado sobre su catre junto a unas sandalias de suela de cuero. Su nueva situación le producía una profunda desconfianza. Miró hacia la ventana de su aposento y valoró la posibilidad de descolgarse por ella y huir. Sin embargo, después de unos instantes de duda acabó desestimando la idea; sus nuevos dueños no tenían aspecto de castigar a sus esclavos con especial crudeza, y pensó que estaría mejor junto a esa familia que vagando como un fugitivo. Además, si en el futuro cambiaba de opinión, probablemente encontraría ocasiones para escapar, pues no parecía que la vigilancia a la que se iba a ver sometido fuera a ser demasiado estrecha.

Finalmente, Neleo salió de su aposento y bajó con lentitud las escaleras. Cuando mi madre le vio llegar le ordenó que esperara junto al altar. Convocó a la familia y a los demás esclavos y, una vez hubimos acudido al patio, dijo al recién llegado que se acercara a la estatua de la diosa Atenea. Le indicó entonces que inclinara la cabeza y colocó sobre ella diversos trozos de higos, nueces y golosinas.

–Desde hoy, esclavo –proclamó–, serás parte integrante de esta hacienda, respetarás a nuestros dioses y servirás a nuestra familia hasta el día de tu muerte. Sé bienvenido.

Neleo hizo un leve gesto de agradecimiento. Mi padre le extrajo los trozos de fruta que tenía enredados en el pelo y a continuación le presentó uno a uno el resto de los esclavos. Cuando hubo finalizado el rito, le habló en voz alta para que todos le escucharan.

–Las relaciones entre los miembros de mi familia y mis esclavos se basan en el respeto y en la lealtad. Cumple día a día con tus obligaciones y serás recompensado por ello. Pero debes saber que si en una sola ocasión dejas de hacerlo, serás tratado implacablemente.

–Comprendido –respondió Neleo con expresión grave.

–Muy bien –exclamó Isómaco, dirigiéndose a los demás esclavos–, ya podéis continuar con vuestras tareas. Que alguien busque a Alceo y le diga que vamos a cenar.

Los esclavos por un lado, y las esclavas por otro, fueron saliendo ordenadamente del patio. Al rato apareció Alceo, quien había estado leyendo junto a la chimenea de la sala de lectura. Alceo siempre fue el mejor amigo de mi padre, una persona muy querida en mi casa. Contaría con unos cuarenta años de edad; era un hombre de mediana estatura, complexión fuerte y cabello ondulado. Cuidaba mucho su aspecto y vestía siempre con elegancia. Vivía en la ciudad, y en aquella ocasión, como en tantas otras, residía desde hacía unos cuantos días en la hacienda dedicándose a cazar durante el día en compañía de mi padre y a compartir banquetes con el resto de sus amigos por las noches.

Cuando Alceo se acercó, recién aseado y vestido con una impecable túnica granate, mi padre le presentó a Neleo, quien se inclinó respetuosamente ante él. El amigo de mi padre le devolvió el saludo con un leve gesto de la cabeza.

–Esclavo –dijo Isómaco volviéndose hacia Neleo–, esta noche cenarás con Alceo y conmigo en la estancia de convites. Tenemos interés en tratar contigo unos cuantos temas.

Neleo no pudo disimular su expresión de asombro, y por unos instantes permaneció cariacontecido y sin saber qué decir.

–Será..., será para mí un honor, amo –contestó finalmente.

A mí me pareció que aquello no le gustó en absoluto. Me imagino que desconfiaría de aquel ofrecimiento, que debió pensar que cenar junto a sus amos era algo tan extraño que no podía acarrear nada bueno.

Dada su situación, las reticencias de Neleo eran lógicas. Incluso llegó a temer ser objeto de vejaciones. Sin embargo, aquella fue una invitación excepcional que mi padre y Alceo habían convenido en realizar para obtener del esclavo recién llegado información sobre los acontecimientos que nos conducían inexorablemente hacia la gran guerra. Se trataba de una oportunidad única, ya que Neleo había participado en la batalla de Corcira, y ellos estaban realmente preocupados desde hacía tiempo por conocer con precisión qué había ocurrido en ella.

Mi padre y Alceo habían debatido con anterioridad dónde resultaría más conveniente mantener esa conversación, si en un rincón de la casa o en torno a una mesa. Finalmente, mi padre convenció a su amigo de que la mejor manera de extraer al esclavo el máximo de información sería recluyéndose con él en la intimidad del andrón. Neleo no aparentaba su condición de esclavo, y si demostraba poseer la cultura que había vislumbrado en él podría resultarles de una gran ayuda.

La isla de Corcira era, en su origen, una colonia de Corinto, uno de los más enconados enemigos de Atenas. Sin embargo, con el paso de los años el ejército de Corcira logró formar una flota más poderosa que la de la propia Corinto. Debido a la confluencia de una serie de intereses contrapuestos, entre ellos el control de la ruta comercial hacia Italia y Sicilia, la tensión fue creciendo entre la colonia y su metrópoli, y por ello dos años atrás ambas acabaron enzarzadas en una terrible batalla en la que Corcira obtuvo una holgada victoria. Corinto era en aquella época aliada de Esparta, por lo que su humillación supuso un golpe muy duro para toda la liga espartana. Después de aquel episodio, Corinto se preparó intensamente para la venganza construyendo a toda prisa nuevos barcos. Esparta, por su lado, puso a su disposición cientos de soldados y remeros. Hacía unos pocos meses, viendo Corcira cómo se rearmaban los corintios e intuyendo el peligro que le acechaba, envió varios heraldos a la Asamblea de Atenas para solicitar la ayuda de la ciudad. Mi padre y su grupo participaron activamente en aquella sesión. La solución a la cuestión era muy difícil, por cuanto ayudar a Corcira en una batalla contra Corinto implicaba romper el tratado de paz que Atenas había firmado con la liga espartana. Sin embargo, no hacer nada equivalía a una derrota segura de Corcira, ya que la isla era independiente y no contaba con aliados, con lo que su poderosa flota pasaría a manos de Corinto, lo cual podía resultar extremadamente peligroso para Atenas y para toda la liga délica. La cuestión se debatió durante dos largas sesiones. Mi padre tomó la palabra y expuso ante la Asamblea la postura juiciosa y prudente que había consensuado su grupo. El partido oligárquico, por su parte, defendió lanzarse a la guerra contra Corinto cuanto antes. Finalmente, la cordura y la sabiduría de Pericles se impusieron a todos los demás razonamientos: se apoyaría a Corcira, decidió el estratego, pero sólo para defender la isla de un ataque de Corinto. De esa manera no se le dejaba a expensas del enemigo y, a la vez, se evitaba que nadie pudiera acusar a Atenas de infringir el pacto de no agresión firmado con la liga espartana.

Después de aquel intenso debate, las naves atenienses partieron hacia el mar Jónico para cumplir su misión defensiva. Habían pasado varias semanas desde entonces y se sabía que la batalla finalmente se desató y que se desarrolló con rapidez; se estimaba que pocos de los nuestros habían muerto, pero lo único que llegaba a la ciudad eran rumores y comentarios que no merecían credibilidad ninguna. Nadie tenía la más mínima certeza. De ahí la avidez que afloró en mi padre y en Alceo cuando comprendieron que Neleo, un tipo que parecía instruido y que había estado presente en la batalla, podía servir como una excepcional fuente de información.

Mi padre se despidió de Leucipe y de Frime con un beso y a continuación, ante mi insistencia, trató de hacerme comprender que aquel banquete no constituía una situación adecuada para mí. Yo me encontraba en un período difícil, pues hacía tiempo que había dejado de ser un niño pero aún no tenía edad para participar con plenitud en los asuntos de los adultos. Las conversaciones que se mantenían en esas tertulias me interesaban más que ninguna otra cosa en el mundo, y a pesar de ello casi siempre se me impedía tajantemente el acceso. Aquella noche, antes de retirarme a mi habitación, deambulé por las proximidades del andrón con una inmensa inquietud, tratando por todos los medios de cazar alguna frase que me permitiera adivinar de qué hablaban mi padre y Alceo con el esclavo recién llegado. En aquel momento, como en tantos otros, habría dado cualquier cosa por traspasar la puerta que me separaba del mundo de los mayores.

Los tres comensales se descalzaron y entraron en la sala de banquetes, en cuya mesa central les esperaba la cena recién servida. Cada uno se sentó en un triclinio y a continuación se lavaron las manos en el aguamanil que les ofreció uno de los esclavos. Neleo quedó perplejo observando el banquete que se le brindaba. La mesa estaba repleta de cazuelas de verduras hervidas, sardinas fritas, atún y rodaballo marinados, anguilas, anchoas y cordero asado. Después de servir el excelente vino que se elaboraba en nuestra hacienda, amos y esclavo comenzaron a comer. Neleo tuvo que contener sus impulsos y actuar con calma, pues tenía un hambre feroz. Alceo y mi padre observaron los esfuerzos que realizó aquél para evitar comer con avidez, así como su cuerpo huesudo y sus manos encallecidas y agrietadas, fieles testimonios de las penalidades que debía de haber padecido.

Posteriormente se sirvió un caldo de carne que contenía carne de cerdo, sangre y vinagre y, por último, un hígado de oca que se preparaba en la hacienda y que todos los invitados alababan con entusiasmo. Su elaboración era muy compleja. Durante semanas, se cebaba a la oca con higos, miel y vino hasta que su hígado se hipertrofiaba. Una vez muerta, la entraña del animal se preparaba con leche y miel, se partía en lonchas y se cocía en una cazuela junto con unas crestas de gallo. Aquello constituiría sin duda un placer inimaginable para alguien que había permanecido tanto tiempo sobreviviendo a base de cebollas, pan duro y pescado en salazón.

Una vez quedaron saciados, mi padre y Alceo se recostaron. Neleo, por su parte, permaneció sentado con extrema rigidez. Las esclavas retiraron la mesa, dejando únicamente las jarras de vino y de agua junto con la crátera para realizar la mezcla. En ese momento, Isómaco inició la conversación.

–Como sabrás, esclavo, nos encontramos en una situación muy difícil debido a la creciente tensión con Esparta. Las noticias que nos llegan sobre este asunto y sobre la batalla de Corcira son parciales, incompletas y a veces contradictorias. Por ello, queremos que, después de decirnos tu procedencia y cuál ha sido tu periplo hasta llegar aquí, nos cuentes qué es lo que ha ocurrido exactamente en Corcira.

El esclavo sintió un cierto alivio al conocer por fin el porqué de aquella intrigante invitación.

–Bueno... –Neleo dudó unos instantes antes de comenzar su relato. No en vano, aquella iba a ser la primera vez en su vida que otorgaba su confianza a alguien ajeno a su propia familia. Sin embargo, estimó que estaba en la obligación de obedecer a su nuevo amo y, por otra parte, sintió que no debía tener miedo de aquellos dos hombres–. Antes que nada, debo aclararos que, si bien nací en Esparta, yo no soy espartano. Procedo de una aldea de la vecina Mesenia, región que, como sabéis, fue invadida por Esparta hace más de trescientos años. Tampoco era propiamente un esclavo, sino un ilota. Mi pueblo fue reducido a la servidumbre tras ser derrotado, y desde entonces cada uno de nosotros pertenece a la polis de Esparta; ésta nos impone servir a sus ciudadanos y decide qué tierras debemos trabajar y en provecho de quién, dejándonos a nosotros lo justo para sobrevivir. Cada una de nuestras familias debe pagar a su señor una renta anual de cebada, vino y aceite, sin considerar si la diosa Deméter ha sido favorable o no a lo largo del año.

Isómaco levantó la mirada y miró a Alceo. Aquella era la primera vez que tenían la oportunidad de hablar con un ilota y su curiosidad iba en aumento.

–Yo era hijo único y jamás conocí a mi padre –continuó Neleo–, por lo que mi madre y yo vivíamos solos. Ambos trabajábamos sin descanso para Esparta. Nuestros amos nos amenazaban gravemente cada vez que visitaban nuestra aldea y nos exigían lo imposible. Gracias al sometimiento de toda Mesenia, los ciudadanos espartanos mantienen sus necesidades cubiertas y pueden dedicarse por entero a la instrucción militar.

El esclavo se tomó un respiro y observó con discreción a mi padre y a Alceo. Volvió a dudar durante unos instantes y llegó a plantearse abandonar aquella conversación, pero decidió confiar en sus nuevos amos. Aunque la situación le resultaba extremadamente difícil, prefirió aceptar lo que parecía una mano tendida.

–La crueldad de los espartanos no termina ahí –continuó–. Una vez al año, los efebos que pretenden convertirse en soldados deben superar la prueba de la criptía. Se les deja solos y sin comida durante unos cuantos días con el único objetivo de que aprendan a sobrevivir y a matar. Así, escondidos en el bosque, acechan como fieras a la espera de una oportunidad para acabar con uno de nosotros. Desde hace muchas generaciones, todas nuestras familias lloran amargamente a algún familiar asesinado por jóvenes espartanos que realizaban su instrucción militar.

–¿Y tu familia? –preguntó Alceo.

–Hace tres años mataron a mi primo, el único amigo que poseía. Le sorprendieron trabajando en un pajar, de manera que entraron sigilosamente, le atacaron por la espalda y le degollaron con un cuchillo. Nosotros vivíamos en una aldea recóndita a los pies del monte Ithone, de manera que nos encontrábamos especialmente expuestos a las tropelías de los espartanos.

Neleo tragó saliva y agachó la cabeza, tratando de evitar que sus amos advirtieran el dolor que le embargaba.

Se hizo el silencio, y mi padre aprovechó la ocasión para mezclar más vino en la crátera y servirlo en las copas. Alceo decidió cambiar de tema. Su renuencia inicial a compartir mesa con un esclavo se iba desvaneciendo poco a poco. A él también le estaba agradando el carácter de Neleo y su forma de expresarse.

–¿Cómo, a pesar de tu condición de ilota, conseguiste recibir una educación? –le preguntó.

–Por una vez, los dioses fueron generosos conmigo –contestó Neleo, tras sorber otro trago de vino–. Al contrario que aquí, en Mesenia casi todo el mundo vive en la más completa ignorancia, pues esa situación es la que más conviene a los espartanos para mantener su dominio. En cuanto éstos descubren que alguno de nosotros destaca por su inteligencia, lo eliminan de inmediato para evitar que algún día pueda encabezar una rebelión. De hecho, hace ya muchos años que no hay siquiera un amago de sublevación en la zona. En Mesenia no existen escuelas para los niños ilotas, pues todos están obligados a colaborar en las labores agrícolas. Por supuesto, ningún sofista se atreve a acercarse por allí para vender sus enseñanzas. Sin embargo, mi madre y yo éramos una excepción. En un pueblo cercano vivía un rapsoda, un hombre muy peculiar que solía afirmar ser descendiente de la antigua dinastía de reyes mesenios. Alumbraba con sus inagotables versos a todo aquel que se le acercara, e incluso algunos espartanos le tenían en alta estima. Aquel hombre venía a veces a nuestra aldea, y un día, atendiendo a los ruegos de mi madre, decidió enseñarnos a leer y a escribir. Yo era aún un niño. Sin que nadie en la aldea lo advirtiera, pues las sesiones se celebraban por la noche y empleábamos un tono de voz muy bajo, aquel sabio nos recitaba a la luz de la hoguera los poemas de Homero y de Hesíodo. También nos trasladó durante años sus conocimientos sobre filosofía, política, cosmología y acerca de la historia de nuestro pueblo. Supongo que él estaba enamorado de mi madre. Ella, aunque jamás lo manifestó fuera de las paredes de nuestra casa, sentía una inmensa gratitud hacia aquel hombre sabio, bueno y solitario, brindándole los alimentos que podía conseguir y un cómodo lecho donde pasar las noches. No sé ni me importa qué más pudo hacer para agradecer sus servicios. Las otras dos familias que vivían en la aldea supieron silenciar aquellas visitas por el aprecio que sentían hacia mi madre y hacia mí. Nunca sospecharon, de eso sí estoy seguro, que el rapsoda nos daba lecciones. Si ese mensaje hubiese salido de allí, los espartanos habrían venido muy pronto a matarnos. Aun así corrimos un riesgo evidente, pero el amor de mi madre hacia mí le impedía resignarse a ver crecer a su hijo como un animal de carga en manos de unos hombres sin escrúpulos. «Por lo menos», me solía decir, «en tu interior siempre serás libre».

–Por lo que cuentas, tu madre es una mujer excepcional –comentó Alceo.

–Lo es –contestó el esclavo, muy emocionado–. Gracias a su vitalidad y a su templanza, consiguió sortear las adversidades y sacarme adelante. Sí, sin duda los dioses la protegen. Ellos hacen que cada noche sueñe con volverla a ver.

–¿Nunca intentasteis escapar? –preguntó Isómaco.

–Sólo lo intentaban quienes buscaban una forma digna de suicidio –contestó Neleo–. Las fronteras de Mesenia están fuertemente vigiladas.

Mi padre y Alceo se miraron. Ellos rechazaban desde siempre el sometimiento de Mesenia, un pueblo glorioso en tiempos de los aqueos. Sostenían que si Esparta necesitaba recursos y esclavos, no tenían más que ir a buscarlos a cualquier región habitada por bárbaros.

–¿Cómo acabaste enrolado en la batalla de Corcira? –preguntó Isómaco, encauzando el tema que más le importaba.

Al esclavo le brillaron los ojos cuando se dispuso a contestar.

–Un día se presentó un batallón de hoplitas espartanos en nuestra aldea y, sin mediar palabra, me capturaron y me llevaron para utilizarme como remero de la flota corintia.

–¿Por qué a ti?

–Simplemente, porque tenían órdenes de escoger a un varón de cada familia ilota y, tras la muerte de mi primo, yo era la única persona joven que quedaba en la aldea. Aún se me desgarra el corazón al recordar el llanto de mi madre mientras me maniataban a golpes y me llevaban secuestrado.

Neleo quedó en silencio unos instantes, pensativo.

–Continúa con tu narración –le instó Alceo.

–Todo fue muy rápido –prosiguió Neleo–. Me incluyeron en un grupo de varios cientos de ilotas que, como yo, habían sido capturados en la región, nos ataron formando una larga fila y cruzamos el Peloponeso a pie. Al cabo de ocho penosos días llegamos al puerto de Corinto, y en la madrugada siguiente partimos a bordo de sus nuevos buques de guerra. Era evidente que los corintios tenían mucha prisa. Asignaron a cada uno de nosotros un banco y un remo, que actuarían durante aquellos días como los instrumentos de tortura más crueles. El trirreme en que me embarcaron tenía capacidad para ciento setenta remeros, y todos nosotros fuimos tratados como bestias; sin duda, aquellos fueron los peores días de mi vida. Al mando de la nave se encontraban el trierarca, un piloto, un contramaestre y algunos suboficiales, quienes durante todo el viaje se mostraron eufóricos y confiados en la victoria; no dudaban que lo mejor de la flota de la liga espartana fuera a imponerse esta vez a Corcira. Mientras tanto, diez soldados nos amenazaban sin descanso, fustigando a aquél de nosotros que bajara lo más mínimo el intenso ritmo de remada.

Las esclavas, que entraban y salían constantemente en el salón, ofrecían a los tres contertulios pasas, higos secos y pastas. Alceo ordenó a un esclavo que tocaba la cítara en un rincón que se retirase.

–Pese a que el mar estaba bastante agitado, tan sólo tardamos cuatro días en alcanzar Corcira –prosiguió Neleo–. Al llegar a la isla, los trirremes fondearon frente a su costa para pasar la noche a resguardo del viento. Al día siguiente, poco después del amanecer, los barcos corcíreos zarparon desde su puerto y se lanzaron en nuestra búsqueda, y poco después las naves de ambos bandos se dispusieron frente a frente de forma desafiante. Según pude oír, los corintios contaban con unos ciento cincuenta barcos, y los corcíreos aproximadamente cien. Además, Atenas había enviado diez de sus naves para prestar apoyo a Corcira. Toda mi vida recordaré aquellos momentos de inmensa tensión… Los ilotas nos lamentábamos en nuestros bancos ante la certeza de que íbamos a perder la vida luchando en el bando de la ciudad que odiábamos. Para mi desesperación, la voz de ataque se alzó desde ambos bandos y las líneas de los barcos se aproximaron a tanta velocidad que, en un abrir y cerrar de ojos, los trirremes de las primeras líneas chocaron violentamente. El resto de navíos se fueron enzarzando unos con otros, dando inicio a un combate despiadado y sangriento.

–¿Pudiste presenciar el desarrollo de la batalla desde tu puesto? –preguntó Alceo.

–Sí, mi banco se encontraba a la altura de la cubierta y no tenía nada que obstaculizara mi visión; lo que, por otra parte, provocaba que estuviera mucho más expuesto a las flechas enemigas que los remeros de los bancos inferiores. Los barcos de ambos bandos se congregaron de tal manera que sus remos chocaban entre sí, perdiendo algunos toda su capacidad de maniobra. De vez en cuando se escuchaba un tremendo crujido, causado al incrustarse el espolón de proa de una nave en el costado de otra, y los hoplitas del barco atacante aprovechaban esos instantes de confusión para saltar con furia sobre la cubierta enemiga. Mientras tanto, los arqueros de ambos bandos disparaban sin descanso. En un momento en que nuestro trirreme estaba virando a babor para esquivar a dos naves corcíreas que le taponaban la salida, una nube de flechas procedente de un barco ateniense nos alcanzó de pleno, acabando con varios de nuestros hoplitas. Yo conseguí salvar la vida gracias a que agaché mi cuerpo todo lo que me permitió el reducido espacio que tenía. La nave atacante aprovechó nuestra incapacidad para maniobrar y nos abordó con facilidad. Un grupo de soldados atenienses saltaron sobre nuestra cubierta y entablaron una lucha cuerpo a cuerpo. Tras una larga e intensa pelea, todos los mandos y soldados corintios que no optaron por lanzarse al mar murieron atravesados por la espada. Recuerdo con nitidez el sufrimiento que reflejaban los rostros de los caídos y cómo la sangre derramada se escurría entre los tablones de la cubierta. Cuando los atacantes controlaron la situación, reunieron a los remeros y, al comprobar que éramos simples ilotas mesenios desarmados, nos distribuyeron precipitadamente en dos de sus trirremes. La batalla siguió su curso hasta el atardecer, pero a partir de ese momento pasé a obedecer las órdenes que recibía de los atenienses. Más adelante, cuando mi nueva nave estaba a punto de abordar a un barco corintio, divisé a lo lejos unos veinte trirremes atenienses que se acercaban a toda prisa para incorporarse al combate. Para mi consuelo, la flota corintia decidió virar súbitamente sus proas y huir en retirada. Hasta ese momento, la igualdad de fuerzas había sido tal, que si las naves recién llegadas hubieran tenido oportunidad de incorporarse a la batalla el equilibrio se habría roto y el ejército corintio habría sido aniquilado. A partir de entonces, el bullicio y el caos fueron dispersándose paulatinamente. Por fin pude respirar aliviado, consciente de que había salvado mi vida. El trierarca de la nave ateniense me ordenó ocupar uno de los bancos y dirigió el timón hacia el puerto de Corcira. El panorama que divisé al atravesar la zona donde se había librado la batalla era aterrador. Cientos de cadáveres flotaban en el agua… Sí lo recuerdo bien… Por momentos resultaba difícil sumergir el remo. Y sobre esas aguas teñidas de rojo, se escuchaban aún gritos de auxilio…

–Ahora comprendo el porqué de los rumores contradictorios que nos han ido llegando –dijo Isómaco–. Al tratarse de un enfrentamiento tan igualado, aún no habíamos podido conocer quién resultó vencedor.

andrón

Ya era muy tarde, bien entrada la madrugada, cuando mi padre decidió levantarse.

–Me voy a dormir, mi querido amigo –dijo–. El día de hoy ha sido largo. ¿Saldremos mañana a cazar?

–No dispongo de tanto tiempo –contestó Alceo–. Quiero partir a mediodía a la ciudad. Ya llevo cuatro días fuera de casa, y Eunoa debe estar impaciente por que vuelva.

–Como desees. Si te apetece, por la mañana podemos dar un paseo a caballo.

–Muy bien, Isómaco. Hasta mañana.