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ANSELMO SANTOS

STALIN EL GRANDE

Índice

Portada

Cita

Dedicatoria

El azar y la empatía en la gestación de este libro

Glosario

Introducción

Capítulo 1. Stalin y su obra

Capítulo 2. El mago del poder

Primera parte. Stalin y los literatos

Capítulo 3. El amor a los libros

Capítulo 4. Los escritores leales

Capítulo 5. Los desencantados nocivos

Capítulo 6. Los genios consentidos

Capítulo 7. Los herejes inmolados

Segunda parte. Stalin y las artes

Capítulo 8. La arquitectura estalinista

Capítulo 9. El melómano

Capítulo 10. La pintura

Capítulo 11. El cine

Capítulo 12. El teatro y el ballet

Tercera parte. La pasión por la guerra

Capítulo 13. Las lecturas históricas de Stalin

Capítulo 14. La defensa de la Revolución y de la patria

Capítulo 15. La fabulosa Osoaviajim

Capítulo 16. Los vengadores del pueblo

Capítulo 17. La creación del gran arsenal

Capítulo 18. Las órdenes del día de Stalin

Capítulo 19. La conducción de la guerra

Cuarta parte. El trato con los generales

Capítulo 20. Los centuriones de Stalin

Capítulo 21. Los marinos

Capítulo 22. Los generales del aire

Quinta parte. El arte del espionaje

Capítulo 23. Stalin como sabueso

Capítulo 24. El Smersh. La excelencia en el contraespionaje

Capítulo 25. Harold Philby

Capítulo 26. Pável Sudoplátov

Capítulo 27. Leopold Trepper

Capítulo 28. El robo de la bomba a los americanos

Capítulo 29. Espionaje y propaganda. El hechizo de los ilustrados

Sexta Parte. Otras luces y sombras del reinado

Capítulo 30. La educación del pueblo

Capítulo 31. La alianza con la Iglesia

Capítulo 32. Las jugadas en política exterior

Capítulo 33. El declive de Stalin. Sus errores en la posguerra

Capítulo 34. Fábulas sobre Stalin

Capítulo 35. Stalin visto por propios y extraños

Epílogo

Capítulo 36. Diálogo sobre el poder

Notas

Créditos

STALIN EL GRANDE

La cultura estaliniana pone de manifiesto el mito del demiurgo, del transformador de los mundos social y cósmico, […] es una visualización del sueño colectivo de un mundo y un hombre nuevos, […] de que la Historia Sagrada está ocurriendo aquí, entre nosotros, de que los dioses y demiurgos −Stalin y su «guardia estalinista de hierro»−están haciendo incesantemente, en el presente y lo cotidiano, sus milagros que transforman el mundo.

Borís Groys, Obra de arte total Stalin

A cuantos sienten fascinación por el poder

El azar y la empatía en la gestación de este libro

Esta obra es fruto del estupor, la pasión por el personaje, el apoyo de muchos y la buena fortuna. En enero de 1953, tras recibir el despacho de teniente, me incorporé a mi primer destino, un regimiento en las afueras de Madrid. Dos meses más tarde, el 6 de marzo, la radio anunciaba de súbito la muerte de Stalin, sensacional noticia que fue objeto, durante semanas, de entrevistas, crónicas, comentarios, en los que abundaban los epítetos usuales al déspota desaparecido: patán, sádico, demente, salvaje, sanguinario. Días después, el coronel –un jefe admirable, culto, abierto, dialogante–1 me llamó a su despacho, y me dio la dirección de una oficina para que recogiera un sobre con «documentos importantes» (por estar al cargo del material de transporte, yo disponía de una moto con sidecar y hacía de mensajero en ocasiones).

La oficina se hallaba en la calle de Alcalá, frente al Retiro. Esperé varios minutos en una sala de reuniones con vitrinas llenas de libros adosadas a las paredes. En una de ellas se encontraban decenas de números de la revista Foreign Affairs. Abrí la vitrina y cogí el último con intención de mirar el índice. Quedé boquiabierto. En la portada aparecía un título asombroso: Generalissimo Stalin and the art of government, by O. Utis.2 Tomé nota a toda prisa, recibí los documentos y, sin poder ocultar mi estupor, conté al coronel lo sucedido. Me contestó mirándome fijamente a los ojos, pensativo: «No diga una palabra. Fue un hijo de perra, pero era un genio». Así nació mi interés por Stalin, un hobby apasionante que no decae pese al largo tiempo transcurrido.

La primera pieza de mi colección fue la voluminosa Historia de la Rusia Soviética, del argentino Alberto Falcionelli, un trabajo de investigación extraordinario en el que se analiza ampliamente la figura de Stalin. La siguieron Tres que hicieron una revolución, de Bertram Wolfe, otra obra excelente, y varias biografías menores. A partir de los años sesenta, ya en la vida civil, viajaba con frecuencia al extranjero, y en las librerías de viejo encontraba revistas y libros desconocidos en España. A duras penas conseguía leer todo lo que compraba, y tomaba cientos de notas sin objeto definido. ¿Una tesis? Además de no tener tiempo, las fuentes disponibles eran muy pobres.

* * *

Todo cambió a finales de 1989. Asistí a un seminario de sociología en Moscú, que se inauguró tres días después de la caída del muro de Berlín, y allí conocí a Iván Kadulin, un muchacho que acababa de empezar la carrera de Periodismo (asistía al seminario como reportero en prácticas: tenía que hacer una crónica del evento). Nos hicimos amigos, y me invitó a su casa. Su padre, Vladímir, antiguo corresponsal de Pravda en el extranjero, funcionario del Comité Central, se entusiasmó tanto al conocer mi afición a Stalin que me hizo un fantástico regalo. Con ayuda de su hijo, separó un pesado aparador de la pared y sacó una acuarela allí escondida, envuelta en papeles llenos de polvo: Stalin, de perfil, con uniforme de mariscal y la pipa en la mano, enmarcado en ramas de laurel. Vladímir la había recibido en la escuela, como premio por un poema laudatorio, el día en que el líder cumplió setenta años: 21.XII.1949 (así figura en el cuadro). Volví a Moscú en mayo, invitado por los Kadulin –mis primeros ángeles custodios–, y Vladímir me introdujo en su mundo, donde aún quedaban viejos estalinistas que me regalaban de todo: fotografías, cuadros, bustos de su ídolo, vinilos con sus discursos.

* * *

Llegué a Georgia, la patria de Stalin, por otro golpe de suerte. Entre las personas que me presentó Kadulin estaba Gevork Egiazarián, catedrático de Economía de la Lomonósov, la Universidad estatal de Moscú, que acababa de fundar el Instituto para el Desarrollo de las Pequeñas y Medianas Empresas. Me pidió que lo ayudase a organizar seminarios para directivos rusos en Madrid, Barcelona o Lisboa, y acepté encantado.

En uno de los seminarios, patrocinado por Banesto y destinado a banqueros y hombres de negocios, participó un gigante siberiano, Víktor Bósert, de ascendencia alemana.3Víktor vivía en Moscú, pero nació en Omsk, a medio camino entre Moscú e Irkutsk (en la ruta de Miguel Strogoff, el correo del zar), donde ha pasado la mayor parte de su vida; y es un enamorado de su tierra. Tiene un carácter dominante –se ve a la legua que está acostumbrado a mandar–,4 pero es un tipo estupendo. Hicimos buenas migas, y un buen día me sorprendió con una orden que no admitía discusión: su madre cumpliría setenta años poco después, y él, su mujer y yo iríamos a Omsk a celebrarlo.

Víktor me presentó a sus amigos. Uno de ellos resultó ser un georgiano, Levan Turmanidze, director de Intourist, quien, cómo no –mi interés por Stalin fue siempre un señuelo irresistible–, me invitó a ir en agosto a Batumi, el gran puerto del mar Negro, su ciudad natal, donde él y su familia suelen pasar las vacaciones; acepté sin dudarlo, naturalmente. El clan de los Turmanidze, el más poderoso de la República Autónoma de Adjaria, está encabezado por Murad, hermano mayor de Levan y prefecto de la región en la época soviética. Los Turmanidze me abrieron todas las puertas: por poner un solo ejemplo, me presentaron a Guram Kojidze, un capataz del puerto con cierto parecido a Stalin, que tenía en su casa, por increíble que parezca, la mayor colección privada del mundo de recuerdos del vozhd. En sucesivos viajes a Georgia, ¡he conocido a tanta gente! Entre otros miembros de la intelligentsia, al profesor Grisha Oniani, presidente de la Asociación Stalin, cuya ayuda no tiene precio. Me queda un resquemor: quise conocer a Galia, la nieta de Stalin, que vive en Tiflis, y mi acompañante –no Oniani, por supuesto–, con el hiriente menosprecio de los nuevos potentados a los perdedores, me contestó: «No es nadie». La respuesta, al menos, me confirmó que el déspota no hizo fortuna.

* * *

A mediados de 1993, Yuri Petrov, sucesor de Yeltsin como secretario del Partido en Ekaterinburgo, exembajador en Cuba y a la sazón presidente del Comité del Estado para las Inversiones, invitó a cenar a varios amigos. Me tocó al lado un cincuentón con buena facha, llano y cordial, que me dio su tarjeta: Víktor G. Kompléktov, ambassador at large (enviado extraordinario), pero me dijo que estaba en espera de destino. Meses después, la prensa anunciaba su nombramiento como embajador en España. Le escribí recordándole nuestro encuentro y me llamó enseguida; sigue siendo un gran amigo.

Años más tarde, me presentó en FITUR a un compañero de carrera, Evgeni Lukiánchikov, que había dejado la diplomacia por el turismo: es presidente fundador de Irkust-Baikal Travel, compañía heredera, gracias a la privatización, de muchas de las propiedades de Intourist en la región, entre ellas un hotel a orillas del Angará. Cenamos juntos un par de veces, y Evgeni me contó que estaba organizando un viaje promocional a Mongolia para aquel verano (había sido cónsul en Ulán Bator); y me invitó a unirme al grupo: una docena de antiguos cosmonautas, varios periodistas y algunos amigos. En Moscú, lugar de concentración, conocí a Alfonso Garreta, un aragonés trotamundos que se había enterado casualmente del viaje y había logrado que le inscribieran. Llegamos a Mongolia y pasamos dos días en un precioso camping de yurtas.5

Cuando Alfonso y yo entramos en la tienda que nos había sido asignada, encontramos en ella, colocando sus cosas, a otro miembro de la expedición de quien solo sabíamos que hablaba francés e inglés (por eso Lukiánchikov le había puesto con nosotros). «Féliks Chuev», dijo al darnos la mano. ¿Féliks Chuev? No podía creerlo. ¿El poeta estalinista a quien Mólotov quería como a un hijo? ¿El autor de Conversaciones con Mólotov y de Tak govoril Kaganovich (no traducida), en el que recoge sus charlas con otro de los fieles de Stalin? Ya no se trataba de suerte, sino de un verdadero milagro. Chuev, máximo dirigente de la Asociación Stalin de Rusia, me dedicó allí mismo uno de sus libros de poemas y se convirtió en mi padrino. ¿Cuánta gente me presentó en Moscú? ¿Cuánto tiempo perdió por ayudarme? Mi deuda con él es impagable.

* * *

El relato de mi primer hallazgo y de algunos encuentros providenciales prueba cuánto debe este libro al azar y a la buena fortuna. Y, a la vez, sirve de homenaje a quienes espontáneamente, nada más conocerme, me brindaron su ayuda; ellos y sus amistades iniciaron en los años noventa la larga serie de mis relaciones en la antigua Unión Soviética, debidas sobre todo al habitual efecto en cadena –el efecto dominó– de los contactos personales. Es tanta la documentación acumulada gracias a todos ellos, que me he visto obligado a seleccionar y recortar para no caer en el exceso. He suprimido, por ejemplo, el habitual apéndice bibliográfico, una veintena de páginas superfluas, puesto que no afectan al contenido del texto y pueden bajarse de Internet. Emprendí esa dolorosa criba con clara conciencia de lo que no quería en modo alguno: ver de enmendar las biografías existentes que contienen errores de bulto. Decidí centrarme en la fascinante personalidad del implacable zar rojo; y especialmente, en tres de sus rasgos distintivos: la naturaleza polivalente y transformista, el ansia de conocimientos y el genio político. La primera se revela en sus innatas dotes de actor: la calculada modestia para adormecer a sus rivales; la astucia para utilizar en provecho propio las querellas entre ellos; la imagen plácida y paternal, de guardián sereno y justiciero, durante el Gran Terror; el trato franco, sin artificios, no exento de humor –a veces siniestro– con sus colaboradores; el encanto desplegado en los encuentros con extranjeros. La curiosidad intelectual, el afán por aprender, la pasión por los libros, el vivo interés por las artes y la ciencia le acompañaron hasta el final de sus días. En cuanto a su talento político, queda patente en los impresionantes logros de Stalin como estadista, materia más que suficiente para acreditar su grandeza. ¿Prevalece ésta sobre su crueldad? El lector juzgará; y puede que haga suya la expresiva sentencia de mi coronel: «Fue un hijo de perra, pero era un genio».

* * *

Además de Vladímir e Iván Kadulin, Víktor Bósert, los Turmanidze, Grisha Oniani, Víktor Kompléktov, Féliks Chuev, otras personas merecen mi reconocimiento. En primer lugar, Antonio María Ávila, crítico erudito y documentado, quien, además de aportar ideas excelentes, se desvive por los amigos y ha resultado ser mi más eficaz agente literario. Gracias a su infinito tesón, tengo el privilegio de aparecer en un catálogo de tanto prestigio. Y, cómo no, estoy obligado a Daniel Fernández, presidente de Edhasa, por la determinación con que asumió el compromiso de publicar esta obra pese a su título a contracorriente. En cuanto a sus colaboradores, quiero agradecer a Jean-Matthieu Gosselin su visto bueno al manuscrito sin hacer reparo alguno; a Esther López y Josep Mengual su paciencia y simpatía; a éste y Anna Portabella, la creación del libro.

Anna Riazántseva, Elena García, Antonio Herranz (ruso-españoles por su parentesco con niños de la guerra) y el gran hispanófilo Alexandr Kazachkov me han apoyado largamente contrastando datos y rebuscando en los archivos, en las librerías de viejo, en las casas de sus mayores. El coronel Evgeni Trishin me proporcionó valiosos documentos, entre ellos las memorias apenas conocidas de algunos personajes. Ígor Odintsov se valió de sus contactos para conseguir varias fotografías excelentes. Bárbara Gimelli y Tinatín Seturidze me presentaron al profesor Oniani, líder cultural de los estalinistas georgianos.

Víktor Makashov, desde Moscú, y Víktor Voloshin, en Yakutia, prepararon el programa de mi primer viaje a esa república; gracias a ellos conocí el espectacular desarrollo, iniciado por Stalin en toda Siberia, de un territorio infinito, tribal hasta los años veinte, que hoy cuenta, entre otras instalaciones científicas, con uno de los centros de investigación del permafrost (congelación perpetua) más avanzados del mundo. Alexandr Mejeda, antiguo piloto militar, y su mujer Liudmila, residentes en Zirianka, junto al círculo polar, utilizaron su helicóptero para enseñarme el tétrico gulag, desmantelado hace unos años. (Me dejó una huella imborrable la visión de los campos en ruina a lo largo del río Kolimá: si el Gulag acongoja cuando viene a la memoria, es desolador visto de cerca). Manuel Pérez Reigadas, que ha trabajado treinta y dos años (!) en Yakutia como minero y leñador, es una fuente inagotable de noticias sobre la educación, la sanidad, las condiciones de vida, en el extremo norte siberiano.

Ascensión Elvira localizó el artículo de Foreing Affairs, origen de mi interés por Stalin, y Elena García –ajena a la rusa del mismo nombre– me desveló quién fue su autor (¡qué no sabrá de Isaiah Berlin si en su tesis doctoral lo desmenuza!). El profesor mexicano José Luís González, a quien conocí casualmente en Moscú, se brindó a ayudarme y me condujo, en la antigua Biblioteca Lenin (la Leniska, hoy Biblioteca Estatal de Rusia), hasta el torreón Stalin –así lo llama– una auténtica mina en lo más alto del enorme edificio.

Los viejos estalinistas encontrados en mi largo peregrinaje por Rusia me regalaron numerosos recortes de lo publicado en la prensa sobre Stalin desde la perestroika, y mi nuera, Anastasiya Kolosova, los ha expurgado y ha traducido el resto. Dolores Tomás, coleccionista apasionada de arte soviético, ha revisado el texto dedicado a la pintura; y lo mismo ha hecho, con el capítulo «El Melómano», Luis Suñén, uno de nuestros grandes musicólogos.

Daria Bobkova, Elena Guitián, Alberto Piris y Mauricio Santos han leído los borradores del libro y han sugerido cambios incluso en el enfoque de algunos temas. Daria –paciente e inigualable consejera– ha contrastado, además, las fechas, los nombres y otros datos del texto; y la transcripción al español de los términos rusos. Alberto, revisor concienzudo por su doble condición de escritor y militar, ha descubierto nuevas fuentes y se ha molestado en identificar a los personajes históricos calificados de grandes. Elena me ha sorprendido por sus conocimientos lingüísticos y su afán de perfección. Mauricio, creador de tantos libros, ha dedicado mucho tiempo a barajar los diversos capítulos hasta ordenarlos tal y como figuran en el índice. También estoy en deuda con Manuel Rodríguez Rivero, lector infatigable por devoción y obligación, que vive prácticamente en su sillón de orejas cercado por pilas de libros y ha encontrado hueco para leer, y releer, retazo a retazo, el original completo.

Manuel Blanco Chivite, editor de las Obras Escogidas de Stalin, me facilitó todas las entrevistas del dictador con periodistas y escritores extranjeros. José Medina y mi hijo Pablo han pasado muchas horas explorando en Internet y han encontrado links inesperados de sumo interés. Mi hijo Jorge y su mujer, Maite de Pablos, han pasado a su PC los originales y han mostrado, lo mismo que Mercedes Collada y Raquel Cañadas, una paciencia infinita al corregir y recomponer los textos hasta llegar a la versión definitiva.

¿Qué puedo decir de Pilar Bonet? Es una periodista ejemplar por su inquietud, su trabajo sin tregua, su coraje personal en tantas ocasiones. Tras más de veinte años como corresponsal de El País, conoce como nadie la extinta Unión Soviética y tiene en ella excelentes relaciones que ha compartido conmigo cuando lo he necesitado. Me ha presentado empresarios, políticos, periodistas; me ha sugerido viajes; me ha recomendado nuevos libros.

Por último, rindo homenaje a mi compañero desde los tiempos de cadete, el general José Luis Tamayo, hombre de amplia cultura, historiador, traductor, publicista, que revisó los capítulos dedicados al espionaje y a la pasión de Stalin por la guerra; y me envió infinidad de notas, correcciones y sugerencias días antes de morir inesperadamente a causa de una rara dolencia incurable.

Glosario6

Agitprop. Departamento de Agitación y Propaganda del Comité Central. Por su maestría en esa actividad, Stalin fue elegido por Lenin para dirigirla en el interior de Rusia, en la clandestinidad, años antes de la Revolución.

Bespartini. Sin partido. No eran miembros del Partido ni compartían todos sus credos, pero participaban con entusiasmo en las tareas colectivas. Stalin reconoció siempre su contribución al rápido desarrollo del país.

Blancos. Fuerzas zaristas que, apoyadas por tropas de catorce países, lucharon contra los bolcheviques en la guerra civil (1918-1921).

Bogatir. Héroe legendario de la historia rusa.

Chaika. Gaviota. Automóvil soviético, del que existían dos modelos: uno, de gran tamaño, para uso exclusivo de los miembros del Politburó; otro, más pequeño, que utilizaban los comisarios del Pueblo (ministros) y otros altos jerarcas del Estado. Eran siempre negros, color exclusivo del poder.

Checa. Versión castellana de Cheká, Comisión Extraordinaria Panrusa para la Lucha contra la Contrarrevolución y el Sabotaje (19171922), a la que siguieron otros organismos con similares competencias, entre ellos la GPU (1922-1924), la OGPU (1924-1934), el NKVD (1934-1941) y la KGB tras la muerte de Stalin.

Chequista. Término que se sigue usando para designar a los miembros de los organismos de seguridad del Estado.

Comintern. Tercera Internacional Comunista, creada por Lenin en 1919, a la que pertenecían los partidos comunistas de varios países. Fue disuelta por Stalin en 1943 como gesto destinado a Occidente: la URSS ya no pretendía extender la Revolución al resto del mundo.

Comité Central. Formalmente, responsable de definir la política del Partido entre congresos. Sus miembros eran elegidos en la sesión de clausura de cada uno de ellos. En tiempos de Stalin, su papel fue irrelevante.

Dacha. Casa de campo, generalmente segunda residencia de los habitantes de la ciudad.

Duma. Parlamento ruso.

Glásnost. Política de transparencia informativa promovida por Gorbachov.

Glavlit. Dirección Principal de Asuntos Literarios y Edición, responsable de la censura.

Gosplan. Comité Estatal de Planificación.

GRU. Servicios de Información del Ejército. Con objeto de confirmar que toda información procedente del exterior era correcta, Stalin la recibía a través de dos canales diferentes: el GRU y el NKVD.

Gulag. Acrónimo de la Administración Principal de los Campos de Trabajo Correctivo, que formaba parte del organismo responsable de la seguridad del Estado (GPU, NKVD, KGB, etc.).

Intelligentsia. Clase culta. En la época zarista se llamaba así a la minoría instruida. Durante el régimen soviético, creció enormemente debido a la amplia extensión de la cultura y al alto porcentaje de población con educación superior.

Isbá. Casa rural, situada generalmente en una aldea. A diferencia de la dacha, que no siempre se utiliza en invierno, la isbá es vivienda permanente.

Izvestia. Periódico soviético, segundo por su tirada después de Pravda.

Joziain. Amo, patrón.

Koljós. Cooperativa campesina. Explotación agropecuaria colectiva que agrupaba a campesinos de varias aldeas y vendía su producción al Estado. Sus miembros, formalmente propietarios del koljós, disponían también de pequeñas parcelas privadas.

Komsomol. Liga de la Juventud, a la que pertenecían los jóvenes –no obligatoriamente– entre los catorce y los veintiocho años de edad. Desde los diez a los catorce eran pioneros.

Krásnaia. Roja y bella (en ruso antiguo). La Plaza Roja era, por tanto, la Plaza Bella. También se llamaba así, en el siglo XIX, al billete de diez rublos.

Kulak. Campesino acomodado. El término era utilizado por los aldeanos para designar a usureros, comerciantes, rentistas, que les explotaban. Se opusieron frontalmente a la colectivización, y Stalin fijó el objetivo: «la destrucción de los kulaks como clase». Terminaron ejecutados, deportados o en el gulag.

Narkom. Comisariado del Pueblo (ministerio).

NKVD. Comisariado del Pueblo de Asuntos Interiores, del que dependían los servicios secretos (fue uno de los organismos sucesores de la Checa).

Nomenklatura. Élite política. Colectivo de miembros destacados del Partido. Todos los altos dirigentes de la Unión Soviética pertenecían al restringido círculo de la nomenklatura y gozaban de grandes privilegios.

Ojranka. Policía secreta del régimen zarista.

Opríchnina. Ejército regular y policía secreta en tiempos de Iván el Terrible.

Osoaviajim. Sociedad de cooperación con la defensa y las industrias aérea y química. Tenía por objeto preparar al pueblo para repeler cualquier agresión del exterior.

Órganos. Denominación popular de los servicios de seguridad desde tiempos de la Checa hasta el presente.

Perestroika. Apertura política emprendida en el régimen soviético por Gorbachov en los años ochenta del pasado siglo.

Politburó. Buró político del Comité Central, centro real del poder en la URSS. Constaba de miembros y candidatos. Estos asistían a las reuniones, pero no tenían derecho a voto. De 1952 a 1966 se llamó Presidium.

Pravda (La Verdad). Primer periódico de la Unión Soviética, órgano del Partido.

Rabfak. Facultad obrera, en la que los trabajadores se preparaban para acceder a la enseñanza superior.

Rabkori. Corresponsales obreros. Ante la falta de periodistas adictos tras la toma del poder, los bolcheviques recibían las noticias de todo tipo a través de los trabajadores. En el mundo rural, la red estaba compuesta principalmente por ferroviarios.

Raspútitsa. Época del año, en primavera y otoño, en la que el fango hace intransitables los caminos e inmoviliza los vehículos. Ese aliado natural ha sido decisivo en la resistencia a los invasores de Rusia.

Rezident. Máximo responsable del espionaje en un lugar. Podía ser legal o ilegal. Un rezident legal era un agente en el extranjero con cobertura oficial, generalmente con pasaporte diplomático, camuflado en una embajada. Un rezident ilegal operaba sin protección alguna, casi siempre bajo nombre supuesto, dedicado en apariencia a una actividad normal.

Samovar. Recipiente metálico con grifo para calentar el agua del té.

Sharashki. Nombre popular de los confortables establecimientos penitenciarios dedicados en especial a los sabios. Stalin encarceló en ellos a inventores y científicos para que se dedicaran exclusivamente a su trabajo.

Sniper. Francotirador.

Soviet. Consejo. Corporación equiparable al ayuntamiento en los municipios, desde la aldea a la ciudad, y órgano máximo de poder en provincias y regiones.

Sovjós. Explotación agraria del Estado, cuyos obreros recibían un salario y tenían los mismos derechos que los demás trabajadores del país.

Sovnarkom. Consejo de Comisarios del Pueblo (Gobierno). A partir de 1946, los comisarios pasaron a denominarse ministros, y, por tanto, se convirtió en Consejo de Ministros.

Stavka. Cuartel General del Mando Supremo presidido por Stalin, responsable de la dirección de la guerra.

Taigá. Bosque siberiano. Ocupa casi la mitad de Siberia, más de seis millones de kilómetros cuadrados. Se distingue de los bosques de la Rusia europea por ser más impenetrable y, sobre todo, por su bello y diverso colorido, debido a la variedad del arbolado.

Troika. Varias acepciones: carruaje tirado por tres caballos; triunvirato político; tribunal extrajudicial en tiempos de Stalin.

Válenki. Botas de invierno hechas de lana prensada. La nieve no las traspasa, y los soldados alemanes se las quitaban a los muertos soviéticos para sustituir sus botas de cuero, inútiles en el invierno ruso. En 2002 se inauguró en Moscú una escultura dedicada a este singular invento ruso.

Verstá. Medida de longitud equivalente a 1067 metros.

Volga. Automóvil más pequeño que el Chaika utilizado por los dirigentes menores como «coche de servicio». También se vendía a los particulares, en ese caso, nunca de color negro.

Vozhd. Jefe, líder, equivalente a führer, caudillo.

Yuródivie. Locos de Dios, tontos por el bien de Cristo. Se les tenía por adivinos y eran muy venerados incluso por los zares. Solían vagar por el campo predicando y haciendo profecías.

Zek. En argot penitenciario, recluso del gulag.

Pro memoria

1. Rusia se regía por el calendario juliano de la Iglesia ortodoxa, retrasado en trece días respecto al gregoriano universal. Lenin decidió cambiarlo en 1918: el jueves 1 de febrero pasó a ser jueves 14. Así, la Revolución bolchevique no tuvo lugar el 25 de octubre de 1917, sino el 7 de noviembre, fecha en la que siempre se celebró su aniversario.

2. Fundada por Pedro el Grande en 1703, San Petersburgo pasó a llamarse Petrogrado cuando estalló la Primera Guerra Mundial (1914) por la connotación alemana de su nombre; y Leningrado, tras la muerte de Lenin (1924). Recuperó su denominación original a la caída de la URSS (1991). En el texto se utilizan indistintamente –en su tiempo respectivo– los tres nombres de la ciudad.

INTRODUCCIÓN