Prólogo de Arnaldo Otegi

Traducido por Esther Donato

Título original: An Autobiography

© Del libro: Angela Y. Davis

© De la traducción: Esther Donato

© Del prólogo: Arnaldo Otegi

Edición en ebook: febrero de 2017

 

© De esta edición:

Capitán Swing Libros, S.L.

Rafael Finat 58, 2º4 - 28044 Madrid

Tlf: 630 022 531

www.capitanswinglibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-946737-1-9

© Diseño gráfico: Filo Estudio www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz & Carlos Vidania

Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com

Angela Davis
Birmingham (EE.UU.), 1944

Activista por los derechos civiles, miembro del Partido de las Panteras Negras (Black Panther Party) y profesora del departamento de Historia de la Conciencia en la Universidad de California, Angela Davis llegó a ser incluida en la lista de los más buscados del FBI en los años sesenta, por orden de J. Edgar Hoover. Tras múltiples enfrentamientos con la justicia por su activismo revolucionario, fue condenada a pena de muerte en 1972, acusada de asesinato y secuestro. La sentencia fue retirada un año después debido a la intensa movilización internacional, que llevó a Angela a convertirse en uno de los símbolos de la lucha por los derechos civiles de los hombres y las mujeres de color.

A lo largo de su vida, Angela se dio cuenta de que la igualdad entre blancos y negros solo podría hacerse realidad cuando también existiese paridad de derechos entre hombres y mujeres, y se convirtió también en una figura destacada del movimiento feminista. En 2006 fue galardonada con el Premio Thomas Merton, en reconocimiento a su lucha por la justicia, y en 2014 recibió el título de doctora honoris causa de la Universidad de Nanterre, Francia.

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

 

Prólogo

Introducción

Agradecimientos

Dedicatoria

Prefacio

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

Quinta parte

Sexta parte

Epílogo

Prólogo

A unos pocos metros

de Angela Davis

Arnaldo Otegi

Angela lagunari

Pocas semanas antes de que yo recuperase la libertad, tras seis años y medio de cautiverio por intentar traer un escenario de paz y democracia a mi país, Angela Davis estuvo en Euskal Herria. Venía a pedir mi libertad y la del resto de presos políticos vascos, dentro de la campaña internacional que ella misma había suscrito en favor de esa causa. En su gira llegó hasta las puertas de la cárcel de Logroño, donde yo estaba preso. Quería entrar y hablar conmigo. No se lo permitieron.

Con la frialdad habitual de la que hace gala la burocracia penitenciaria, mi petición de autorización para la visita de Davis fue despachada con el laconismo tradicional del «no procede». No es que aquella resolución me generara sorpresa alguna, pero no dejaba de resultarme ciertamente paradójico que un simple funcionario de Instituciones Penitenciarias negara la posibilidad de aquella visita como un mero trámite, vetando a alguien que es un icono de dignidad y coherencia para millones de personas en el mundo. Sin duda, aquella resolución no hacia sino engrandecer aún más la figura de Angela Davis, una institución, mientras empequeñecía más si cabe la de esa otra Institución —esta en el peor sentido de la palabra—, que siempre trata de evitar visitas incomodas que podrían denunciar de muros para afuera todo lo que ocurre de muros para adentro.

Al entrar los periódicos en la cárcel vi su foto en la portada, delante de los muros de la prisión, imponente, desafiante y a su vez serena. Nos separaban apenas unos metros y una serie de muros infranqueables. Nos unía una lucha común. Espero poder agradecerle en persona aquel gesto, lleno de significado político para mí, para los míos y las mías. Para los presos y las presas, para los vascos y las vascas.

Así que hoy, tomando su testigo, quiero que este prólogo sirva también como altavoz para reclamar la libertad de Abdullah Ocalan, Marwan Bargouti, Ahmed Sadat, Óscar López Rivera, Mummia Abu Jamal, Leonard Peltier o la de de los miles de presos y presas vascas, kurdas, palestinas o saharauis, entre otras. Sin lugar a dudas, su libertad exige el compromiso internacional no solo de relevantes personalidades del ámbito político, sino del conjunto de hombres y mujeres progresistas del mundo.

Cárcel

Después de recuperar mi libertad he visto la charla que dentro de la mencionada gira dio en el Guggenheim de Bilbao. Me han impresionado la profundidad de sus palabras y sus pensamientos, la contundencia de sus convicciones. Me gustó particularmente que ella, todo un icono de la lucha por la igualdad, no se quedase en mi caso, el más conocido y reconocido de entre los presos y presas vascas, y defendiese con igual vehemencia la necesaria liberación de mis compañeros y compañeras.

Atendí con interés su defensa de la abolición del sistema carcelario, su denuncia de este perverso modelo de control social y castigo político que condena doblemente a las mujeres y a los sectores más desfavorecidos de la sociedad, mientras deja impune los delitos y las faltas de los privilegiados. Angela Davis está comprometida con un futuro en el que las cárceles no tengan cabida. Un futuro en el que las dinámicas educativas sean la alternativa a las dinámicas punitivas. Es una propuesta ciertamente radical. Es una propuesta discutible, se podrá estar a favor o en contra, se podrán discutir las condiciones sociales que permitirían consolidar esta perspectiva, pero de lo que no cabe duda es de que esta es una propuesta que descansa sobre la base de un profundo sentimiento de humanidad y una fe inquebrantable en el género humano y su carácter bondadoso. En el rechazo al Leviatán.

En este sentido, como ex-preso, no puedo dejar de subrayar la labor que Davis hace actualmente por la abolición de las cárceles. Especialmente en Estados Unidos, un país con una tasa insufrible de personas encarceladas y donde la clase, la raza y el género siguen condicionando hasta límites inaceptables para cualquier demócrata la opción de tener un juicio justo. Desde mi experiencia personal, no puedo descartar que existan personas que han nacido para ser policías o carceleros, si bien es cierto que hasta donde yo he visto la mayoría de ellos han sido empujados a esa innoble función por las mismas condiciones sociales y políticas que influyen al que termina preso, solo que tomadas por el otro costado del poder. Sin embargo, tras catorce años entre rejas en tres periodos distintos de mi vida, puedo confirmar que nadie ha nacido para ser preso. Muchas personas están sentenciadas desde la cuna, pero no han nacido con esa naturaleza. Son las condiciones, sean por razones políticas o sociales, las que les empujan a ello, y son esas condiciones las que los revolucionarios debemos aspirar a cambiar para que nadie tenga que padecer este castigo inhumano y cruel. Las excepciones no deberían servir como justificación para sostener un sistema injusto al que hay que buscar alternativas para lograr una sociedad más justa y decente. Hay que odiar mucho a alguien para desearle la cárcel, y mi paso por prisión me ha ayudado a entender que ese rencor, ese ánimo de venganza no es revolucionario y no es útil para nuestra lucha. La nuestra es una lucha por la libertad y, por lo tanto, contra la cárcel.

Revolución

Me he sentido muy identificado con la reivindicación que hace Davis de la revolución, también con su relato sobre la transformación personal que ha vivido a lo largo de su vida militante. He leído con gran interés el modo en el que manejó el hecho de haberse convertido en símbolo de algo que trascendía a su voluntad, una categoría de icono que ella no había buscado, que ella había rechazado y que hoy por hoy asume con realismo, humildad y el siempre necesario humor.

Yo también reivindico la memoria histórica de nuestras luchas, el recuerdo crítico de nuestras victorias y derrotas, sin que eso suponga instalarse en la nostalgia de tiempos pasados. Yo también defiendo la necesidad de descansar un momento para volver a levantarse y proseguir con la lucha. Porque esta es una lucha muy larga, que contempla toda nuestra vida, la de quienes nos dejaron este legado y la de las generaciones venideras. Igual que Davis, veo con esperanza e interés ese relevo generacional en este camino hacia la libertad. Igual que ella, valoro lo logrado y continúo con mi lucha por todo lo pendiente.

En este camino, que es a la vez individual y colectivo, resultan de gran ayuda libros como esta autobiografía, donde se cuenta la vida de una revolucionaria que estableció con gran brillantez y contundencia, como nadie antes había logrado, la estrecha pero a menudo invisible relación entre género, raza y clase social. Un libro en el que descubrimos a una mujer admirable, una luchadora infatigable, una pensadora brillante y una vida intensa e interesante. El libro no es actual, pero tiene plena vigencia.

Comunismo

La manera en la que Davis descubre el marxismo y el comunismo, por ejemplo, refleja otra versión del modo en el que mi generación accedió a aquellas ideas y movimientos, cada uno con su vivencia personal y en contextos históricos radicalmente distintos. Nosotros en la lucha contra la dictadura de Franco, ella en el imperialismo racista estadounidense de la mano del Partido Comunista y los Panteras Negras. Ese descubrimiento es algo que nos ha hecho mejores personas y mejores militantes.

Angela se sigue considerando militante comunista, habiendo sido varias veces candidata en nombre del PC de Estados Unidos en el pasado, y sigue haciendo gala de la necesidad de construir una alternativa radical al capitalismo. El socialismo, nos dice, «debe permitirnos pensar y crear nuevas versiones de la democracia». Es en ese ideal democrático donde nos encontramos una vez más con ese humanismo comunista del que hace gala Davis en toda su trayectoria militante. Porque como dijera Pepe Mujica, «los seres humanos venimos al mundo a ser felices», y es en esa construcción de la felicidad humana donde los revolucionarios asignamos al Estado la obligación de garantizar que todas las necesidades básicas de los seres humanos estén cubiertas: desde la sanidad a la educación, desde un salario digno a un ecosistema habitable y sostenible. Ser hoy socialista, o comunista, significa, como bien apunta Davis, buscar alternativas y nuevas versiones para la democracia. Significa construir repúblicas dignas para nuestros pueblos, y hacerlo de abajo arriba, contando siempre con la gente y construyéndolas con la gente. Buscar nuevas versiones de la democracia significa apostar por una democracia en la que la gente decide, en la que la gente cuenta, en la que la gente es el centro de la actividad económica, política y cultural.

Black Power

Desde la distancia, con una visión empática y solidaria, resulta especialmente interesante la manera en la que Davis engarza el pensamiento marxista y la política radical dentro de la comunidad negra. Ella forma parte de esa profunda tradición de conciencia y activismo negro que el profesor Cornell West, al que también agradezco profundamente haber apoyado mi liberación, denomina el «fuego profético negro» junto a Frederick Douglass, W. E. B. Du Bois, Luther King, Ella Baker o Malcolm X. Una tradición profética que marca su centro en la conciencia del ser colectivo, el servicio a la comunidad, el empoderamiento del oprimido y la resistencia al individualismo y a la obsesión por el dinero y el consumo. Porque, como señala Cornell West, «la integridad no puede reducirse a la codicia, la decencia no puede ser reducida a la treta y la justicia no se puede reducir al precio de mercado».

Antifascismo

Quiero señalar la absoluta actualidad de las menciones de Davis al fascismo realizadas en su escrito «Presos políticos y liberación negra», datadas en 1971 durante su estancia en prisión. En ellas decía lo siguiente: «El fascismo es un proceso y su desarrollo y ampliación son de naturaleza cancerígena». Nos advertía, entonces ya, que si bien al inicio la amenaza del fascismo puede limitarse al uso de la fuerza y de la ley jurídico-penal para detener y encarcelar a los revolucionarios de las naciones oprimidas, mañana puede atacar a la clase trabajadora en masa y eventualmente a los demócratas moderados. Así, señalaba como síntomas de los procesos de fascistización las amenazas para recortar el poder sindical o los intentos por reducir los niveles del llamado Estado del bienestar. Y nos advertía, como ejemplo de lección histórica, la necesidad de combatir el fascismo desde sus inicios mediante la unidad de movimientos populares amplios e indivisibles. ¿Y acaso no nos encontramos hoy en una peligrosa deriva autoritaria en el conjunto del planeta y en particular en la Unión Europea? No es solo el auge preocupante de la extrema derecha en términos electorales, es su capacidad de influencia —¿o de autoinfluencia, podríamos decir?— en las políticas de los diferentes Estados. La política respecto a los refugiados en el marco europeo o el propio saqueo del dinero público en detrimento del Estado del bienestar, son prueba evidente de ello. Y qué decir del empleo de la represión jurídico-penal para combatir la disidencia…, nosotros somos la prueba evidente de esa agenda.

Esta es la realidad que Angela Davis y todos nosotros debemos combatir, partiendo de un principio ineludible: ser conscientes de que los valores ideológicos de la derecha han penetrado profundamente en el seno de las capas populares. Se impone, pues, un combate prioritario por tratar de alterar los principios y valores del liberalismo para buscar la alternativa en los valores del socialismo.

Feminismo

Evidentemente, la visión de Davis sobre el feminismo resulta ineludible. Afortunadamente, hoy podemos señalar que nuestro país vive un resurgimiento del movimiento feminista que nos permite afirmar que se ha consolidado definitivamente como una realidad transformadora que se debe situar en el corazón de las políticas de transformación social.

Este es un movimiento que además interpela nuestras conciencias de hombres, obligándonos a cuestionar nuestros propios privilegios en el seno de unas sociedades capitalistas y patriarcales que todos decimos querer cambiar. Ninguna sociedad podrá ser igualitaria y libre sin hacer frente a los problemas que el feminismo revolucionario nos plantea.

Toca cambiar el mundo, ¿quién se apunta?

Quien no ha estado en prisión tiene difícil hacerse una idea real de lo que supone ese grado de arbitrariedad, de pérdida de libertad, de injusticia. Quienes no han sufrido la tortura no pueden acertar a sentir lo que esta provoca en un ser humano. Quienes no hemos nacido negros o mujeres difícilmente podremos llegar a comprender en toda su dimensión la discriminación que estas han sufrido. Evidentemente, las combinaciones de esas condiciones sociales endurecen aún más la vida de millones de personas. Sin embargo, para luchar contra la desigualdad, la injusticia, la discriminación o los privilegios no es necesario haber sufrido estos en primera persona. Basta con tener conciencia política, un mínimo de humanidad y grandes dosis de honestidad militante y revolucionaria.

Mirando al estado general de las cosas y del mundo, hay razones para la preocupación, esta es una realidad que no debemos ocultar, pero no debemos ni podemos caer en el desánimo ni en la desesperanza: millones de seres humanos en el planeta estamos comprometidos a cambiar radicalmente este estado de cosas, y lo queremos hacer sin perder nuestra sonrisa, siendo amables, siendo capaces de seducir…, en definitiva, siendo felices en la lucha. Porque nada nos hace más felices que estar al lado de los débiles del mundo. Eso es algo que también hemos aprendido de Angela y de tantos otros; por eso siempre le daremos las gracias. Ahora toca cambiar el mundo, los revolucionarios vascos estamos inmersos en esa tarea, y no cejaremos hasta conseguirlo.

La lectura, el conocimiento, ayuda a eliminar el prejuicio sobre lo desconocido, a romper el estereotipo frívolo, a pensar críticamente. En esta autobiografía conocemos a Angela Davis más allá de la tinta de la camiseta, de la pintada o de la pegatina, de la consigna. A través de sus escritos, de sus conferencias, a través de libros como este podemos acercarnos a Angela Davis y a todo lo que ella representa, podemos cruzar esos muros que nos separan de ella, esos metros que la mantienen a una distancia de seguridad, que nos incomunican. Su voz nos llega aquí sin distorsión, sin falsas idolatrías, en plenitud, con contundencia e intensidad.

Una vez estuve a unos metros de Angela Davis y no pude verla. No pierdo ocasión de saltar ese muro, recorrer esos metros y, con ella, que tanto ayudó a pedir mi liberación, ser un poco más libre.

Introducción

Esta nueva edición de mi autobiografía aparece casi quince años después de su primera publicación. Ahora aprecio el empuje de aquellos que me persuadieron para que escribiera sobre mis experiencias a una edad que yo consideraba demasiado precoz para producir un trabajo autobiográfico que pudiera poseer un valor significativo para los lectores. Si hoy contemplara los cuarenta años anteriores de mi vida, el libro resultante sería completamente distinto, tanto en la forma como en el contenido. Pero me alegro de haberlo escrito a la edad de veintiocho años porque es, creo, una pieza importante de análisis y descripción históricos de finales de la década de los sesenta y principios de los setenta. Es, además, mi propia historia personal hasta aquel momento, comprendida y trazada a partir de ese punto de vista particular.

Durante aquel periodo de mi vida en el que, como tantos otros, dedicaba cada momento del día a la búsqueda de soluciones activistas para los problemas prácticos inmediatos planteados por el Movimiento de Liberación Negro y de respuestas apropiadas a las represiones que emanaban de las fuerzas adversarias en aquel drama, fui consciente de lo importante que era preservar la historia de aquellas luchas para beneficio de nuestra posteridad. Aun así, para los participantes de aquellos movimientos, el ritmo frenético de los acontecimientos parecía imposibilitar la clase de actitud contemplativa necesaria para plasmar una crónica e interpretar aquellas luchas desde la perspectiva de la historia.

Si en un primer momento expresé cierta vacilación ante la idea de empezar a trabajar en una autobiografía, no fue porque no deseara escribir sobre los acontecimientos de aquella época y otros más generales durante mi vida, sino porque no quería contribuir a la tendencia ya ampliamente extendida de personalizar e individualizar la historia. Y, para ser totalmente sincera, mi propia reserva instintiva me hacía sentir más bien incómoda por estar escribiendo sobre mí misma. De modo que, en realidad, no escribí sobre mí misma. Lo que quiero decir con esto es que no medí los eventos de mi propia vida en función de su posible importancia personal. En su lugar, traté de emplear el género autobiográfico para evaluar mi vida conforme a lo que yo consideraba la significación política de mis experiencias. La lectura política emanó de mi labor como activista en el Movimiento Negro y como miembro del Partido Comunista.

Mientras escribía este libro, me oponía intensamente a la idea, desarrollada dentro del joven movimiento de liberación de la mujer, que ingenuamente y sin sentido crítico equiparaba lo personal con lo político. Para mí, esta idea tendía a retratar como equivalentes fenómenos tan enormemente dispares como los asesinatos racistas de personas negras a manos de la policía y el abuso verbal de índole sexista hacia las mujeres blancas por parte de sus maridos. Teniendo en cuenta que durante aquel periodo fui testigo directo de la violencia policial en numerosas ocasiones, mi respuesta negativa al eslogan feminista, «lo personal es político» era ciertamente comprensible. A pesar de que continúo estando en desacuerdo con cualquier intento fácil de definir estas dos dimensiones como equivalentes, entiendo que en cierto sentido todos los esfuerzos que pretenden dibujar unas líneas de demarcación definidas entre lo personal y lo político inevitablemente malinterpretan la realidad social. Por ejemplo, la violencia doméstica no deja de ser una expresión de las políticas de género imperantes por el hecho de que suceda dentro de la esfera privada de una relación personal. Por tanto, manifiesto mi pesar de no haber sido capaz también de aplicar una vara de medir que manifestara una comprensión más compleja de la dialéctica entre lo personal y lo político.

La verdadera fuerza de mi enfoque en aquel momento reside, creo, en el honesto énfasis aplicado a las contribuciones y logros de base, hasta el punto de desmitificar la idea habitual de que la historia es el producto de individuales únicos en posesión de cualidades de grandeza inherentes. Por desgracia, mucha gente asumió que, debido a lo extensamente difundidos que fueron mi nombre y mi caso, la contienda desplegada durante mi encarcelamiento y juicio de 1970 a 1972 fue la de una mujer negra individual que eludió con éxito el poder represivo del estado. Aquellos que poseemos un pasado de lucha activa contra la represión política comprendimos, por supuesto, que mientras uno de los protagonistas de esta batalla era el estado, el otro no era un único individuo sino el poder colectivo de las miles y miles de personas que se oponían al racismo y a la represión política. De hecho, las razones subyacentes de la extensa publicidad concedida a mi juicio no tuvieron tanto que ver con la cobertura sensacionalista de la sublevación de una prisionera en el juzgado del condado de Marin como con el trabajo de un número incalculable de personas anónimas que se lanzaron a la acción, no tanto con mi problemática particular como con la labor acumulativa de los movimientos progresistas de aquel periodo. Desde luego, la victoria obtenida cuando fui absuelta de todos los cargos todavía hoy puede reivindicarse como un hito en la labor de los movimientos de base.

A lo largo de mi vida, los hilos políticos se han mantenido esencialmente continuos desde comienzos de los setenta. En 1988, sigo perteneciendo al Comité Nacional del Partido Comunista y continúo trabajando con la Alianza Nacional contra la Represión Política y Racista. Asimismo, me he convertido en miembro activo de la junta ejecutiva del Proyecto Nacional de Salud de la Mujer Negra.

Este es un momento en el que un número cada vez mayor de personas se sienten atraídas por las causas progresistas. Durante los últimos ocho años de la administración Reagan, incluso a pesar de que la fuerzas conservadoras en el poder han provocado la erosión de algunas de nuestras victorias previas, también hemos sido testigos del poderoso aumento del activismo masivo dentro del movimiento laboral, en los campus universitarios y en las comunidades. Vastos e influyentes movimientos en contra del apartheid en Sudáfrica, contra el racismo doméstico, contra la intervención en América Central y contra el cierre de fábricas en suelo nacional han obligado a la clase política a abordar seriamente estas cuestiones. Como cada vez hay más activistas laborales y las mujeres de color han empezado a asumir el liderazgo de los movimientos de mujeres, la campaña por la igualdad de las mujeres ha adquirido una amplitud muy necesaria y, en consecuencia, ha madurado. Como resultado directo del activismo de base, actualmente hay más negros progresistas ocupando cargos oficiales que nunca. Y, a pesar de que no ganó la nominación presidencial del Partido Demócrata, Jesse Jackson realizó una campaña verdaderamente triunfal, que confirmó e impulsó todavía más los patrones del pensamiento progresista entre la gente de nuestro país.

Mientras escribo esta introducción, me uno a muchos amigos y camaradas para llorar la muerte de Aaron Boye. Aaron era el sobrino de Charlene Mitchell, de Franklin y de Kendra Alexander, y el primo de Steven Mitchell (todos ellos aparecen mencionados con frecuencia en las páginas de esta autobiografía). Cuando, hace dos años, Aaron se graduó en la UCLA, me invitó a hablar en la ceremonia de graduación de los estudiantes negros. En mis observaciones, insté a los estudiantes a permanecer conscientes de las luchas que crearon un lugar para ellos en aquella institución y a estar dispuestos, a cambio, de sumar sus propias contribuciones a la búsqueda constante de justicia e igualdad. Tras pasar su infancia rodeado de parientes y amigos que habían dedicado su vida a estas causas, Aaron era muy consciente de que había cosechado los éxitos de sus contribuciones. Y hacía tiempo que él mismo había plantado la semilla para luchas futuras.

Dado que esta autobiografía estaba originalmente dedicada a los camaradas que dieron sus vidas durante un periodo anterior, añado ahora el nombre de Aaron Boye a la relación de aquellos que, si aún siguieran entre nosotros, estarían hoy en primera línea.

Agradecimientos

Lamento no poder citar aquí los nombres de todos aquellos que, de una forma u otra, me ayudaron a preparar esta autobiografía. Pero algunos de ellos merecen un recuerdo especial.

Al escribir este libro tuve ocasión de conocer y colaborar con una mujer que es una excelente escritora y una animosa hermana. En su calidad de asesora editorial, Toni Morrison no solo me prestó una ayuda inestimable, sino que se mostró paciente y comprensiva ante las continuas interrupciones que sufrió nuestro trabajo como consecuencia de mis responsabilidades en el movimiento por la liberación de los presos políticos.

Agradezco profundamente al Partido Comunista Cubano y a su primer secretario, Fidel Castro, la invitación que me hicieron a pasar unos meses en Cuba para dedicarme plenamente al libro.

Charlene Mitchell, Franklin Alexander, Victoria Mercado, Bettina Aptheker, Michael Meyerson, Curtis Stewart y Leo Branton, mi abogado, revisaron mi original en diferentes momentos. Sandy Frankel y las hermanas y hermanos dirigentes de la Alianza Nacional contra la Represión Racista y Política hicieron siempre cuanto estaba en su mano por armonizar mi trabajo en el libro con las urgentes tareas que debía realizar en tanto que copresidenta de dicha organización. A todos ellos, mi agradecimiento.

A mi familia,

que ha sido mi fuerza.

A mis camaradas,

que han sido mi luz.

A los hermanos y hermanas

cuyo espíritu de lucha fue mi liberación.

A aquellos cuyo valor humano

es demasiado grande para ser destruido

por los muros, los barrotes y las celdas

de los condenados a muerte.

Y, en especial,

a todos aquellos que están dispuestos

a luchar hasta que el racismo y la injusticia

social sean abolidos para siempre.

Prefacio

En un principio, la idea de escribir este libro no me atraía demasiado. El hecho de publicar una autobiografía a mi edad podía parecer un acto de presunción y, además, pensaba que al relatar mi vida, al hablar de mis actos, de mis ideas y de las cosas que me habían sucedido, adoptaba una postura de superioridad, como si diera a entender que no me consideraba igual a las demás mujeres —a las demás mujeres negras— y que por ello tenía que explicar cómo era. Me parecía que un libro como este podía, en último término, enmascarar el hecho más importante: que las fuerzas que han hecho de mi vida lo que es son exactamente las mismas fuerzas que han formado las vidas de millones de hermanos míos. Y estoy convencida de que mi reacción ante esas fuerzas no ha tenido tampoco nada de excepcional; de que mi actividad política, últimamente como miembro del Partido Comunista, ha sido una manera natural y lógica de defenderme y defender a los míos.

El único acontecimiento extraordinario de mi vida no tuvo nada que ver conmigo en cuanto que individuo; con un pequeño giro de la historia, otra hermana o hermano mío habría podido convertirse en el preso político al que millones de personas del mundo entero rescataron de la persecución y la muerte. Me resistía a escribir este libro porque creía que, al centrarme en mi historia personal, podía desviar la atención del lector de lo más importante: el movimiento popular, que fue el que dio a conocer mi caso desde el principio. Y no deseaba presentar mi vida como una «aventura» personal, como si existiese una persona «real» separada y distinta de la persona política. De cualquier modo, mi vida no se prestaría a ello, pero, aunque así fuese, un libro tal sería una falsedad, pues no reflejaría mi intenso sentimiento de pertenecer a una comunidad de seres humanos, a una comunidad que lucha contra la pobreza y el racismo.

Cuando decidí, a pesar de todo, escribir este libro, fue porque me lo planteé como una autobiografía política en la que destacasen las personas, los hechos y las fuerzas que, a lo largo de mi vida, me han llevado a mi actual compromiso. Pensé que un libro así podría servir a un fin práctico y muy importante: era posible que, después de leerlo, mucha gente comprendiese por qué tantos de entre nosotros no tenemos otra alternativa más que ofrecer nuestras vidas —nuestro cuerpo, nuestra inteligencia, nuestra voluntad— a la causa de los oprimidos. En estos momentos en que la corrupción y el racismo de los más altos organismos políticos se están poniendo al desnudo, en que se está haciendo visible la bancarrota general del sistema capitalista, existe la posibilidad de que otros hombres y mujeres —negros, cobrizos, pieles rojas, amarillos y blancos— sientan deseos de unirse a nuestra comunidad de lucha. Solo si esto sucede, consideraré que ha valido la pena escribir este libro.