MERCEDES MARCOS MONFORT

JOSÉ MIGUEL DESUÁREZ

 

LA PLAZA,

MODO DE EMPLEO

NOVELA DE UN MICROCOSMOS

 

 




MERCEDES MARCOS MONFORT

JOSÉ MIGUEL DESUÁREZ

LA PLAZA,

MODO DE
EMPLEO

NOVELA DE UN MICROCOSMOS

 

 

 

 

 

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Primera edición impresa: octubre 2011

Primera edición en e-book: enero 2012

 

© Mercedes Marcos Monfort y José Miguel Desuárez, 2011, 2012

© de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2012

 

www.edhasa.es

 

Ilustración de cubierta: Theo van Doesburg: Construcción espaciotemporal II (1924). Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.

Diseño gráfico: RQ

 

ISBN 978-84-9740-468-6

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

 

 

 

 

 

 

 

 

Je cherche en même temps

l’éternel et l’ephémère

 

 

 

Perec

 

Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos.

 

Jorge Luis Borges

 

 

Plano de la novela

 

 

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Índice de algunas de las narraciones incluidas en esta novela

 

 

 

Las entradas remiten al capítulo en el que se cuenta la historia, casi siempre por vez primera, aunque a veces no en su totalidad.

 

 

 

Historia de algunos clientes del Hotel Orión

Historia de algunos matrimonios celebrados en la Iglesia de San Jacinto

Historia de dos bañistas

Historia de Kostiakú y de sus costumbres

Historia de la antropóloga estadounidense

Historia de la biblioteca de las monjas magnolinas

Historia de la chica que atravesó desnuda la ciudad

Historia de la conductora agredida por los antiabortistas

Historia de la Congregación de los Hijos de la Tierra Divina

Historia de la curandera despilfarradora

Historia de la escritora a quien un hombre obeso cambió de nombre

Historia de la hija del parapsicólogo

Historia de la madre que soñaba

Historia de la mítica ciudad subterránea

Historia de la monja feliz y de su hermano

Historia de la novicia que se casó con el novio de su hermana

Historia de la pintora tetrapléjica

Historia de la pitonisa que leía la mano

Historia de la religiosa que coleccionaba santateresas

Historia de las obras de arte barridas

Historia de Literatos sin Fronteras

Historia de lo que se encontró en el estanque

Historia de los estudiantes que compraron una oportuna camiseta

Historia de un desocupado y su idea ya intentada

Historia de un romance vaticinado

Historia de un viaje en globo

Historia de un zoólogo y su gato parlanchín

Historia de una fuente

Historia de una librería

Historia de una luna de miel

Historia de una novela cervantina

Historia del albañil desaliñado

Historia del asesino ligón

Historia del atleta que estudió inglés

Historia del botones del hotel

Historia del cadáver de un extraterrestre

Historia del centro de risoterapia

Historia del chico que encontró el amor de su vida

Historia del cuadro de la iglesia

Historia del detective sincero

Historia del doctor que ayudó a Fleming

Historia del edificio rojo

Historia del enfermero que no se llevaba bien con su esposa

Historia del fulano que quería cambiar las estaciones

Historia del joven que abandonó su trabajo en la papelería

Historia del mendigo

Historia del ministro de Control Ciudadano

Historia del monumento que movían los indigentes por la noche

Historia del muchacho que quería ser poeta

Historia del pasajero del taxi

Historia del piloto de aviones

Historia del profesor que corregía exámenes

Historia del que contaba las horas

Historia del quiosquero jubilado

Historia del robo de tres obras de arte

Historia del tedio

Historia del vendedor de lotería

Historia del videojuego

0
Cimientos

 

 

Si las plazas no existieran, habría que inventarlas. Es cierto que pueden existir las larguísimas y animadas avenidas, bordeadas por prácticos y elegantes edificios; y los ríos, canalizadores de la vida que se cruzan sobre sus puentes, entre suntuosos y clásicos. Pero nada será nunca una ciudad, por hermosa que parezca, sin sus plazas. Una plaza como esta, del rey Felipe VIII, en Madrid, que alberga todo lo necesario y natural que suele ofrecerse en ellas: lo que ha sido, en el pasado remoto, a lo largo de la historia del país; lo que vendrá a ser, en el futuro, a lomos del tiempo; y lo que apuntala ahora mismo, el presente, el único portalón al que se aparece siempre la verdadera y fascinante vida cotidiana.

En este espacio vamos a demorarnos por espacio de unas horas hoy jueves veintiuno de marzo de 2002, cuando el reloj marca las 9:30 y recién llegando está la primavera. De esta suerte atisbaremos el rumor de la plaza como si fuera el centro de un escaparate figurativo. Como un remolino de deseo rondaremos a las personas que caminan (esa mujer preguntándose qué será de nosotros) y las atravesaremos en un silbido de magia. Y traspasaremos lo mismo a las criaturas que habitaban o se hallarán en los edificios colindantes (el hombre que vivía antes en el edificio de la embajada de Kostiakú o los futuros vástagos que modificarán el mundo), pues todo merece ser contado si se intenta con cariño y sinceridad. Ahondaremos así en sus pasados y en sus futuros; las nombraremos y nos sentiremos acompañados comprendiendo sus historias. No miraremos una fotografía, un cuadro o una pintura de época: lo que se moverá delante de nosotros es el tiempo cíclico sobre el que vuela la vida como una alfombra de sueños. Y lo mejor será que nuestros ojos apenas congelarán un instante del fluir del río de aire que pasará: es infinitamente más lo que se nos escapa; la sensación de que somos apenas átomos en el vasto universo nos hará más capaces de verlo todo con ojos renovados y con las manos abiertas de par en par. Comience, pues, el itinerario sentimental alrededor de esta plaza y su gloria de instantes recobrados.

 

 

1
Paseo

 

 

–¡Hostias! ¡Mira! ¡Una tía en cueros! –grita uno señalando.

–¡Anda! ¡Una tía en pelota! –dice un señor que pasa.

–¡Una tía en cueros! ¡Mírala! ¡Qué tetas tiene tan ricas! –otro más, parándose.

–¡Sí, y qué piernas, mira!

–¿Y por qué irá así, por esta plaza y a esta hora de la mañana?

–¡Ni idea, tío, qué pena que no tenga la cámara de fotos! ¡Qué pava!

–Eso debe de haber sido –comenta una viejecita que pasa– un malaje, ¡que la ha dejado en pelota! ¡Malaje! ¡Que le corten los cojones a quien haya sido!

–¡Qué poca vergüenza! ¡Ahora que pueden verla hasta los niños que van al colegio!

Llega también una mujer muy fea que grita:

–¡Esto es una cámara oculta! ¿Dónde estará?

–¡O igual es una de esas que protestan en cueros por el redondeo abusivo del euro!

–¡Malaje! ¡Que le corten los cojones!

–¡Como para saberlo! –dice un muchacho.

–¡Y se le ve todo a la pobre, esos pechos como limones y el alma afeitada!

–¡Y el tatuaje con una lengua en el culo!

–¡Y se tapa la cara, en vez de sus vergüenzas! –comenta un anciano.

En esto la chica desnuda tropieza y cae al suelo. La gente grita, ella se levanta y sigue huyendo:

–¡Sinvergüenza, eso es lo que es! ¡Una sinvergüenza!

–¡Será malaje el que le haya hecho eso a la niña!

–¡Golfa! ¡Es una golfa!

–¡Hala, hala, el despiporre!

–Esperemos que viva cerca porque los pies los tiene ya renegríos.

–¡Pues vaya!

–¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!

–¡Pues eso!

–¡A lo mejor es una exhibicionista millonaria que ya no sabe qué hacer para divertirse!

–¡Hay que joderse con esta juventud de ahora y estas modas!

–¡La culpa la tienen los políticos!

–¡Cuidado, volver a esta hora y con esa guisa de la juerga nocturna!

–¡Y qué diría su madre si la viera!

Abochornada y apurada como nunca, nuestra lady Godiva se dispone a cruzar la calle Mira el Cielo, tapándose la cara con unos guantes de lana que ha encontrado junto al convento.

 

 

 

2
Paseo

 

 

Ocho años hace que Dámaso Montesinos recorre casi a diario la ciudad. Este hombre, alto como la luna, con barba corta y rubia, pelo largo y dorado, que parece un Cristo a lo Brad Pitt, trabaja como detective privado, lo cual le lleva a pasear de vez en cuando por esta plaza para vigilar a alguien, prevenir un robo o incluso adelantarse a un crimen. Dámaso mira a la gente que pasa, busca en sus miradas algo que los delate, que denote algún secreto no oculto del todo.

Se fija nada menos que en Amalia Valderrama. Es una anchurosa mujer de sesenta y tres años, con rodete canoso y macizo, que lleva ya casi cuarenta primaveras en esta plaza intentando leer el futuro en la mano a todo el que se descuide. Y eso mismo quiere intentar con la gente que cruza ahora la plaza, ofreciendo antes una ramita de romero que nadie coge. Se acerca Dámaso y le pregunta a Amalia:

–¿No hay suerte hoy, Amalia?

–No, miarma, la gente cada vez quiere saber menos su futuro.

–Bueno, paciencia. Para eso eres tan clarividente.

–No, miarma, si yo fuera más aclaradora, sería la reina de los mares, pero una, misangre, sólo sabe leer la mano y sus líneas, y decir lo que le parece, que no es poco.

–Ya lo sé, mujer, no te preocupes.

–A ti ya te la leí hace poco, ¿te acuerdas?, y te dije que hay un secreto cerca de ti que ni sospechas, pero que te hará bien saberlo cuando sea lógico.

–Sí, Amalia, y sigo sin saber qué quiere decir eso.

–A lo mejor tu novia te esconde algo, no sé.

–¿Luisa? No creo, si es la mujer más sincera que he conocido.

–Bueno, pues ya lo averiguarás. Ahora te dejo, miarma, a ver si me tomo un cafelito en el centro comercial con Nemesio y Bernardo. Y luego sigo...

–De acuerdo, Amalia.

–Hasta luego.

Dámaso se queda un poco pensativo. Sospecha que ese gran secreto del que habla Amalia tiene que ver con alguno de sus clientes, con cierta investigación. Tal vez halle algún documento interesante que le lleve a un asombroso complot económico-religioso.

El hombre ha aprendido a mirar y a esperar del tiempo una respuesta mientras busca en el aire algo que derroche algún secreto. Cualquiera de las personas que cruzan ahora la plaza podría esconder una historia interesante: la mujer que fundó Literatos sin Fronteras, el zoólogo que encontró un gato parlante o incluso las peripecias del ministro de Control Ciudadano. Pero el detective ahora se fija en una monja sexagenaria que ha salido del convento de las monjas magnolinas: camina indecisa, husmea entre los matorrales como buscando algo. Por eso ha llamado su atención, y por eso parece que juegan a un extraño juego: él vigilándola tras castaños de Indias, cerezos y abedules; ella escudriñando entre gardenias, margaritas, dalias...

De pronto, la mujer brinca como una rana sobre una mata de azaleas y grita:

–¡Te pillé!

El investigador se sorprende: sus cuarenta y dos años no le han enseñado tanto del mundo como él creía. Lo que buscaba la monja era... ¡un insecto!

–Por esta vez vas a escapar, porque todavía no eres muy grande... Además, no puedo volver ahora al convento, ¿qué diría la madre Concepción si viera que abandono mis obligaciones por ti?

La religiosa suelta su presa y reemprende su camino. Dámaso, algo avergonzado por su falta de intuición –aunque, ¿quién iba a pensar que una religiosa casi anciana se dedicara a cazar bichos por la plaza?–, decide marcharse.

La mujer, a quien todos llaman hermana Silvia, ingresó en el convento hace más de cuarenta años; y desde entonces también se dedica a lo que todavía hoy la entretiene: buscar santateresitas por los jardines, sobre todo a finales de verano, cuando abundan. Una manía como otra cualquiera. Hace más de seis años que busca un ejemplar negro, porque lo vio una vez en sueños y quiere saber si existen en realidad.

Y más aún le gustaría saber a la hermana Silvia qué estará sucediendo ahora en el hotel Orión, sobre todo a...

Arrepentida de su pecado de pensamiento, se persigna y acelera el paso.

 

* * *

 

Precisamente en el Hotel Orión, en la habitación 1216, un extraño cadáver yace desnudo sobre la cama sin deshacer. Apenas se distinguen sus formas, pues la alcoba está en penumbra. Afinando, vemos que se trata de un hombre muy bajo, o quizás un niño. No hay rastros de violencia que dirijan el pensamiento hacia una muerte sucedida en este lugar; diríase que el cadáver es sólo un durmiente más que disfruta de la sedosidad de las sábanas de un lujoso hotel de cinco estrellas.

Junto a la mesilla, un joven marca un número de teléfono. No parece que vaya a llamar a emergencias, ya que el cadáver está bastante deteriorado; ni parece tampoco que quiera confesarse de un crimen, pues apenas puede dejar de reír, con esas carcajadas de malo de dibujos animados. Suena una música dulce y suave de guitarra melosa, y el joven ha comenzado a hablar por el auricular muy tranquilamente. Se diría más bien que quiere explayarse en detalles que le divierten, por cómo se echa hacia atrás, acariciándose el pelo largo y las orejas. ¿Por qué no huye el muchacho y deja atrás ese cuerpo marchito y seco? ¿Acaso no es un criminal peligroso que merece el peor de los castigos? ¿O es que para él la muerte sólo es un juego que le entretiene?

 

 

3
Paseo

 

 

Llega el teniente Mateo Salgado, cuarentón cejijunto, feo y pardo como una araña.

–¡Por fin, Mateo! –exclama Dámaso Montesinos–. ¿Vas a explicarme de una vez para qué me has citado aquí, junto al quiosco?

Empiezan a atravesar la plaza. Mateo mira a su compañero algo preocupado. Son amigos desde preescolar, siempre juntos, jugando a policías y ladrones. Y ahora uno es policía y el otro detective privado.

–Me debes una, ¿recuerdas?

Mateo se refiere a que su amigo le debe la vida desde el verano pasado. Infiltrado en una secta satánica, Dámaso estuvo a punto estuvo de morir cuando todos los miembros fueron obligados a beber una mezcla de azahar, vinagre, alheña, alcohol y tuercas en polvo salpimentada con óxido de níquel, cuyos efectos pudieron neutralizarse en todas las víctimas merced a un intensísimo lavado de estómago, porque Mateo, desobedeciendo una orden directa, entró en el piso y llamó a las ambulancias antes de que llegara su superior.

–¿Qué ha ocurrido? –pregunta Dámaso Montesinos, cada vez más intrigado.

–Han robado en el Museo Alberto Vázquez. Ojos desorbitados de Dámaso:

–Ah, no. El museo de arte contemporáneo, no. Carlos Colorado otra vez, no.

–¡Me debes la vida!

–¿Cuánto es? –pregunta Dámaso, sacando una tarjeta de crédito.

–Venga, Dámaso. Acuérdate del robo de Notas de mandarina, el cuadro ese de Dolores Cortázar, en la Navidad de 1999.

–¡Pues por eso, precisamente!

Dámaso revive aterrorizado la última investigación con el chiflado de Carlos Colorado, sempiterno director del museo: «Pasen por aquí... No pisen tan fuerte, no soporto el eco... Y no respiren, que se contaminan los cuadros».

–¡Menudo elemento, Carlos Colorado! –continúa Dámaso–. Haz memoria: quería que interrogáramos a todas las monjas magnolinas, por sospechosas; como el convento está contiguo... Y abordó en plena calle a Amalia Valderrama, la mujer que lee la buenaventura en la plaza, para que le diera el nombre del ladrón, y casi le pega dos tortas porque la pobre no lo sabía. Ya ves.

–Sí, pero tú resolviste el robo, Dámaso. Gracias a ti recuperamos el cuadro.

–¡Porque no hice ni caso de las «pistas» que nos daba ese chiflado! Las monjas magnolinas... ¡Vaya ocurrencia! Fueron ladrones profesionales, no monjitas.

Al llegar frente al museo, guardan silencio. Mateo se persigna y dice:

–Que sea lo que Dios quiera –y mirando a Dámaso–. Y tú, ¿qué?, ¿vas a ayudarme o no?

–Te ayudaré... Pero ya no te debo nada... –también se persigna, pues entran al templo de la actual estupidez humana, regido por Carlos Colorado, y prosigue–: Por cierto, a ver cuándo quedamos y te presento a mi novia, Luisa... Tiene una teoría muy curiosa sobre el síndrome de Estocolmo.

–¿Y eso?

–Es psicóloga... Ya verás, es estupenda.

 

 

4
Paseo

 

 

En la habitación 1216 del Hotel Orión, el joven que había marcado cierto número de teléfono, sentado junto a ese extraño cadáver sobre la cama, continúa la conversación:

–Pues verá, iba yo por la carretera con dos amigos ayer por la noche y vimos en el cielo unas luces misteriosas que se movían zigzagueando. De pronto, oímos una clamorosa explosión y vimos algo que caía en llamas...

–¿No me digas? –contestan al otro lado.

–Sí, y ya que estábamos, detuvimos el coche en el arcén y nos adentramos por un descampado hasta dar con el origen del humo: una nave espacial ardiendo de la que salió un tipejo bajo que hablaba a través de cortocircuitos y pitidos.

–¿Y cómo era la nave? ¿Cómo era el individuo? –quiere saber el otro.

–La nave era circular, sí, más bien plana, como una pizza grande. Eso sí, en lugar de pepperoni y aceitunas tenía altavoces y ventanas, y más bombillas que un árbol de Navidad... Más no sé decir, porque estaba todo ardiendo... Sólo pudimos recoger al extraterrestre. Es humanoide, aunque no sé muy bien cómo describirlo... Pensábamos llevarlo al hospital, pero se murió por el camino y ahora lo tenemos en una habitación del hotel.

–¿Y qué pensáis hacer con el cuerpo?

–Hemos contactado con un multimillonario alemán, coleccionista de arte y objetos raros, que está muy interesado en comprarlo. Pero quiere que antes el cadáver lo inspeccione y autentifique un especialista tan importante como usted.

–¿Y cómo has dado conmigo?

–Muy fácil, señor Toledo. He buscado en la guía de teléfonos y allí estaba: Manuel Toledo, parapsicólogo y especialista en misterios y otras extravagancias.

–De acuerdo, ¿y tu nombre?

–Bruno Morales, para servirle.

–¿Has dicho que estás en el Hotel Orión?

–Sí.

–¡Estupendo! Precisamente vivo a treinta segundos de allí. ¿En qué habitación?

–La 1216. Y no es una casualidad, créame. Está todo muy bien calculado.

–De acuerdo, nos vemos allí dentro de diez minutos.

–Nos vemos –cuelga Bruno Morales y lo mismo ha hecho Manuel Toledo.

 

* * *

 

Con este interesante cadáver logrará Wolfgang Ziemssen aumentar, por sólo tres millones de euros, su colección de rarezas artísticas, compuesta por más de noventa ejemplares, cachivaches, artilugios, fetiches, y demás. Entre ellos se encuentra, por ejemplo, una esfera de veridio y triptrionita que le han traído ex profeso de Marte; un hermoso trozo de piedra de Stonehenge; el collar de diamantes que la reina de Francia regaló a D’Artagnan por haber salvado al rey de las garras del cardenal Richelieu; o un cuadro precioso, sugerente como pocos, de Alberto Vázquez, que se titula El cuento. Custodia también Wolfgang Ziemssen en su casa, cómo no, la ropa interior que Marilyn Monroe utilizó en una de las tomas falsas del rodaje de la famosa escena en la que la falda del vestido blanco le sale volando; una página manuscrita del original de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, donde se cuenta la levitación de Remedios, la bella, y el original del certificado de defunción de Elvis Presley, el rey del rock & roll. La ocultación de este último por parte del alemán ha dado pie a creer que el cantante estadounidense no murió en 1977, sino que muy bien pudo fingir su muerte, al poseer dinero de sobra para vivir una segunda vida en soledad, en otras latitudes, operándose la cara y dejándose barba.

Si bien es cierto que la antepenúltima locura de Wolfgang Ziemssen no ha sido la obsesión por algún objeto estrafalario (como comprar la campana del Big Ben de Londres), sino entrar en quirófano para que su cara sea totalmente simétrica. Mira que se lo dijeron los médicos, repetidas veces, incluso demostrándoselo con programas de retoques fotográficos: que no sería más guapo, como él quería, sino más feo, más artificial, porque la belleza total nunca es simétrica. Pero nada. Se operó el hombre, un total de cuatro veces, porque decía que su dinero él podía emplearlo en lo que le diera la gana, y que con su cara él podía hacer lo que quisiera. Y hasta ahí (sólo hasta ahí) tuvo razón.

 

 

5
Paseo

 

 

En la sala Duchamp del Museo Alberto Vázquez aguarda el director, Carlos Colorado. Es un hombre de entre veinte y cincuenta años, rubísimo, con cola de caballo y traje verde fosforescente con corbata negra. Normalmente no viste así, sino peor. Pero hoy, cuando le dijeron, antes de salir de casa, que habían robado en el museo, ha salido pitando sin tiempo de acicalarse para la ocasión. Hacia él se dirigen, cariacontecidos, pisando despacio y respirando con cortos soplidos, Mateo y Dámaso:

–Buenos días. Aquí estamos –asegura Mateo–. ¿Qué tenemos?

–Mejor dicho –corta Carlos Colorado–, no poseemos ya la integridad física de tres obras de arte insustituibles.

Mateo y Dámaso se miran, pero no dicen nada.

–Estaban aquí mismo, en la sala Duchamp. Las tres obras de arte se llamaban Banquete platónico, Azul y Mancha; y eran únicas, titánicas, maravillosas.

–¿Y qué eran? ¿Cuadros, esculturas...?

–Eran muestras de la increíble fantasía derramada en significados nada evidentes, ya que las formas metamórficas del tiempo, capturadas siempre en tránsito, parecían el resultado de una fórmula abstracta que contribuía a un plano monocromo difícil de ratificar...

Mateo y Dámaso se miran, pero no dicen nada. Resoplan.

–Bueno, bueno, cuéntenos exactamente todo lo que sepa –dice Mateo.

–¿Y no es lo que estoy haciendo? –replica Carlos, enfadado.

Mateo y Dámaso se miran de nuevo, pero no dicen nada.

–Queremos decir del robo. Sólo del robo.

–Esta mañana, antes de salir de mi casa, el conserje, avisado por los vigilantes del turno matutino, me llamó por teléfono y me comunicó el desastre. Ustedes mismos pueden verlo: la sala está totalmente vacía. Ayer mismo colocamos las obras aquí, y miren, miren... ¡Nada! El vacío cósmico se cierne sobre nosotros...

Dámaso saca una lupa del tamaño de un disco de vinilo, que a saber dónde la tenía, y se dedica a mirar pero sin penetrar demasiado, pues aún debe llegar la policía científica.

–Pues yo lo encuentro todo muy limpio –argumenta Dámaso–. No se ven huellas de ninguna clase: ni de pies, ni de arrastre... Las paredes, inmaculadas; el suelo, limpio y encerado.

–¿Y las alarmas? –pregunta Mateo–. ¿Y las medidas de protección?

–Nada. No se activaron. Esto es cosa de profesionales.

–Señor Colorado –interrumpe el conserje–, ha llegado la prensa. Quieren saber qué ha ocurrido.

–Ya voy, ya voy.

–Pero escuche, sería mejor que no les dijera nada –aconseja Mateo.

–¿Cómo que no, si los he llamado yo? La publicidad nunca viene mal. Y, ustedes, menos tonterías y comiencen con los interrogatorios. Les espero dentro de diez minutos en mi despacho. Y por favor, no pongan los pies en las paredes, que blanqueamos el mes pasado.

Mateo y Dámaso se miran, pero no dicen nada.

 

 

6
Quiosco

 

 

La plaza entera gira como una peonza alrededor de este pequeño quiosco de hierro y chapa. Su dueño no es otro que Nemesio Rodríguez; conoce tantas cosas de este lugar del alma que yace bajo el cielo, que el día que él desaparezca habrá que reinventarlo todo. Cojo de nacimiento, con una pierna hecha un ocho que le cuelga, Nemesio ha conocido muchas primaveras desde su negocio de cuatro metros cuadrados: la primera, en 1955, la recuerda muy hermosa, orlada de exquisitos colores, olores y sonidos, quizá también porque tenía sólo dieciocho años y era esa la primera vez que se sentía perfectamente útil, dueño de su propio comercio.

Nemesio sabe que desde un quiosco se logra vislumbrar, con bastante claridad, la vida entera de una plaza: las horas alegres, casi infantiles, de la tarde; los rumorosos y ocupados minutos de la mañana; los relojes muertos del mediodía, y también el fluir negro y pesado de la noche. Sin embargo, esta primavera es la primera en cuarenta y siete años en la que el quiosco permanece cerrado. Debido a la intensa neumonía que contrajo en noviembre del año pasado, de la que logró salir sin secuelas tras cinco semanas de dura convalecencia, Nemesio consideró entonces clausurado su negocio. Y así, este cuasi jubilado, que no ha tenido vacaciones en todos los años que ha estado perennemente al frente del quiosco, ahora las disfruta todas juntas sentándose en la cafetería del Hotel Orión o en cualquier banco de la plaza para charlar con sus amigos. Entre ellos están Amalia Valderrama, el propio Dámaso Montesinos, Horacio Castro o Bernardo Campillo, con quien está ahora mismo conversando en la terraza de uno de los bares de la planta baja del centro comercial y de ocio. De ese modo se regodea Nemesio contando las fortunas y adversidades vividas y soñadas a lo largo de todos estos años, que, si no, se perderían para siempre.

Está, por ejemplo, la sensación de que el Quijote, que se vende bien durante todo el año, sólo se lee a gusto en invierno, reconfortándonos de qué manera, porque en toda la novela impera un calor abrasador, con tanto camino polvoriento en los campos de Castilla. O asusta el increíble número de torturas, intuidas por Nemesio, que habrían sucedido bajo la plaza, en tiempos remotos, en los habitáculos y en los pasillos subterráneos. O entretienen las andanzas, típicas de la literatura infantil, de aquel niño que se perdió una noche en Madrid y se lo encontró Nemesio, a la mañana siguiente, desperezándose, no en la puerta de su quiosco, sino en el interior, adonde había llegado el crío, de siete años, llamado por el olor dulzón de las golosinas.

O están las historias que Nemesio leía mientras permanecía en el quiosco y no venía nadie: la aventura del músico de jazz que perseguía el oro de sus sueños tocando el saxofón con un camaleón amarillo posado en el hombro; la encantadora narración en la que se desvelaba todo sobre el dodecaedro de madera que vaticinaba el tiempo del día siguiente; o incluso la comedia del pequeño pingüino de paseo por la majestuosa Roma del siglo XXV.

Sin olvidar tampoco la fábula que Nemesio Rodríguez, soltero y sin hijos, desmenuza cuando se pone nostálgico, quizá porque siempre ha deseado que se tornara realidad, no siendo más que un sueño: la romántica pasión sentida, durante dos larguísimos meses del año 1970, hacia una mujer llamada Azucena. Blanca y frágil como una muñeca de porcelana, paseaba siempre sola por la plaza con un traje escotado y estrecho, típico del siglo XIX, y un buen día se le acercó y le ofreció matrimonio a cambio de algo que Nemesio nunca pudo regalarle: un pegaso de algodón; para que ella, en sus graciosos ratos libres, pudiera viajar a la luna y bañarse allí, en los mares ingrávidos, entre ballenas azules cantarinas cuyo aliento sería dulce como la vainilla.

 

 

7
Paseo

 

 

En el despacho del director del Museo de Arte Contemporáneo Alberto Vázquez, el teniente Mateo Salgado y el detective privado Dámaso Montesinos revelan el resultado de sus pesquisas de diez minutos:

–Hemos tomado declaración a los guardias de seguridad del turno de noche, y han insistido en que nada raro ha ocurrido. No ha habido ruidos extraños, no han sonado las alarmas, nada, ni la más mínima pista –asegura el teniente–. La policía científica está ahora en el lugar, tal vez ellos puedan aclararnos algo.

–Tengan, fotografías de las obras de arte –ofrece Carlos Colorado. Dámaso y Mateo miran las instantáneas y se quedan boquiabiertos como caricaturas. Pero no dicen nada.

–¿Se puede, jefe? –pregunta una mujer que lleva una bata azul.

–Sí, sí, pase, siéntese –dice Carlos Colorado–. Les presento a Manuela Nasarre, jefa de los limpiadores. Lleva más de veinte años trabajando para nosotros, así que, obviamente, nada tiene que ver con el hurto. Pero quizás oyó o vio algo...

–¿Entonces es verdad que han robado? ¿Dónde, jefe?

–En la sala Duchamp –contesta Carlos Colorado.

–¿Un robo en la Sala Duchamp? Eso es imposible, si hemos estado allí casi toda la noche... –afirma Manuela Nasarre.

–¿Y eso por qué? –inquiere Dámaso Montesinos.

–Bueno... Aquello era un desastre: cuánta mierda, con perdón, el fiestorro que se montarían ayer.

–¿Qué fiesta? –pregunta Carlos Colorado–. No hubo ninguna fiesta. Yo lo sabría, que para eso soy el director –asegura, soltándose la cola de caballo.

–Pues, jefe, encontramos latas de cola y cerveza por todas partes, ceniceros hasta arriba de colillas... Y la pringue que había en el suelo, qué horror, estuvimos horas para quitarla... Menos mal que tuvieron el detalle de proporcionarnos más fregonas, y cubos, y lejía, que si no, no acabamos en toda la noche... Pero ladrones no vimos, no...

A Carlos Colorado los ojos se le salen de las órbitas al escuchar a Manuela Nasarre. Apenas puede creerlo. Manuela y sus empleados han limpiado concienzudamente las obras de arte, en el sentido más literal del verbo: Azul, obra formada por un conjunto de piezas de color azul (entre ellas, botellas de lejía, fregonas, cubos, bayetas...), ha sido desmontada para fregar a Mancha, que, como su nombre indica, era un enorme manchurrón desparramado sobre las baldosas, y para higienizar a Banquete platónico, obra en la que, sobre una sábana en el suelo, podían admirarse, amén de colillas de todas las marcas de tabaco, tazas de café, cucharillas, vasos y botellas... todo listo para el lavavajillas.

–¡Desgraciados! ¡Habéis destruido las obras de arte!

–grita Carlos Colorado, arrancándose los pelos.

Mateo y Dámaso se miran y se ríen. Pero no dicen nada.

–¿Qué obras de arte, jefe? –pregunta Manuela honradamente.

Carlos Colorado, por un momento, duda si contestar. Pero continúa:

–¿Qué sabréis los empleados de la limpieza sobre las sutilezas artísticas, sobre la elevación del espíritu que engendra la contemplación de la obra? ¿Acaso alguno de vosotros ha conseguido crear obras de la categoría de las que habéis destrozado?

–¿Qué dice, jefe? No hemos destrozado nada. Sólo hemos limpiado la mierda, con perdón.

–¿Pero cómo pudo no darse cuenta de que Mancha era una obra de arte? Esa superficie monocroma definiendo un territorio lírico lleno de reminiscencias fatales... ¿Y Azul? Era una obra excelsa: la percepción extática del vacío en lo cotidiano; introducía la sobriedad del equilibrio en la voluntad de... En fin, no importa –acaba sentenciando el director del museo–. Puede marcharse a su casa, Manuela.

Y mientras la mujer se va, Carlos Colorado continúa hablando, sin mirar ni a Mateo ni a Dámaso, como para sí mismo...

–Tenemos fotos, podremos reconstruirlas, aunque no sé si lograremos colocar todas las colillas en su posición original... Pero es posible que los artistas se nieguen, pues el acto creativo, así como su producto, es único, es una reflexión singular y coercitiva sobre la hermeneútica de las imágenes; el arte es irrepetible e inefable...

Dámaso y Mateo se escabullen del despacho, dejando a Carlos Colorado hablando solo.

–Menos mal que el arte es inefable, que si el Colorado llega a poder hablar de él... –apunta Dámaso–. Aunque en una cosa tiene razón.

–¿En qué?

–Los autores del robo han sido profesionales... De la limpieza. En fin, ¿te apetece un café, Mateo?

–Sí, pero rápido, que tengo una mañana liadísima...

–Pues yo me voy a tomar el día libre... Es lo menos que me merezco después de saldar mi deuda vital contigo.

–¡Pero si esta vez no has hecho nada!

–¿Cómo que no? –ríe Dámaso–. He tenido que sacar la lupa.

Mateo y Dámaso se miran. Y se tronchan de risa.

 

 

8
Centro comercial y de ocio 1

 

 

Extraño edificio el de ahora, situado en la esquina de las calles Mira el Cielo y Río Nuevo. Es tan gigantesco que alberga un centro comercial y de ocio incrustado en su interior, con un hermoso patio acristalado sembrado de terrazas en la planta baja. En cada uno de los niveles hay numerosas galerías de tiendas y locales comerciales. Y, a veces, en vez de esa galería, lo que se halla es el pasillo de entrada a una serie de viviendas, a las cuales también se accede desde las escaleras interiores, que llegan hasta el aparcamiento subterráneo o desde los propios ascensores.

Tanto el parking como el centro comercial permanecen abiertos las veinticuatro horas de todos y cada uno de los días del año, al haber, además de discotecas completamente insonorizadas, un multicine de seis salas. Ocupando casi toda la planta tercera, se encuentran las dependencias de la mutua Semmelweiss, sus oficinas centrales e incluso un reducido pero completísimo centro de urgencias.

Por su parte, el Hotel Capsuly, que funciona desde 1995, tiene sus 256 nichos o cápsulas para dormir en la planta quinta. Allí, el que venga del pueblo a hacer unas gestiones puede dormir, por dos euros la hora, una siesta profunda y exacta antes de volverse a casa; o por sólo cuarenta euros alguien que quiera dormir barato puede pasar un total de veinticuatro horas. Para garantizar la seguridad del edificio, hay continuamente dos docenas de vigilantes estratégicamente situados por todo el complejo. De ese modo la gente que trabaja o vive aquí tiene acceso a su casa o negocio con total tranquilidad y conveniencia, aunque sean las tres de la madrugada. Lo que no se entiende, entonces, es para qué han equipado con cerraduras las puertas de las cocheras y del centro comercial, si estas nunca se cierran por ningún motivo.

 

* * *

 

En la planta baja, tras el zaguán y un corto y ancho pasaje, se entra a un inmenso espacio circular salpimentado de terrazas, de bares, en una de las cuales hay una chica contratada por los propios camareros para que figure ahí, tomándose un café con leche y una tostada, de manera que a la gente no le dé vergüenza sentarse porque no haya nadie (extraño oficio, sin duda, y mal pagado).

También sucumbe al embrujo impreciso de este lugar la profesora de Bellas Artes y afamada pintora Dolores Cortázar. Se trata de una mujer tan lánguida y endeble que parece siempre recién caída de la cama; su pelo negro y lacio veteado de suspiros bermellones contrasta con su piel transparente, de ahí la costumbre que tiene de pasar dos veces por los sitios para hacer sombra. Y aunque a veces se lamenta de continuar soltera a sus treinta y nueve años tras haber mantenido algunas relaciones poco satisfactorias con ciertos hombres, ha tenido así tiempo de sobra para convertirse en la retratista preferida de la alta sociedad: Eugenio Soria, Gonzalo de López, Isabel Preysler, Mónica Rojas... Todos tienen un retrato firmado por la Cortázar en algún lugar de sus pisos o mansiones. Su último encargo ha sido el retrato del multimillonario Wolfgang Ziemssen, un trabajo particularmente difícil, habida cuenta de la perfecta simetría de sus facciones. Aunque ahora, mientras se lleva a los labios una cucharada de té en el que ha echado un trozo de magdalena, un torbellino de recuerdos dulcísimos, todos ellos sobre este extraño cliente que tanto la divierte mientras posa para ella, le revelan que algo extraordinario ha ocurrido en su interior.

Incómoda consigo misma, Dolores Cortázar decide ojear su ejemplar del periódico El Manzanares y pedir una tostada con manteca colorá.

Algo más apartados están desayunando, con Amalia Valderrama, Nemesio Rodríguez y Bernardo Campillo. Al primero ya lo conocemos: sabemos que es cojo de nacimiento, con una pierna hecha un ocho que le cuelga, pero camina con dos muletas y su estatura colosal le da cierto aire patricio. Al segundo, Bernardo, le faltan las dos piernas, porque tuvieron que amputárselas de niño debido a una rara enfermedad, de modo que va en silla de ruedas, acompañado de un perro salchicha, Boby, que siempre dormita donde tendrían que estar los pies de su amo. Todo lo cual no le impide estar siempre de broma y alegre.

Bernardo, que nació en 1940, tres años después que Nemesio, se considera a sí mismo el mejor y el más extrovertido lotero de la plaza, y también el más veterano, ya que vende lotería por aquí desde 1958 (el mismo año en que inauguraron el Hotel Orión). Y no piensa todavía en jubilarse, pues cree que se aburriría más que ahora. Visita a menudo Bernardo los bares de la plaza, quizá porque le da lo mismo el vino blanco que la cerveza, lo que no le impide vender su ración de boletos diaria, bien porque sonríe mucho a todo el que se le acerca, bien porque cuenta, mientras despacha suerte, algún chiste o alguna anécdota curiosa de las muchas que le han ocurrido en sus sesenta y dos años de vida.

Bernardo se acuerda mucho todavía de sus abuelos paternos, unos humildes campesinos andaluces que vivían en un amplio cortijo de arenas blancas labradas por ellos mismos con el sudor de su sangre. Correr tras los bueyes que horadaban las tierras, ganar algunas carreras con los pies desnudos por la arena hirviendo del mediodía o sacar a pastar a las vacas eran cosas que sólo pudo hacer cuando aún conservaba sus piernas. «Pero lo que más echo de menos es cagar en el campo», asegura Bernardo cuando se pone nostálgico del todo.

Aunque para no caer en la tentación del tedio y la desidia, a veces no le queda más remedio que elaborar un minucioso recuento mental de quienes entran y salen de los edificios al cabo de la mañana. Contempla así su indumentaria, sus adornos, o lo que llevan en la mano: un llavero de caucho en forma de suricato, o libros de autoayuda o sobre viajes en el tiempo; algún folleto turístico, un disco compacto de chill out o un frasco de perfume dulce y cálido, parecido al intenso olor a tierra mojada previo a una tormenta de verano.

Se fija también Bernardo en los gustos o manías de sus clientes, quienes no suelen tener reparos en exteriorizarlos: de uno sabe que tiene el piso atiborrado de láminas de Klimt; de una megalómana, que no posee ni un solo mueble de madera, porque los mandó construir todos de mármol con una partida exquisita de color rosa Portugal comprada, a mitad de precio, poco antes de mudarse. Y, por acabar, sabemos que Bernardo conoce a un psiquiatra que colecciona guantes y siempre está probándose un par de ellos: como ahora, mientras está con un paciente en su piso, administrándole su sesión semanal de psicoanálisis, a la que el paciente está enganchado desde 1994, año en que murió Evelio Rojas y con él la leyenda del lloratorio. Adicción bastante fácil de alimentar, por otra parte, pues nunca agotará el hombre los horrores de su persona, que no son otros que los reflejos de su empleo en un laboratorio criminalístico, donde nunca faltarán monstruosidades.

 

 

9
Edificios

 

 

En la cuarta planta de este edificio, al pie de la calle Mira el Cielo, Esther, completamente en cueros y con los pies renegridos, intenta derribar la puerta del piso donde vive. Pero nadie puede arropar todavía la carnalidad descubierta y veinteañera de la muchacha, pues su madre ha ido a hacer la compra; su padre trabaja en la imprenta, maquetando un catálogo de pinturas de Boticelli, y su hermana, de catorce años, está en el instituto, en clase de costumbres religiosas, preguntando si cree que puede haber agua en la luna a su compañera, experta en el tema y miembro del club Mensa.

Aunque el hecho de esperar, la verdad, ya no le importa en exceso, ahora que, al menos, ha llegado a la puerta de su casa. Pues ha tenido que atravesar, la pobre, un montón de calles envolviéndose las turgentes vergüenzas con lo primero que iba pillando: una revista sensacional que comentaba por extenso las atractivas costumbres, diferentes a las de Occidente, del cada vez menos desconocido país de Kostiakú; un periódico atrasado donde sólo daban noticias nihilistas; una revista sobre chill out, con un disco de obsequio, que alguien había olvidado sobre un banco; un periódico quincenal que ponía en entredicho la seguridad de todos los medios de locomoción, o una última revista –que encontró debajo de un camión– sobre el romanticismo inglés. Hasta que, tal y como hemos presenciado hace un ratito, ha llegado Esther a la plaza del rey Felipe VIII y la ha atravesado –abochornada por los comentarios de la gente que por allí pasaba– tapándose la cara, en vez de sus partes, con unos pequeños guantes de lana que había recogido del suelo, junto al convento.

Anoche la chica se acostó con uno de esos jóvenes que de repente parecen destinados a ser cómplices de toda una vida, nada más conocerlos. Fue un amor bajo las estrellas, en un fantástico superdescampado a unos tres kilómetros de Madrid. Y allí se quedó la muchacha dormida, sobre la hierba, mientras el Adonis se largaba llevándose su ropa...

Esther abandonó hace unos meses a su novio de toda la vida por un italiano con el que tampoco sale ya, y el primo de su ex novio –pues no era otro el joven prófugo aunque ella no lo sabía– la dejó anoche en pelota picada para ajustarle las tuercas y las cuentas.

 

* * *

 

Justo encima de la vivienda de Esther, hace veinticinco años que vive el matrimonio formado por el enfermero Alejo Trujillo, quien heredó el piso de sus padres, y su esposa Clara Pi, ama de casa que, en estos momentos, embobada ante la televisión, escucha la voz chillona y agudísima de Maruja Miranda, la amiga del alma del cantante Daniel Arrayán. La muchachita sostiene que las fotografías publicadas en una popular revista –en las que se ve al cantante besándose con un famosísimo travesti brasileño– no indican que Daniel Arrayán tenga inclinaciones homosexuales, sino que «estaba muy bebido aquella noche y, además, había fumado hachís».

Alejo pasa todos los días varias horas en la Biblioteca María Zayas, por la mañana o por la tarde, según qué turno tenga, iniciando cada poco nuevas aventuras, dejando sola horas y horas a su esposa, para que ella pueda ver la televisión a gusto, repantingada en ese sofá del que apenas se levanta.

Clara, cada vez que él se marcha, en lugar de ofrecerle algo que pudiera retenerlo (conversación, sexo, un paseo por la ciudad, un masaje, una escapada furtiva a Lisboa, donde viven sus dos hijas, enfermeras como el padre), le pregunta, invariablemente: «Pero ¿de verdad no quieres ver la tele?». «No, no quiero», responde siempre Alejo, a quien tampoco se le ocurre nunca cubrirla de besos, regalarle un ramo de rosas o celebrar su no aniversario de bodas en un hotel de cinco estrellas. La mujer, entonces, se gira y continúa con su teleadicción, y Alejo, a veces con la culpabilidad del amante, se va de su casa a amar los fríos libros de la biblioteca.

 

* * *

 

Afuera, en la puerta de este bloque de pisos de la calle Mira el Cielo, persevera un perrito que ha salido ya incluso en la televisión, al contrario que alguna gente, para recibir un homenaje. Resulta que su amo entró hace dos meses en el portal y lo dejó en la calle, por ser cosa de un momento, para saludar a un amigo suyo, el inquilino del segundo piso, un sastre retirado que colecciona chuletas de exámenes usadas, que compra a los alumnos del Instituto Nueva Caldea. Sin embargo, en plena visita, al dueño del perrito le dio un infarto de miocardio y los de urgencia, que llegaron en siete minutos, lo sacaron rápidamente en helicóptero por la azotea del edificio de al lado, pues vieron insuficiente mandar una ambulancia por el colapso que sufría Madrid aquel día a causa de la deslumbrante visita de Michael Jackson. Mas en vano fue todo, porque el ataque al corazón, todavía más letal, se le repitió al pobre hombre durante el brevísimo trayecto que lo separaba del hospital, donde ingresó ya cadáver.

Desde entonces, el perrito, llamado Eduardo, se alimenta de lo que le ofrecen los vecinos y algunos viandantes. El sastre retirado, en honor a su amigo fallecido, ha intentado en varias ocasiones adoptar al animalito, un fox terrier de color gris, muy simpático, pero Eduardo siempre se escapa, consternado y desorientado, tras reconocer en el piso todavía el olor de su amo; y sigue esperándolo en la puerta, donde este le ordenó, suavemente, quedarse.

Eduardo, ahora mismo, mira fijamente la puerta del bloque de pisos donde entra la madre de Esther, que ha estado comprando mermelada de rosas turcas y carne de avestruz, y va a encontrarse a su hija, tan aburrida como desnuda, en la puerta del piso cuarto.

 

 

10
Calle Mira el Cielo

 

 

Corría en el calendario el mes de febrero del año 1928, cuando Evelio Rojas, a la sazón joven galeno en el prestigioso Hospital Alfonso XII, sufrió una descomunal depresión que le duró tres meses y le aportó litros de lágrimas que, no supo entonces por qué, fue guardando en un antiguo barrilito de madera que antaño había contenido vino. Tamaña desesperación se debía a que una mujer pelirroja y tierna como una manzana, a la que había amado siempre en silencio, había emigrado a Australia con el cazador de mariposas con el que se había casado, después de que este, una tarde en el campo, la hubiera dejado encinta. Pero no todo le fue mal a Evelio Rojas a partir de entonces, sino más bien al contrario, pues tuvo, poco tiempo después de aquella pérdida sentimental, mientras seguía trabajando como doctor, la feliz idea de montar lo que muy pronto llamó, con sencillo orgullo, el primer lloratorio español.

El lloratorio lo instaló Evelio Rojas en un amplio local, una antigua panadería cerrada de una calle llamada entonces del Desengaño, no muy lejos de la actual plaza de Felipe VIII, de Madrid, a finales de 1928. «Las lágrimas son algo higiénico, algo que se produce continuamente y que necesita evacuación, como el semen en el hombre o la menstruación en la mujer», aseguraba Evelio, aquellos días en que preparaba las instalaciones, a los amigos que le escuchaban todavía, después de ver que había llenado casi del todo de lágrimas, tristes y profundas, aquel antiguo barrilito cuyo contenido, por cierto, no pudo luego utilizar como quería por haberse contaminado del olor vinícola impregnado en la madera.

«Porque no se tratará sólo de un establecimiento al que se asistirá para lograr cierta catarsis interior reparadora, sino que aquí se vendrá a llorar, pues esa es, ahora, la manera más rápida y precisa de fabricar lágrimas humanas», decía Evelio, para que Fleming, sí, el mismo Alexander Fleming, pudiera recibir en su laboratorio de Londres, puntual y continuamente, suficientes bidones de lágrimas puras. Así cultivaría, gracias a la lisozima (descubierta por el propio Fleming ocho años antes y que era generada, entre otras cosas, por las lágrimas humanas), grandes cantidades del hongo penicillium notatum, que muy pronto comenzaría a utilizarse para paliar enfermedades como la neumonía, la sífilis, la tuberculosis y la gangrena, hasta entonces del todo incurables, como en nuestros días es aún el sida.