HERMANA

V.1: Enero, 2016


Título original: Sister

© Rosamund Lupton, 2010

© de la traducción, María Alberdi, 2011

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016


Diseño de cubierta: Estudio D+C


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

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ISBN: 978-84-16223-45-9

IBIC: FA

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

HERMANA

Rosamund Lupton


Traducción de María Alberdi

1

Capítulo 1

Domingo noche

Querida Tess,


Te necesito, ahora mismo, en este preciso momento, para poder coger tu mano, mirar tu rostro, escuchar tu voz. ¿Cómo puede una carta sustituir el hecho de tocarte, verte y escucharte, con todos esos receptores sensoriales y nervios ópticos y vibrantes tímpanos? Pero no es la primera vez que hemos logrado utilizar las palabras como mensajeros, ¿verdad? Como cuando me fui al internado y tuvimos que reemplazar los juegos y las risas y las confidencias en voz baja por las cartas que nos escribíamos. No recuerdo qué puse en mi primera carta, solo que utilicé un rompecabezas, hecho pedazos, para evitar los ojos inquisitivos de la profesora responsable de mi colegio. (Adiviné correctamente que su niña interior, la que era capaz de resolver rompecabezas, la había abandonado hacía tiempo). Pero recuerdo palabra por palabra tu respuesta de niña de siete años a mi nostalgia fragmentada, y que no pude leer tu escritura hasta que acerqué una linterna al papel. Desde entonces, la bondad tiene aroma de limones.

A los periodistas les gustaría esa pequeña historia, me convertiría en una especie de detective de zumo de limón, incluso de pequeña, y demostraría lo cerca que, como hermanas, siempre hemos estado una de la otra. Ahora están frente a tu apartamento, con sus cámaras y sus técnicos de sonido (de caras sudorosas, chaquetas sucias, y cables que se arrastran por los peldaños de la escalera y se enredan en la barandilla). Sí, eso ha sido algo obvio, ¿pero cómo te lo iba a decir, si no? No estoy segura de qué pensarás al convertirte en alguien famoso, o algo así, pero sospecho que te parecería un poco divertido. Divertido con risitas y divertido raro. A mí solo me parece raro, pero también es cierto que nunca he compartido tu sentido del humor, ¿verdad?


—Pero esto es serio, te han amonestado —dije yo—. La próxima vez te expulsarán definitivamente y mamá ya tiene bastantes problemas.

Te habían descubierto entrando de contrabando tu mascota, un conejito, en el colegio. En ese momento yo era, más que nunca, tu hermana mayor.

—También es divertido, ¿no, Bee? —me preguntaste, apretando los labios para no echarte a reír. Me recordaste a una botella de Aquarius, con risitas efervescentes elevándose, destinadas a escaparse con un silbido y estallar en la superficie.


Pensar en tu risa me basta para sentirme valiente y me acerco a la ventana.

En el exterior, reconozco a un periodista de un canal de noticias por satélite. Estoy acostumbrada a ver su rostro aplastado en dos dimensiones, en una pantalla de plasma en la privacidad de mi apartamento de Nueva York, pero ahora está aquí, real como la vida misma, encarnado en tres dimensiones y de pie en Chepstow Road, devolviéndome la mirada fijamente a través de la ventana de Tu sótano. Mis dedos tienen ganas de apretar el botón de off en el mando a distancia; en lugar de eso, corro las cortinas.

Pero es peor ahora que cuando los veía. Sus luces miran furiosas a través de las cortinas, los ruidos que hacen resuenan contra las ventanas y las paredes. Su presencia es como un peso que podría abrirse paso, como una excavadora, hasta tu salón. No me extraña que los llamen la prensa; si esto se prolonga durante mucho más tiempo, creo que podría asfixiarme. Sí, bien, quizá eso ha sido un poco dramático, probablemente tú estarías ahí fuera, ofreciéndoles un café. Pero ya sabes que me enfado fácilmente y soy puntillosa cuando se trata de mi espacio personal. Iré a la cocina e intentaré dominar la situación.

Aquí todo es más apacible, y eso me da tranquilidad para pensar. Resulta gracioso pensar en lo que me sorprende ahora. A menudo se trata de los detalles más nimios. Por ejemplo, ayer un periódico publicaba que, como hermanas, siempre habíamos estado muy unidas, pero ni siquiera mencionaban cuántos años nos llevamos. Quizá no importa, ahora que ya somos adultas, pero de niñas parecía tanto. «Cinco años es mucha diferencia…», decía la gente que no lo sabía, subiendo la entonación al final para convertir la frase en una pregunta. Y las dos pensábamos en Leo, y en el hueco que él dejó, aunque quizá vacío sería una palabra más adecuada, aunque jamás la pronunciamos, ¿te acuerdas?

Al otro lado de la puerta trasera oigo a una periodista hablando por su móvil. Debe estar dictándole algo a su interlocutor, porque mi propio nombre me asalta, «Arabella Beatrice Hemming». Mamá dijo que nadie me llamó nunca por mi primer nombre, así que siempre he supuesto, que incluso cuando era un bebé, sabían que no era ninguna Arabella, un nombre con lazos y florituras y caligrafía de tinta negra: un nombre que en su interior contiene chicas que se llaman Bella o Bells o Belle, tantas posibilidades hermosas. No, desde el principio quedó claro que yo era Beatrice, sensata y sin ornamentos, en Times New Roman, sin nadie escondido en mi interior. Papá escogio el nombre de Arabella antes de que yo naciera. La realidad debió ser una decepción.

Vuelvo a oír a la periodista, esta vez una llamada distinta, creo. Se disculpa por tener que trabajar hasta tarde. Tardo un poco en comprender que soy yo, Arabella Beatrice Hemming, la causa de su retraso. Mi primer impulso es salir fuera y pedirle perdón, pero ya me conoces, siempre la primera en ir corriendo a la cocina en cuanto mamá empezaba a emitir sus señales de tam-tam furioso, moviendo sartenes y ollas con estrépito. La periodista se aleja de la puerta. No puedo distinguir lo que dice pero sí percibo su tono, apaciguador, un poco defensivo, como si caminara con cuidado. De repente su voz ha cambiado. Debe estar hablando con un niño. Su tono se filtra por la puerta y las ventanas, y su calidez envuelve tu piso.

Quizá debería ser amable con ella, y decirle que se vaya a su hogar. Tu caso está sub iúdice así que no me permiten hablar con ellos hasta después del juicio. Pero ella, como los demás, ya lo sabe. No intentan averiguar hechos acerca de ti, sino emociones. Quieren que retuerza la manos, y así conseguir un primer plano de mis nudillos blancos. Quieren ver lágrimas escapar de mis ojos y deslizarse como caracoles por mi mejilla, dejando un rastro de rímel negro. Así que me quedo dentro.


Los periodistas y su séquito de técnicos se han ido por fin, dejando una marea de cenizas de cigarrillos en los peldaños de la puerta de entrada de tu apartamento, mientras las colillas apagadas sobresalen de tus macetas de narcisos. Mañana pondré ceniceros. En realidad, juzgué mal a alguno de ellos. Tres se disculparon por su intrusión, y un cámara incluso me trajo crisantemos de la floristería de la esquina. Sé que a ti nunca te gustaron.


—Es que son de color marrón otoñal, como los uniformes de la escuela, incluso en primavera —decías, sonriendo, tomándome el pelo porque valoraba una flor en función de su pulcritud y longevidad.

—A veces los crisantemos tienen un color muy brillante —dije sin sonreír.

—Chillón. Pensado para que destaque en medio de hectáreas de cemento, en los parterres que hay delante de los garajes.


Pero estos ejemplos marchitos son brotes de inesperada bondad, un ramillete de compasión tan sorprendente como las prímulas al borde de una carretera.

El cámara que me trajo los crisantemos me ha dicho que esta noche las noticias de las diez van a emitir un «especial» sobre tu historia. Acabo de telefonear a mamá para contárselo. Creo que en cierto modo, a su extraña manera típica de mamá, está orgullosa de la atención que te dedican. Y seguiría así durante un tiempo. Según uno de los técnicos de sonido, mañana llegarán los medios de comunicación extranjeros. Es divertido, sin embargo —extraño— que cuando traté de decírselo a la gente hace unos meses, nadie quiso escucharme.


Lunes tarde


Ahora todo el mundo presta atención: la prensa, la policía, los abogados. Sus plumas anotan, las coronillas se inclinan hacia delante, las grabadoras ronronean. Esta tarde voy a declarar frente a un abogado de la Fiscalía de la Corona, para preparar el juicio que tendrá lugar dentro de cuatro meses. Me han dicho que mi declaración es de vital importancia para la fiscalía, pues soy la única persona que conoce todos los detalles de la historia.


El señor Wright, el abogado de la fiscalía que me toma mi declaración, está sentado frente a mí. Creo que debe tener unos treinta y tantos años pero quizá sea joven, y lo que sucede es que su rostro ha escuchado demasiadas historias como la mía. Su expresión es despierta y se inclina muy ligeramente hacia mí, como si quisiera animarme a compartir mis confidencias con él. Creo que sabe escuchar, pero no sé qué tipo de hombre es.

—Si le parece bien —dice—, me gustaría que me lo contara todo desde el principio, y más tarde ya veré qué aspectos son más relevantes.

Asiento.

—No estoy del todo segura de cuál es el principio.

—¿Quizá cuando se dio cuenta de que algo iba mal?

Reparo en que lleva una camisa de lino italiana muy bonita, y una corbata de poliéster con un estampado muy feo. La misma persona no puede haber escogido las dos prendas. Una de las dos tiene que ser un regalo. Si es la corbata, se la pone porque es un buen hombre. No estoy segura de habértelo dicho, pero ahora mi mente tiende a divagar cuando no le gusta lo que se trae entre manos.

Levanto la vista y le miro a los ojos.

—Fue la llamada telefónica de mi madre, diciendo que había desaparecido.


***


Cuando mamá llamó, estábamos celebrando una comida de domingo. Los platos, comprados en nuestro deli local, eran típicos de Nueva York: modernos e impersonales; lo mismo se podía decir de nuestro apartamento, de nuestros muebles y de nuestra relación. Ninguno de ellos eran caseros. La Gran Manzana sin corazón. Te ha sorprendido este cambio radical de tono, lo sé, pero nuestra conversación sobre mi vida en Nueva York puede esperar.

Esa mañana volvíamos de un «fin de semana romántico en la nieve» en una cabaña en Maine, donde habíamos celebrado que me habían ascendido recientemente a directora de cuentas. Todd disfrutaba contándole a nuestros invitados la última aventura que habíamos vivido:

—No es que esperásemos una bañera hidromasaje, pero una ducha caliente nos hubiera ido bien, y también una línea de teléfono. Tampoco podíamos utilizar los móviles: nuestro proveedor no tiene repetidores en la cima de la montaña.

—¿Y fue un viaje espontáneo? —preguntó Sarah con incredulidad.

Como sabes, Todd y yo no éramos precisamente conocidos por nuestros impulsos espontáneos. El esposo de Sarah, Mark, la miró:

—Cariño.

Ella le sostuvo la mirada y dijo:

—Odio esa palabra, «cariño». Es un código para decir «cierra la boca», ¿no os parece?

Sarah te gustaría. Quizá por eso somos amigas, porque desde el principio me recordó a ti. Se volvió hacia Todd y preguntó:

—¿Cuándo fue la última vez que tú y Todd os peleasteis?

—A ninguno de los dos nos gustan los números —dijo Todd, con cierto tono autocomplaciente, intentando poner punto final a la pregunta.

Pero no es fácil desalentar a Sarah.

—Así que tampoco os importa lo suficiente como para pelearos.

Hubo un silencio incómodo que yo rompí educadamente:

—¿Café o té de hierbas?


En la cocina empecé a moler granos de café, la única preparación culinaria que había hecho para esa comida. Sarah me siguió a la cocina, contrita.

—Lo siento, Beatrice.

—Ningún problema. —La perfecta anfitriona, sonriendo, calmando, moliendo café—. ¿Mark lo toma solo o con leche?

—Con leche. Nosotros tampoco nos reímos ya —dijo ella, subiéndose al mostrador de la cocina, y balanceando las piernas—. Y en cuanto al sexo…

Encendí el molinillo de café, esperando que el ruido la hiciera callar. Sarah gritó por encima:

—¿Y qué hay de tú y Todd?

—Estamos bien, gracias —repliqué, poniendo el café molido en nuestra máquina de espressos de setecientos dólares.

—¿Reís y folláis, todavía? —preguntó.

Abrí una caja de cucharitas de café de los años treinta, cada una con un esmaltado de color distinto, como dulces derretidos.

—Las compramos en una feria de antigüedades el domingo pasado, por la mañana.

—Estás cambiando de tema, Beatrice.

Pero tú te has dado cuenta de que no lo hice; que el domingo por la mañana, cuando las demás parejas se quedan en la cama y hacen el amor, Todd y yo estábamos en una feria de antigüedades, comprando. Siempre fuimos una gran pareja de compradores, mejor que amantes. Pensé que llenar nuestro apartamento de objetos que habíamos escogido era crear un futuro juntos. Te imagino tomándome el pelo, diciéndome que ni siquiera una tetera de Clarice Cliff es un sustituto del sexo, pero para mi era mucho más seguro.

Sonó el teléfono. Sarah lo ignoró.

—Sexo y risas. Son el corazón y los pulmones de una relación.

—Voy a contestar el teléfono.

—¿Cuándo crees que llega el momento de apagar el respirador artificial?

—Creo que debería contestar.

—¿Cuándo es preciso desconectar la hipoteca conjunta y la cuenta bancaria y los amigos mutuos?

Descolgué el auricular, aliviada por la excusa que necesitaba para interrumpir la conversación.

—¿Diga?

—Beatrice, soy mamá.


Llevabas cuatro días desaparecida.


No recuerdo haber hecho la maleta, pero sí que Todd entró justo cuando la cerraba. Me volví hacia él.

—¿En qué vuelo salgo?

—No hay ninguno hasta mañana.

—Pero tengo que irme ahora.


No habías ido al trabajo desde el domingo anterior. La encargada había tratado de llamarte, pero solo le saltaba el contestador. Se había acercado a tu apartamento pero no estabas ahí. Nadie sabía donde estabas. Ahora la policía te estaba buscando.


—¿Te importaría llevarme al aeropuerto? Cogeré cualquier vuelo hacia Londres que esté disponible.

—Llamaré un taxi —dijo Todd. Había bebido dos copas de vino. Antes, yo solía apreciar como una cualidad su extrema prudencia.


***


Por supuesto, no le digo nada de todo esto al señor Wright. Solo le cuento que mamá me llamó el 26 de enero a las tres y media de la tarde, hora de Nueva York, y me dijo que habías desaparecido. Como tú, él está interesado en la historia a grandes rasgos, no en los pequeños detalles. Incluso de pequeña, tus pinturas eran enormes, se derramaban por el borde de la página, mientras que yo delineaba mis cuidadosos dibujos con un lápiz y una regla y una goma de borrar. Más tarde, tú pintabas telas abstractas y expresabas enormes verdades con valientes estallidos de colores vívidos, mientras que yo estaba hecha a medida de mi trabajo en un departamento de diseño de una gran empresa, cotejando todos los colores del mundo contra un número de Pantone. Puesto que me falta tu habilidad para las grandes pinceladas, te contaré esta historia con puntos detallados y precisos. Espero que, como una pintura puntillista, los diminutos puntos formen una imagen y que cuando la haya terminado, comprendamos lo que sucedió y por qué.

—Así que hasta que su madre la llamó, ¿usted no tenía la menor sospecha de que hubiera un problema? —pregunta el señor Wright.

Siento la conocida oleada de culpa nauseabunda.

—No. No reparé en nada raro.


***


Viajé en primera clase porque era el único asiento libre que quedaba. Mientras volábamos por el país del limbo de las nubes me imaginé regañándote por obligarme a pasar por esto. Te hacía prometer que nunca volverías a montar un número así. Te recordaba que ibas a ser madre muy pronto, y que ya era hora de que empezaras a portarte como una adulta.

«Hermana mayor» no es un cargo en ninguna empresa, Bee.

¿Sobre qué te había sermoneado cuando me dijiste eso? Podrían ser tantas cosas; el hecho es que siempre he considerado que ser tu hermana mayor es un trabajo, para el cual soy especialmente apta. Y mientras volaba para encontrarme contigo, porque sabía que te encontraría (después de todo, cuidarte forma parte esencial de mis funciones), me reconfortaba la acostumbrada escena en la que yo, tu hermana mayor, madura y superior, le decía a mi alocada, irresponsable y joven hermana menor que debería portarse mejor a estas alturas.

El avión empezó a descender hacia Heathrow. El oeste de Londres se extendía a nuestros pies, apenas disimulado por la nieve. La luz del cinturón de seguridad se encendió y yo hice mi pacto con Dios: haría lo que fuera si te encontraban sana y salva. Y habría pactado con el diablo si se hubiera ofrecido.

Mientras el avión caía torpemente sobre la pista de aterrizaje asfaltada, mi enfado de fantasía se derrumbó para convertirse en una enfermiza ansiedad. Dios se convirtió en el héroe de un cuento de hadas infantil. Mis poderes de hermana mayor se redujeron a una quieta impotencia. Recordé visceralmente la muerte de Leo. El dolor, como si estuviera tragando despojos, me provocó náuseas. No podía perderte a ti también.


***


La ventana es sorprendentemente grande para una oficina, y la luz primaveral entra a raudales por ella.

—Así que enseguida estableció una conexión entre la desaparición de Tess y la muerte de Leo —dice el señor Wright.

—No.

—¿No acaba de decir que pensó en Leo?

—Pienso en Leo todo el tiempo. Era mi hermano —Estoy cansada de repetir lo mismo—. Leo murió de fibrosis quística cuando tenía ocho años. Tess y yo no teníamos la enfermedad, ambas nacimos perfectamente sanas.

El señor Wright se gira para apagar la potente lámpara de techo del despacho, pero por algún motivo el interruptor no funciona. Se encoge de hombros, como pidiéndome excusas, y vuelve a sentarse.

—¿Y qué sucedió después? —pregunta.

—Mamá fue a recibirme al aeropuerto y juntas fuimos a la comisaría.

—¿Le importaría contarme qué pasó?


***


Mamá me esperaba en la zona de llegadas de los vuelos con su abrigo Jaeger de color camello. A medida que me acercaba, me di cuenta de que no se había peinado y de que se había maquillado descuidadamente. Lo sé; no la había visto así desde el funeral de Leo.

—He venido en taxi desde Little Hadston. Tu avión llega tarde.

—Diez minutos, mamá.

A nuestro alrededor, los amantes y los parientes y los amigos se abrazan, reuniéndose. Nos sentíamos físicamente incómodas la una con la otra. No creo que ni siquiera nos diéramos un beso.

—Quizá haya tratado de telefonearme mientras estaba fuera —dijo mamá.

—Lo intentará de nuevo.

Pero yo había comprobado mi móvil un sinfín de veces desde que el avión había aterrizado.

—Es ridículo —continuó mamá—. No sé por qué espero que me llame. Prácticamente ya no me llamaba nunca. Supongo que era demasiado lío para ella, no lo sé. —Reconozco el primer atisbo de enfado—. ¿Y cuándo fue la última vez que se preocupó de venir a verme?

Me pregunto cuándo dará el siguiente paso y empezará a pactar con Dios.


Alquilé un coche. Solo eran las seis de la mañana, pero el tráfico ya era intenso en la carretera M4 hacia Londres; el arrastrarse frustrado y furioso de la hora punta —un nombre absurdo— ralentizado todavía más a causa de la nieve. Íbamos directas a la comisaría. No logré encender la calefacción del coche, y nuestras palabras salían entre nubecitas blancas que flotaban en el aire frío que había entre nosotras.

—¿Has hablado ya con la policía? —pregunté.

Las palabras de mamá parecían arrugar el aire, irritadas.

—Sí, pero no sirvió de nada. ¿Qué sé yo de su vida?

—¿Sabes quién les dijo que había desaparecido?

—El dueño del piso donde vivía. Amias no se qué —replicó mamá.

Ninguna de las dos recordábamos su apellido. Me pareció extraño que fuera tu casero, un hombre más bien mayor, el que informara a la policía de tu desaparición.

—Les dijo que la habían estado molestando por teléfono. Que había recibido llamadas —dijo mamá.

A pesar del frío glacial del coche, me invade una oleada de sudor.

—¿Qué tipo de llamadas?

—No lo precisaron —dijo mamá. La miré. Su rostro pálido y angustiado aparecía más allá de los bordes de su base de maquillaje, como una geisha de mediana edad cubierta de pasta de galleta Clinique.

Eran las siete y media pero aún estaba invernalmente oscuro cuando llegamos a la comisaría del distrito de Notting Hill. Las carreteras estaban llenas de coches pero el pavimento sobre el que acababan de echar gravilla estaba casi vacío. La única vez que había ido a una comisaría antes había sido para denunciar la pérdida de mi móvil; ni siquiera lo habían robado. Jamás fui más allá de la zona de recepción. Esta vez me escoltaron más allá, hacia el mundo ajeno de las salitas de interrogatorios y las celdas y los policías con cinturones de los que colgaban cachiporras y esposas. No tenía nada que ver contigo.


***


—¿Y fue entonces cuando conoció al sargento detective Finborough? —pregunta el señor Wright.

—Sí.

—¿Qué pensó de él?

Selecciono mis palabras con cuidado.

—Atento. Meticuloso. Honrado.

Me doy cuenta de que el señor Wright está sorprendido, pero lo oculta rápidamente.

—¿Recuerda algo de esa primera entrevista?

—Sí.


***


Al principio estaba conmocionada por tu desaparición, pero luego mis sentidos se agudizaron notablemente; veía demasiados detalles y colores, como si mi mundo fuera una película de animación de Pixar. Mis otros sentidos también estaban intensamente alerta; oía el sonido metálico de las manecillas del reloj, la pata de una silla rasgando el linóleo. Percibía el olor de un cigarrillo que desprendía una chaqueta colgada en la puerta. Era como si el ruido blanco hubiera subido de volumen, como si mi cerebro no pudiera desconectar de los detalles que no importaban. Todo era importante.


Una agente de uniforme acompañó a mamá a tomar una taza de té y me quedé sola con el sargento Finborough. Sus modales eran corteses, incluso anticuados. Por la ventana vi que caía aguanieve.

—¿Se le ocurre algún motivo por el cual su hermana se pudiera haber fugado?

—No. Ninguno.

—¿Se lo habría dicho?

—Sí.

—¿Usted vive en Estados Unidos?

—Nos llamamos y nos escribimos por correo electrónico continuamente.

—Así que están unidas.

—Mucho.

Por supuesto que estamos unidas. Somos distintas, sí, pero cercanas. La diferencia de edad jamás nos ha distanciado.

—¿Cuándo habló con ella por última vez? —me preguntó el sargento Finborough.

—El pasado lunes, creo. El miércoles nos fuimos de excursión a la montaña, por unos días. Intenté llamarla desde un restaurante unas cuantas veces pero su línea siempre comunicaba; es capaz de charlar durante horas con sus amigas.

Traté de sentirme irritada; después de todo, soy yo quién paga tu factura telefónica. Intenté sentir una emoción conocida y habitual.

—¿Y su móvil?

—Lo perdió hará unos dos meses, o se lo robaron. Es así de distraída. —De nuevo traté de sentir enfado.

El sargento Finborough hizo una breve pausa, pensando en la mejor manera de formular su siguiente frase. Su actitud era muy amable.

—¿Así que usted piensa que su desaparición no es voluntaria? —preguntó.

«No es voluntaria». Palabras amables para algo violento. En esa primera entrevista nadie pronunció la palabra «secuestro» o «asesinato». El sargento detective Finborough y yo habíamos llegado a un acuerdo tácito. Yo apreciaba su tacto; aún era pronto para ponerle nombre. Me obligué a preguntar:

—Mi madre me ha dicho que estuvo recibiendo llamadas molestas.

—Según su casero, sí. Desafortunadamente, no le dio demasiados detalles sobre qué decían. ¿Le habló Tess de esas llamadas?

—No.

—¿Y tampoco le dijo nada sobre si se sentía asustada o amenazada? —preguntó.

—No, nada de eso. Estaba normal; feliz. —Yo también tengo una pregunta—. ¿Han comprobado todos los hospitales?

Al decirlo, me di cuenta de lo maleducada que sonaba, y de la crítica implícita.

—Se me ocurrió que quizá se ha puesto de parto antes de tiempo.

El sargento detective Finborough dejó su taza de café y el sonido me sobresaltó.

—No sabíamos que estaba embarazada.

De repente, aparecía una boya salvavidas, así que nadé a por ella.

—Si se hubiera puesto de parto, podría estar en un hospital. ¿No se habrá puesto en contacto con las secciones de maternidad de los hospitales, verdad?

—Le hemos pedido a los hospitales que comprueben las altas de todos sus pacientes, y eso incluye las maternidades —replicó, y la boya se alejó.

—¿Cuándo será el nacimiento? —preguntó.

—Dentro de unas tres semanas, algo menos.

—¿Sabe quién es el padre?

—Sí. Emilio Codi. Es un profesor en su facultad de Bellas Artes.

No lo dudé, ni un segundo. La hora de la discreción había acabado. El sargento detective Finborough no demostró ninguna sorpresa, pero quizá eso forma parte del entrenamiento de un policía.

—Fui a su facultad… —empezó a decir, pero le interrumpí. El olor del café en su vaso de plástico se había vuelto demasiado fuerte; me mareaba.

—Debe estar muy preocupada por ella.

—Me gusta ser precisa.

—Sí, por supuesto.

No quería que el sargento Finborough pensara que estaba histérica, sino que era una persona razonable e inteligente. Recuerdo que pensé que no debería importarme lo que pensara de mí. Más tarde descubrí que sí importaba, y mucho.

—Hablé con el señor Codi —dijo el sargento Finborough—. No me dijo que mantuviera ninguna relación con Tess, aparte de que había sido alumna suya.

Emilio aún te niega, incluso ahora que has desaparecido. Lo siento. Pero eso es lo que su «discreción» siempre fue: negación, escondida detrás de un sustantivo más aceptable.

—¿Sabe por qué el señor Codi no nos reveló su relación con Tess? —preguntó.

Lo sabía demasiado bien.

—La facultad prohíbe las relaciones sexuales entre profesores y alumnos. También está casado. Cuando la barriga de Tess empezó a notarse, hizo que se cogiera un año sabático.

El sargento Finborough se puso en pie; su actitud ha cambiado de marcha, ahora es más policía que profesor de Oxbridge.

—Hay un programa de noticias locales que a veces utilizamos para las personas desaparecidas. Me gustaría preparar una reconstrucción televisada de sus últimos movimientos conocidos.


En el exterior del marco metálico de la ventana, cantó un pájaro. Me acordé de tu voz tan vívidamente que era como si tú estuvieras en la habitación conmigo:


—En algunas ciudades, los pájaros ya no se oyen por encima del ruido. Al cabo de un tiempo se olvidan de la complejidad y de la belleza de la canción de sus semejantes.

—¿Qué demonios tiene que ver eso con Todd y conmigo? —pregunté.

—Algunos dejan de cantar totalmente, y empiezan a imitar sin el menor fallo las alarmas de los coches.

Mi voz sonaba enfadada e impaciente.

—Tess.

—¿Todd es capaz de escuchar tu canción?


En aquel momento deseché tu repentina intensidad emocional como algo que yo había dejado atrás hacía años. Pero en aquella salita de la comisaría, recordé de nuevo nuestra conversación, porque pensar acerca de los pájaros que cantaban, o sobre Todd, o sobre cualquier otra cosa, era una vía de escape de las implicaciones de lo que estaba sucediendo. El sargento detective Finborough se percató de mi angustia.

—Creo que es mejor pasarnos de prudentes. Especialmente ahora, que sé que está embarazada.


Dio instrucciones a unos policías de menor rango. Hablaron de traer un cámara y de quién haría de ti. Yo no quería que una extraña te imitara, así que me ofrecí a hacerlo. Mientras nos íbamos de la sala, el sargento detective Finborough se giró hacia mí y dijo:

—¿El señor Codi era mayor que su hermana?

Quince años. Y tu profesor. Debería haberse convertido en una figura paterna, no en tu amante. Si, ya sé que te lo he dicho muchas veces ya, hasta el punto en que construí una masa crítica que te obligó a decirme, más o menos, que me fuera a tomar viento, excepto que solo tú decidiste escoger una frase equivalente y me dijiste que dejara de meter mi nariz en tus asuntos. El sargento Finborough aún está esperando mi respuesta.

—Me preguntó si estoy unida a mi hermana, no si la comprendo.

Ahora creo que sí, pero entonces no.


El sargento Finborough me explica más detalles sobre la reconstrucción que vamos a hacer.

—Una mujer que trabaja en la oficina de correos de Exhibition Road recuerda que Tess compró una postal y también sellos, poco tiempo antes de las dos de la tarde. No nos dijo que estuviera embarazada, pero supongo que con el mostrador separándolas quizá no lo vio.

Veo que mamá se acerca por el pasillo hacia nosotros mientras el sargento Finborough prosigue:

—Tess mandó la postal desde la misma oficina de correos poco después de las dos y cuarto.

La voz de mamá restalla, su paciencia exhausta.

—Era una tarjeta para felicitarme el cumpleaños. No viene a verme desde hace cuatro meses, y casi nunca llama. Pero me manda una postal, como si eso lo arreglara todo.

Un par de semanas antes te recordé que se avecinaba el cumpleaños de mamá, ¿verdad?

Antes de seguir, puesto que quiero ser lo más honesta posible al contar esa historia, tengo que admitir que tenías razón acerca de Todd. No era capaz de escuchar mi canción, porque yo no canté ni una sola vez para él. Ni para nadie, si vamos a eso. Quizá soy como uno de esos pájaros que solamente pueden imitar alarmas de coche.


***


El señor Wright se levanta para cerrar una persiana veneciana contra el brillante sol primaveral.

—Y más tarde, ese día, ¿realizó la reconstrucción? —pregunta.

—Sí.

El señor Wright tiene una cinta con la reconstrucción grabada y no necesita más detalles sobre mi extraordinario juego de disfraces, pero sé que tú sí. Te encantaría saber qué tipo de tú soy. No lo hice mal, la verdad. Te lo contaré sin la brutal claridad de la retrospectiva.


***


Una mujer policía de mediana edad, la agente Vernon, me acompañó a una salita para que me cambiara. Tenía las mejillas sonrosadas y sanas, como si acabara de ordeñar vacas en lugar de patrullar las calles de Londres. Fui consciente de mi palidez, del vuelo que me había inyectado los ojos en sangre.

—¿Cree que servirá para algo? —le pregunté.

Me sonrió y me dio un breve abrazo, que me cogió desprevenida pero me gustó.

—Claro que sí. Las reconstrucciones no se hacen si no hay posibilidad de que la gente recuerde los detalles de un acontecimiento. Pero ahora que sabemos que Tess está embarazada, es mucho más probable que alguien se fijara en ella. Bien, vamos a arreglar lo de su ropa, ¿le parece?

Más tarde descubrí que, aunque tenía cuarenta años, la agente Vernon solo llevaba cuatro meses en el cuerpo. Su estilo policial era un reflejo de la madre cálida y capaz que había en ella.

—Hemos ido a buscar algunas de sus prendas a su apartamento —continuó—. ¿Sabe qué tipo de ropa podría haberse puesto?

—Un vestido. Había llegado a un punto en que solo eso le cubría la barriga, y no se podía permitir comprar ropa premamá. Por suerte la mayor parte de su ropa ya era muy ancha y sin entallar.

—Cómoda, Bee.

La agente Vernon abrió la cremallera de una maleta. Había doblado cuidadosamente todas las prendas viejas y gastadas y las había envuelto en papel de gasa. Me conmovió el cuidado que había demostrado con tus cosas. Todavía me conmueve.

Escogí el vestido menos gastado; el que te compraste en Whistles, voluminoso y de color púrpura con un bordado en el dobladillo.

—Se lo compró de rebajas hace cinco años —dije.

—Es un género bueno y resistente, ¿verdad?

Podríamos estar charlando en uno de los probadores de Selfridges.

—Pues sí.

—Vale la pena, si uno puede permitírselo.

Le agradecí a la agente Vernon su capacidad de conversar sobre cosas sin importancia, un puente verbal entre dos personas en una de las situaciones más improbables que puedan darse.

—Probemos con ese, entonces —dijo, y se giró con tacto mientras yo me cambiaba y me quitaba mi incómodo traje chaqueta.

—¿Así que se parece usted a Tess? —preguntó.

—No, ya no.

—¿Antes sí?

De nuevo le agradecí su conversación despreocupada, aunque sospeché que pronto se haría más grave.

—Superficialmente, sí.

—¿Ah, sí?

—Mi madre siempre trataba de vestirnos igual.

A pesar de nuestra diferencia de edad, nos vestía con falditas escocesas y jerseys de Fair Isle, o vestidos de algodón a rayas según la estación. Nada extremado ni presumido, ¿recuerdas? Y nada de nylon.

—Y también llevábamos el mismo peinado.

«Un corte de pelo decente», ordenaba mamá, y nuestro pelo caía al suelo.

—La gente decía que Tess se parecería a mí cuando se hiciera mayor, pero solo lo decían para ser amables.

Me quedé de piedra al comprender que lo había dicho en voz alta. No era un camino que hubiera recorrido con nadie, antes de ese momento, pero a solas mis pies lo conocen bien. Siempre he sabido que cuando crecieras serías mucho más hermosa que yo. Nunca te lo había dicho, ¿verdad?

—Eso debe haber sido duro para ella —dijo la agente Vernon. Dudé sobre si debía corregir su error, pero para entonces ella seguía hablando—: ¿Tiene su mismo color de pelo?

—No.

—No es justo como algunas personas conservan el rubio.

—La verdad es que no es mi color natural.

—No se nota nada.

Esta vez sí había un propósito oculto en la charla que manteníamos.

—Entonces probablemente lo mejor es que se ponga una peluca.

Me estremecí, pero traté de ocultarlo.

—Sí.

Mientras sacaba una caja llena de pelucas, me puse tu vestido por la abertura de la cabeza y sentí la tela de algodón, suave después de muchos lavados, deslizándose sobre mi cuerpo. Entonces, de repente, fue como si me abrazaras. Una fracción de un instante más tarde comprendí que solamente era tu olor, en el que no había reparado antes: una mezcla de tu champú y tu jabón y algo más que no lleva etiqueta. Seguramente solo te había olido así cuando nos abrazábamos. Inspiré profundamente, porque no estaba preparada para el vértigo emocional que representaba tenerte cerca sin que estuvieras ahí.

—¿Se encuentra bien?

—Huele como ella.

El rostro maternal de la agente Vernon mostró su compasión.

—El olor es un sentido verdaderamente muy potente. Los médicos lo utilizan para intentar despertar a la gente que está en coma. Al parecer, la hierba recién cortada es un olor muy utilizado para fomentar las evocaciones.

Quería hacerme saber que no me estaba excediendo con mi reacción. Era compasiva e intuitiva y yo me sentía agradecida de que estuviera a mi lado.

En la caja de pelucas había todo tipo de pelo, y supuse que no solo las utilizaban para reconstrucciones en caso de personas desaparecidas, sino también para las víctimas de crímenes violentos. Me recordaron una colección de cabelleras, y sentí náuseas mientras las revolvía. La agente Vernon lo vio.

—Vamos, déjeme buscar a mí, ¿le parece? ¿Cómo es el pelo de Tess?

—Largo, porque casi nunca se lo corta, así que tiene las puntas abiertas. Y muy brillante.

—¿Y el color?

Pantone número PMS 167, pensé inmediatamente, pero los demás no se saben los colores del mundo en función del número de pantone que tienen, así que al momento repliqué:

—Caramelo.

Y la verdad es que tu pelo siempre me recordó al caramelo. Al interior de un bombón de marca Rolo, para ser preciso, con un brillo líquido. La agente Vernon encontró una peluca razonablemente similar y resplandeciente como el nylon. Me obligué a ponerla encima de mi propio pelo de corte impoluto, a pesar de la resistencia de mis dedos. Pensé que habíamos acabado. Pero la agente Vernon era una perfeccionista.

—¿Suele Tess llevar maquillaje?

—No.

—¿Le importaría quitarse el suyo?

¿Llegué a dudar?

—Por supuesto que no —repliqué. Pero sí me importaba. Incluso al despertarme, aún llevaba restos del pintalabios rosado y la mancha en la mejilla de la base que me había aplicado la noche anterior. En el pequeño fregadero institucional, con tazas de café sucias apiladas al borde, me quité el maquillaje. Me di la vuelta y te vi. El amor me apuñaló. Momentos después, vi que solo era mi reflejo en un espejo de cuerpo entero. Me acerqué a la imagen y me reconocí, desaliñada y exhausta. Necesitaba maquillarme, vestirme con ropa bien cortada y un peinado decente. Tú no necesitas nada de eso para estar preciosa.

—Me temo que tendremos que improvisar la barriga —dijo la agente Vernon. Cuando me tendió el cojín, pronuncié la pregunta que llevaba un buen rato resonando en mi mente—. ¿Sabe por qué razón el casero de Tess no les dijo que estaba embarazada cuando informó de su desaparición?

—No, me temo que no. Se lo puede preguntar al sargento detective Finborough.

Metí un segundo cojín bajo el vestido y traté de ahuecarlo para que se convirtiera en una barriga convincente. Por un instante, todo se volvió una farsa absurda y me eché a reír. La agente Vernon hizo lo mismo, espontáneamente, y vi que la sonrisa era la expresión natural de su cara. Para ella debe representar un esfuerzo facial conservar la seriedad y la compasión durante tanto tiempo.

Mamá entró.

—Te he traído algo de comer, cariño —dijo—. Tienes que comer bien.

Me di la vuelta y la vi sosteniendo una bolsa llena de comida, y su forma de ejercer de madre me emocionó. Pero cuando me vio, su rostro se congeló. Pobre mamá. La farsa que me había parecido una comedia negra se había vuelto cruel.


—Pero tienes que contárselo. Será peor si lo haces más tarde.

—El otro día vi una toalla con esa misma frase y debajo ponía: «Nunca dejes para mañana lo que puedes hacer hoy».

—Tess… (O simplemente me limité a exhalar un elocuente suspiro de hermana mayor).

Te reíste, tomándome el pelo cariñosamente.

—¿Aún tienes esas braguitas con los días de la semana bordados?

—Estás cambiando de tema. Y esas braguitas me las regalaron cuando tenía nueve años.

—¿De verdad te las ponías el día que tocaba?

—Se sentirá muy herida si no se lo dices.


Miré a mamá y vi que lo comprendía y que su pregunta quedaba respondida sin mediar palabra. Sí, estabas embarazada; sí, no se lo habías dicho y sí, ahora el mundo entero, o al menos la parte de él que veía la televisión, también lo sabría.

—¿Quién es el padre?

No contesté. Un golpe a la vez.

—¿Por eso no vino a verme durante meses, verdad? Estaba demasiado avergonzada, ¿no es cierto?

Era una declaración, más que una pregunta. Intenté apaciguarla pero desechó mis palabras, utilizando sus manos con un inhabitual gesto físico.

—Veo que al menos se casará con ella.

Estaba mirando mi anillo de compromiso, que no había recordado sacarme.

—Es mío, mamá.

Me sentí absurdamente herida porque no se hubiera fijado en él antes. Me quité el anillo con el gran diamante solitario y se lo entregué. Lo guardó en su bolso sin mirarlo siquiera.

—¿Tiene intención de casarse con ella, Beatrice?

Quizá debería haber sido amable, y decirle que Emilio Codi ya estaba casado. Habría atizado su furia hacia ti y así el helado terror hubiera permanecido alejado durante un poco más de tiempo.

—Vamos a encontrarla primero, mamá, antes de preocuparnos por su futuro.

Capítulo 2

La unidad de filmación de la policía se instaló cerca de la estación de metro de South Kensington. Yo —la estrella de la pequeña película— recibí instrucciones de un joven policía que llevaba gorra, en lugar de casco. El moderno director-policía dijo:

—De acuerdo, adelante.

Y empecé a alejarme de la oficina de correos y seguí por Exhibition Road.

Tú jamás necesitaste la inyección de confianza que dan unos zapatos de tacón alto, así que me había quitado los míos y me había puesto tus bailarinas planas, aunque no me gustaban. Me iban grandes y metí pañuelos de papel arrugados en la punta del zapato. ¿Te acuerdas de cuando hacíamos lo mismo con los zapatos de mamá? Sus zapatos taconeaban de forma excitante, era el sonido de ser mayor. Tus suaves bailarinas se movían en silencio, con discreción, su piel suave de interior se hundía en los charcos recubiertos de hielo y absorbían completamente el agua fría. A la puertas del Museo de Historia Natural había una larga y quisquillosa cola de niños y padres agobiados. Los niños observaron a los policías y a los técnicos, mientras los padres me miraban a mí. Yo era un entretenimiento gratuito hasta que pudieran entrar a ver el Tyrannosaurus Rex de animatrónica y la gran ballena blanca. Pero no me importaba. Solo esperaba que uno de ellos hubiera estado ahí el jueves anterior, y que se hubiera fijado en ti alejándote de la oficina de correos. ¿Y luego, qué? ¿En qué más se habrían fijado? Me preguntaba cómo era posible que te hubiera sucedido algo siniestro con tantos testigos.

Empezó a caer aguanieve otra vez, y el agua helada martilleaba la acera. Un policía me dijo que siguiera andando. Aunque el día que desapareciste nevaba, el aguanieve se le parecía lo suficiente para la grabación. Miré de reojo la cola frente al Museo de Historia Natural. De los cochecitos y las sillitas habían brotado caparazones de plástico. Los padres se protegían con paraguas y con las capuchas de los chubasqueros y las gabardinas. El aguanieve los convertía en miopes. Nadie me miraba. Nadie te hubiera mirado. Nadie se habría fijado en nada.

El aguanieve empapó la larga peluca que llevaba y un hilillo de agua se escurrió por mi espalda. Bajo la chaqueta abierta, tu fino vestido de algodón, empapado de agua helada, se aferraba a mi cuerpo. Todas mis curvas quedaban resaltadas. Te habría parecido gracioso, una reconstrucción policial convertida en una película erótica. Un coche ralentizó su marcha mientras pasaba a mi lado. El conductor, un hombre de mediana edad, me miró desde el interior cálido y seco a través del parabrisas. Me pregunté si alguien se habría detenido y te habría ofrecido llevarte a alguna parte. ¿Era eso lo que había pasado? Pero no podía permitirme pensar en lo que te había pasado. Eso me llevaría a un laberinto de posibilidades horrendas donde me volvería loca y yo tenía que conservar la cordura, o no podría ayudarte.


De regreso a la comisaría, mamá fue a buscarme al vestuario. Estaba empapada, temblaba sin control a causa del frío y del cansancio. No había dormido en veinticuatro horas. Empecé a desnudarme.

—¿Sabes que el olor está hecho de fragmentos diminutos de las cosas que se han desprendido? —le pregunté—. Una vez nos lo contaron en la escuela.

Mamá sacudió la cabeza, sin prestar atención. Pero mientras caminaba bajo el aguanieve, me había acordado, y comprendí que el olor de tu vestido procedía de las diminutas partículas de ti atrapadas en las finas hebras de algodón. No había sido irracional pensar que estabas cerca, después de todo. Bueno, sí, quizá de una forma un poco macabra.

Le di tu vestido a mamá y empecé a ponerme mi traje de marca.

—¿Teníais que vestirla como si fuera una pordiosera? —dijo.

—Es lo que parecía, mamá. No sirve de nada si no la reconocen.

Mamá siempre nos arreglaba cuando iban a sacarnos una foto. Incluso durante las fiestas de cumpleaños de los demás niños, limpiaba con presteza nuestros labios teñidos de chocolate, y tiraba de nuestro pelo con un peine de bolso en cuanto veía una cámara. Ya entonces te decía que estarías mucho más guapa si tan solo «te esforzaras un poco, como Beatrice». Pero a mí me alegraba, y a la vez me daba vergüenza esa alegría, porque si tú decidieras «esforzarte», la obvia diferencia entre las dos se haría patente para todos, y porque la crítica de mamá era un cumplido ambiguo hacia mí, y sus alabanzas siempre eran más bien escasas.

Mamá me devolvió mi anillo de compromiso y me lo puse. El peso de la joya alrededor de mi dedo me resultó reconfortante, como si Todd me estuviera sosteniendo la mano.

La agente Vernon entró, con la piel húmeda a causa del aguanieve. Tiene las mejillas aún más sonrosadas.

—Gracias, Beatrice. Lo ha hecho muy bien. —Me sentí extrañamente halagada. Continuó—. Empezarán a retransmitirlo esta noche por la cadena de noticias locales de Londres. El sargento detective Finborough les informará de inmediato si hay novedades.

Me preocupaba que un amigo de papá viera la grabación por la tele y le llamara. La agente Vernon, emocionalmente astuta, sugirió que la policía francesa le dijera a papá lo de tu desaparición «cara a cara», como si eso fuera mejor que nuestra llamada telefónica, y yo acepté su ofrecimiento.


El señor Wright se afloja su corbata de poliéster; los primeros rayos de sol primaveral siempre toman por sorpresa a las oficinas como esa, que tienen la calefacción centralizada. Pero yo me siento agradecida por ese calor.

—¿Volvió a hablar con el sargento detective Finborough ese día?

—Solamente para confirmar el número de teléfono en el que podía localizarme.

—¿A qué hora se fue de la comisaría?

—Me fui a las seis y media. Mamá se había ido a su casa una hora antes.


En la comisaría nadie se había dado cuenta de que mamá no sabía conducir ni tampoco de que no tenía coche ni mucho menos. La agente Vernon se disculpó y me dijo que ella la habría acompañado personalmente a casa si lo hubiera sabido. En retrospectiva, creo que la agente Vernon fue lo bastante compasiva como para darse cuenta de la frágil persona que había bajo la cáscara de la falda plisada de color azul oscuro y la indignación de clase media.


***


Las puertas de la comisaría de policía se cerraron a mis espaldas. El aire oscuro y congelado abofeteó mi cara. Las farolas y las luces de las tiendas me desorientaban, y la gente que caminaba apresurada por la acera me intimidaba. Por un momento, entre el gentío, te vi. Desde entonces he descubierto que es muy corriente que la gente que está separada de un ser amado lo siga viendo entre un puñado de extraños; tiene que ver con las unidades de reconocimiento que hay en nuestro cerebro, que están constantemente activadas y saltan con demasiada facilidad. Fue un cruel truco de mi mente que duró apenas unos instantes, pero lo suficientemente largos como para sentir, físicamente, lo mucho que te necesitaba.


Aparqué delante de los peldaños de la escalera que conducía a tu apartamento. Al lado de los edificios vecinos, altos y prístinos, el tuyo parecía un pariente pobre que no se había podido permitir un nuevo abrigo de pintura en muchos años. Con la maleta de tu ropa a cuestas, bajé los empinados peldaños helados hacia el sótano. Una farola naranja apenas iluminaba mis pasos. ¿Cómo lograste no romperte el tobillo durante los últimos tres años?

Llamé al timbre, con los dedos congelados de frío. Durante unos segundos, esperé que abrieras la puerta. Luego empecé a buscar bajo tus macetas de flores. Sabía que escondías tu llave bajo una de ellas, y me habías contado incluso el nombre de la planta que había en esa maceta, pero no lograba acordarme. Tú y mamá habéis sido las jardineras de la familia. Además, entonces yo estaba demasiado ocupada sermoneándote acerca de tu falta de seguridad. ¿Cómo es posible que dejaras la llave de tu casa bajo una maceta justo delante de tu puerta? Y en Londres. Era ridículamente irresponsable. Era como invitar a los ladrones a que pasaran.