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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Susurran tu nombre

Título original: The Whisper Man

Publicado originalmente en inglés por Penguin Books Ltd, London.

© Alex North 2019

El autor reconoce sus derechos morales sobre la obra.

© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del inglés, Isabel Murillo

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

© Diseño de cubierta: Will Steahle

 

ISBN: 978-84-9139-521-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

[Disculpa]

Primera parte: Julio

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Segunda parte: Septiembre

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Tercera parte

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Veintisiete

Veintiocho

Veintinueve

Treinta

Treinta y uno

Treinta y dos

Treinta y tres

Treinta y cuatro

Treinta y cinco

Cuarta parte

Treinta y seis

Treinta y siete

Treinta y ocho

Treinta y nueve

Cuarenta

Cuarenta y uno

Cuarenta y dos

Cuarenta y tres

Cuarenta y cuatro

Cuarenta y cinco

Cuarenta y seis

Cuarenta y siete

Cuarenta y ocho

Cuarenta y nueve

Cincuenta

Cincuenta y uno

Cincuenta y dos

Quinta parte

Cincuenta y tres

Cincuenta y cuatro

Cincuenta y cinco

Cincuenta y seis

Cincuenta y siete

Cincuenta y ocho

Cincuenta y nueve

Sesenta

Sesenta y uno

Sesenta y dos

Sesenta y tres

Sesenta y cuatro

Sesenta y cinco

Sesenta y seis

Sexta parte

Sesenta y siete

Sesenta y ocho

Sesenta y nueve

Setenta

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Lynn y Zack

[Disculpa]

 

 

 

 

 

Jake.

Hay muchísimas cosas que me gustaría contarte, pero hablar siempre nos ha resultado difícil, ¿verdad?

Por eso he decidido contártelo por escrito.

Recuerdo cuando Rebecca y yo te trajimos a casa desde el hospital. Estaba oscuro y nevaba, y jamás en mi vida había conducido con tanto cuidado. Tenías tan solo dos días y te llevábamos en una sillita especial, en el asiento de atrás. Rebecca dormitaba a tu lado y, de vez en cuando, yo os miraba a través del espejo retrovisor para verificar que seguíais bien.

Porque, ¿sabes?, estaba acojonado. Me crie como hijo único, sin estar acostumbrado a los bebés, y entonces, de repente, me encontré con que me había convertido en responsable de uno que además era mío. Eras tan increíblemente pequeño y vulnerable, y yo estaba tan poco preparado, que me parecía ridículo que te hubiesen autorizado a salir del hospital conmigo. No encajamos desde un principio, tú y yo. Rebecca te cogía con facilidad, con naturalidad, como si hubiese nacido de ti y no al revés, mientras que yo siempre me sentí torpe, asustado de tener aquel peso tan frágil entre mis brazos e incapaz de adivinar qué querías cuando llorabas. No te entendía en absoluto.

Y eso no cambió nunca.

Cuando te hiciste algo más mayor, Rebecca me dijo que era porque tú y yo nos parecíamos mucho, aunque no sé si es verdad. Espero que no lo sea. Siempre he deseado un futuro mucho mejor para ti.

El caso es que, sea por el motivo que sea, somos incapaces de hablar, razón por la cual intentaré contártelo por escrito. La verdad sobre todo lo que pasó en Featherbank.

Lo del Señor Noche. Lo del niño en el suelo. Lo de las mariposas. Lo de la niña con aquel vestido tan raro.

Y lo del Hombre de los Susurros, claro está.

No va a ser fácil, y me veo obligado a empezar con una disculpa. Durante muchos años, te dije infinidad de veces que no había que tener miedo a nada. Que los monstruos no existían.

Siento haberte mentido.

 

 

Primera parte

Julio

Uno

 

 

 

 

 

El secuestro de un hijo por parte de un desconocido es la peor pesadilla de cualquier padre. Pero, desde un punto de vista estadístico, es un suceso altamente improbable. El riesgo de que los niños sufran daños y abusos por parte de un familiar en su casa es mucho mayor, y por muy amenazador que pueda parecer el mundo exterior, la verdad es que los desconocidos suelen ser gente decente, mientras que el hogar es, en realidad, el lugar más peligroso de todos.

Y el hombre que acechaba por el descampado al pequeño Neil Spencer, de seis años de edad, estaba perfectamente al corriente de esto.

Moviéndose en silencio, en paralelo a Neil por detrás de unos arbustos, no perdía de vista en ningún momento al niño. Neil caminaba despacio, ignorando el peligro al que estaba expuesto. De vez en cuando, daba un puntapié en el suelo y levantaba una nube de polvo, blanco como la tiza, que envolvía sus zapatillas deportivas. El hombre, que avanzaba con mucha más cautela, oía en cada ocasión el sonido del contacto rasposo del calzado contra el suelo. Y no emitía sonido alguno.

Era una tarde templada. El sol había estado azotando con fuerza y sin miramientos durante la mayor parte del día, pero ya eran las seis y el cielo estaba neblinoso. La temperatura había caído notablemente y la atmósfera había adquirido un matiz dorado. Era una de esas tardes en las que te apetecería sentarte en el jardín, disfrutar de una copa de vino blanco frío y contemplar la puesta de sol, sin pensar en tener que entrar a coger una chaqueta hasta que hubiera oscurecido y fuera ya demasiado tarde para tomarse esa molestia.

Incluso el descampado, bañado por aquella luz ambarina, parecía un lugar bello. Era una parcela llena de matorrales, que lindaba con el pueblo de Featherbank por un lado y con una vieja cantera abandonada por el otro. El terreno ondulado estaba seco y sin vida, aunque del suelo brotaba algún que otro arbusto tupido, proporcionándole a la zona cierto aspecto laberíntico. Pese a no ser un lugar del todo seguro, los niños del pueblo solían jugar por allí. A lo largo de los años, muchos habían sentido tentaciones de bajar a la cantera, cuyas escarpadas paredes se desmoronaban a menudo. A pesar de que el Ayuntamiento colocaba vallas y carteles, la opinión general era que tendría que hacer mucho más. Al fin y al cabo, los niños siempre encontraban la manera de eludir cualquier obstáculo.

Y tenían la costumbre de ignorar cualquier señal de alarma.

El hombre sabía mucho sobre Neil Spencer. Había estudiado al detalle tanto al niño como a su familia, como si fueran el tema de un proyecto de investigación. El niño no iba muy bien en la escuela, tanto a nivel académico como social, y rendía muy por detrás de sus compañeros en lectura, escritura y matemáticas. Iba casi siempre vestido con ropa de segunda mano. En cuanto al carácter, parecía mayor que la edad que tenía, puesto que exhibía ya rabia y rencor hacia el mundo. En pocos años, quedaría catalogado como un niño acosador y problemático, pero, por el momento, aún era lo bastante pequeño como para que la gente perdonara su conducta alborotadora. «No lo hace aposta», debían de decir. «Él no tiene la culpa de nada». La situación no había alcanzado todavía ese punto en el que Neil pudiera ser considerado el único responsable de sus actos y, en consecuencia, la gente se veía obligada a hacer la vista gorda.

El hombre había estado observándolo. Y no era complicado de ver.

Neil había pasado el día en casa de su padre. Su madre y su padre estaban separados, una circunstancia que el hombre consideraba positiva. Los dos eran alcohólicos, con niveles fluctuantes de conducta. A los dos, la vida les resultaba mucho más fácil cuando su hijo estaba en casa del otro, y a ambos les costaba entretenerlo cuando estaba con ellos. En términos generales, Neil se las apañaba y se defendía solo, lo cual explicaba, hasta cierto punto, la dureza que el hombre había visto desarrollarse en el niño. Neil era un estorbo en la vida de sus padres. Y, evidentemente, no era un niño querido.

Aquella tarde, y no era la primera vez, el padre de Neil estaba tan borracho que no había podido llevar a su hijo en coche hasta casa de su madre y, por lo visto, también le había dado pereza acompañarlo a pie. El niño tenía casi siete años, debía de haber pensado el padre, y había pasado todo el día prácticamente sin compañía. Y por eso Neil estaba ahora volviendo solo a casa.

Pero no tenía ni idea de que acabaría en una casa muy distinta. El hombre pensó en la habitación que había preparado e intentó contener su emoción.

Neil se detuvo en mitad del descampado.

El hombre se detuvo también y miró entre las zarzas para averiguar qué era lo que había llamado la atención del niño.

Entre unos arbustos, alguien había tirado un televisor viejo, que tenía la pantalla abombada, pero por lo demás estaba intacto. Neil le dio un puntapié exploratorio, pero el aparato pesaba y no se movió. Para el niño, aquel televisor, con rejilla y botones a un lado de la pantalla y la parte posterior del tamaño de un bombo, debía de ser como un artilugio de otra época. Al otro lado del camino había unas cuantas piedras. Y el hombre observó, fascinado, como Neil se dirigía hacia allí, seleccionaba una y la arrojaba contra el cristal con todas sus fuerzas.

«¡Bum!».

Un sonido potente en un lugar silencioso. El cristal no se hizo añicos, pero la piedra lo traspasó y dejó un agujero con los bordes estrellados, como de un disparo. Neil cogió una segunda piedra y repitió el gesto, fallándole la puntería esta vez, pero luego volvió a intentarlo. Con el resultado de un nuevo orificio en la pantalla.

El juego empezaba a gustarle.

Y el hombre entendía por qué. Aquel acto de destrucción trivial era equiparable a la agresividad cada vez mayor que el niño exhibía en la escuela. Era un intento de dejar su huella en un mundo que parecía ignorar por completo su existencia. Tenía su origen en el deseo de ser visto. De ser tenido en cuenta. De ser amado.

En el fondo, eso era lo que el niño quería.

El corazón del hombre empezó a acelerarse, le dolía solo de pensarlo. Salió en silencio de entre los arbustos, por detrás del niño, y susurró su nombre.

Dos

 

 

 

 

 

«Neil. Neil. Neil».

El inspector Pete Willis caminaba con cautela por el descampado, oyendo cómo los policías que lo acompañaban repetían a intervalos preestablecidos el nombre del niño desaparecido. Entre una llamada y otra, reinaba el más absoluto silencio. Pete levantó la vista y se imaginó las palabras flotando en la oscuridad, desapareciendo en el cielo nocturno del mismo modo que Neil Spencer parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.

Barrió con el haz de luz de la linterna el suelo, proyectando un dibujo cónico, tanto para alumbrar sus pasos como para buscar algún indicio del niño. Pantalón de chándal y calzoncillos de color azul, camiseta con un motivo de Minecraft, zapatillas deportivas negras, mochila tipo militar, cantimplora de agua. El aviso había entrado justo cuando acababa de sentarse a disfrutar de la cena que se había preparado, y pensar en que el plato debía de seguir allí en su mesa, sin tocar y enfriándose, hizo que le rugiera el estómago.

Pero había desaparecido un niño y había que encontrarlo.

La oscuridad hacía invisibles a los demás agentes, pero sus linternas seguían iluminando la zona. Pete miró el reloj: las 20.53. El día tocaba prácticamente a su fin y, a pesar de que por la tarde había hecho calor, la temperatura había caído bruscamente en el último par de horas y el aire gélido le provocó un escalofrío. Con las prisas, se había olvidado la chaqueta en comisaría y la camisa apenas le protegía contra los elementos. Además, sus huesos empezaban ya a ser viejos —tenían cincuenta y seis años de edad—, aunque la verdad era que tampoco hacía una noche para que los más jóvenes estuvieran a la intemperie. Y muy especialmente un niño perdido y solo. Herido, lo más probable.

«Neil. Neil. Neil».

Sumó a la llamada su propia voz:

—¡Neil!

Nada.

Las primeras cuarenta y ocho horas posteriores a cualquier desaparición son siempre las más cruciales. El aviso de desaparición del niño se había recibido a las 19.39, apenas hora y media después de que el pequeño hubiera salido de casa de su padre. Tendría que haber llegado a su casa hacia las 18.20, pero como la coordinación entre los padres en cuanto a acordar la hora de llegada de Neil había sido escasa, la ausencia no había quedado patente hasta que la madre había telefoneado por fin a su exmarido para preguntar por el niño. Cuando la policía había llegado a la escena del suceso, a las 19.51, la oscuridad se cernía sobre el lugar y habían transcurrido ya cerca de dos horas de las cuarenta y ocho iniciales. Y ahora habían pasado ya casi tres.

Pete sabía que, en la inmensa mayoría de casos, los niños desaparecidos se localizaban rápidamente sanos y salvos y se devolvían a la familia. Los casos de desaparición infantil se dividían en cinco categorías: casos descartables, desaparición voluntaria, accidente o percance, secuestro dentro del ámbito familiar y secuestro fuera del ámbito familiar. Las leyes de la probabilidad apuntaban a que la desaparición de Neil Spencer acabaría siendo resultado de algún tipo de accidente y que el niño sería localizado pronto. Pero aun así, cuánto más avanzaba Pete por aquel descampado, más le decía su instinto que el resultado sería distinto. Notaba una presión agobiante en el corazón. Aunque, por otro lado, sabía también que cualquier desaparición en la que estuviera implicado un niño le hacía sentirse así. Aquello no quería decir nada. Era simplemente que los terribles recuerdos de lo sucedido veinte años atrás emergían a la superficie y arrastraban con ellos malas sensaciones.

El haz de luz de la linterna enfocó un objeto de color gris.

Pete se detuvo en seco y volvió a enfocar hacia aquel punto. Debajo de unos arbustos había un viejo televisor con la pantalla rota por varios lugares, como si la hubieran utilizado a modo de diana para hacer puntería. Se quedó observando el aparato unos instantes.

—¿Alguna novedad?

Era una voz anónima que preguntaba desde la cercanía.

—No —respondió Pete.

Después de una búsqueda infructuosa, Pete llegó al otro extremo del descampado al mismo tiempo que los demás agentes. Y una vez que hubo dejado atrás la oscuridad, la luminosidad decolorada de las farolas de la calle le resultó extrañamente mareante. En el ambiente había un leve zumbido de vida que estaba ausente en el silencio del descampado.

Instantes después, sin nada mejor que hacer en aquellos momentos, dio media vuelta y echó a andar por donde acababa de venir.

No sabía muy bien hacia dónde iba, pero se encontró sin darse cuenta caminando hacia un lado, en dirección a la vieja cantera que se abría en uno de los extremos del descampado. A oscuras, aquello era terreno peligroso, de modo que se dirigió hacia el grupo de linternas del equipo de búsqueda que se disponía a iniciar sus trabajos en la cantera. Mientras unos agentes recorrían el borde y enfocaban las linternas hacia la ladera mientras seguían llamando a Neil, el grupo al que se había acercado Pete estaba consultando mapas y preparando el descenso por el abrupto sendero que conducía hacia el fondo. Cuando Pete llegó junto a ellos, un par de hombres levantaron la cabeza.

—¿Señor? —dijo uno de ellos reconociéndolo—. No sabía que hoy estuviera de guardia.

—Y no lo estoy. —Pete levantó la cinta de la valla de protección para pasar, se agachó y se sumó a ellos, vigilando dónde ponía el pie—. Pero vivo al servicio de este pueblo.

—Entendido, señor —contestó el agente con ciertas dudas.

No era habitual que un inspector se presentara para llevar a cabo un trabajo duro y monótono como aquel. La inspectora Amanda Beck estaba coordinando la incipiente investigación desde su despacho en el departamento y el equipo de búsqueda que exploraba sobre el terreno estaba integrado principalmente por agentes sin rango. Pete imaginó que tenía muchas más horas a sus espaldas que cualquiera de ellos, pero aquella noche quería ser simplemente uno más. Había desaparecido un niño, lo que significaba que había que encontrar a un niño. El agente que acababa de interpelarlo tal vez era demasiado joven para recordar lo que había sucedido con Frank Carter hacía ya dos décadas y para comprender por qué a nadie debía sorprenderle encontrar a Pete Willis trabajando en circunstancias como aquella.

—Vigile por dónde pisa, señor. El terreno es un poco inestable.

—No se preocupe.

Y también lo bastante joven como para considerarlo también un viejo, al parecer. Seguramente no había visto nunca a Pete en el gimnasio del departamento, que visitaba cada mañana antes de empezar a trabajar. A pesar de la diferencia de edad, Pete apostaría lo que fuera a que podía levantar más peso que aquel joven en cualquier máquina. Vigilaba por dónde pisaba, efectivamente. Vigilarlo todo, incluso a sí mismo, era una reacción instintiva en él.

—De acuerdo, señor, bueno, el caso es que estamos a punto de bajar. Coordinándolo todo.

—No soy el responsable de la operación. —Pete apuntó con la linterna el sendero para inspeccionar el escabroso terreno. El haz de luz alcanzaba una distancia muy corta. El lecho de la cantera no era más que un enorme agujero negro—. Su superior es la inspectora Beck, no yo.

—Sí, señor.

Pete siguió mirando hacia abajo, pensando en Neil Spencer. Las rutas más probables que podía haber seguido el niño ya habían sido identificadas. Se habían recorrido las calles. Se habían puesto en contacto con sus amigos y no habían sacado aún nada en claro. Si la desaparición del niño era resultado de un accidente o de una desgracia, la cantera era el único lugar que quedaba donde tenía algún sentido encontrarlo.

Pero el mundo negro que se extendía bajo sus pies se percibía completamente vacío.

No podía saberlo con seguridad, al menos aplicando la lógica. Pero sabía por instinto que no encontrarían a Neil Spencer allí.

Que muy posiblemente no lo encontrarían nunca.

Tres

 

 

 

 

 

—¿Recuerdas lo que te conté? —dijo la niña.

Lo recordaba, pero Jake se esforzaba por ignorarla. Todos los demás niños del Club 567 estaban fuera, jugando al sol. Se oían los gritos y el sonido del balón de fútbol rodando por el asfalto y, de vez en cuando, un golpe sordo contra la pared del edificio. Pero él seguía sentado dentro, trabajando en su dibujo. Habría preferido quedarse solo para acabarlo.

No es que no le gustara jugar con la niña. Claro que le gustaba. De hecho, era la única que quería jugar con él la mayoría de las veces y, en condiciones normales, se alegraba de verla. Pero aquella tarde la niña no tenía ganas de jugar. De hecho, estaba muy seria, y a Jake no le gustaba eso nada de nada.

—¿Lo recuerdas bien?

—Supongo.

—Pues entonces, dilo.

Jake suspiró, dejó el lápiz y se quedó mirándola. Iba vestida, como siempre, con un vestido de cuadros azules y blancos, y en la rodilla derecha tenía aquel rasguño que nunca acababa de cicatrizar. Mientras que las otras niñas siempre iban con el pelo limpio, peinado con una melenita hasta los hombros o recogido en una cola de caballo alta, el de aquella niña se proyectaba alborotado hacia un lado y parecía no haber visto un cepillo en mucho tiempo.

Por la cara que puso la niña, era evidente que no pensaba rendirse, de modo que Jake le repitió lo que ella le había contado.

—Si dejas la puerta entreabierta…

Era sorprendente que se acordara, la verdad, puesto que no había hecho ningún esfuerzo especial para memorizar aquellas palabras. Pero, por algún motivo, las recordaba. Sería por el ritmo. A veces, oía una canción por la CBBC y acababa repitiéndola mentalmente durante horas. Su padre le había dicho que aquello se conocía como «gusano musical», y Jake se había imaginado entonces los sonidos abriendo un orificio en un lateral de su cabeza y abriéndose paso hacia el cerebro.

Cuando hubo terminado, la niña asintió, satisfecha. Y Jake volvió a coger el lápiz.

—¿Y qué significa? —preguntó.

—Es un consejo. —La niña arrugó la nariz—. O algo así. Los niños lo decían cuando yo era pequeña.

—Ya, ¿pero qué significa?

—Es simplemente un buen consejo —dijo la niña—. En el mundo hay mucha gente mala. Y muchas cosas malas. Así que es bueno recordarlo.

Jake frunció el ceño y se puso a dibujar de nuevo. Gente mala. En el Club 567 había un niño mayor, que se llamaba Carl, que a Jake le parecía muy malo. La semana anterior, Carl lo había arrinconado mientras estaba construyendo una fortaleza de Lego y luego se había quedado allí, cerniéndose sobre él como una sombra gigantesca.

—¿Por qué siempre viene a recogerte tu padre? —le había preguntado Carl, a pesar de conocer de sobra la respuesta—. ¿Será porque tu madre está muerta?

Jake no le había respondido.

—¿Y qué pinta tenía cuando la encontraste?

Había seguido sin responderle. Excepto en pesadillas, nunca pensaba en la sensación que había experimentado aquel día cuando había encontrado a su madre. Si lo hacía, se le alteraba el ritmo de la respiración y empezaba a emitir ruidos raros. De lo que le resultaba imposible huir, sin embargo, era del hecho de que su madre ya no estaba allí.

Aquello le hizo recordar tiempos muy pasados, un día que asomó la cabeza por la puerta de la cocina y la vio cortando un pimiento rojo por la mitad y extrayendo la parte central.

—Hola, mi niño bonito.

Eso fue lo que le dijo en cuanto lo vio. Siempre lo llamaba así. Y la sensación que tuvo al recordar que estaba muerta vino acompañada por un sonido parecido al de aquel pimiento, como algo que se desgarra con un «poc» y te deja un vacío.

—La verdad es que me gusta verte llorar como un bebé —había declarado Carl, y luego se había marchado, como si Jake ni siquiera existiese.

No era agradable imaginarse el mundo lleno de gente como él, y Jake no quería creer que fuese así. Empezó a dibujar círculos en el papel. Campos de fuerza alrededor de las pequeñas figuras de palo que libraban una trepidante batalla.

—¿Estás bien, Jake?

Levantó la vista. Era Sharon, una de las adultas que trabajaban en el Club 567. Hasta aquel momento había estado limpiando en el otro extremo de la sala, pero se había acercado y se había puesto en cuclillas, con las manos colgando entre las rodillas.

—Sí —dijo Jake.

—Un dibujo muy bonito.

—Aún no está acabado.

—¿Y qué será?

Jake pensó en cómo explicarle la batalla que estaba dibujando, los distintos bandos que la estaban librando, con las líneas entre ellos y los garabatos tachando a los que habían perdido, pero era demasiado complicado.

—Una batalla.

—¿Estás seguro de que no quieres salir a jugar con los otros niños? Hace un día precioso.

—No, gracias.

—Tenemos protector solar. —Miró a su alrededor—. Y me parece que por aquí encontraremos también alguna gorra.

—Tengo que acabar el dibujo.

Sharon se incorporó y suspiró para sus adentros, pero mantuvo una expresión bondadosa. Estaba preocupada por él y, aunque no era necesario que lo estuviera, Jake lo encontraba agradable. Jake siempre notaba cuándo alguien se preocupaba por él. Su padre solía preocuparse a menudo, excepto cuando perdía la paciencia. A veces gritaba, y decía cosas como «Todo esto sucede porque me gustaría que hablases conmigo, quiero saber qué piensas y qué sientes», y cuando eso pasaba le daba miedo, porque Jake tenía la sensación de estar decepcionando a su padre y poniéndolo triste. Pero no sabía cómo ser distinto a como era.

Círculos y más círculos. Otro campo de fuerza, con las líneas solapándose. ¿Y si en lugar de eso fuese un portal? ¿Para que la figurilla del interior pudiera desaparecer de la batalla y marcharse a un lugar mejor? Jake le dio la vuelta al lápiz y empezó a borrar con mucho cuidado la persona que había dibujado antes.

«Ya está».

«Ya estás a salvo, dondequiera que estés».

Una vez, después de que su padre perdiera los nervios, Jake se encontró una nota en la cama. Y se vio obligado a reconocer que era un dibujo muy bueno de los dos sonriendo, y debajo, su padre había escrito:

 

Lo siento. Solo quería recordarte que aunque nos peleemos, seguimos queriéndonos mucho. Besos

 

Jake había guardado la nota en su Estuche de Cosas Especiales, junto con todas las demás cosas importantes que quería guardar. Decidió echarle un vistazo. El Estuche estaba en la mesa, delante de él, justo al lado del dibujo.

—Sé que pronto vas a cambiarte de casa —dijo la niña.

—¿Quién? ¿Yo?

—Tu padre ha ido hoy al banco.

—Sí, ya lo sé. Pero dice que aún no está seguro de que lo hagamos. A lo mejor no le dan esa cosa que necesita.

—La hipoteca —dijo la niña cargándose de paciencia—. Pero se la darán.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque es un escritor famoso, ¿no? Es bueno inventándose cosas. —Miró el dibujo de Jake y sonrió para sus adentros—. Como tú.

Jake se preguntó sobre el porqué de aquella sonrisa. Era una sonrisa extraña, como si estuviera feliz y a la vez triste. Pensándolo bien, él también se sentía así cuando pensaba en lo de cambiar de casa. No le gustaba seguir viviendo allí, y sabía que su padre también se sentía triste, pero mudarse seguía pareciéndole algo que a lo mejor no deberían hacer, por mucho que hubiera sido él quien se había fijado en la nueva casa en el iPad de su padre cuando estaban mirando nuevas propiedades juntos.

—Pero cuando me haya cambiado de casa seguiré viéndote, ¿no? —dijo Jake.

—Pues claro. Ya sabes que sí. —Y entonces, la niña se inclinó hacia delante y le habló en un tono más apremiante—. Pero pase lo que pase, recuerda lo que te dije. Es importante. Tienes que prometérmelo, Jake.

—Te lo prometo. ¿Pero qué significa?

Jake pensó por un momento que la niña iba a explicárselo un poco más, pero justo en aquel momento sonó el timbre en el otro extremo de la sala.

—Demasiado tarde —susurró la niña—. Ya está aquí tu padre.

Cuatro

 

 

 

 

 

Cuando llegué, la mayoría de los niños estaba jugando en la zona exterior del Club 567. Mientras aparcaba, se oían las risas. Todos parecían la mar de felices, la mar de «normales» y, por un momento, recorrí el grupillo con la mirada en busca de Jake, esperando encontrarlo entre ellos.

Pero, naturalmente, mi hijo no estaba allí.

Lo encontré dentro, sentado de espaldas a mí, inclinado sobre un dibujo. Se me partió un poco el corazón al verlo. Jake era pequeño para su edad, y aquella postura lo hacía parecer más menudo y vulnerable que nunca. Era como si estuviese intentando desaparecer en el dibujo que tenía delante de él.

¿Y por qué culparlo? Jake odiaba ir al club, yo lo sabía, por mucho que nunca pusiera pegas cuando tenía que ir ni se quejara al salir de allí. Pero me daba la impresión de que no me quedaba otra alternativa. Desde la muerte de Rebecca se habían producido muchas situaciones insoportables: la primera vez que tuve que llevarlo a cortarse el pelo, cuando tuve que encargarme de comprarle todo el uniforme escolar, cuando abrí con torpeza los regalos de Navidad porque las lágrimas me impedían ver nada. Una lista interminable. Pero por alguna razón, lo más duro habían sido las vacaciones escolares. Por mucho que quisiera a Jake, me resultaba imposible pasar todo el día, cada día, con él. No tenía la sensación de que dentro de mí quedara lo suficiente como para poder llenar todas aquellas horas, y a pesar de que me odiaba a mí mismo por no saber ser el padre que mi hijo necesitaba, la verdad era que a veces necesitaba tiempo para mí. Para olvidar la distancia que se expandía entre nosotros. Para ignorar mi incapacidad creciente para saber abordar la situación. Para permitirme derrumbarme y llorar un rato, sabiendo que Jake no podía entrar en cualquier momento y descubrirme.

—Hola, colega.

Le posé la mano en el hombro. No levantó la vista.

—Hola, papá.

—¿Qué has estado haciendo?

—Poca cosa.

Noté bajo la mano un gesto de indiferencia casi imperceptible. Era como si su cuerpo apenas estuviera allí, como si fuese incluso más ligero y más blando que el tejido de la camiseta que llevaba puesta.

—He jugado un poco con alguien.

—¿Con alguien?

—Con una niña.

—Eso está muy bien. —Me incliné y miré el papel—. Y también has estado dibujando, por lo que veo.

—¿Te gusta?

—Pues claro. Me encanta.

De hecho, no tenía ni idea de qué pretendía ser aquello. Algún tipo de batalla, supuse, aunque era imposible discernir quién era quién o qué estaba pasando. Jake rara vez dibujaba cosas estáticas. Sus dibujos cobraban vida, eran una animación que se desplegaba sobre papel, y el resultado final era como una película en la que podías ver todas las escenas a la vez, superpuestas unas sobre otras.

Pero era creativo, y eso me gustaba. Era en una de las cosas en las que se parecía a mí, una conexión que teníamos. Aunque la verdad era que apenas había escrito una sola palabra en los diez meses que habían transcurrido desde la muerte de Rebecca.

—¿Vamos a irnos a vivir a la casa nueva, papá?

—Sí.

—¿Así que esa persona del banco te ha hecho caso?

—Digamos que he sido convincentemente creativo sobre el precario estado de mis finanzas.

—¿Qué quiere decir «precario»?

Fue casi una sorpresa que no lo supiera. Mucho tiempo atrás, Rebecca y yo acordamos hablarle a Jake como un adulto, y si no conocía una palabra, explicársela. Jake lo asimilaba todo y, como resultado de ello, a veces nos salía con cosas raras. Pero en aquel momento, no era una palabra que quisiera explicarle.

—Quiere decir que es algo de lo que solo debemos preocuparnos la persona del banco y yo —dije—. No tú.

—¿Cuándo nos iremos?

—Lo antes posible.

—¿Y cómo nos lo llevaremos todo?

—Alquilaremos una furgoneta. —Pensé en el dinero y reprimí un amago de pánico—. O a lo mejor con el coche nos basta. Lo llenamos hasta arriba y hacemos varios viajes. Es posible que no podamos llevárnoslo todo todo. Podríamos repasar todos tus juguetes y ver qué es lo que quieres guardar.

—Quiero guardarlos todos.

—Ya veremos, ¿vale? No quiero que te deshagas de nada que no quieras, pero tienes muchos que son de niño pequeño. Y a lo mejor podríamos hacerle un favor a otro niño.

Jake no replicó. Tal vez fueran juguetes para un niño más pequeño, pero todos tenían un recuerdo unido a ellos. Rebecca siempre había sido mejor en todo con Jake, también en jugar con él, y yo seguía visualizándola, arrodillada en el suelo, moviendo figuritas de un lado a otro. Incansable y hermosamente paciente con él, en todos los sentidos en que a mí me costaba tanto serlo. Los juguetes de Jake eran objetos que ella había tocado. Cuanto más viejos fueran, más huellas de ella debían de contener. Una acumulación invisible de su presencia en la vida de Jake.

—Como te he dicho, no quiero que te deshagas de nada que no quieras.

Lo que me hizo pensar en su Estuche de Cosas Especiales. Estaba allí, en la mesa al lado del dibujo, una cartera de cuero desgastado, del tamaño de un libro de tapa dura, que se cerraba con cremallera por tres de sus cuatro lados. No tenía ni idea de lo que habría sido en una vida anterior. Era como una agenda de anillas grande, pero sin las hojas; a saber qué habría hecho Rebecca con ellas.

Unos meses después de su fallecimiento, revisé todas sus cosas. Mi esposa había sido siempre de esas personas a las que les gusta guardarlo todo, aunque también era práctica, y gran parte de sus cosas más antiguas estaban metidas en cajas que guardábamos apiladas en el garaje. Un día, metí unas cuantas de esas cajas en casa y empecé a examinar su contenido. Allí dentro había objetos incluso de su infancia, que no tenían nada que ver con nuestra vida en común. Imaginé que aquello haría que la experiencia resultara más fácil, pero no fue así. La infancia es, o debería ser, una época feliz, pero yo sabía que aquellos objetos, llenos de esperanza y desenfadados, habían tenido un final infeliz. Rompí a llorar. Jake había entrado en aquel momento y había descansado una mano en mi hombro, y al no responder yo de inmediato, me había rodeado con sus bracitos. Después, habíamos estado mirando juntos más cosas y él había descubierto lo que acabaría convirtiéndose en el Estuche y me había preguntado si podía quedárselo. Por supuesto que podía, le había respondido yo. Podía quedarse con todo lo que quisiera.

El Estuche estaba vacío en aquel momento, pero pronto empezó a llenarlo. Parte de su contenido provenía de las posesiones de Rebecca. Había cartas, fotografías y chismes de todo tipo. Dibujos que él había hecho y objetos que consideraba importantes. Como si fuese un objeto relacionado con la brujería, el Estuche rara vez se apartaba de su lado y, a excepción de algunas cosas, yo no tenía ni idea de qué guardaba Jake allí dentro. Y no lo hubiera mirado ni siquiera si hubiera podido hacerlo. Eran sus Cosas Especiales, al fin y al cabo, y tenía derecho a tenerlas.

—Vamos, colega —dije—. Recojamos tus cosas y salgamos de aquí.

Dobló la hoja con el dibujo que estaba haciendo y me lo dio para que se lo llevara. Fuera lo que fuese aquella imagen, no era lo bastante importante como para guardarla en el Estuche, que Jake cogió a continuación. Cruzó entonces la sala en dirección a la salida, junto a la cual colgaba de una percha su cantimplora. Pulsé el botón verde para abrir la puerta y miré hacia atrás. Sharon estaba ocupada con la limpieza.

—¿Quieres decir adiós? —le pregunté a Jake.

Jake se giró al llegar a la puerta y, por un instante, su expresión se volvió de tristeza. Me imaginaba que se despediría de Sharon, pero se limitó a decirle adiós con la mano a la mesa vacía en la que estaba sentado cuando yo llegué.

—Adiós —dijo—. Prometo que no se me olvidará.

Y antes de que me diera tiempo a hacer algún comentario, se escabulló por debajo de mi brazo.

Cinco

 

 

 

 

 

El día que Rebecca murió, me había encargado yo de ir a recoger a Jake.

Era uno de aquellos días que supuestamente tenía que dedicar a escribir, y cuando Rebecca me pidió si podía ir yo a buscar a Jake en su lugar, mi primera reacción fue de fastidio. Tenía que entregar mi siguiente libro en pocos meses y apenas había sido capaz de escribir nada bueno en todo el día, de manera que, a aquellas alturas, contaba con poder tener media hora final de trabajo que produjera un milagro. Pero como había visto que Rebecca estaba pálida y temblorosa, había accedido a su petición.

En el coche, de camino de vuelta a casa, me había esforzado por preguntarle a Jake qué tal le había ido el día, pero sin resultados. Era lo normal. O bien no se acordaba o era que no quería hablar. Y, como solía pasar, había tenido la sensación de que sí que le habría respondido a Rebecca, lo cual, sumado al fracaso en mi empeño de sacar adelante el libro, me había hecho sentirme más ansioso e inseguro que nunca. Al llegar a casa, Jake había salido a la velocidad del rayo del coche. ¿Podía ir a ver a mamá? Sí, le había dicho yo. Estaba seguro de que a ella le gustaría. Le dije que no se encontraba muy bien y que fuera cariñoso con ella, y también que se acordara de quitarse los zapatos al entrar en casa porque ya sabía que a su madre no le gustaba nada que ensuciara.

Y luego yo me había entretenido un poco en el coche, tomándome mi tiempo, sintiéndome mal por ser un despreciable fracasado. Había entrado sin prisas en casa, había dejado las cosas en la cocina y me había dado cuenta de que mi hijo no se había quitado los zapatos para dejarlos allí como yo le había pedido. Porque, evidentemente, a mí nunca me hacía caso. Reinaba el silencio. Imaginé que Rebecca se habría acostado arriba y que Jake habría subido a verla y que todo el mundo estaba bien.

Excepto yo.

Hasta que finalmente entré en el salón y vi a Jake de pie en el extremo opuesto de la habitación, junto a la puerta que daba acceso a la escalera, mirando algo que había en el suelo y que yo no alcanzaba a ver. Estaba completamente quieto, como hipnotizado por lo que estaba viendo. Cuando me acerqué despacio hasta allí, me di cuenta de que no es que estuviera inmóvil, sino que estaba temblando. Y entonces vi a Rebecca, en el suelo, al pie de la escalera.

Después de aquello, tengo un vacío de memoria. Sé que aparté a Jake de allí. Sé que pedí una ambulancia por teléfono. Sé que hice todo lo correcto. Pero no recuerdo haberlo hecho.

Y lo peor del caso es que, a pesar de que nunca lo había comentado conmigo, estaba seguro de que Jake lo recordaba todo.

 

 

Diez meses más tarde, entramos en una cocina donde todas las superficies parecían estar ocupadas por platos y tazas y en la que el poco espacio de encimera visible estaba sucio con manchas y migas. En el salón, los juguetes repartidos por el suelo de parqué estaban desperdigados y parecían olvidados. A pesar de mis discursos sobre la necesidad de clasificar los juguetes antes de la mudanza, daba la impresión de que ya habíamos examinado todas nuestras posesiones, cogido lo que necesitábamos y dejado el resto esparcido por todas partes, como si fuera basura. Hacía meses que sobre la casa se cernía constantemente una sombra, cada vez más oscura, como un día que gradualmente va llegando a su fin. Era como si nuestro hogar hubiera empezado a derrumbarse el día que Rebecca murió. Porque ella siempre había sido su alma.

—¿Me das mi dibujo, papá?

Jake ya estaba arrodillado en el suelo, reuniendo los rotuladores de colores que habían quedado desperdigados por la mañana.

—¿Y la palabra mágica?

—Por favor.

—Sí, claro que sí. —Se lo dejé a su lado—. ¿Un sándwich de jamón?

—¿Puedo comer un caramelo en vez de eso?

—Después.

—Vale.

Despejé un poco de sitio en la cocina, unté con mantequilla dos rebanadas de pan, puse tres lonchas de jamón en el sándwich y lo dividí en cuatro partes. Intentando luchar contra la depresión. Un pie detrás de otro. Siempre avanzando.

No pude evitar pensar en lo que había pasado en el Club 567, en Jake diciéndole adiós a una mesa vacía. Mi hijo siempre había tenido amigos imaginarios, de toda la vida. Siempre había sido un niño solitario; tenía un carácter tan cerrado e introspectivo que parecía ahuyentar a los demás niños. Los días buenos, me imaginaba que era porque tenía una personalidad independiente y se sentía feliz siendo así, y me decía a mí mismo que no pasaba nada. La mayoría de las veces, sin embargo, me preocupaba.

¿Por qué no podía ser Jake más parecido a los demás niños?

¿Más «normal»?

Era un pensamiento desagradable, lo sabía, pero era simplemente porque quería protegerlo. Cuando eres tan callado y solitario como Jake, el mundo puede llegar a ser brutal contigo, y no quería que pasase por lo que yo había pasado a esa edad.

Pero hasta ese momento, los amigos imaginarios se habían manifestado sutilmente, en forma de pequeñas conversaciones que mantenía consigo mismo, y aquel nuevo avance no me gustaba nada. No me cabía la menor duda de que la niña con la que me había dicho que se había pasado el día hablando solo existía en su cabeza. Además, era la primera vez que reconocía un hecho como aquel en voz alta, que hablaba con alguien delante de otra gente, y la situación me asustaba un poco.

Rebecca nunca se había mostrado preocupada por el tema. «Jake está bien, hay que dejar que sea él mismo». Y como ella sabía más que yo sobre prácticamente todo, siempre había intentado obedecerla. ¿Pero y ahora? Ahora empezaba a preguntarme si Jake necesitaba ayuda.

Aunque, a lo mejor, simplemente estaba siendo él mismo.

Era una cosa abrumadora más que tendría que haber sido capaz de gestionar, pero no sabía cómo. No sabía cuál era el camino correcto a seguir, ni cómo ser un buen padre para mi hijo. Ojalá Rebecca siguiera aquí.

«Te echo de menos…».

Pero si continuaba con aquella corriente de pensamientos sabía que acabaría llorando, de modo que la corté en seco y cogí el plato. Y entonces, oí que Jake estaba hablando en voz baja en el salón.

—Sí —dijo.

Y luego a modo de respuesta a algo que no pude oír:

—Sí, ya lo sé.

Sentí un escalofrío.

Me acerqué sin hacer ruido a la puerta, pero no crucé el umbral todavía, sino que me quedé allí escuchando. Desde donde estaba, no podía ver a Jake, pero la luz del sol que se filtraba a través de la ventana proyectaba su sombra junto al sofá: una forma amorfa, no reconocible como humana, pero que se movía ligeramente, como si estuviese balanceándose sobre sus rodillas.

—Sí que lo recuerdo.

Hubo unos segundos de silencio en los que el único sonido que escuché fue el latido de mi corazón. Me di cuenta de que contenía la respiración. Cuando volvió a hablar, lo hizo subiendo el tono de voz, y parecía enfadado.

—¡No quiero decirlo!

Y finalmente, crucé la puerta.

Por un momento, no supe qué iba a encontrarme. Pero Jake estaba agachado en el suelo, exactamente donde lo había dejado, con la diferencia de que ahora estaba mirando hacia un lado y había dejado abandonado el dibujo. Seguí la dirección de su mirada. No había nadie, claro está, pero miraba tan fijamente el espacio vacío, que me resultó fácil imaginarme una presencia allí mismo.

—¿Jake? —dije sin levantar mucho la voz.

No me miró.

—¿Con quién hablabas?

—Con nadie.

—Te he oído hablar.

—Con nadie.

Y entonces, se giró un poco hacía mí, cogió de nuevo el rotulador y empezó a dibujar otra vez. Avancé un paso más hacia él.

—¿Podrías dejar el rotulador y responderme, por favor?

—¿Por qué?

—Porque es importante.

—No estaba hablando con nadie.

—¿Y por qué no dejas el rotulador si acabo de decirte que lo hagas?

Pero siguió dibujando. La mano empezó a moverse con más pasión y el rotulador a trazar círculos desesperados alrededor de las figuritas.

Mi frustración aumentó hasta transformarse en enfado. A menudo, me daba la sensación de que Jake era un problema que yo era incapaz de resolver y me odiaba a mí mismo por ser tan inútil y tan poco efectivo. Por otro lado, me ofendía también que no me diera nunca ni una sola pista. Que no pudiéramos alcanzar algún tipo de acuerdo entre ambas partes. Yo quería ayudarlo; quería saber que estaba bien. Pero no me daba la impresión de que pudiera conseguirlo solo.

Me di cuenta de que, inconscientemente, estaba sujetando el plato con una fuerza excesiva.

—Ya tienes preparado el sándwich.

Lo dejé en el sofá, sin esperar a ver si dejaba o no de dibujar. Y volví directamente a la cocina, me apoyé en la encimera y cerré los ojos. Sin saber por qué, el corazón me latía a toda velocidad.

«Te echo mucho de menos —pensé, dirigiendo mi lamento a Rebecca—. Ojalá estuvieras aquí. Por muchos motivos, pero ahora mismo, porque creo que me veo incapaz de hacer esto».

Rompí a llorar. Daba igual. Sabía que Jake pasaría un rato dibujando o comiendo y que no aparecería por la cocina. ¿Por qué iba a hacerlo, si solo me encontraría a mí? De modo que daba igual. Mi hijo podía pasarse un buen rato hablando en voz baja con gente que ni siquiera existía. También podía hacerlo yo, mientras no levantara mucho la voz.

—Te echo de menos.

 

 

Aquella noche, como siempre, subí a Jake en brazos a la cama. Desde la muerte de Rebecca, siempre lo habíamos hecho así. Jake se negaba a mirar hacia el lugar donde había descubierto su cuerpo y se aferraba a mí con fuerza, conteniendo la respiración y con la cara pegada a mi hombro. Todas las mañanas, todas las noches, cada vez que necesitaba ir al baño. Yo lo entendía, pero empezaba a pesarme, y no solo en sentido literal.

Confiaba en que eso cambiara pronto.

En cuanto se hubo dormido, bajé y me senté en el sofá con una copa de vino y mi iPad y cargué la página con los detalles de nuestra nueva casa. Mirar las fotografías me hizo sentirme incómodo, pero de otra manera.

Podría decir, sin miedo a equivocarme, que la casa la había elegido Jake. Yo no había conseguido verle la gracia de entrada. Era una casa pequeña, a cuatro vientos, vieja, de dos plantas, con el aspecto de una cabaña destartalada. Y, además, era un poco rara. Las ventanas presentaban una disposición algo estrambótica y costaba imaginar cómo sería la planta interior y, por otro lado, el ángulo del tejado estaba un poco descuadrado, de tal modo que cuando lo mirabas de frente, el edificio parecía adoptar una postura inquisitiva, tal vez incluso de enojo. Pero transmitía también una sensación más general, un cosquilleo en la nuca. Cuando la había visto por primera vez, aquella casa me había puesto nervioso.

Pero aun así, Jake se había visto instalado en ella desde el instante en que la había encontrado. Aquella casa tenía algo que lo había dejado tremendamente fascinado, hasta el punto de que se había negado a seguir buscando más.

Cuando me acompañó a visitarla por primera vez, el lugar lo dejó hipnotizado. Yo no estaba convencido del todo. El interior tenía un tamaño más que aceptable, pero, por otro lado, era lóbrego. Había armarios y sillas cubiertos de polvo, montones de periódicos viejos, cajas de cartón, un colchón en la habitación de invitados de la planta baja. La propietaria, una anciana que respondía al nombre de señora Shearing, se había disculpado diciendo que todos aquellos trastos eran del inquilino que había estado arrendando la casa y que cuando la vendiera, lo retiraría todo.

Pero Jake se había mostrado inflexible y, en consecuencia, había decidido programar una segunda visita, esta vez solo. Fue entonces cuando empecé a ver la casa con otros ojos. Sí, era rara, pero eso era precisamente lo que le daba un encanto similar al que tienen los chuchos callejeros. Y lo que de entrada me había parecido un aire huraño, me pareció entonces más bien de cautela, como si aquella casa hubiera sufrido en el pasado y hubiera que ganarse su confianza.

Tenía carácter, imaginé.

Incluso así, pensar en la mudanza me aterraba. De hecho, aquella tarde, una parte de mí confiaba en que el director del banco se diera cuenta de las medias verdades que le estaba contando con respecto a mi situación financiera y rechazara concederme la hipoteca. Pero ahora me sentía aliviado. Porque al mirar a mi alrededor y ver en el salón los restos polvorientos e ignorados de la vida que en su día habíamos disfrutado, era evidente que ni él ni yo podíamos seguir en aquella situación. Por muchas dificultades que el cambio pudiera depararnos, teníamos que salir de aquella casa. Y por muy duros que me resultaran los meses venideros, mi hijo lo necesitaba. Los dos lo necesitábamos.

Teníamos que empezar de cero. Llegaría un momento en que Jake ya no necesitaría que lo subiera y bajara en brazos por las escaleras. En el que encontraría amigos fuera de su cabeza. En el que yo no vería mis propios fantasmas en cada esquina.

Miré de nuevo a aquella casa y pensé que, sin saber por qué extraña razón, encajaba con Jake y conmigo. Que, igual que nosotros, era como un marginado al que le costaba adaptarse. Que nos llevaríamos bien. Incluso el nombre del pueblo sonaba cálido y reconfortante.

Featherbank.

Parecía un lugar donde viviríamos seguros.