Ilustración de portada

Horacio Cavallo

El silencio de los pájaros

Ilustraciones: Gonzalo Delgado Galiana

ilustración de Gonzado Delgado 

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Ese pájaro lleva el sol en su corazón.

Cuando comience a cantar
habrá mucho silencio aún entre su música
será posible comprenderla
pero después muy lentamente
la música crecerá
y en el ardiente mediodía
en el mediodía inmenso y furioso
el pájaro y quien le seguía habrán desaparecido
Raúl Gustavo Aguirre, Parábola

Agradecimientos

A Rosario Peyrou, Javier Couto, Sebastián Santana y Leonardo Cabrera, primeros lectores de este libro.

A Manuel Carballa, Ana Claudia De León, Leonardo Cabrera (una vez más), Matías Paparamborda, Martín Rivero y Matías Lasarte por la confianza y el trabajo.

Las cenizas del padre

La caja de las cenizas está caliente, como en la tarde anterior, cuando se la entregaron en el crematorio municipal. Leonel esperaba que fuera su padre quien diera el paso hacia el funcionario de los brazos extendidos, pero ante su quietud él mismo se acercó abriendo las manos. Sintió el calor junto a su pecho. Dos kilos de ceniza que sostuvo sin saber qué hacer, ajeno a los procedimientos del ritual. Lo extraño es que ahora, mientras la citroneta acelera hacia el noroeste conteniendo el murmullo de la radio, vuelve a sentir ese calor. Deja la caja en el piso del auto, la sujeta con los tobillos y echa el humo hacia delante.

Unas veces lo distraen las arboledas interminables y otras, las manchas claras y oscuras que encierran los alambrados, la constante luminosidad del verde. El ronroneo del motor apenas le dejaría escuchar a su padre si se le ocurriera hablar.

El padre conduce con los hombros juntos y la mirada fija en la carretera. Leonel ha visto a pocas personas manejar con esa sensación de temor. Cuando dejaron Fraile Abdiel y se volvieron a la capital con el padre de su madre, a quien ahora, por piedad o por egoísmo, devuelven al pueblo, parecía lógica la pesadez de los tres atravesando caminos de tierra y al final acelerando sobre esa lengua interminable que era la carretera empeñada en mantener el resplandor.

Leonel acababa de cumplir quince años cuando su madre y la hermana de su madre naufragaron mientras volvían de Buenos Aires por las islas, en una lancha a remo que viajaba en la noche. Algunos en el pueblo reconstruyeron historias turbias: disparos, brazadas, paquetes enormes que flotaban arrastrados por la corriente. El único sobreviviente confesó que la lancha empezó a hacer agua en la mitad del cruce y que venía demasiado baja por el sobrepeso. El tipo que hacía los viajes era un hombre de río. Conocía las islas y era capaz de nadar durante horas, incluso sin quitarse la ropa. Solo una vez habló con Leonel de la desgracia. Le dijo que ninguna de las dos quiso sacarse la campera ante la advertencia; ni siquiera las botas. Nadie se salva en el río con las botas puestas, le explicó apoyándole la mano en el hombro, en una sentencia que lo eximía de culpa.

La madre y la tía de Leonel cruzaron el río para abaratar los gastos de la fiesta de cumpleaños de Begoña, sobrina de una, hija de la otra. Más de una vez Leonel se detuvo a pensar hacia dónde arrastró el río ese vestido blanco. Se imaginó a sí mismo, desde lo alto, recorriéndolo, observando una enorme mariposa blanca que emergía y se hundía, aleteando. La misma suerte corrieron las hermanas: la desgracia de no encontrar un pedazo de tierra donde ser lloradas.

A eso fue a lo que se resistió el viejo —ese tipo que ahora es un puñado de cenizas dentro de una caja—, a que sus cuerpos no estuvieran en ningún lado. Por eso, aunque en los últimos años no dijo una palabra, ellos lo vieron descomponerse en la habitación del fondo —piensan prender fuego ese cuartucho cuando vuelvan, porque nada podrá sacar el olor de las paredes—, donde encontraron la carta en la que solicitaba que lo llevaran a la costa de Fraile Abdiel y arrojaran sus cenizas al río.

*

Se detienen en una estación. Cargan combustible y dejan enfriar el motor. Entran al bar y beben café con los ojos puestos en la ruta. Cada tanto Leonel se observa en el reflejo del vidrio. Tiene la cabeza rapada y la barba y el bigote crecidos. Mira a su padre, silencioso, como si realmente creyera que el viaje es un velorio rodante. Lo vio afeitarse antes de salir, cuidando de no cortarse. Una cicatriz en el rostro derribaría su presencia, esa corbata anudada, el cuello de la camisa, blanco como el de un cisne.

Pagan y salen. Suben a la citroneta y están un rato esforzándose por hacerla arrancar. Leonel vuelve a poner un pie de cada lado de la caja. El padre golpea la dirección y se pasa la mano por la cara. Se acerca el muchacho de la estación se ofrece a mirarla. El padre de Leonel le dice que hay que empujar. Bajan los dos. Leonel y el muchacho empujan desde atrás. Apenas consiguen moverla, el padre salta adentro y la enciende. Mientras corre, Leonel gira la cabeza para agradecer. El otro levanta la mano como si señalara el color del cielo.

ilustración de Gonzado Delgado: se ve a Leonel con una caja entre sus manos

Begoña no tuvo su fiesta de quince. Al menos no la fiesta que planificaron con su madre desde que cumplió los doce. Fantaseo al que se sumó naturalmente su tía y del que los hombres de la familia se mantuvieron ausentes. Incluso su padre, un poco por resistirse a aceptarla mujer y otro por conocer sus limitaciones económicas.

Faltaban dos meses para el cumpleaños y tres para la fiesta, cuando se ahogaron la madre y la tía de Begoña. Así que durante esos días la muchacha no hizo otra cosa que llorar tendida en la cama. El día de llanto más intenso fue el de su cumpleaños. El padre la besó en la frente y le dio la llave de una motito que había sacado en varios pagos. El resto de la familia y muchos de sus amigos no la saludaron por el temor de reavivar la idea del festejo en pleno duelo.

Leonel fue a verla porque imaginó que su madre se lo pedía, un poco desde arriba y otro desde el oeste, por donde corrían las aguas del río.

El tío lo hizo pasar, le mostró la motoneta estacionada en el fondo, las frutillas de la torta que había encargado. Se rascó la cabeza mirándose los pies. A Leonel se le ocurrió que su tío parecía un perro que le pide ayuda a un niño para deletrear una palabra. Tampoco él sabía qué tenía que hacer. Miraba en silencio los adornos de la repisa, las manchas de humedad. Al final juntó coraje y golpeó la puerta del cuarto. Entró despacio. La luz de la ventana lo cegó y apenas reconoció a las muchachas como dos sombras arrinconadas. Acostumbrado al resplandor, se sentó frente a la cama. Se levantó de inmediato y fue a besarlas. El resto de la tarde dudó si realmente le había dicho feliz cumpleaños a Begoña. Recuerda, sí, el ruido de la bolsa, el portarretratos sin envolver, la foto de su madre y su tía, lejos, muy lejos, debajo de un sauce, con sonrisas, y muecas, y sombreros. Y de qué manera Begoña la llevó a su pecho y dijo no se sabe qué, y Eloísa que reclamó poder mirarla. Begoña se levantó a abrazarlo. Leonel respiró hondo el aroma del jabón y sintió cómo el pelo mojado de ella se pegaba a su cara. Mientras volvía a su posición observó su escote y siguió bajando hasta sus manos flacas que caían sobre las rodillas. Recorrió los muslos con cuidado de no ser visto por Eloísa.

Ellas quebraron el silencio volviendo a la conversación de un rato antes. Hablaban sin claridad de un muchacho, de un hombre. Leonel sabía interpretar eso. Se reían un poco más alto, o más bajo, mirándolo apenas, estirándose el pelo, mordiéndose los labios. Se reían.

Leonel estaba incómodo. Miraba por la ventana las ramas más altas del limonero. Se ponía de pie, seguía el caminito hasta las chapas del fondo. Un perro lo miraba sorprendido, daba vueltas y se echaba a la sombra. Al final largaba algo parecido a un ladrido agudo y breve.

*

Leonel siente la frente húmeda. Se acaricia la barba. El sol está a cuatro dedos del horizonte, pero el calor adentro se adhiere a cada cosa. Se niega a tocar la caja de las cenizas, aunque siente en los tobillos el calor que crece. No quiere bajar otro poco el vidrio porque sabe que su padre empezará a quejarse de que no puede oír la melodía.

Su padre canta con los puños cerrados. Festeja la coincidencia: «Lección que por fin aprendí, cómo cambian las cosas los años». A medida que se acercan al pueblo, los recuerdos van ordenándose en la cabeza de Leonel como si vinieran de las ramas de los árboles, del río. Repasa su infancia: imágenes perdidas de su madre, fotografías a las que no ha vuelto pero que recuerda de los primeros meses en Montevideo. Fotos que miraba escondido, temiéndole a los pasos del abuelo. Después llega a Begoña como si trepara a un cerro, con las manos y los pies embarrados. Algo le golpetea en el pecho. Es como un pájaro asustado, un gorrión encerrado en una pieza que golpea una y otra vez el cristal de la ventana.

Cuando entran al pueblo, tienen hambre. Es el momento en el que los grillos se encienden y la oscuridad es una certeza, aunque el cielo no haya perdido del todo su claridad.

El padre propone comer algo y estacionan en un bar. Nada parece lo que es. O es que no quieren reconocerlo. Tienen claro qué hacen en el pueblo. Un trámite y el regreso. Sienten el olor del río. No está cerca, pero corre, invisible, por encima de las casas. Piden cerveza y empanadas. Comen en silencio, sin mirar a nadie y deseando no ser reconocidos. Leonel va al baño. Mientras orina, lee las frases escritas en las paredes. Piensa si le corresponde el olor a orina seca que hay en ese lugar, si es ese el olor del pueblo, su olor, el de su madre. Se detiene en una mosca que va y viene desde la pileta al mingitorio. Esa mosca puede haberse comido a mi madre, piensa, esa o alguno de sus familiares. Y redobla el fantaseo imaginando que llegan al río y cuando van a esparcir las cenizas del viejo encuentran el cuerpo de su madre comido por los cangrejos. El zumbido de las moscas alrededor es comparable al de una vieja heladera. No hay nada, Leonel, no hay nada ahora, se dice, y el ruido del agua cayendo de golpe le arrastra los pensamientos.

*

Leonel llegó al depósito abandonado unos minutos después de las nueve. Los muchachos llevaban la bebida, y las mujeres, lo que pudieran cocinar. Eloísa estaba sintonizando música en la radio cuando él pasó entre las chapas y dejó la botella de cerveza sobre una madera que sostenían dos caballetes. Ella sonrió, agradeciéndole que hubiera ido. Dos muchachos a los que conocía de vista lo saludaron y él respondió con un gesto. Le extrañó no ver a su prima.

El depósito había sido abandonado por la municipalidad. Estaba emplazado junto a un monte que llegaba a la ribera del río. Leonel pensó, mientras se sentaba a armar un cigarro, si su prima había elegido a propósito ese lugar para estar más cerca de su madre. Imaginó a su tía emergiendo del agua con los brazos abiertos, y enseguida a su madre siguiéndola. Con sus manos blanquísimas, una y otra aplaudían a la pareja mientras bailaba el vals. Las imaginó volviendo al agua, nadando hacia el centro de la noche mientras los muchachos detenidos en la orilla hacían adiós con la mano.

Cuando vio a Begoña supo que se había traído un bolso con la ropa adentro. El tío nunca la hubiera dejado salir así. Tenía un vestido corto, pegado al cuerpo, con un escote que contrastaba el blanco de su piel con el negro de la tela. Se había recogido el pelo en un moño y no supo si eran los ojos delineados o el peinado, pero había algo que la volvía demasiado parecida a su madre.

Él nunca se levantó a bailar. Si hubieran puesto el vals, quizás, por compromiso. Pero no le gustaba esa música que a los demás los hacía moverse entre las luces de los candelabros improvisados. Solo una vez hablaron esa noche, y fue la última.

Begoña bailó con Ismael. Leonel estudió las sonrisas, los gestos. Pensó en los pájaros: en el plumaje, en el canto. Eloísa vino a buscarlo, le extendió las manos, le dijo cosas que él no escuchó bien, pero que imaginaba. Leonel no se movió de la silla. Bebió cerveza mientras hubo y después una bebida fuerte, amarilla y espesa que había en varias botellas aisladas. Fumó mirándolos a todos, como si su padre, su tío y su abuelo le hubieran pedido que fuera a controlar a los muchachos. Notó cómo a medida que las botellas se vaciaban eran otros los comportamientos: el volumen, los gritos, los gestos.

Begoña volvió a bailar entre los otros y enseguida Ismael se le acercó con unos pasos de baile que Leonel interpretó como de un idiota con todas las letras. La hizo reír, girar —ella se tambaleó y Leonel entendió que si seguían bebiendo, algo iba a terminar mal— y volver a sus brazos.

Cuando vio a Begoña besarse con el otro en medio de la pista improvisada, sintió un ruido como el de un vaso que se quiebra. Después, la rabia hacia ese muchacho con cara de imbécil, tosco, rollizo, inútil en el liceo y en la vida. Salió a fumar, miró hacia el ríoy sintió el olor dulce de la noche. Pensó en subirse a la bicicleta y desaparecer. Tenía ganas de ir al muelle, de pasar la noche en la costa. Pensó también en tomar otro poco de esa cosa amarilla, y entonces sí.

Begoña seguía bailando con Ismael. Lo hacían pegados uno al otro, sin levantar los pies de la tierra. Leonel sentía que sobre el hombro de ella el otro le mostraba la sonrisa del triunfo.

*

Pagan y suben a la citroneta. El padre intenta encenderla. Golpea el techo con el puño y se bajan. Empujan; el hijo desde atrás, mirando la tierra; el padre, junto a la puerta. Después el salto, el arranque y la carrera de Leonel que entra con la camioneta en movimiento, pone un pie de cada lado de las cenizas y mira el cielo.

El padre no quiere conducir por la principal, así que lo hace por la primera de las laterales. Los perros cada tanto salen de los jardines a ladrarle a las ruedas. Leonel golpea la puerta para espantarlos y de vez en cuando reconoce el frente de alguna casa, alguna esquina. También el padre evoca cada cosa y evita los recuerdos vinculados unas veces a los baldíos, otras veces a las construcciones más viejas. Los dos van en silencio, metiéndose en la noche.

El niño de la bicicleta cruza sin mirar. Aunque el padre de Leonel aprieta los frenos a tiempo, las ruedas resbalan en la tierra. No lo golpean, pero el niño se asusta y se viene abajo. El paquete hace un ruido sordo al caer. Leonel quiere salir enseguida, pero la manija de la puerta no cede al primer intento. Cuando llega junto al niño, está parado en un pie y se frota el otro con las manos. El padre de Leonel sigue dentro de la citroneta, tapándose la cara. Leonel se agacha a levantar el paquete. Observa el envoltorio blanco dentro de una bolsa de plástico. El niño dice que está bien, pero señala la rueda torcida.

Leonel ve que la bicicleta tiene un canasto y el cartelito de una rotisería.