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Estudiantes armando barricadas dentro de la Universidad.

Foto anterior: Barricadas en la puerta de la Universidad de la República.

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Estudiantes de magisterio se manifiestan por presupuesto.

Foto anterior: Policías ingresando a la Universidad.

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Estudiantes y profesores de la Facultad de Agronomía en la plaza Libertad. Por el bajo presupuesto para la enseñanza, docentes dictan clases en plena vía pública.

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Clase abierta de Magisterio en el marco del conflicto por reclamo de mayor presupuesto. A la izquierda, la maestra Reina Reyes. Década del 60.

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Sepelio de Líber Arce. Avenida 18 de Julio. 15 de agosto de 1968.

Foto anterior: Sepelio de Líber Arce. Avenida 18 de Julio. 15 de agosto de 1968.

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Sepelio de Líber Arce. Adelante, a la izquierda, Ramón Roberto Peré, quien el 6 de julio de 1973 fue asesinado durante su participación en una medida antidictatorial. Explanada de la Universidad. 15 de agosto de 1968.

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Enfrentamiento entre estudiantes y policías frente a la Facultad de Medicina. 5 de setiembre de 1968.

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Manifestación universitaria en reclamo de mayor presupuesto.

Foto anterior: Ocupantes de la Universidad son revisados luego de ser desalojados. Año 1964.

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Fachada del Instituto de Enseñanza de la Construcción (IEC) luego del asesinato de Susana Pintos. Setiembre de 1968.

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Estudiantes durante la ocupación de un liceo.

LA UNIDAD Y LA SOLIDARIDAD

firulete

«Unidad y solidaridad»
no fue solamente un estribillo

¿Cómo hacer para escribir en pocas líneas lo que fue el movimiento estudiantil en las décadas del sesenta y del setenta? Es casi imposible. Fueron años plagados de movilizaciones, ocupaciones, asambleas; en una palabra, fueron de lucha permanente. «Unidad y solidaridad» no fue solamente un estribillo; el clamor «obreros y estudiantes, unidos y adelante» una y mil veces recorrió las avenidas desde los puntos más lejanos.

A esos jóvenes, futuros profesionales, se los veía entreverados con las obreras y los obreros textiles, con la gente de los frigoríficos, tanto del interior como de la capital. ¿Cuántas veces se unieron a las marchas con los asalariados del campo? Mil y una veces. O con los portuarios del litoral, o la gente del Anglo fraybentino, o los textiles lacazinos, o la gente del arrozal lejano, o los cañeros, o los Constructores (con mayúscula) que llegaban de los lugares más remotos, muchos de ellos peones de campo que venían a ese Punta del Este bacán para hacer palacios y vivir en ranchos. Esos jóvenes estudiantes aprendieron que esos hombres, alambradores, peones de tambo, troperos, sembradores de trigo o arroz se convertirían en proletarios entre ladrillos, cemento, palas y picos. No había gremio en lucha que no contara con su presencia, con su empuje, con su entrega sin límites.

Qué decir de la solidaridad con otros pueblos, con los perseguidos, con los encarcelados, con los desaparecidos y asesinados.

Sus filas están plagadas de mártires, heridos, apaleados y gaseados. La lucha por un justo presupuesto fue el pan nuestro de cada día; no fue casual que la dictadura instaurada el 27 de junio de 1973 los persiguiera con saña. Ahora eran ellos los perseguidos, encarcelados, desaparecidos y asesinados.

Fui testigo de su heroísmo y pasión, desde Líber Arce hasta Nibia Sabalsagaray, desde Susana Pintos hasta Hebert Nieto, desde Ramón Roberto Peré hasta Walter Medina. Ahí están sus velatorios y sepelios. Fui testigo, los vi, los fotografié defendiendo la Universidad avasallada, violada su autonomía. Los liceos ocupados con decenas de impactos de balas fascistas o policiales.

Ahí están sus imágenes, manifestando, solidarizándose contra la invasión del imperio a Cuba, Panamá, El Salvador o el heroico Vietnam. También se puede ver su entrega solidaria por los presos políticos de Argentina, Brasil, Venezuela, Paraguay, Puerto Rico y un largo etcétera.

Así fueron nuestros estudiantes, así son ellas y ellos, universitarios o jóvenes liceales. Ha sido un privilegio ser testigo de tanta entrega, desinterés y valentía.

LA REPRESIÓN

Fue desatada contra
obreros y estudiantes

firulete

Fui testigo del malón policial
contra los cañeros

Lugar: un descampado al costado del Palacio Legislativo, donde hoy se levanta el edificio conocido como el Anexo. Fue el 7 de mayo de 1964.

No solo eran los hombres del cañaveral los que vinieron de la lejana Bella Unión; en esas marchas también venían mujeres, jóvenes muy jóvenes, niños muy pequeños, hasta recién nacidos.

Para quienes los vimos llegar en aquellas sacrificadas marchas, sigue siendo una imagen imborrable; era otra vez el Éxodo. Los sin tierra, los del duro trabajo a destajo. Muchos venían descalzos, su dura piel de trabajar entre el barro y la hojarasca les permitía, según ellos, ese privilegio del caminar ligero, sin contrapeso.

Llegaron a Montevideo rodeados por todo un pueblo que los esperaba en los accesos para darles su solidaridad; no hubo gremio ausente, ahí estaban, con emoción, casi con ojos en llanto. Ellos, los caminantes, también se emocionaron; sin ninguna duda se comenzaba a tender un puente entre los trabajadores de la ciudad y los del campo.

Ni bien llegaron, levantaron campamento al costado del palacio de las leyes. Sin lugar a dudas, todo ese ajetreo, su vestimenta simple, su forma de pararse y su poco hablar tenía mucho de campamento artiguista.

Allí, donde se cocinaba en grandes ollas, era una carpa de mediano porte. Algo más alejadas se levantaban las pequeñas aripucas de techos puntiagudos, junto a carteles en los que se reclamaba reforma agraria y tierra para trabajar.

La tarde había sido fría; la tensión, alta. Al ocultarse el sol de ese 7 de mayo, la temperatura bajó, el transporte fue desviado de su ruta habitual y al caer la noche comenzaron a verse fuertes contingentes de la Guardia Republicana a caballo, con fusiles, cascos y los infaltables sables. Otros muchos de a pie, con revólver y garrote. Todos, los de a caballo y los de a pie, iban armados hasta los dientes. El director de Seguridad, inspector Regueiro, ubicando estratégicamente a oficiales y policías, cerró el campamento con un compacto cerco.

Las aripucas de puntiagudos techos derribadas, la carpa desmantelada, las ollas volcadas, las familias cañeras empujadas a caballo, sables y palos contra los muros de las viviendas cercanas. El llanto de los niños y el grito angustiado de las madres. Ya no eran solo caballos, sables y garrotes; los estampidos de armas de fuego nos sobresaltaron, el grito de dolor de una muchacha joven a todos nos hirió…

Era una adolescente de 15 años; solo tenía 15 años. Ana María Silva es su nombre. Su cara aún era de niña, sus negros ojos miraban con asombro edificios que allá en su Bella Unión, cuando se lo contara a amigas y vecinas, no lo iban a querer creer; se iba a sentir reina. Para su corta edad, fue un duro sacrificio esa marcha interminable, pero tuvo como recompensa el vivir, palpar y sentirse rodeada de solidaridad y fraternidad.

Ana María Silva no quiso quedarse sola en Bella Unión mientras sus padres, con todos sus compañeros de la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas (UTAA), se volcaban a los caminos por tierra, trabajo, salario y el derecho a tener una vida digna.

¡Qué dolor! Ana María Silva volvió al cañaveral, con muletas volvió.