Ilustración de portada

I

Mi abuela se dejaba ridiculizar. Por ejemplo, me dejaba peinarla y maquillarla. Ella se sentaba en el sofá del living de mi casa y yo traía todo el maquillaje de mi madre, más peines y cepillos, y comenzaba el proceso de transformación. Mi intención era, desde un primer momento, sacarle el aspecto de abuela y convertirla en una de esas modelos de pasarela que veía de vez en cuando en la televisión. Una vez le dije a mi madre, sin siquiera sacar la vista de la tele, totalmente hipnotizada, que cuando fuera grande quería ser modelo, a lo que me contestó con un tajante y despectivo: «Dejá de decir pavadas». Un comentario que lapidó para siempre mis intenciones modelísticas. Creo que por eso no tomaba muy en serio la transformación de mi abuela. Comenzaba haciéndole coletas que le dejaban al descubierto las raíces grises, o, como diría mi abuela, «la tinta». Algo que era una institución en la vida de mi abuela: «Voy a hacerme la tinta» o «Tengo que hacerme la tinta». Para mí, hacerle las coletas era como descubrir sus años ocultos, esa historia de la que nunca nos contó mucho, sobre todo por prejuicios, por miedo a ser señalada, tal vez. Solo recibí por boca de ella algunas escenas aisladas de su vida. Nació en Mercedes, donde vivió su infancia. Quiso mucho a su única abuela, que se llamaba Valentina.

Una de esas escenas desperdigadas: ella trabajando en el puesto de frutas y verduras de mi abuelo; hacía mucho frío; tanto que en uno de los corredores, entre los cajones, se quedó quieta, dura como una estatua; siempre de pollera, siempre de tacos, pero aterida por el aire gélido, quién sabe pensando en qué. Cuando se dio cuenta de que debía moverse o morir, vio que entre sus piernas había un charco de sangre. Era ella quien goteaba, quieta, congelada, solitaria y silenciosa. Nunca supe el final de esa historia, qué hizo, si alguien la vio, si alguien la ayudó.

No sé cómo llegó a la capital, pero una vez aquí nunca más volvió a tomar contacto con su familia.

Luego de hacerle el peinado con varias coletas cortitas y paradas, y con la cara y las arrugas muy expuestas, me ocupaba del maquillaje, que en general se limitaba a pintarle los labios con un rojo intenso y a resaltarle los pómulos con un polvo colorado. Cuando ya había terminado, la tarea era convencerla de que saliera así a la calle. A veces lo lograba.

Un retrato de mi abuela: la expresión seria, la mirada firme, hacia delante, sentada tres cuartos hacia la cámara, como le indicó el fotógrafo; el vestido, de algún color oscuro, caído sobre la falda, apenas pegado al cuerpo. El cuello es alto y las mangas son largas pero terminan en un pequeño voladito romántico. Parece disfrutar la circunstancia de posar para la foto, o por lo menos se la ve relajada. A su lado, parado, de traje oscuro impecable y corbata, está mi abuelo; apenas esboza una sonrisa. Su presencia imbuye de su carácter al retrato, y un pequeño detalle: su maxilar inferior sobresale un poquito, y eso le da un tono desafiante, valiente. En medio de los dos están los hijos: mi padre está sentado sobre una mesa pequeña, debe tener poco más de un año, ya presenta un pequeño flequillo morocho, las orejitas le sobresalen un poco y, conociendo su futuro, uno puede apreciar la pequeña curvatura de la nariz, que un día crecerá aguileña, prominente; aunque no se apoya en nadie, está circundado por su madre, sentada a su lado; así, al más mínimo movimiento de su hijo, puede pescarlo y evitarle la caída. Mi tía también está situada al medio; debe de tener unos ocho años y es por lejos la más sonriente. Lleva un vestido que yo colorearía de rosa pálido, zapatos de charol y mediecitas cortas; lleva una melena a la altura de la nuca y su pelo claro tiene destellos de un rubio aún más claro. Es un lindo retrato familiar; la luz es tenue y apenas se centra en sus protagonistas. Parecen ganadores que lograron juntarse, como si cada uno hubiera venido por un camino distinto y hubiesen confluido en esta escena particular, en este festejo, en este comienzo de algo, en este punto de partida. Todos encontraron un hogar, un lugar donde asentarse.

Mi abuela vino sola desde Mercedes, en busca de una vida mejor en Montevideo, seguramente intentando también alejarse de su familia. Ella me contó que en su pueblo hacían un concurso para distinguir a la más fea. Lo contaba con gracia y con seriedad al mismo tiempo, y yo me imaginaba a la laureada con una sonrisa de punta a punta, y en mi lógica de niña pensaba que no estaba mal que esa mujer fuera distinguida de alguna forma, aunque al mismo tiempo vislumbraba también lo macabro del asunto.

Mi abuela decía que mi abuelo sospechaba que ella era judía, y tomaba como supuesto indicio ciertas costumbres en la cocina y ciertos modos de preparar la comida.

Otra escena de mi abuela: va a la iglesia y se concentra, se concentra en una veladora que ella lleva y le pide al cura que la enchufe. Ya no puedo saber en qué se concentra, qué pide, qué desea.

Por favor, abuela, contame el cuento de la familia de las polillas, por favor. Esto casi siempre sucedía por las mañanas, en mi cuarto, que era mío y de mi hermana. Ella nunca se resistía y comenzaba.

Había una vez una polilla niña a la que su madre siempre le decía:

Todos los días se repetía la misma escena: la mamá polilla, antes de salir, le aconsejaba y ordenaba a su hijita polilla que no saliera a la calle, pues la gente era mala y le haría cosas malas. Pero un buen día la polillita, desobedeciendo a su madre, salió a la calle, y a la vuelta la esperó muy contenta y le dijo:

Ni bien terminaba el cuento, mi abuela hacía una mueca con la boca hacia el costado y se reclinaba sobre las almohadas de la cama. Cada vez que se ponía a pensar, se miraba mucho las manos, primero las palmas y luego el revés, y se quedaba especialmente absorta en el revés. Bajo la luz tenue que se filtraba por las mañanas, cuando aún los postigones estaban cerrados, se quedaba así, contemplando sin prisa los detalles de sus manos. A veces giraba un anillo de oro que nunca se quitó. Era grueso y con una piedra verde, creo que era una esmeralda. A veces se llevaba una uña a la boca y entrecerraba los ojos.

Según mi abuela, la gente era mala. Había en ella una natural desconfianza hacia los demás. Se fue de su casa, desobedeciendo a su madre, y pronto descubrió que los aplausos no eran bien intencionados, y pronto se convirtió en una mujer solitaria y desconfiada.

Recuerdo una vez que tomé coraje y me fui a dormir a su casa. El plan era que al otro día iríamos a los juegos del Parque Rodó. Cuando caminábamos hacia la parada del ómnibus, bajo la luz del atardecer, yo ya me había arrepentido. Pero no dije nada y, con un poco de angustia, seguí caminando a su lado, para no defraudarla. Ya en el silencio de su casa me asaltaron todos los fantasmas que la acompañaban a ella diariamente, todos los retratos de mis tatarabuelos y de mis bisabuelos y de mis abuelos, toda la familia de su marido judío —mi abuelo muerto—, cuyos rostros me miraban desde todos los ángulos. La única nota de simpatía venía de un retrato de mi tía: el primer plano de una muchacha sonriente y joven que apoyaba el mentón en una mano y mostraba los dientes de perfil. Debajo iba la firma del retratista, resaltada. Debajo, la luz amarillenta de su mesa de luz, la única que prendía en toda la casa, y el silencio que lo invadía todo. Mi abuela mantenía su dormitorio como cuando vivía mi abuelo: dos camas de madera lustrosas, con respaldos altos, que terminaban en forma de triángulo y que me recordaban a dos casitas gemelas separadas por un garage, que era la mesa de luz. La casa de mi abuela tenía un olor tan peculiar que solo puedo definirlo como eso, olor a la casa de mi abuela, una mezcla de cera para muebles con naftalina y comida de pájaros y gas de cañería.

Recuerdo que me arrollé sobre su cama y ahí me quedé largo rato, paralizada por la angustia y las ganas de estar en el bullicio luminoso de mi casa. Mi abuela me preguntó si quería comer algo, por ejemplo, un huevo frito, una oferta con la que sabía que me podía tentar, pero le dije que no, que no quería nada. En su casa no había ninguna distracción, nada para ver que no fueran los retratos, nada para oír que no fuera el ruido de algún ómnibus o autos que de tanto en tanto pasaban por la calle a esa hora de la noche.

Ante su insistencia en que debía comer algo, le dije que me dolía la barriga, y no volvió a mencionar el asunto. Comprendí que en el hogar de mi abuela solo había espacio para ella y sus cosas, y que yo no cabía en ese universo, no entraba en ese espacio ajeno y solitario.

Me dormí así, vestida. Cuando desperté por la mañana, mi abuela ya no estaba en el cuarto; la encontré en la cocina, dándole de comer a los pájaros. Me gustaba verla maniobrar con el agua y el alpiste dentro de la jaula, mientras los pájaros alborotados saltaban de un lado a otro. Ella les hablaba con mucho cariño, les decía cosas como: «Mis chiquitos, mis negritos», y ellos respondían a veces con algún silbido. Con mucho cuidado, volvía a colgar las jaulas en el pequeño patio interior de la cocina, de esos que tienen mamparas con vidrios esmerilados, para no ver a los vecinos.

Susitencias

Un día, siendo ya joven, descubrí que Susitencias, el almacén de mi abuela, era en verdad Subsitencias, una especie de almacén estatal donde los precios eran lo suficientemente bajos como para poder subsistir con pocos recursos.

Pensé en eso, en la sub-existencia de mi abuela, tan silenciosa, yendo a mi casa y volviendo a la suya por los pájaros, para darles de comer, y, supongo, también a reencontrarse con los suyos, en silencio.