Stoner

Stoner

John Williams

Traducción Carlos Gardini

Fiordo · Buenos Aires

Índice

Sobre este libro

Sobre el autor

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Sobre este libro

Stoner es uno de los fenómenos literarios más resonantes de la última década. Convertida en un inesperado best-seller (ha sido traducida a más de veinte lenguas), fue publicada originalmente en Estados Unidos en 1965, y reeditada por Vintage en 2003 y por New York Review Books en 2006. A partir de entonces, la novela no ha dejado de ganar lectores y ha cautivado tanto a la crítica como a escritores de la talla de Ian McEwan, Bret Easton Ellis, Enrique Vila-Matas y Rodrigo Fresán. Stoner es, quizás, una de las novelas más conmovedoras que se hayan escrito en Estados Unidos durante el siglo XX. 

William Stoner, protagonista de la novela, nace en el seno de una familia pobre de agricultores de Misuri a finales del siglo XIX. Enviado a la universidad estatal para estudiar agronomía, su vida da un vuelco absoluto cuando descubre su amor por la literatura inglesa y decide convertirse en profesor. La enseñanza y la literatura se vuelven así un amparo ante la sucesión de experiencias amargas que sacuden la vida de Stoner, cuyo desarrollo la novela acompaña hasta sus días finales. Este es el retrato de un hombre entrañable y tenaz en su búsqueda del significado de la amistad, el amor y la muerte. Como Jay Gatsby y Holden Caulfield, William Stoner es un personaje inolvidable.

Sobre el autor

John Williams nació en Clarksville, Texas, en 1922. Trabajó en radios y periódicos del sudoeste de Estados Unidos, y en 1942 se alistó en el Ejército, donde prestó servicio como sargento durante dos años y medio. En 1948 publicó su primera novela, Nothing but the Night, y en 1949 su primer volumen de poemas, The Broken Landscape. Un año más tarde completó su maestría en la Universidad de Denver, y poco después concurrió a la Universidad de Misuri, donde trabajó como profesor y se doctoró en 1954. En 1955 asumió la dirección del programa de escritura creativa de la Universidad de Denver, donde enseñó por más de treinta años. Con su cuarta novela, Augustus, obtuvo el National Book Award, uno de los premios más prestigiosos de su país. Stoner, su tercera novela, es una obra maestra. Murió en Fayetteville, Arkansas, en 1994.

Otros títulos de Fiordo

Ficción


El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, de Richard Yates

Fludd, de Hilary Mantel

La sequía, de J. G. Ballard


No ficción


Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, de Rebecca Solnit

Elogio de Stoner

«Una de las inesperadas grandes novelas americanas del siglo XX (…). Casi perfecta».

Bret Easton Ellis

 

«Un descubrimiento maravilloso para todos aquellos que aman la literatura».

Ian McEwan

 

«Una gema injustamente olvidada».

Nick Hornby

 

«Impresiona el modo de contar de John Williams, su fuerza inusitada para los dramas minúsculos y para el recuento cotidiano de nuestras resignaciones y decepciones, y sorprende que Stoner, siendo la obra maestra que es, haya podido ser ignorada durante tanto tiempo».

Enrique Vila-Matas

 

«Stoner, de John Williams, es algo aún más infrecuente que una gran novela, es una novela perfecta, tan bien contada y tan bien escrita, tan conmovedora, que quita el aliento».

The New York Times Book Review

 

«Pocas novelas en inglés, o producciones literarias de cualquier tipo, se han acercado a su nivel de sabiduría humana o de obra de arte».

C. P. Snow

 

«El libro más bello del mundo».

Emma Straub

 

«Stoner es algo más que una gran novela. Es una novela perfecta».

The New York Times

Este libro está dedicado a mis amigos y ex colegas del Departamento de Inglés de la Universidad de Misuri. Ellos se darán cuenta de inmediato de que es una obra de ficción: que ningún personaje aquí retratado se basa en ninguna persona viva o muerta, y ningún acontecimiento refleja la realidad que conocimos en la Universidad. También notarán que me he tomado ciertas licencias en algunas referencias físicas e históricas a la Universidad de Misuri, así que, de hecho, también ese es un lugar ficticio.

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William Stoner ingresó en la Universidad de Misuri en 1910, a los diecinueve años. Ocho años después, en plena Primera Guerra Mundial, se doctoró y aceptó un puesto docente en esa misma institución, donde dictó cátedra hasta su muerte en 1956. Nunca superó el cargo de profesor asistente, y pocos alumnos lo recordaban con claridad después de haber cursado su materia. Cuando falleció, sus colegas honraron su memoria donando un manuscrito medieval a la biblioteca de la universidad. Este manuscrito todavía forma parte de la Colección de Libros Raros, con la inscripción: «Obsequiado a la biblioteca de la Universidad de Misuri en memoria de William Stoner, Departamento de Inglés. Sus colegas».

Si en ocasiones algún estudiante se tropieza con su nombre quizá se pregunta vagamente quién fue William Stoner, pero rara vez siente la curiosidad de indagar más. Los colegas de Stoner, que no le profesaban mayor estima cuando vivía, pocas veces hablan ahora de él; para los más viejos, su nombre es un recordatorio del final que los aguarda a todos, y para los más jóvenes es tan sólo un sonido que no evoca ni un pasado ni una personalidad con la que puedan identificarse ni a la que puedan asociar sus carreras.

Stoner nació en 1891 en una pequeña granja de la zona central de Misuri, cerca del pueblo de Booneville, a unos sesenta kilómetros de Columbia, sede de la Universidad. Aunque sus padres eran jóvenes cuando él nació —su padre tenía veinticinco años, su madre apenas veinte—, Stoner los consideró siempre, incluso cuando era niño, viejos. A los treinta su padre aparentaba cincuenta; encorvado por el trabajo, contemplaba sin esperanzas el pedazo de tierra árida que mantenía a su familia año tras año. Su madre encaraba la vida con paciencia, como si fuera un largo momento que debiera soportar. Su pelo canoso y quebradizo, recogido en un rodete, hacía resaltar las pequeñas arrugas que le aureolaban los ojos claros y borrosos.

Desde que tenía memoria, William Stoner había tenido obligaciones. A los seis años ordeñaba las vacas macilentas, alimentaba a los cerdos en el chiquero que estaba a pocos metros de la casa y juntaba los pequeños huevos de las raquíticas gallinas. Incluso cuando empezó a asistir a la escuela rural que estaba a doce kilómetros de la granja, su día, desde la madrugada hasta después del anochecer, estaba lleno de tareas de todo tipo. A los diecisiete años ya tenía los hombros encorvados por el peso de sus ocupaciones.

Era el hijo único de una familia solitaria unida por las imposiciones del trabajo duro. Al atardecer los tres se sentaban en la pequeña cocina iluminada por una única lámpara de querosén, mirando la llama amarilla; en la hora y pico que transcurría entre la cena y el momento de acostarse, solo se oía en ocasiones el movimiento de un cuerpo fatigado en una silla y el crujido suave del viejo maderamen que cedía levemente bajo los años de la casa.

La casa tenía una simple planta cuadrangular, y las maderas sin pintar se combaban alrededor de la galería y las puertas. Con los años había adquirido los colores de esa tierra seca: gris y parda, con estrías blancas. En un lado de la casa había una sala alargada, exiguamente amoblada con sillas comunes y unas pocas mesas labradas, y una cocina donde la familia pasaba la mayor parte del tiempo que compartía. Del otro lado había dos dormitorios, ambos amoblados con una cama de hierro esmaltada de blanco, una sola silla y una mesa con una lámpara y una jofaina. Los viejos y agrietados pisos eran de tablones desnudos y desparejos, sin pintar, por los que se filtraba constantemente el polvo que la madre de Stoner barría todos los días.

Las clases de la escuela eran casi tan agotadoras como las faenas de la granja. Cuando terminó la secundaria en la primavera de 1910, su expectativa era asumir más tareas en los campos; su padre parecía cada vez más lento y cansado con el paso de los meses.

Pero una noche de avanzada primavera, después de que los dos se hubieran pasado el día cosechando maíz, su padre le habló en la cocina una vez que la mesa se encontró despejada.

—Pasó un agente de extensión agraria la semana pasada.

William apartó la vista del mantel de cuadros rojos y blancos estirado con prolijidad a lo largo de la mesa redonda. No dijo nada.

—Dice que en la Universidad en Columbia tienen un instituto nuevo. Lo llaman Facultad de Agronomía. Dice que piensa que tendrías que ir. Son cuatro años.

—Cuatro años —dijo William—. ¿Cuesta dinero?

—Podrías trabajar para pagarte el alojamiento y la comida —dijo su padre—. Tu madre tiene un primo con una casa en las afueras de Columbia. Puede que haya libros y otras cosas. Yo podría mandarte dos o tres dólares por mes.

William extendió las manos sobre el mantel, que despedía un brillo opaco bajo la luz de la lámpara. Nunca había ido más allá de Booneville, que estaba a veinte kilómetros. Tragó saliva para aclararse la voz.

—¿Crees que podrías encargarte de la granja por tu cuenta? —preguntó.

—Tu madre y yo nos arreglaríamos. Sembraría trigo en la parcela principal. Eso reduciría el trabajo manual.

William miró a su madre.

—¿Ma? —preguntó.

—Haz lo que dice tu padre —dijo ella con voz neutra.

—¿En serio quieren que me vaya? —preguntó William, casi como si deseara una negativa—. ¿Lo quieren en serio?

Su padre se reacomodó en la silla. Se miró los dedos gruesos y callosos, en cuyas grietas la tierra había penetrado tan profundamente que no se podía lavar. Entrelazó los dedos y los alzó casi como si rezara.

—Yo no tuve mucha educación —dijo, mirándose las manos—. Empecé a trabajar en una granja al terminar sexto grado. Cuando era joven, no fui muy regular con el estudio. Pero ahora no sé. Parece que la tierra se vuelve más seca y más rebelde cada año; no es fértil como cuando yo era chico. El agente de extensión agraria dice que tienen ideas nuevas, formas de hacer las cosas que te enseñan en la universidad. Tal vez tenga razón. A veces, cuando estoy trabajando en el campo, me pongo a pensar. —Hizo una pausa. Los dedos se ajustaron entre sí, las manos entrelazadas cayeron sobre la mesa—. Me pongo a pensar… —Se miró las manos con el ceño fruncido y meneó la cabeza—. Este otoño irás a la universidad. Tu madre y yo nos arreglaremos.

Su padre nunca había dicho tantas palabras seguidas. Ese otoño fue a Columbia y se inscribió en la Facultad de Agronomía.

Llegó a Columbia con un traje nuevo de paño negro, comprado por catálogo en Sears & Roebuck y pagado con ahorros de su madre, un abrigo raído que había pertenecido a su padre, un par de pantalones de sarga azul que una vez por mes había usado en la iglesia metodista de Booneville, dos camisas blancas, dos mudas de ropa de trabajo y veinticinco dólares en efectivo que su padre había pedido prestados a un vecino a cuenta de la cosecha de trigo del otoño. Inició la caminata en Booneville, adonde sus padres lo habían llevado de madrugada en la carreta de la granja, tirada por mulas.

Era un caluroso día de otoño, y el camino que unía Booneville con Columbia estaba polvoriento; caminó casi una hora antes de que un carro de mercancías se aproximara y el cochero le preguntara si quería que lo llevase. Él asintió y trepó al pescante. Sus pantalones de sarga estaban rojos de polvo hasta las rodillas, y una mezcla de tierra y sudor le manchaba la cara tostada por el sol y por el viento. Se pasó el largo viaje sacudiendo los pantalones con torpeza y peinándose con los dedos el pelo lacio, rojizo y reacio a mantenerse liso sobre su cabeza.

Llegó a Columbia al caer la tarde. El cochero dejó a Stoner en las afueras de la ciudad y señaló un grupo de edificios a la sombra de unos altos olmos.

—Ahí está tu universidad —dijo—. Allí es donde estudiarás.

Cuando el hombre se alejó, Stoner se quedó inmóvil varios minutos, mirando el complejo de edificios. Nunca había visto algo tan imponente. Las construcciones de ladrillo rojo se erguían sobre un extenso terreno verde atravesado por senderos de piedra y salpicado de pequeños jardines. Subyacente a su estupefacción, experimentó una súbita y desconocida sensación de seguridad y serenidad. Aunque era tarde, caminó un buen rato por el linde del campus, limitándose a mirar, como si no tuviera derecho a entrar.

Anochecía cuando le preguntó a un transeúnte cómo llegar a Ashland Gravel, la calle que lo llevaría a la granja de Jim Foote, el primo hermano de su madre para quien habría de trabajar; y ya estaba oscuro cuando llegó a la casa de madera blanca de dos plantas donde iba a vivir. Nunca había visto a los Foote, y llegar tan tarde lo incomodó.

Lo saludaron con una inclinación de la cabeza, inspeccionándolo atentamente. Stoner aguardó con timidez en el umbral, y al cabo de un momento Jim Foote lo invitó a pasar a una pequeña sala en penumbras repleta de muebles de tapizados tirantes y anodinas mesas relucientes llenas de chucherías. No se sentó.

—¿Cenas? —preguntó Foote.

—No, señor —respondió Stoner.

La señora Foote le hizo una seña con el dedo y echó a andar. Stoner la siguió por varias habitaciones hasta una cocina, donde ella le indicó que se sentara a una mesa. Le sirvió una jarra de leche y varias tajadas de pan de maíz frío. Él bebió a sorbos la leche, pero tenía la boca seca por los nervios y no pudo probar el pan.

Foote entró en la cocina y se plantó junto a su esposa. Era un hombre menudo de apenas un metro sesenta, de cara enjuta y nariz filosa. Su esposa era diez centímetros más alta, y corpulenta; anteojos sin montura le ocultaban los ojos, y apretaba los labios finos. Ambos lo observaron ávidamente mientras bebía la leche.

—Por la mañana, alimenta y abreva el ganado, da de comer a los cerdos —dijo Foote con rapidez.

Stoner lo miró desconcertado.

—¿Qué?

—Eso es lo que harás cada mañana —dijo Foote—, antes de ir a la universidad. Por la noche volverás a alimentar a los animales, recogerás los huevos, ordeñarás las vacas. Corta leña cuando tengas tiempo. Los fines de semana me ayudarás con lo que yo esté haciendo.

—Sí, señor —dijo Stoner.

Foote lo estudió un instante.

—Universidad —dijo, y meneó la cabeza.

Así, por nueve meses de techo y comida, alimentó y abrevó el ganado, dio de comer a los cerdos, recogió huevos, ordeñó vacas y cortó leña. También aró y rastrilló campos, arrancó tocones (a través, en invierno, de varios centímetros de suelo congelado) y batió manteca para la señora Foote, que lo observaba cabeceando con adusta aprobación mientras la mantequera de madera salpicaba la leche de arriba abajo.

Se alojó en una planta alta que había sido un depósito; los únicos muebles eran un camastro de hierro cuyos tirantes hundidos soportaban un delgado colchón de plumas, una mesa rota que sostenía una lámpara de querosén, una silla enclenque de respaldo recto, y una caja grande que usaba como escritorio. En invierno sólo recibía el calor que se filtraba por el piso desde las habitaciones de abajo; se abrigaba con las colchas y mantas andrajosas que le habían dado y se soplaba las manos para hojear los libros sin arrancar las páginas.

En la universidad hacía su trabajo igual que en la granja: cabal, concienzudamente, sin placer ni disgusto. Al final del primer año sus calificaciones estaban apenas por debajo de la media; le complacía que no fueran más bajas, y no le preocupaba que no fueran más altas. Sabía que había aprendido cosas que antes no sabía, pero para él sólo significaba que quizás en el segundo año le iría igual que en el primero.

El verano posterior a su primer año de universidad regresó a la granja de su padre y ayudó con la cosecha. Su padre le preguntó una vez si le gustaba estudiar, y él respondió que estaba bien. Su padre asintió y no volvió a mencionar el asunto.

Sólo cuando inició el segundo año, William Stoner comprendió por qué había ido a la universidad.

Para entonces ya era un personaje conocido en el campus. Cada estación vestía el mismo traje negro de paño, la camisa blanca y la corbata de lazo; sus muñecas sobresalían de las mangas del saco, y los pantalones bailaban sobre sus piernas, como si usara un uniforme que había pertenecido a otra persona.

Sus horas de trabajo aumentaban a medida que crecía la indolencia de sus patrones, y pasaba largas noches en su habitación haciendo metódicamente los deberes; había iniciado el trayecto que le permitiría obtener una licenciatura en ciencias en la Facultad de Agronomía, y durante el primer semestre de su segundo año cursó dos ciencias básicas, una asignatura de química de suelos y otra, más informal, que se solicitaba someramente como requisito a todos los alumnos universitarios: un curso general semestral de literatura inglesa.

Después de las primeras semanas tuvo pocas dificultades con los cursos de ciencias; había mucho trabajo que hacer, muchas cosas que memorizar. El curso de química de suelos le despertó cierto interés general; nunca había pensado que los terrones marrones con los que había trabajado toda su vida fueran algo más de lo que aparentaban, y empezó a entender que su creciente conocimiento sería útil cuando regresara a la granja de su padre. Pero el curso de literatura inglesa le resultaba perturbador y lo inquietaba como ninguna otra cosa lo había hecho antes.

El profesor era un hombre de mediana edad que apenas pasaba los cincuenta; se llamaba Archer Sloane y asumía la enseñanza con aparente desdén e indiferencia, como si entre su conocimiento y lo que podía comunicar percibiera un abismo tan profundo que no valía la pena molestarse en franquearlo. Era temido y detestado por la mayoría de sus alumnos, y él respondía con una actitud divertida, irónica y distante. Era un hombre de talla mediana, con un rostro alargado y profundas arrugas, pulcramente afeitado; tenía el tic impaciente de pasarse los dedos por la mata de pelo rizado y gris. Su voz era seca y monótona, y apenas movía los labios al hablar, casi sin expresión ni entonación; pero sí movía los dedos largos y finos con gracia persuasiva, como dando a las palabras la forma que no les daba la voz.

Fuera del aula, cuando hacía sus faenas en la granja o parpadeaba en su altillo sin ventanas estudiando bajo la luz mortecina de la lámpara, Stoner notaba con frecuencia que la imagen de aquel hombre se había adueñado de su imaginación. Le costaba evocar el rostro de cualquier otro de sus profesores o recordar detalles específicos de cualquier otro de sus cursos, pero Archer Sloane siempre aguardaba en el umbral de su conciencia, con su voz seca y sus bruscos comentarios desdeñosos sobre un pasaje del Beowulf o un dístico de Chaucer.

Descubrió que en esa asignatura no le iba tan bien como en las demás. Aunque recordaba los autores, las obras, las fechas y las influencias, casi lo reprobaron en su primer examen, y no le fue mucho mejor en el segundo. Leía y releía los apuntes de literatura con tanta frecuencia que su trabajo en las demás materias empezó a resentirse; y aun así las palabras que leía eran meras palabras en la página, y no entendía para qué servía lo que hacía.

Y sopesaba las palabras que Archer Sloane decía en clase, como si debajo de su sentido liso y llano pudiera descubrir una pista que lo condujera a destino; se arqueaba hacia adelante sobre el pupitre en un asiento demasiado estrecho para resultar cómodo, aferrando los bordes con tal fuerza que sus nudillos se ponían blancos contra la piel dura y marrón; fruncía el ceño empeñosamente y se mordía el labio inferior. Pero cuanto más se desesperaban Stoner y sus compañeros, más imperioso se volvía el desprecio de Archer Sloane. Y una vez ese desprecio estalló en una cólera dirigida contra nadie más que William Stoner.

La clase había leído dos obras de Shakespeare y estaba terminando la semana estudiando los sonetos. Los alumnos estaban crispados y desconcertados, intimidados por la creciente tensión que reinaba entre ellos y ese hombre encorvado que los observaba desde atrás del atril. Sloane acababa de leer en voz alta el soneto 73, echó una ojeada al aula y apretó los labios en una sonrisa despectiva.

—¿Qué significa el soneto? —preguntó de golpe, e hizo una pausa, escrutando el aula con adusta y casi complacida desesperanza—. ¿Señor Wilbur? —No hubo respuesta—. ¿Señor Schmidt? —Alguien tosió. Sloane dirigió sus ojos oscuros y brillantes hacia Stoner.

—Señor Stoner, ¿qué significa el soneto?

Stoner tragó saliva y trató de abrir la boca.

—Es un soneto, señor Stoner —dijo Sloane con sequedad—, una composición poética de catorce versos con una estructura que usted ya habrá memorizado. Está escrito en lengua inglesa, y creo que usted la habla desde hace algunos años. El autor es William Shakespeare, un poeta que está muerto, pero que aun así ocupa una posición de cierta importancia en la mente de unos pocos. —Observó a Stoner un instante más, y luego puso los ojos en blanco y los fijó en el vacío. Sin mirar el libro, volvió a recitar el poema; y su voz se volvió más profunda y más suave, como si por un momento las palabras, sonidos y ritmos hubieran pasado a ser él mismo—:

En mí ves esa época del año

en que muy pocas hojas amarillas

cuelgan de las ramas temblorosas,

coro en ruinas donde pájaros cantaron.

En mí ves el crepúsculo del día,

cuando el sol se hunde en el poniente,

poco a poco arrebatado por la noche,

gemela de la muerte, y del reposo.

En mí ves el rescoldo de ese fuego

de una juventud hecha cenizas,

el lecho de muerte donde expira

consumido por lo que era su alimento.

Esto ves, y tu amor se fortalece

amando bien aquello que ya pierdes.

En un momento de silencio, alguien carraspeó. Sloane repitió el dístico final con su voz monótona de costumbre:

Esto ves, y tu amor se fortalece

amando bien aquello que ya pierdes.

Sloane volvió a posar los ojos en William Stoner, y dijo secamente:

—El señor Shakespeare le habla a usted a través de tres siglos, señor Stoner. ¿Usted lo oye?

William Stoner se dio cuenta de que por unos instantes había contenido el aliento. Exhaló suavemente, muy consciente del movimiento de su ropa sobre el cuerpo a medida que vaciaba los pulmones. Desvió los ojos de Sloane y miró el aula. La luz oblicua que entraba por las ventanas resplandecía en el rostro de sus compañeros, de tal modo que la iluminación parecía surgirles desde adentro y perfilarse contra una penumbra; un alumno pestañeó, y una delgada sombra cayó sobre una mejilla cuyo vello había recibido la luz del sol. Stoner notó que sus dedos habían dejado de aferrar el pupitre. Contempló sus manos, maravillándose de su tono marrón, de la precisión con que las uñas encajaban en sus dedos romos; creyó sentir el invisible flujo de la sangre por diminutas venas y arterias, palpitando delicada y precariamente desde la yema de los dedos a través del resto de su cuerpo.

—¿Qué le dice, señor Stoner? —Sloane había vuelto a hablar—. ¿Qué significa este soneto?

Stoner alzó los ojos con lenta renuencia.

—Significa… —dijo, alzando las manos en el aire con un breve movimiento; sintió que se le empañaban los ojos mientras buscaban la figura de Archer Sloane—. Significa… —repitió, y no pudo terminar la frase.

Sloane lo miró con curiosidad. Luego cabeceó bruscamente.

—La clase ha terminado —dijo. Sin mirar a nadie, dio media vuelta y salió del aula.

William Stoner apenas reparó en los estudiantes que se levantaban gruñendo y murmurando y salían del aula arrastrando los pies. Durante varios minutos después de su partida permaneció inmóvil, mirando fijamente el piso de angostos tablones de madera cuyo barniz se había gastado por las incansables pisadas de estudiantes que nunca vería ni conocería. Arrastró sus propios pies por el piso, oyendo el seco susurro de la madera en las suelas, sintiendo a través del cuero su aspereza. Luego él también se levantó y salió del aula despacio.

El frío cortante de ese día de otoño tardío le penetró la ropa. Miró a su alrededor, las ramas desnudas y nudosas de los árboles que se arqueaban contra el cielo pálido. Lo rozaron estudiantes que se dirigían apresurados a sus clases; oyó el murmullo de sus voces y el taconeo de sus zapatos en las sendas de piedra, y vio sus rostros inflamados por el frío, inclinados contra la leve brisa. Los miró con curiosidad, como si nunca los hubiera visto, y se sintió muy lejos de ellos, y muy cerca. Retuvo esa sensación mientras se dirigía a su siguiente curso, y la retuvo mientras el profesor daba su clase de química de suelos, al amparo de esa voz parecida a un zumbido que recitaba cosas que uno debía anotar en cuadernos y memorizar en un proceso monótono que de pronto le resultaba ajeno.

En el segundo semestre de aquel año William Stoner abandonó sus asignaturas científicas e interrumpió sus estudios en la Facultad de Agronomía; se anotó en materias de introducción a la filosofía y la historia antiguas y en dos cursos de literatura inglesa. En el verano regresó de nuevo a la granja de sus padres, ayudó a su padre con la cosecha y no mencionó su actividad universitaria.

Ya de mayor, evocaría sus dos últimos años de estudiante de grado como si hubieran sido una época irreal perteneciente a otro, un período que había transcurrido no con el ritmo regular al que estaba acostumbrado, sino a saltos. Un momento se yuxtaponía al otro, pero permanecía aislado, y Stoner tenía la sensación de estar fuera del tiempo, viéndolo pasar como un gran diorama mal ensamblado.

Cobró conciencia de sí mismo de un modo hasta entonces desconocido. A veces se miraba en un espejo, su cara alargada con su mata de pelo seco y castaño, y se tocaba los pómulos filosos; veía las muñecas delgadas que sobresalían de las mangas del saco varios centímetros, y se preguntaba si su apariencia sería tan ridícula para los demás como para él mismo.

No tenía planes para el futuro, y no hablaba con nadie sobre su incertidumbre. Aún trabajaba en la granja de los Foote por techo y comida, aunque no tantas horas como en sus dos primeros años de universitario. Durante tres horas de la tarde y medio día los fines de semana dejaba que Jim y Serena Foote hicieran con él lo que deseaban, pero se reservaba para sí el resto del tiempo.

Pasaba parte de ese tiempo en su altillo de la casa, pero con tanta frecuencia como le era posible, cuando sus clases habían terminado y había concluido sus tareas con los Foote, regresaba a la universidad. A veces, por la noche, deambulaba por la larga plaza abierta, entre parejas que paseaban y murmuraban; aunque no conocía a ninguna de esa gente, ni hablaba con ella, sentía que algo los emparentaba. A veces se detenía en medio de la plaza, mirando las cinco enormes columnas que se elevaban en la noche desde el pasto fresco, frente a Jesse Hall; le habían dicho que esas columnas eran restos del edificio original de la universidad, destruido en un incendio muchos años antes. Perladas por la luz de la luna, desnudas y puras, para él representaban, según le parecía, el modo de vida que había adoptado, tal como un templo representa un dios.

En la biblioteca de la universidad erraba entre las estanterías, entre los miles de libros, aspirando el aroma mohoso del cuero, la tela y las páginas ajadas como si fuera un exótico incienso.

A veces se detenía, sacaba un volumen del anaquel y lo sostenía un momento en sus grandes manos, que le hormigueaban al tocar el lomo, el cartón y las dóciles páginas, que aún le resultaban extrañas. Luego hojeaba el libro, leyendo uno que otro párrafo con sumo cuidado, temiendo que sus torpes dedos rígidos pudieran rasgar y destruir lo que tanto se esmeraban por descubrir.

No tenía amigos, y por primera vez en la vida fue consciente de su soledad. A veces, de noche en el altillo, apartaba los ojos del libro que estaba leyendo y escudriñaba los rincones oscuros del cuarto, donde la luz de la lámpara fluctuaba contra las sombras. Si miraba con suficiente atención, la oscuridad se condensaba en una luz que adquiría la forma insustancial de lo que acababa de leer. Y se sentía fuera del tiempo, igual que aquel día en la clase, cuando le había hablado Archer Sloane. El pasado egresaba de la oscuridad en la que moraba, y los muertos volvían a la vida ante él; y el pasado y los muertos flotaban en el presente entre los vivos, y por un instante intenso tenía una visión de populosidad con la cual se fusionaba y de la que no podía ni quería escapar. Tristán, Isolda la Justa caminaban ante él; Paolo y Francesca giraban en la reluciente oscuridad; Helena y el radiante Paris surgían de la penumbra, el rostro amargo de arrepentimiento. Y él estaba con ellos de un modo en el que nunca podía estar con los colegas que lo acompañaban en sus clases, con quienes convivía en una gran universidad de Columbia, Misuri, y que andaban despreocupados respirando el aire del Medio Oeste.

En un año aprendió suficiente griego y latín para leer textos sencillos; a menudo tenía los ojos inflamados por la fatiga y la falta de sueño. A veces pensaba en quien había sido apenas unos años antes y lo asombraba el recuerdo de esa figura extraña, marrón y pasiva como la tierra de la que había emergido. Pensaba en sus padres, y le resultaban tan extraños como el hijo que habían engendrado; sentía por ellos una piedad ambigua y un amor distante.

Un día, a mediados de su cuarto año en la universidad, Archer Sloane lo detuvo después de la clase y le pidió que fuera a verlo a su oficina.

Era invierno, y una niebla baja y húmeda, típica del Medio Oeste, cubría el campus. Aunque ya era media mañana, la escarcha relucía en las delgadas ramas de los cornejos, y cristales iridiscentes titilaban en las negras enredaderas que trepaban por las grandes columnas frente a Jesse Hall. El abrigo de Stoner estaba tan raído y gastado que decidió no usarlo para ver a Sloane, a pesar del frío. Tiritaba cuando atravesó con apuro el sendero y subió la ancha escalinata de piedra que ascendía hacia el interior de Jesse Hall.

Después del frío, el calor dentro del edificio era intenso. La niebla se colaba por las ventanas y las puertas vidriadas de ambos lados del vestíbulo, por lo que las baldosas amarillas de los pisos brillaban más que la luz gris, y las grandes columnas de roble y las paredes lustrosas relucían en la penumbra. Pasos arrastrados hacían sisear los pisos, y la vastedad del edificio atenuaba el murmullo de las voces; contornos borrosos se movían despacio, mezclándose y separándose, y el aire opresivo combinaba el olor de las paredes barnizadas con el efluvio humedecido de la ropa de lana. Stoner subió por la pulida escalera de mármol hasta la oficina de Archer Sloane, en la segunda planta. Golpeó la puerta cerrada, oyó una voz, y entró.

Una sola ventana iluminaba desde un extremo la oficina larga y angosta. Estantes abarrotados de libros se elevaban hasta el alto techo. Cerca de la ventana había un escritorio empotrado, y ante él estaba sentado Archer Sloane, perfilado contra la luz.

—Señor Stoner —dijo Sloane con sequedad, incorporándose a medias y señalando una silla tapizada de cuero. Stoner se sentó.

—Estuve mirando su expediente. —Sloane hizo una pausa y levantó una carpeta del escritorio, mirándola con distante ironía—. Espero que no le moleste mi curiosidad.

Stoner se humedeció los labios y se reacomodó. Trató de entrelazar las grandes manos para que fueran invisibles.

—No, señor —murmuró.

Sloane asintió.

—Bien. He notado que usted comenzó aquí como estudiante de agronomía y que durante su segundo año se cambió para estudiar literatura. ¿Es correcto?

—Sí, señor —dijo Stoner.

Sloane se reclinó en la silla y miró el cuadrado de luz que entraba por la pequeña ventana alta. Unió las yemas de los dedos y se volvió hacia el joven que tenía rígidamente sentado frente a él.

—El propósito oficial de esta entrevista es informarle que tendrá que realizar un cambio formal en el plan de estudios, declarando su intención de abandonar su carrera inicial para adoptar la actual. Es un trámite de unos cinco minutos en la oficina de admisiones. Se encargará de hacerlo, ¿verdad?

—Sí, señor —dijo Stoner.

—Pero usted habrá adivinado que no lo invité a pasar sólo para eso. ¿Le molesta si le hago algunas preguntas sobre sus planes futuros?

—No, señor —dijo Stoner. Se miró las manos, que estaban entrelazadas fuertemente entre sí.

Sloane tocó la carpeta que había puesto sobre el escritorio.

—Deduzco que usted era un poco mayor que el común de los estudiantes cuando ingresó en la universidad. Casi veinte años, si mal no recuerdo.

—Sí, señor —dijo Stoner.

—¿Y en esa época pensaba seguir su carrera en la Facultad de Agronomía?

—Sí, señor.

Sloane se reclinó en la silla y miró el techo, alto y oscuro. Preguntó abruptamente:

—¿Y cuáles son sus planes ahora?

Stoner guardó silencio. No había pensado en ello, no había querido hacerlo. Al fin, con un dejo de resentimiento respondió:

—No sé. No le he dedicado mucho pensamiento.

—¿Espera con ansiedad el día en que abandonará estos claustros para salir a lo que algunos llaman el mundo? —preguntó Sloane.

Stoner sonrió avergonzado.

—No, señor.

Sloane dio unos golpecitos a la carpeta sobre su escritorio.

—Según estos papeles, usted viene de una comunidad agrícola. ¿Debo entender que sus padres son granjeros?

Stoner asintió.

—¿Y piensa regresar a la granja después de graduarse?

—No, señor —dijo Stoner, y se sorprendió de la firmeza de su voz. Lo desconcertó un poco la decisión intempestiva que acababa de tomar.

Sloane asintió.

—Me inclino a pensar que un estudiante serio de literatura posiblemente se dará cuenta de que sus aptitudes no son las más apropiadas para responder a la llamada de la tierra.

—No regresaré —dijo Stoner, como si Sloane no hubiera hablado—. No sé exactamente qué voy a hacer. —Se miró las manos y les habló a ellas—: Aún no he caído en la cuenta de que pronto terminaré, de que me iré de la universidad a fin de año.

—Por supuesto, no es absolutamente necesario que se vaya —dijo Sloane, como al pasar—. ¿Entiendo que no goza de independencia económica?

Stoner negó con la cabeza.

—Usted tiene magníficos antecedentes. Con excepción de su… —Enarcó las cejas y sonrió—. Con excepción de su curso general de literatura inglesa de segundo año, tiene excelentes calificaciones en los cursos de lengua, nada por debajo de muy bueno. Si logra mantenerse durante un año después de la graduación, podría, estoy seguro, completar con éxito su maestría en Artes, y luego podría ejercer la docencia mientras prepara su doctorado. Siempre que le interese algo por el estilo.

Stoner se echó hacia atrás.

—¿A qué se refiere? —preguntó, y sintió en su voz algo cercano al miedo.

Sloane se inclinó hacia delante acercándole la cara; Stoner vio que las arrugas de ese rostro alargado y enjuto se ablandaban, y oyó que la voz seca y socarrona se volvía suave y vulnerable.

—¿Acaso no lo sabe, señor Stoner? —preguntó Sloane—. ¿Aún no se comprende a sí mismo? Usted será profesor.

De pronto Sloane pareció estar a gran distancia, y las paredes de la oficina se alejaron. Stoner se sintió suspendido en el aire, y se oyó preguntar:

—¿Está seguro?

—Estoy seguro —murmuró Sloane.

—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar seguro?

—Es amor, señor Stoner —dijo jovialmente Sloane—. Usted está enamorado. Es así de sencillo.

Era así de sencillo. Se dio cuenta de que asentía ante Sloane y dijo una frase intrascendente. Luego salió de la oficina. Sentía un hormigueo en los labios y se le habían entumecido los dedos; caminaba como dormido, pero en plena conciencia de su entorno. Rozó las pulidas paredes del pasillo, y creyó sentir la calidez y la edad de la madera; bajó la escalera despacio y miró intrigado el mármol frío y venoso que parecía deslizarse bajo sus pies. En los pasillos, la voz de cada estudiante se volvió distinguible del murmullo general, y sus rostros le resultaron cercanos y extraños y familiares. Salió de Jesse Hall hacia la mañana, y ya no le pareció que la grisitud oprimía el campus, sino que dirigía sus ojos hacia fuera y hacia el cielo, como buscando allí una posibilidad que no sabía nombrar.

En la primera semana de junio del año 1914, William Stoner, con otros sesenta varones jóvenes y unas pocas chicas, obtuvo su licenciatura en Artes en la Universidad de Misuri.

Para asistir a la ceremonia, sus padres —en una calesa prestada, tirada por su vieja yegua parda— habían partido de la granja el día anterior, y recorrido durante la noche los sesenta kilómetros de distancia, así que llegaron a la propiedad de los Foote poco después del alba, agarrotados de cansancio. Stoner bajó a saludarlos. Ellos se quedaron juntos bajo la fría luz de la mañana y esperaron a que se acercara.

Stoner y su padre se estrecharon la mano con un gesto rápido y mecánico, sin mirarse.

—Qué tal —dijo su padre.

Su madre asintió.

—Tu padre y yo hemos venido a ver tu graduación.

Por un momento no habló. Después dijo:

—Deberían entrar a desayunar algo.

Se encontraban solos en la cocina; desde que estaba Stoner, los Foote se habían acostumbrado a dormir hasta tarde. Pero ni entonces ni después de que sus padres hubiesen terminado el desayuno Stoner se animó a mencionar su cambio de plan, su decisión de no volver a la granja. Un par de veces lo intentó, pero miró esas caras marrones que emergían desnudas de la ropa nueva y pensó en el largo viaje que habían hecho y en los años que habían aguardado su regreso. Se quedó inmóvil con ellos hasta que terminaron su café, hasta que los Foote se levantaron y entraron en la cocina. Luego les dijo que tenía que ir temprano a la universidad y que los vería allá más tarde, durante la ceremonia.

Deambuló por el campus con la toga negra y el birrete que había alquilado; eran pesados e incómodos, pero no pudo encontrar un sitio donde dejarlos. Pensaba en lo que tendría que decir a sus padres, y por primera vez comprendió que su decisión era irrevocable, y casi deseó poder retractarse. Fue consciente de su ineptitud para cumplir la meta que había elegido tan impulsivamente, y sintió la atracción del mundo que había abandonado. Lamentó su propia pérdida y la de sus padres, y aun en su pena notó que se alejaba de ellos.

Soportó esta sensación de pérdida durante toda la ceremonia; cuando mencionaron su nombre y subió a la tarima, donde un hombre sin rostro de suave barba gris le entregó un pergamino, no pudo darle crédito a su propia presencia, ni sentido al pergamino enrollado que llevaba en la mano. Sólo pudo pensar en su madre y su padre, sentados incómodos y tensos en medio de la gran muchedumbre.

Al concluir la ceremonia, regresó con ellos a casa de los Foote, donde pasarían la noche para emprender el regreso a la madrugada.

Se quedaron hasta tarde en la sala de los Foote. Jim y Serena Foote los acompañaron durante un rato. Cada tanto Jim y la madre de Stoner mencionaban a un pariente y volvían a guardar silencio. Su padre estaba sentado con las piernas separadas, apenas inclinado hacia adelante, aferrándose las rodillas con las anchas manos. Al fin los Foote se miraron, bostezaron y anunciaron que era tarde. Se retiraron a su dormitorio, y los tres se quedaron a solas.

Hubo otro silencio. Sus padres, que clavaban la vista en las sombras arrojadas por sus propios cuerpos, cada tanto miraban de soslayo a su hijo, como temiendo incomodarlo en su nuevo estado.

Al cabo de unos minutos William Stoner se inclinó hacia adelante y habló, con voz más alta y enérgica de lo que se había propuesto.

—Debí decirles esto antes. Debí decirles el verano pasado, o esta mañana.

Las caras de sus padres eran opacas e inexpresivas a la luz de la lámpara.

—Lo que trato de decirles es que no volveré con ustedes a la granja.

Nadie se movió.

—Si tienes cosas que terminar aquí —dijo su padre—, nosotros podemos irnos por la mañana y tú volverás dentro de unos días.

Stoner se frotó la cara con la palma abierta.

—No… no me refiero a eso. Trato de decirles que no regresaré allá.

Las manos de su padre se tensaron todavía más sobre sus rodillas y se reclinó en la silla. Dijo:

—¿Te has metido en algún problema?

Stoner sonrió.

—En absoluto. Seguiré estudiando un año más, quizá dos o tres.

Su padre meneó la cabeza.

—Vi que terminabas esta tarde. Y el agente de extensión agraria dijo que la carrera duraba cuatro años.

Stoner intentó explicar a su padre lo que se proponía hacer, trató de buscar en sí mismo las raíces de su vocación y su sentido. Escuchó la caída de sus palabras como si las dijera otro, y observó el rostro de su padre, que recibió esas palabras como si una piedra recibiera reiterados puñetazos. Cuando hubo concluido, se quedó con las manos entrelazadas entre las rodillas y la cabeza gacha. Escuchó el silencio de la habitación.

Finalmente su padre se movió en la silla. Stoner alzó la vista. Se enfrentó a la cara de sus padres, y casi les gritó.

—No sé —murmuró su padre con voz cansada y ronca—. Nunca me imaginé esta situación. Al mandarte aquí, pensé que era lo mejor para ti. Tu madre y yo siempre hemos pensado en lo que era mejor para ti.

—Lo sé —dijo Stoner. Ya no podía mirarlos—. ¿Ustedes estarán bien? Este verano podría regresar un tiempo y ayudar. Podría…

—Si crees que debes quedarte aquí y estudiar tus libros, hazlo. Tu madre y yo nos arreglaremos.

Su madre estaba frente a él, pero no lo veía. Tenía los ojos apretadamente cerrados; respiraba de forma entrecortada, con una mueca de dolor y los puños contra las mejillas. Stoner comprendió sorprendido que ella lloraba, profunda y silenciosamente, con la vergüenza y la timidez de alguien que rara vez llora. La miró un instante más, luego se levantó trabajosamente y salió de la sala. Subió la angosta escalera que conducía al altillo; durante largo rato se quedó en la cama, con los ojos clavados en la oscuridad que tenía encima.