GuíaBurros El Oráculo de Thot

Sobre el autor

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Es informático de formación, viajero vacacional, y desde hace años ejerce de periodista y fotógrafo freelance. Japón, Turquía o Noruega han sido sus últimos destinos, pero, poco a poco, su pasión por Egipto lo ha llevado a visitar muy a menudo este país, y a estudiar en profundidad la cultura y la religión de los antiguos egiptos. Fruto de esta pasión y de estos viajes a la tierra de los faraones es este libro que saca a la luz el testimonio de un tiempo que se creía perdido.

Agradecimientos

A mi mujer y mis hijos, mi alma y mi corazón. Y a mis padres, lo que soy se lo debo a ellos.

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Introducción

Me ha costado mucho tomar la decisión de publicar este libro.

La primera vez que me hablaron de la existencia real de La Tabla de Esmeralda fue en un susurro. Un misterio de siglos que un día decidieron revelarme no sé con qué fines. Para mí, La Tabla de Esmeralda era solo un mito pero, incluso si fuese cierta su existencia, era imposible que después de tantos siglos aún se conservase, y todavía era más increíble que aquellas gentes que me la mostraron, humildes y anónimas, la tuvieran en su poder. Sencillamente era inconcebible.

Desde luego conocía los mitos, había escuchado las leyendas, las historias antiguas que hablaban de esa Tabla de Esmeralda, el más enigmático de todos los libros «perdidos», el más soñado, el más buscado…

Me revelaron que no era un libro. Que no se había perdido, sino que estaba en posesión de una familia que lo custodiaba de generación en generación desde hacía mucho, mucho tiempo. Y que esa familia existía y vivía en el barrio copto de El Cairo. Me lo contaron a media voz, despacio, poniendo muchos silencios entre las palabras, acentuando la solemnidad del momento, del secreto que se revela y se comparte.

—¿Por qué a mí? —pregunté.

Nuevo silencio, ahora acompañado de muecas de indiferencia. Pero no creí. Al menos no del todo.

Viajé otras veces a Egipto, siempre sin poder borrar de mi cabeza aquella afirmación asombrosa que me hiciera un joven guía del templo de Edfú.

Un joven guía que me siguió con la mirada, fue a mi encuentro y suavemente me preguntó cosas aparentemente sin sentido sobre mí; me condujo a un subterráneo donde me tocó tres puntos de mi cuerpo, lo que me provocó un choque tan tremendo que me derrumbó, mientras oía entre aquella penumbra su sorda y profunda respiración, casi animal, y veía a la luz de la pequeña linterna sus ojos en blanco y su gesto extático. Luego me llevó al Nilo y me echó agua mientras se reía de mí y me daba cachetes en la cabeza diciendo: «Demasiado pensar, demasiado pensar». Le pregunté si era un sufí y me contestó que era un wali, un amigo de Dios.

Pasaron algunos años y cada poco tiempo regresaba a Egipto movido por la creciente pasión que la tierra de los faraones me provocaba, cada vez más profundamente. En uno de esos viajes decidí buscar al wali. Iba a estar unas semanas yo solo en El Cairo, desocupado. «¿Quieres ver La Tabla de Esmeralda?», me preguntaron cuando logré localizar a aquel hombre, amigo del guía que años atrás me habló del secreto. Concertamos una cita. El taxi me dejó junto a la entrada del barrio copto.

Era casi mediodía y hacía mucho calor. Llegué hasta la iglesia de San Jorge. Allí me esperaba y lo reconocí inmediatamente. Aquellos siete años apenas habían dejado huella en su rostro. No había cambiado mucho su aspecto jovial, su sonrisa amplia y sus ojos oscuros, que mostraban inteligencia e inocencia.

—Bienvenido —me dijo—. Nos esperan, pero primero veneremos a San Jorge —así lo hicimos y salimos no sin antes regalarme una pequeña ampolla de plástico con aceite del santo y una pequeña estampa perfumada—. Este San Jorge cristiano es la misma figura que para los musulmanes es Al Kider —me dijo, y continuó—; es el maestro de maestros, el jefe vitalicio de la jerarquía espiritual. Él no muere, siempre está entre nosotros, pero oculto. Se puede mostrar como un príncipe o como un mendigo, como un sabio o como un idiota. Él es el que lucha perennemente contra el dragón para salvar a la doncella, para salvar la inocencia del mundo.

Al cabo de pocos minutos llegamos a una casa con la puerta abierta, en cuyo umbral colgaba una cortina gris. Por la ventana, desde la calle, se veía una reducida cocina y una mujer atareada en los fogones. Jamás pensé que allí, en una humilde casa con las puertas abiertas de par en par, en el domicilio particular de una familia sencilla, se guardara uno de los tesoros más buscados de todos los tiempos.

La mujer, gruesa y afable, nos ofreció su hospitalidad: té y dulces.

Mi guía me advirtió de que debíamos esperar al «Maestro del Oráculo», el anciano custodio del tesoro. Mientras, me habló profusamente de aquella vieja reliquia, en tanto la mujer hacía sus faenas en la casa.

Me dijo que, en realidad, se trataba de un antiquísimo y sagrado oráculo egipcio que escribió el mismísimo dios Thot, y que con el tiempo se convirtió en el Oráculo de Amón. Que inicialmente fue exclusivamente consultado por los faraones e interpretado por los sacerdotes, y que alguien, en tiempos remotos, en las épocas del caos, evitó que se perdiera, luego estuvo oculto hasta la llegada de los cristianos y después durante la conquista musulmana. Nadie sabía si existía el original y, si así era, dónde se guardaba la mesa de piedra en la que estaban incrustadas piedras preciosas, ni las pequeñas planchas de oro que se colocaban encima y constituían el oráculo propiamente dicho. Me informaron de que, en realidad, originalmente eran dos objetos que el tiempo convirtió en uno solo. Una cosa era la mesa y otra las planchas de oro. Yo iba a ver una copia fiel también muy, muy antigua, en tela y madera. Mi guía me habló de la leyenda que decía que primero se ocultó, más tarde fue robada, luego perdida, después buscada y, al fin, encontrada. Y yo iba a tenerla ante mis ojos.