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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Karen Van Der Zee

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La mitad del mundo, n.º 1275- diciembre 2019

Título original: Rand’s Redemption

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-638-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SHANNA distinguió de lejos al hombre que caminaba con paso enérgico hacia la terraza del Café del Espino. Habría sido difícil no hacerlo. Entre la colorida multitud de turistas cámara en mano, trajeados hombres de negocios, mujeres hindúes con exóticos saris y árabes de flotantes ropajes, aquel hombre alto destacada por la sencillez de su ropa: unos pantalones caqui y una camisa blanca, de manga corta. Tenía largas piernas y se movía con la gracia y la fluidez de un atleta. O de un animal de presa, libre y salvaje.

Entró en la terraza donde ella estaba sentada con Nick y miró a su alrededor. Tenía el pelo oscuro y rizado, y los ojos de un azul cristalino, casi helado. Se dirigía hacia ellos.

Con el estómago encogido y el pulso acelerado, experimentó un delicioso estremecimiento de emoción. Una emoción no muy distinta de la que la había asaltado cuando, la noche anterior, desembarcó del avión en el aeropuerto de Nairobi. Aquel podría ser un gran día. Un día lleno de dulces y doradas promesas. De una secreta expectación por lo que estaba a punto de llegar. Por fin estaba de vuelta en el país donde, de niña, había pasado los cuatro años más felices de su vida. ¡Cuánto tiempo había soñado con aquel retorno!

Nick le rodeó los hombros con un brazo, sonriéndole.

—Es maravilloso verte tan feliz. Espero que te dure…

Se sintió conmovida por la ternura que vio en sus ojos.

—Descuida, Nick. Un cambio de escenario me sentará bien, me mantendrá la cabeza ocupada.

—Dios mío —la besó en la mejilla—, ¡qué contento estoy de que hayas venido!

Pero de repente aquel hombre, el desconocido, se detuvo frente a ellos. Nick se levantó al momento, esbozando una sonrisa, y le estrechó la mano. Era muy alto y tenía un aire confiado, de absoluta seguridad en sí mismo. Como si tuviera el mundo en sus manos.

Porque si no lo poseía entero, sí una buena parte. Miles y miles de hectáreas de sabana y selva en el Valle del Rift, donde se dedicaba a criar ganado y vivía en una enorme y maravillosa mansión de la montaña. Sí, ahora recordaba haberle visto en las fotografías que había tomado Nick unos años atrás. El año anterior había leído un artículo sobre él en una conocida revista, acerca de las investigaciones que estaba desarrollando en sus tierras por encargo del gobierno de Kenia y de la Organización del Patrimonio Natural Africano.

—Shanna, te presento a Rand Caldwell. Shanna Moore, mi sobrina.

Le tendió la mano y él se la estrechó. Por un instante no dijo nada; solo la miró con su penetrante mirada azul. Sus ojos no podían brillar más en aquel rostro bronceado. Pero era un brillo frío, helado.

—Señorita Moore —pronunció con un característico acento británico, soltándole la mano con demasiada rapidez.

Generalmente el hecho de conocer a gente nueva nunca inquietaba a Shanna. Sin embargo, aquel hombre le inspiraba cierto temor. ¿Por qué la miraba con aquella frialdad?

—Encantada de conocerlo —repuso, forzando una sonrisa—. Nick me ha hablado de su rancho.

Rand arqueó una ceja con expresión sorprendida y se volvió hacia Nick.

—Hace años que no has vuelto a pisarlo —comentó secamente.

—Pero me produjo una impresión inolvidable —sonrió—. Sobre todo aquel león que a punto estuvo de despedazarme.

Biológicamente Nick era el tío de Shanna, pero en realidad era como un hermano mayor para ella. De carácter aventurero, divertido, solamente once años mayor que su sobrina. Desde la muerte de sus padres hacía ya seis años, Shanna solía pasar las Navidades y las vacaciones de verano en casa de Nick y su esposa Melanie. Ahora ellos constituían su única familia.

—¿Qué tal está Melanie? —inquirió Rand.

—Muy bien —respondió Nick—. Ocupada con los niños. Ha lamentado mucho no poder acompañarnos.

Durante su época de estudiante, Rand había pasado un par de años estudiando en los Estados Unidos, donde había conocido a Melanie y a Nick. Los dos hombres pidieron unas cervezas y Shanna otro zumo de frutas. Durante unos minutos estuvo escuchando con expresión ausente su conversación, disfrutando de su refresco y viendo pasar a la gente. De pronto una mujer alta y rubia entró en la terraza, sorteando las mesas, con un bebé dormido en los brazos.

Al acordarse de Sammy sintió una fuerte, dolorosa punzada de nostalgia. Casi podía sentir el peso de aquel cuerpecillo en sus brazos, oler su dulce aroma. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Bajó la mirada a su regazo vacío, cerró los ojos con fuerza y suspiró profundamente. «Piensa en otra cosa», se ordenó. Como en Rand Caldwell y en su mirada de hielo. Los dos hombres estaban hablando de política. Sus pensamientos derivaron hacia el rancho, hacia las fotografías que había visto en aquella revista.

Sabía que el rancho solo estaba a unos treinta kilómetros de Kanguli, el pueblo donde había vivido con sus padres de niña. Lo que más ansiaba hacer en aquel momento era subirse a un todoterreno y escaparse a Kanguli. Por desgracia tendría que esperar hasta el día siguiente, cuando pudiera recoger el vehículo que había alquilado. ¿Se acordaría la gente de ella después de tanto tiempo?

Observó a Rand mientras hablaba. Tenía la nariz recta, algo prominente; la mandíbula cuadrada; el perfil como el de una escultura griega, y aquellos penetrantes ojos… Desvió la mirada hacia sus manos. Eran grandes, fuertes, bronceadas. Manos hábiles y capaces. Sería interesante verlas en acción en su rancho. De repente la miró, como si se hubiera dado cuenta de que lo había estado estudiando. Por un instante sus miradas parecieron anudarse. El frío desdén que seguía leyendo en sus ojos resultaba inquietante. ¿Por qué seguía mirándola así?

Se dio cuenta de que Nick estaba hablando de ella, contándole a Rand que estaba redactando un artículo para una publicación universitaria.

—¿Y ha venido aquí para investigar? —inquirió Rand con tono cortés.

—Sí —respondió Shanna, porque en parte era verdad.

—¿Sobre de qué está escribiendo? —volvió a preguntarle sin molestarse en disimular su indiferencia.

—Sobre las mujeres de Kenia y los cambios que han experimentado en esta última generación. Sobre el lugar que ocupan en la familia, en la sociedad y en el trabajo de este país.

—¿De veras? —exclamó con tono sarcástico, arqueando una ceja.

Shanna gruñó para sus adentros, perfectamente consciente de lo que estaba pensando. Pensaba que ella estaría allí solamente un par de semanas, y que era una ilusa al pretender documentarse en tan poco tiempo sobre una realidad que le era absolutamente ajena. Lo cual no podía ser más ridículo, porque Shanna no era ninguna forastera en aquel país, y tampoco iba a quedarse dos semanas… al menos no si sus planes tenían éxito. Sin embargo, no podía sacar al señor Rand Caldwell de su error porque Nick no estaba todavía al tanto de sus intenciones. Y no quería preocuparlo.

Rand la estaba mirando en aquel instante, con los ojos entrecerrados, pensativo. De pronto Nick se levantó.

—Necesito hacer una llamada. ¿Puedo confiar en vosotros si os dejo solos por unos minutos?

Shanna alzó los ojos al cielo, en un expresivo gesto.

Una vez a solas con Rand, pudo percibir con claridad la desconcertante tensión que flotaba en al aire entre los dos. Por algún motivo que no acertaba a comprender, no le caía bien a aquel hombre.

—Tengo entendido que hay una gran variedad de fauna salvaje en su propiedad —pronunció— y que está usted profundamente comprometido en su conservación.

—Sí —contestó con tono cortante, impaciente.

—Leí el artículo que publicaron el año pasado sobre su trabajo —continuó ella—. ¿Por qué decidió ceder su propiedad para los trabajos de investigación?

—Porque creo que es algo muy importante —se limitó a responderle, como si estuviera hablando con una niña preguntona.

Shanna lo ignoró, mientras intentaba recordar qué más había leído sobre él en aquel artículo. Había mencionado la casa que se había hecho construir en la montaña, con unas vistas magníficas, impresionantes. Sí, recordaba las fotografías. Le habría encantado visitar aquel lugar. Tomó un sorbo de zumo y de repente se le ocurrió una idea. Era bastante atrevida, pero… nada tenía que perder.

—Posee usted un rancho muy grande… ¿Tiene mujeres empleadas, granjeras por ejemplo?

—Sí.

—Me pregunto si me concedería permiso para hablar con ellas.

—Dudo que le resultara provechoso.

—A mí me parece que sí —Shanna forzó una sonrisa—. Y, por supuesto, si conociera a otras mujeres que estuvieran dispuestas a hablar conmigo, le agradecería muchísimo su ayuda.

—De acuerdo. Ya se lo haré saber —pronunció él, aunque su tono le daba a entender que muy bien podría olvidarse de la idea.

Shanna sonrió. Estaba decidida a mantener la compostura a todo trance.

—Gracias. Es importante que hable con la mayor cantidad posible de mujeres, para conseguir una impresión equilibrada, objetiva.

—¿Y cree que podrá conseguir eso en tan solo dos semanas?

—No es la primera vez que abordo este tipo de investigaciones —se encogió de hombros.

—Ya.

Shanna siguió esforzándose por no dejarse afectar por su animosidad. La mejor resistencia consistía en no oponer ninguna. Continuaron sentados en silencio, viendo pasar a la gente.

—Nick me comentó que usted nació y se crió en Kenia —dijo ella al cabo de un rato—, y que el rancho perteneció a su familia desde que su abuelo vino aquí desde Inglaterra en los años veinte.

—Así es —asintió, molesto.

—Lo siento, no era mi intención… mostrarme demasiado curiosa. Solo quería entablar conversación —forzó nuevamente Shanna una sonrisa.

—Es natural —replicó con idéntico desdén.

Era increíble. ¿Qué diablos le pasaba a aquel hombre? No le había preguntado nada que no hubiera aparecido antes publicado en aquel artículo. Decidió evitar cualquier tema que fuera mínimamente personal.

—Es maravilloso estar aquí. Tengo unas ganas enormes de asistir a la fiesta de esta noche. Me encanta conocer gente nueva.

No le temía a la soledad, pero disfrutaba asistiendo a fiestas y a todo tipo de actos que le proporcionaran la oportunidad de conocer a gente interesante, de aprender cosas. Él no respondió, aunque ella tampoco le había hecho una pregunta. Solo había expresado un comentario, y ciertamente aquel hombre no parecía tener ningún deseo de mantener la conversación. Quizá, viviendo solo, se había olvidado de charlar y mostrarse sociable.

—Supongo que a veces uno debe de sentirse muy solo en un lugar tan solitario… ¿Qué es lo que hace para distraerse?

—La distracción no figura en mi lista de prioridades. Tengo un rancho que administrar.

—Ya, claro —repuso Shanna—. Pero una persona no puede trabajar siempre. Un poco de diversión y de frivolidad siempre es bueno para el alma.

Rand bebió un trago de cerveza y no dijo nada.

—Si es que usted tiene una… —añadió ella, incapaz de contenerse.

Él arqueó las cejas con un gesto levemente desdeñoso, encerrado en su silencio, y Shanna se sintió tentada de arrojarle el zumo a la cara para obligarlo a reaccionar. Se preguntó qué podría hacerle sonreír, o reír, a aquel hombre… qué podría hacerle feliz.

—¿Qué es lo que más le gusta de su trabajo? ¿Qué es lo que le produce mayor placer?

—Vaya. La veo a usted muy preocupada por las distracciones, las diversiones y los placeres.

—Por no hablar de la felicidad —agregó Shanna, sonriendo con falsa dulzura—. Yo disfruto con mi trabajo, disfruto con mis amigos. Me gusta ser feliz, y quizá peque de cierta grosería, pero detecto que usted no lo es en absoluto —se levantó—. Discúlpeme, pero necesito arreglarme un poco el pelo.

Rand la observó mientras se alejaba. Largas y preciosas piernas, cuerpo esbelto y sensual. Melena rubia, ojos verdes y una sonrisa luminosa, radiante. Una chica vana de cabeza hueca, sin duda. Sintió una punzada de dolor en el pecho.

Rubia y de ojos verdes. Una imagen asaltó su cerebro: el rostro de otra mujer, sonriente. Un aroma a violetas. Volvió a verse a sí mismo con doce años, tumbado en la cama, intentando desesperadamente no llorar porque los hombres nunca lloraban. Pensó en promesas hechas y nunca cumplidas. Desechó a la fuerza aquellos recuerdos, tragándose el amargo sabor que le dejaban en la boca. Habían pasado años desde la última vez que se había permitido pensar en ella. Todo aquello pertenecía ya al pasado. Estaba superado definitivamente.

En lugar de eso pensó en Melanie, y la recordó mucho tiempo atrás, mirando a Nick, desesperadamente enamorada. Evocó su rostro feliz, el amor que brillaba en sus ojos. Tan joven e ingenua, tan ciega. No podía negar que Nick había sido un gran amigo durante su época de estudiante en los Estados Unidos. Pero tampoco que había sido un incorregible mujeriego, acostumbrado a romper corazones. Suspirando, se pasó una mano por la frente. Ya se lo había advertido a Melanie, pero ella no le había hecho caso. En lugar de evitarlo, había terminado casándose con él. Y allí estaba ahora Nick, lejos de su casa y con aquella mujer, su presunta… sobrina.

 

 

Nada más entrar en la habitación del hotel, contigua a la de Nick, Shanna se dejó caer en la enorme y cómoda cama. Era una habitación fantástica, con muebles de bambú y coloridos almohadones de sabor tropical. Estirándose, suspiró profundamente. Casi había llegado a perder la paciencia con Rand Caldwell. Casi.

Después de volver del servicio, había encontrado ya a Nick sentado a la mesa. Minutos después ellos habían regresado a su hotel, y Rand a la casa de unos amigos suyos donde se alojaba. Su comportamiento con ella había sido irritante, por no decir ofensivo. Por alguna incomprensible razón, su mera presencia le había disgustado. ¿O simplemente habían sido imaginaciones suyas? ¿Estaría volviéndose paranoica? Seguro que no. Estaba convencida.

Bostezó, exhausta, y miró el reloj de la mesilla. Disponía todavía de un par de horas antes de que tuvieran que salir para la fiesta, tiempo suficiente para dormir un poco. Al día siguiente daría comienzo la gran aventura. Un súbito pensamiento asaltó su mente. Gimiendo de frustración, se levantó de la cama, abrió uno de los cajones de la cómoda y sacó un grueso sobre acolchado. Era demasiado grande para guardarlo en un lugar seguro de la habitación y su primera intención había sido entregarlo en la consigna del hotel, pero la noche anterior había llegado demasiado tarde para hacerlo. Y aquella mañana se había olvidado en sus prisas por salir a explorar la ciudad.

Se calzó de nuevo los zapatos, recogió su bolso y salió de la habitación. Mientras bajaba en el ascensor apretó el sobre contra su pecho, sonriéndose. No correría riesgos. Los originales se encontraban en la caja de seguridad que tenía en su banco de Boston, y había traído consigo una copia impresa y otra en disquete para usarla en su ordenador portátil. «¡Oh, papá, lo haré! ¡Te sentirás orgullosa de mí!», exclamó para sus adentros. La vista empezó a nublársele por las lágrimas. Iba a hacer realidad lo que había estado planeando durante tanto tiempo, e iba a hacerlo allí, en Kenia. Sentía una extraña mezcla de gozo y de tristeza.

Nick no se pondría nada contento cuando le informara de que pretendía quedarse en el país. Se mostraba muy protector hacia ella, y eso estaba bien, pero tenía ya veintisiete años y sabía lo que quería hacer. Ni Melanie ni él necesitarían preocuparse por ella nunca más. Se las arreglaría perfectamente.

Se abrieron las puertas del ascensor y salió al enorme vestíbulo decorado con arañas de cristal y enormes palmeras. Todo muy cómodo y muy lujoso. Al día siguiente, sin embargo, estaría conduciendo por el interior de Kenia, contemplando los cultivos de té y café en las verdes colinas, la agostada sabana, las ágiles gacelas… Le hervía la sangre de expectación. Apenas podía esperar. Una vez guardado el sobre en la consigna, regresó a su habitación para darse una rápida ducha. Envuelta en un cómodo albornoz, se tumbó en la cama para dormirse casi de inmediato.

Tuvo un sueño agitado. Soñó que volvía a Kanguli y que la casa estaba vacía. Todas las cabañas se hallaban desiertas y no había nadie por ninguna parte. Llamó en vano a su padre, y de repente Rand apareció como de la nada y se plantó frente a ella, mirándola con sus fríos ojos, en silencio. Era tan horrible que no pudo soportarlo y estalló en sollozos. «¡No me mires así! ¿Por qué me miras de esa forma?» gritaba. Pero él se limitaba a arquear una ceja con gesto sardónico, sin responder. «¡Quiero saber dónde está mi padre! ¡Tengo que decirle algo!», chillaba.

«Tu padre está muerto», le respondía por fin él. «Y tú no puedes quedarte aquí. No tiene ningún sentido que estés aquí». Luego oyó el sonido de unos tambores procedentes del pueblo, y de pronto se despertó. Pero no. El sonido que la había despertado no era el de los tambores, sino el de los golpes que estaba dando Nick en la puerta que comunicaba las dos habitaciones.

—¿Shanna? ¿Estás despierta?

Estremeciéndose, se abrazó.

—Sí, sí —miró el reloj de la mesilla. Disponía de cuarenta minutos—. Ahora mismo me visto.

Se puso un sencillo vestido de seda, de color azul cobalto. Le sentaba muy bien y era discretamente sexy. Mientras se miraba en el espejo, la imagen de Rand asaltó su mente y un leve estremecimiento de aprensión le recorrió la espalda. Con mayor energía de la necesaria, empezó a cepillarse el cabello. No iba a consentir que aquel hombre le amargara la vida. Pretendía disfrutar a fondo de aquella velada. Si no le caía bien, eso era problema de él, no suyo. Se dejó la melena suelta y se puso unos largos pendientes. Después de calzarse los zapatos de tacón alto, volvió a mirarse en el espejo, sonriente.

—Adelante, chica —pronunció en voz alta, y en aquel preciso instante llamaron a la puerta interior.

Nick ya estaba preparado.

—Bellísima —comentó al verla, sonriendo.

—Gracias —murmuró, devolviéndole la sonrisa. Secretamente tenía que admitir que se alegraba de no verse obligada a enfrentarse nuevamente con Rand… a solas. Cuando lo vio entrar en el vestíbulo del hotel, justo cuando Nick y ella salían del ascensor, se quedó sin habla. Estaba devastadoramente guapo con su chaqueta de un blanco inmaculado y sus pantalones oscuros. Intentó conservar la calma mientras se dirigían a su encuentro. Y le lanzó una radiante sonrisa que no pareció hacer mella alguna en su implacable expresión.