Título original inglés: The Upside of Unrequited

© de la obra: Becky Albertalli, 2017

Publicado por acuerdo con Lennart Sane Agency AB

© de la traducción: Teresa Lanero, 2019

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: febrero de 2019

Edición digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-13-5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para las mujeres que me conocen de sobra:

Caroline Goldstein, Eileen Thomas, Adele Thomas,

Gini Albertalli y Donna Bray.

En memoria de Molly Godstein, con amor y nostalgia.

Este es para ti.

LO BUENO DEL AMOR

(NO CORRESPONDIDO)

1

Estoy en el baño del 9:30 Club y me pregunto cómo harán pis las sirenas.

Y no es casualidad: resulta que hay una Barbie sirena pegada en la puerta. Vaya mascota de váter más extraña, suponiendo que tal cosa exista. Mascotas de váter.

La puerta se abre y entra un torrente de música. A este baño no se puede entrar con discreción. Uno de los compartimentos se cierra mientras yo abro el mío. Salgo.

Hay espejos encima de todos los lavabos. Me muerdo las mejillas para que parezca que tengo los pómulos prominentes. Y vaya cambio. A veces pienso que podría quedarme así, pasarme el resto de la vida mordiéndome el interior de las mejillas con suavidad. Pero mis labios tienen una pinta rara. Además, si te muerdes, no puedes hablar bien, como es lógico, y eso es un poquito engorroso incluso para mí. Aunque sea a cambio de unos pómulos prominentes.

—Mierda. —Se oye una vocecita femenina algo ronca dentro del compartimento—. Oye, ¿me pasas el papel?

Me habla a mí. Tardo un momento en darme cuenta.

—Ah, claro.

Cojo un rollo y se lo paso por debajo de la puerta. Al agarrarlo, la chica me roza la mano.

—Qué bien, me has salvado la vida.

He salvado una vida. Aquí, en el baño del 9:30 Club.

Tira de la cisterna y sale. En lo primero que me fijo es en su camiseta: es roja, de algodón y tiene dibujadas las letras G y J de una manera muy artística. De hecho, no creo que casi nadie advierta que son letras.

Pero yo sí.

—Esa camiseta es de Georgie James.

La chica levanta las cejas y sonríe.

—¿Los conoces?

—Sí. —También sonrío.

Georgie James. Era un grupo local de Washington que se separó hace años. No es de esperar que alguien de nuestra edad los conozca, aunque mi hermana estaba obsesionada con ellos.

La chica sacude la cabeza.

—Qué guay.

—Sí, muy guay —contesto, y ella se echa a reír con una de esas risas serenas que brotan de la garganta. Entonces la miro. Y oh.

Es guapa.

La chica.

Bajita, delgada, asiática, con el pelo de un tono morado tan oscuro que casi no parece morado. Gafas de pasta. Hay algo especial en la forma de sus labios; están muy perfilados.

A Cassie le encantaría. Sobre todo por las gafas. Y por la camiseta de Georgie James.

—Bueno, gracias por salvarme el culo, literalmente. —Sacude la cabeza—. Aunque en realidad no era el culo.

Suelto una risita.

—De nada.

—Gracias por salvarme la vulva.

Me encojo de hombros y le devuelvo la sonrisa. Estos momentos tienen algo único, un pequeño hilo que me conecta con alguien totalmente desconocido. Cosas como estas hacen que el universo parezca más pequeño. Me encanta.

Regreso a la sala de conciertos y dejo que la música me envuelva. Toca un grupo local del que nunca había oído hablar, pero la pista está a rebosar; a la gente parece gustarle que la batería suene tan fuerte. Me encuentro rodeada de cuerpos que bailan y se mueven, de rostros a media luz, de cabezas que se alzan hacia el escenario. De pronto, todo vuelve a resultar enorme e imposible, creo que porque hay demasiadas parejas riéndose, agarrándose, enrollándose con fervor.

Es la sensación que tengo cuando veo a la gente besándose. Me convierto en otra forma de materia, como si ellos fueran agua y yo, un cubito de hielo. Como si estuviese más sola que nadie en el mundo.

—¡Molly! —grita Cassie mientras gesticula con las manos. Ella y Olivia están cerca de los altavoces. Olivia tiene cara de disgusto; no es del tipo de chicas que vienen al 9:30 Club. Tampoco estoy segura de que yo lo sea, pero Cassie puede llegar a ser muy persuasiva.

Hay algo que debo aclarar: mi hermana melliza y yo no nos parecemos en nada.

Ni siquiera en lo físico. Ambas somos blancas y de estatura media. Pero en todo lo demás somos opuestas. Cassie es rubia, esbelta y tiene los ojos verdes. Yo no. Yo tengo el pelo castaño, los ojos marrones y disto mucho de ser esbelta.

—Acabo de conocer a la chica de tus sueños —le digo a Cassie de inmediato.

—¿Qué?

—Me he hecho amiga de una chica en el baño que es muy mona. Creo que deberíais enamoraros, casaros y tener niños.

Cassie hace su gesto típico de levantar y arrugar una ceja. Es una de esas rubias con cejas oscuras. Qué bien le quedan.

—¿Cómo es posible?

—¿Cómo es posible el amor?

—No, cómo es posible que te hagas amiga de alguien en el baño.

—Cass, eso es lo de menos. Estamos hablando de la chica perfecta.

—Espera. —Me sacude el brazo—. ¿Es otro Molly-flechazo? ¿El flechazo número veintisiete?

—¿Qué? No. —Me sonrojo.

—Oh, Dios. Tu primer flechazo con una chica. Qué orgullosa estoy de ti.

—¿Ya vamos por el veintisiete? —pregunta Olivia. Interpreto que está impresionada.

En fin, soy de flechazo fácil. Eso no es malo. Pero esto no se trata de un Molly-flechazo.

Sacudo la cabeza y me tapo los ojos. Es como si tuviera la cabeza llena de helio. Quizás estar borracho sea algo parecido. Mi prima Abby me contó que cuando te emborrachas sientes como si flotaras. Me pregunto si es posible emborracharse sin beber.

—Oye. —Cassie me aparta las manos de la cara—. Ya sabes que mi trabajo consiste en meterme contigo.

Antes de que me dé tiempo a responder, Olivia saca su teléfono.

—Uy, son las doce menos cuarto. ¿No deberíamos ir hacia el metro?

—¡Oh! —exclamo.

El metro cierra a medianoche. Además, mañana empiezo a trabajar. Me ha salido un trabajo para el verano, lo que significa que debería dormir algo para no desmayarme en la caja. Según dicen, no queda muy profesional.

Nos dirigimos a la salida y es un verdadero alivio llegar a la calle. Hace fresco para ser junio; da gusto notar el aire en las piernas. Llevo un vestido negro de algodón; era liso cuando lo compré, aunque le he cosido un cuello Peter Pan de encaje y una puntilla en el bajo que lo han mejorado mucho.

Cassie y Olivia escriben mensajes mientras caminan y ni siquiera se tropiezan con el bordillo. Las admiro. Me retraso un poco para observarlas. Les pega estar aquí, en U Street. Cassie lleva una coleta despeinada perfecta y va vestida como si se hubiera plantado lo primero que ha pillado en el armario; lo más probable es que haya sido así, pero a ella le queda bien. Consigue que a todos los demás se nos vea demasiado arreglados. Olivia es alta, tiene una belleza dulce y radiante, salvo por el pendiente en la nariz y las mechas azules del pelo, que llaman la atención. Y supongo que se la podría considerar rellenita, aunque no tanto como yo.

A veces me pregunto qué pensará la gente cuando me ve.

Es raro sentirse cohibido con personas que conoces de toda la vida. Literalmente. Conocemos a Olivia desde que nuestras madres estaban en La Liga de la Leche, y llevamos diecisiete años juntas las cuatro: Cassie, Olivia, mi prima Abby y yo. Pero Abby se mudó a Georgia el verano pasado y desde entonces Cassie nos lleva a rastras a los sitios donde antes iba con ella: noches de micrófono abierto, conciertos o paseos sin rumbo por H Street.

Hace un año, Olivia y yo estábamos en el sofá de su salón viendo Steven Universe con Titania, un cruce de schnauzer y beagle. Sin embargo, ahora me encuentro rodeada de gente que es mucho más guay que yo. En este instante, en U Street todo el mundo hace una de estas tres cosas: reír, fumar o enrollarse con alguien.

Al girar hacia la parada del metro, veo a la chica perfecta a lo lejos.

—¡Cass, está ahí! —Le tiro de la camiseta—. La de rojo. Mira.

La chica se inclina hacia delante mientras hurga en su bolso. A su lado hay dos tíos hipster blancos ensimismados con el móvil: un pelirrojo con pantalones pitillo y un moreno con un llamativo flequillo.

—No nos has contado por qué es la chica perfecta para Cassie —dice Olivia.

La chica levanta la vista del bolso y Olivia se da la vuelta a toda prisa.

Pero me ve. La chica perfecta me saluda con la mano y yo le devuelvo el gesto.

—Ah, es mona —susurra Cassie.

—Te lo dije. —Sonrío.

—Viene hacia acá.

Cierto. La chica perfecta se acerca hacia nosotras sonriendo. Y ahora Cassie sonríe. Aunque está mirando al suelo, se lo noto en las mejillas.

—Hola otra vez —saluda.

Sonrío.

—Hola.

—Mi salvadora.

Pues sí que debe de odiar no limpiarse después de hacer pis.

—No me he presentado. Me llamo Mina.

—Y yo, Molly.

—Tu camiseta —comenta Cassie— es lo más alucinante que he visto en toda mi vida. En plan… —Sacude la cabeza.

Mina se echa a reír.

—Gracias.

—Soy Cassie, por cierto. Nunca he conocido a nadie que conociese a los Georgie James.

Mentira cochina. Que estoy delante…

—¿Sabes? Tiene gracia… —comienza Mina, pero el chico del flequillazo le da un toquecito en un brazo.

—Mina Minina, vamos. —Levanta la vista y me pilla mirándolo por encima del hombro de Cassie—. Hola. Encantado de conoceros, chicas, pero el nuestro es el siguiente.

—Jo, mierda —dice Mina—. Bueno…

—¡El nuestro también! —suelta Cassie rápidamente.

Y sin saber muy bien cómo, sucede: los dos grupos se mezclan. Cassie y Mina echan a andar a la par y Olivia las sigue mientras se pone a escribir en el móvil, a su bola. Subo la escalera mecánica apoyada en el pasamanos e intento no parecer una oveja que se ha perdido del rebaño. Molly Peskin-Suso: introvertida, desubicada, sola en el mundo hostil. Hasta que levanto la vista y veo que no estoy sola. Los dos hípsters >están a mi lado. Cruzo la mirada por accidente con el pelirrojo, que me pregunta:

—¿De qué me suena tu cara?

—No sé.

—Bueno, soy Will.

—Molly.

—Anda, como la droga.

Como la droga. Como si yo fuera el tipo de persona que asocias con drogas.

El tren llega justo cuando salimos de la escalera, así que tenemos que correr para no perderlo. Cojo un sitio y le guardo otro a Cassie, pero ella se sienta junto a Mina.

Olivia se pone a mi lado y, poco después, se nos acercan los hipsters. El Flequi está leyendo algo en el móvil; sin embargo, el pelirrojo se agarra a la barra del techo y nos sonríe.

Lo miro.

—Will, ¿verdad?

Vale, pues es mono. De hecho, es bastante mono. Monísimo.

—¡Qué memoria! —exclama.

Entonces Olivia se presenta y se produce uno de esos silencios raros. Ojalá yo fuera del tipo de personas que saben cómo llenarlos.

Pero no. Y Olivia menos.

—Ah, y este es Max —añade Will tras unos instantes.

El Flequi levanta la vista de la pantalla con una sonrisilla.

—¿Qué tal?

Uy…, también es mono. Bueno, no. Más bien diría que está bueno. Uno de esos tíos que está tan bueno que ni siquiera es mono. Aunque debería cortarse un poco con el flequillo.

—Oye, ¿a quién se parece Molly? —pregunta Will mientras me mira desde arriba—. Perdona, pero es que no dejo de darle vueltas.

Max me pasa revista con los labios apretados.

—Ni idea.

—En serio, se parece a alguien.

Me sucede muy a menudo. Debo de tener una cara supercomún. Por extraño que parezca, tres personas que no tienen nada que ver entre ellas me han dicho que me parezco a una actriz adolescente de los setenta, y puede que así sea, pero en gorda. Además, siempre hay desconocidos que me dicen que me parezco a su prima o a alguien del campamento. Me asusta un poco. En plan: ¿tendré algún parentesco con esas primas y amigas?

Llegados a este punto, debería mencionar que Cassie y yo somos hijas de un donante de esperma. Así que esta es una constante en mi vida: la idea, remota pero recurrente, de que cualquiera podría ser mi hermano.

—Pues voy a observarte hasta que caiga en la cuenta —asegura Will.

Al otro lado del pasillo, Cassie suelta un bufido, y de pronto reparo en que Mina y ella nos observan. Y parecen muy entretenidas.

Siento calor en las mejillas.

—Eh…, bueno —digo, pestañeando.

El tren llega a una parada y Olivia se levanta.

—Esta es Chinatown.

—También es la nuestra —dice Will.

Supongo que no es de extrañar, aquí se baja la mitad de la gente para hacer transbordo. Se abren las puertas. Cassie y Mina nos siguen cuando bajamos. Cassie está tecleando algo en el móvil.

—¿Hacia dónde vais? —pregunta Will sin dejar de escrutarme con insistencia.

—A Takoma Park. La línea roja.

—Ah, vale. En dirección opuesta. Nosotros vamos a Bethesda. Creo que aquí nos despedimos.

Nunca sé cuál es el protocolo en estos casos. Es como cuando estás esperando en la cola de una tienda y una abuela se pone a contarte cosas de sus nietos o de su artritis y tú le sonríes y asientes con la cabeza. Pero te toca pagar, así que es como «vale, guay, hasta siempre».

Lo cual es un poco trágico si te pones a pensarlo.

Un pequeño panel electrónico indica cuánto tiempo falta para que llegue el próximo tren. El nuestro, que va hacia Glemont, pasa dentro de diez minutos. El que va hacia Shady Grove está prácticamente aquí. Will, Max y Mina suben corriendo por las escaleras mecánicas para cogerlo.

Cuando llegamos a nuestro andén, su tren ya se ha ido.

Eso es todo.

2

Cassie se ha quedado con el número de Mina. No debería sorprenderme, es una máquina consiguiendo números de chicas. A veces le dan uno y se olvida al instante. O queda con una chica una vez y pierde su número a propósito. Cassie puede ser despiadada.

Olivia me da un empujoncito.

—Al tal Will le gustas.

—¿Qué?

—Como lo oyes. Típico: pone la excusa de que le recuerdas a alguien para hablar contigo.

—¿Y eso quién lo dice?

—Internet. —Hace un gesto muy serio con la cabeza.

Olivia es muy seria en general. Para ser sincera, creo que hay dos tipos de personas tranquilas: las que son como yo, que ocultan un montón de tormentas y engranajes en secreto, y las que son como Olivia, que es la personificación del mar en un día soleado. No me refiero a que sea una simple, sino a que tiene algo apacible; siempre lo ha tenido. Le gustan los dragones, observar las estrellas y los calendarios con dibujos de hadas. Y sale con el mismo chico desde que teníamos trece años. Evan Schulmeister. Lo conoció en un campamento de verano.

—Anda, mira por dónde. —Cassie se vuelve hacia mí desde el asiento de delante—. Tu chico está soltero.

—¿De qué hablas?

—Tu pelirrojo. Míster culito de melocotón con pantalón hipster. Está soltero y sin compromiso. —Me enseña el teléfono—. Mina me lo acaba de confirmar.

—¡Cassie!

Sonríe.

—De nada. Mina va a mover el asunto.

Me quedo petrificada.

—¿Qué?

—Te parece mono, ¿a que sí? —No contesto, sólo la miro boquiabierta. Olivia se ríe por lo bajo—. Se te veía muy entusiasmada hablando con él. —Me da un golpecito en el brazo—. Oye, que conozco la cara que pones cuando alguien te gusta.

Joder. ¿Pongo una cara determinada cuando alguien me gusta? ¿Cada vez que un chico me parece mono se entera todo el mundo?

Doy un respingo al oír que me suena el teléfono en el bolsillo. Un mensaje de Abby.

¡¡Molly!! ¡Cuéntame lo del pelirrojo buenorro!

—¿Estás de coña? —Le paso el móvil a Cassie—. ¿Se lo has contado ya a Abby?

—Puede.

Me siento mal. De hecho, podría vomitar, preferiblemente encima de Cassie, que otra vez está escribiendo en el móvil; es probable que sean cosas sobre mí y mi supuesto superflechazo con un chico al que conozco de cinco minutos. Siempre cree que me conoce mejor que yo misma.

A ver, que sí, joder, que Will es muy mono.

Olivia me lanza una de sus sonrisitas.

—Ahora mismo pareces horrorizada, Molly. —Me encojo de hombros, incapaz de decir nada—. Pensé que querías un novio.

—Exacto —interrumpe Cassie, que se dirige de nuevo a nosotras—. Y el rollo este de los amores secretos de Molly que no llegan a nada… Qué hartura.

—Ah, ¿estás harta? —Se me hace un nudo en la garganta—. Pues siento mucho no gustarle a ninguno.

—Menuda chorrada, Molly. Si ni siquiera hablas con ellos.

Ya estamos.

La cantinela de Cassie: que he tenido veintiséis flechazos y que no me he besado con ninguno. Según parece, porque tengo que ser más decidida. Si me gusta un chico, se supone que debo decírselo. Tal vez en el mundo de Cassie se puede hacer eso y acabar enrollándote con esa persona. Pero no estoy tan segura de que funcione con las chicas gordas.

No sé, es que me gusta ser precavida.

Cassie se acerca a mí por encima del respaldo y relaja la expresión.

—Oye, no voy a dejarte en ridículo. Confías en mí, ¿no? —Me encojo de hombros—. Entonces, adelante. Te voy a conseguir un novio.

Me aparto el flequillo de la cara.

—Pues… no creo que sea tan fácil. —Le lanzo uno de esos gestos míos que mis madres denominan «una Molly-cara», donde participan las cejas y un rictus especial de la boca que expresa un escepticismo infinito, eterno.

—Te digo yo a ti que sí.

Pero no lo es. Creo que no se entera. Existe una razón por la que me han gustado veintiséis chicos y no me ha besado ninguno. No termino de entender cómo se consigue un novio. O una novia. Me parece que las probabilidades son casi imposibles. Tiene que gustarte la persona correcta en el momento correcto. Y a esa persona también le tienes que gustar tú. Una alineación perfecta de sentimientos y circunstancias. Es un misterio inexplicable que suceda tan a menudo.

No sé por qué me late tan deprisa el corazón.

Cuando el tren llega a Takoma, Cassie se levanta de golpe.

—Y necesito saber si Mina es queer.

—Ooh… —digo—. Mira quién tiene ahora cara de enamorada.

—¿Y por qué no se lo preguntas sin más? —inquiere Olivia.

—Ah, no. —Mi hermana sacude la cabeza—. Bueno, veamos si tiene Facebook. —Teclea mientras camina—. ¿Cómo se busca a alguien aquí?

—¿Estás de broma? —suelto.

Esta es la mayor diferencia entre nosotras. Se podría decir que yo sé espiar a la gente en las redes sociales desde que nací; supongo que Cassie es más bien de las que son espiadas.

—¿Quieres que se lo pregunte a Will, dado que es mi futuro novio?

—Calla. —Sigue mirando el teléfono.

Vamos, seguro que es una casualidad que Cassie quiera que este chico sea mi novio. Que no tiene nada que ver con que sea amigo de la chica perfecta.

Cassie baja de la escalera mecánica con un saltito mientras Olivia y yo la seguimos por los tornos. Hay una pareja enrollándose contra la máquina de billetes, que, como todo el mundo sabe, sirve para otra cosa. Aparto la vista al instante.

—¿Sigues escribiendo a Mina? —pregunto.

Sonríe.

—No voy a decírtelo.

Pero me lo cuenta. Porque, claro, cuando has compartido útero, no existen los secretos.

Por supuesto, duermo fatal. Me paso horas despierta mirando el techo.

No dejo de recordar algunos momentos de la noche. Es como si el cerebro no parara de darme vueltas. Will examinándome para intentar saber a quién le recuerdo. El pelo con mechas azules de Olivia reluciendo bajo las luces del metro. La sonrisita de Cassie cada vez que le sonaba el teléfono.

Algunas noches albergan esa electricidad. Algunas noches te llevan a un lugar distinto del punto de partida. Esta ha sido una noche especial…, aunque no sé explicar por qué.

Y es extraño.

Por fin me quedo dormida, y parece que sólo hubieran pasado unos segundos cuando suena una notificación de mensaje:

¿Estás despierta?Emoji sonriente. Es Cassie.

Tengo un terrible sabor de boca y los ojos irritados y legañosos. Supongo que es lógico: anoche conseguí emborracharme sin probar una gota de alcohol. Ahora tengo una resaca abstemia.

Miro la pantalla.

Me suena de nuevo el teléfono.

MOLLY, ¡¡¡DESPIERTA!!! ¡¡¡ES TU PRIMER DÍA DE TRABAJO!!!

¡Ya voy! —contesto. Añado un emoji somnoliento.

Me responde con ese tan horrible de los ojos como platos.

Envío una carita triste. Tengo la cabeza pegada a la almohada; siento que peso mil kilos, pero me obligo a levantarme y a ponerme el vestido con volantes de ModCloth y unos leggins. Y me tomo la pastilla. Llevo cuatro años tomando Zoloft porque me daban ataques de ansiedad en medio de la cafetería del instituto.

Una larga historia.

Pues nada, cuando salgo al pasillo, el aire huele a mantequilla y beicon; sí, somos de esos judíos que comen beicon.

—¿Dónde está la joven trabajadora? —pregunta Patty, una de mis madres. Sale de pronto de la cocina vestida con una túnica batik ancha—. Ven, lleva esto a la mesa. —Y me pasa un plato lleno de tortitas.

—Vale…

—Pareces un poco ida, cielo. ¿Estás bien?

—Sí, yo… —Miro las tortitas—. ¿Qué se supone que son?

—Corazones —titubea. Tiene harina en la barbilla.

—Aah.

—Pero a lo mejor parecen penes.

—Ajá.

—Y escrotos —añade.

—Mamá, tienen buena pinta.

A decir verdad, no es la primera vez que Patty hace referencia a una comida con la palabra «escroto». Es matrona, quizá por eso estoy tan acostumbrada a que hable con esos términos. En una ocasión, se pasó todo el trayecto hasta el centro comercial explicándonos a Cassie y a mí que lo que tienen los perros parecido a un pintalabios es en realidad el pene fuera del prepucio. Parecía conocer muy bien los detalles anatómicos.

No creo que ninguna de las dos volvamos a preguntar por el pintalabios.

—Guarda una para que tu hermano las pruebe —me dice.

Asiento.

—A Xav le encantan los escrotos.

Patty arquea las cejas. Luego agarra de nuevo el plato mientras echo una ojeada al comedor. Todo el mundo se ha levantado ya. Nadine es profesora, por eso está acostumbrada a ponerse en marcha «tempra-culo», como ella dice, incluso en verano. A veces declara que es tempra-culo de cojones. Y Xavier se despierta tempra-culo porque es un bebé tempra-culo en general.

—No tires eso —le espeta Nadine con una de sus miradas maléficas.

Xavier me dedica una sonrisa gigante desde la trona y me llama «Momo», que significa «Molly».

Y esta es mi familia en una caja de cerillas. Patty nos concibió a Cassie y a mí con el esperma de un donante, y Nadine se sirvió de ese mismo donante hace dos años para quedarse embarazada de Xavier. A la gente le cuesta entender el concepto. Algunos disfrutan diciéndome que Xavier es mi hermanastro, no mi hermano. Son los mismos que me aseguran que Abby en realidad no es mi prima. Que Nadine no es mi madre. Estoy casi convencida de que no se plantearían nada de eso si Nadine, Abby y Xavier fueran blancos.

Ni que decir tiene que odio a esa gente.

Xavier tira un trozo de plátano al suelo y empieza a lloriquear.

—No, chico —le reprende Nadine—. Se acabó el plátano. Ya está bien de tanto LOL.

—¿Acaso sabes lo que significa LOL? —pregunta Cassie desde la otra punta de la mesa.

—No me subestimes. —Nadine sonríe.

Entonces Xavier suelta otro gemidito quejumbroso. Ella se acerca y lo besa en la frente.

—Ay, mi Xavor Xav, sé bueno, anda.

Lo de Xavor Xav viene de Flavor Flav, el cantante de Public Enemy. Así es Nadine.

Patty aparece con un plato de beicon tapado con papel de cocina.

—Espero que estés preparada —le dice a Cassie.

La pasión de Cassie por el beicon es conocida en el mundo entero. Sin embargo, se aparta de la mesa con una sonrisa.

—La verdad es que no tengo hambre.

—¿Quién eres y qué has hecho con mi hija? —inquiere Nadine con cara de sospecha.

Cassie se echa a reír y se encoge de hombros. Me fijo en que no ha tocado la comida. Ni un bocado. Lo cual es sorprendente. Por lo general, Cassie es la típica chica delgada que come como si estuviera a punto de entrar en estado de hibernación.

—En serio, Kitty Cat. ¿Qué ocurre?

—Nada. No tengo… —Se queda callada y esconde las manos por debajo de la mesa. Al instante, baja la mirada.

Está leyendo un mensaje.

De Mina, me juego el cuello. Es probable que estén tramando cómo liarnos a Will y a mí. Me pongo como un tomate sólo de pensarlo.

—Bueno, Molly, ¿cómo te encuentras? —me pregunta Nadine—. ¿Estás nerviosa? ¿Asustada?

—¿Por qué?

—Por tu gran día. Hoy entras en el mercado laboral.

Frunzo el ceño.

—Sabes que no es un puesto de neurocirujana, ¿verdad? Voy a trabajar en una tienda.

—¡Momomomo! —interrumpe Xavier—. ¡Cacacacaca!

Cassie le lanza una mirada de odio.

—Eh, a mí no me llames así.

—No dejes nunca de llamarla así —dice Nadine.

Cassie hace una mueca y desliza el pie por debajo de la mesa para colocarlo junto al mío; su talón a la altura de mis dedos y viceversa. Tenemos los pies del mismo tamaño, casi al milímetro. Supongo que crecemos exactamente al mismo ritmo.

—Oye, ¿cuándo te vas? —Cassie se apoya en los puños y sonríe.

—Dentro de poco… —empiezo, pero me lanza una miradita elocuente. Pruebo otra vez—: ¿Ahora?

—¡Estupendo! Pues te acompaño al trabajo. —Y se levanta de un brinco mientras se guarda el móvil en el bolsillo trasero—. Vamos.

—Anoche Mina y yo nos estuvimos mandando mensajes durante cuatro horas —dice en cuanto salimos a la calle. Me lo suelta como si fuera a reventar.

—Guau.

—Ya.

Siento que se queda mirándome; quiere que añada algo más. O que pregunte algo. Quizá se trate de telepatía entre mellizas, pero noto sus nervios. Es como si latieran.

Por alguna razón, creo que esto no va de buscarme novio.

—¿De qué hablasteis?

—Bueno, ya sabes… —Se ríe—. La verdad es que ni siquiera sé de qué hablamos. De música. De fotografía; ella hace fotos. De todo un poco.

—Durante cuatro horas.

—Claro. —Sonríe.

—Qué bien. —Hago una pausa—. ¿Has averiguado si le gustan las chicas?

—Molly, no lo sé.

Noto un tono en su voz que me desconcierta.

—Vale —susurro.

Durante un minuto, nos quedamos tan calladas que se oye cantar a los pajarillos.

Debo decir que Takoma Park está precioso. La mayor parte del tiempo no eres consciente de ello, pero a veces te choca tanta belleza. Por ejemplo, cuando son las ocho y cuarto de una mañana de verano y la suavidad del sol se filtra a través de las ramas de los árboles y las casas están pintadas de colores, con sus columpios en el porche, sus campanillas colgantes y sus escaleras bordeadas de flores.

Lo único que quiero es contemplar las flores. Quiero caminar por Tulip Avenue y sentir hambre y sueño. Quiero que Cassie no esté molesta conmigo. Supongo que ha sido un error preguntarle por Mina. Aunque, si se va a poner quisquillosa con su vida amorosa, también a mí me molesta que se entrometa en la mía.

—En fin —dice al cabo de un momento—, esta tarde hemos quedado con Mina en el FroZenYo para hablar de la estrategia.

—¿Qué estrategia?

—Para seducir al pelirrojo. Operación Novio. Operación Un Rollo para Molly.

Dios mío. Es en serio.

Sacudo la cabeza.

—Muy bien, tenemos que…

—Molly, sé que tienes trabajo. Pero sales a las tres y hemos quedado a las tres y media.

—No quiero estorbar. No me gustaría cortaros el rollo…

—Molly. —Cassie se echa a reír—. No puedes estorbar en una heladería de yogur. La propia heladería de yogur ya es un estorbo en sí misma.

—Eso es verdad.

—Ahora en serio. —Me mira—. Necesito que vengas.

Parece sincera.

—De acuerdo —acepto por fin.

—¡Toma ya! —Extiende la mano para que se la choque—. Esto marcha, colega.

3

Vale, tal vez sea culpa mía por ser tan arrogante, pero sí que estoy algo nerviosa por empezar a trabajar, aunque no se trate de un puesto de neurocirujana. De hecho, me alegro de que no se trate de un puesto de neurocirujana; no creo que nadie quiera que le opere el cerebro, ni ahora ni nunca. Más que nada porque en estos momentos me tiemblan un poco las manos sobre el tirador de la puerta.

La tienda parece la misma de siempre; o sea, que está como si la actriz Zooey Deschanel hubiera explotado y se hubiera convertido en cinco mil manteles, platos decorados y tarjetas estampadas. Se llama Bissel. No como la marca de aspiradoras, sino como la palabra yidis que significa «un poco». En plan: «qué suerte, cuando vienes a Bissel sólo te gastas un poco de dinero y no te dejas el sueldo entero».

Me parece increíble que esté entrando en Bissel como empleada.

Soy una empleada.

Deborah y Ari Wertheim, los propietarios, esperan tras el mostrador. Siento una ráfaga de timidez.

—Hola —digo, y mi voz se vuelve tan aguda que resulta cómica. Molly la chillona. Superprofesional.

Deborah levanta la vista de la caja registradora.

—¡Molly, hola! ¡Qué bien que estés aquí! —Apoya las manos en la mesa con una sonrisa de oreja a oreja—. Estamos encantados de que trabajes con nosotros.

Es muy amable. Ambos lo son. Es lo que mejor recuerdo de la entrevista con los Wertheim. Son agradables como terapeutas, o sea, que dan la impresión de estar dispuestos a oír tus pensamientos sobre la vida y la humanidad. Están casados y forman la pareja perfecta: altos, corpulentos, con gafas de pasta. Ari es calvo y Deborah tiene una de esas melenas negras y revueltas que se recogen en un moño deshecho. A veces incluso se hace dos moñitos a lo Sailor Moon, pese a que ya debe de rondar los cuarenta. Me encanta. Además, ambos llevan unos complejísimos tatuajes de colores por todo el brazo. Sin duda, son los dos humanos adultos más guais del planeta, o por lo menos de Maryland.

—Ya comentamos la mayoría de las cosas durante la entrevista. ¿Recuerdas cómo funciona la caja?

Asiento, aunque no recuerdo absolutamente nada.

—Genial. Aunque la caja hoy está siendo aburrida, así que igual te mando al almacén con Reid. Él te enseñará algunas cosas. ¿Lo conoces?

—Creo que no.

—Ah, pues te lo presento. —Deborah me aprieta ligeramente el hombro—. Un momento.

Mientras se dirige hacia la parte de atrás de la tienda a través de la sección de bebés, intento actuar de un modo natural. Hay música, algo suave e indie. Cassie sabría de qué grupo se trata. Justo detrás de mí hay un surtido de tazas con forma de ballena. Sí, esas cosas existen. No me cabe en la cabeza cómo hay gente que entra en esta tienda y no se enamora.

Al cabo de un minuto, Deborah regresa con un chico que ya he visto por aquí alguna vez. Es alto y más bien grandote, lo que la gente suele llamar un tío fornido. Lleva una camiseta con un mapa de la Tierra Media, y sus zapatillas blancas están tan relucientes que o son nuevas o las lava en la lavadora.

—Molly, este es Reid. Reid, Molly.

—Hola —saluda él con una sonrisa tímida.

—Hola. —Sonrío yo también.

Deborah se dirige a mí.

—Molly, tú ya pasas al último curso del instituto, ¿verdad? —Asiento—. ¡Perfecto! Entonces tenéis la misma edad. Seguro que tenéis mucho en común.

La típica lógica de los adultos. Reid y yo tenemos una edad parecida; por lo tanto, somos almas gemelas. Como con los horóscopos. Se supone que debo creer que tengo un parecido significativo con todas las personas que han nacido el día de mi cumpleaños. O con todos los sagitario. A ver, si apenas tengo nada que ver con Cassie, y eso que nacimos con seis minutos de diferencia.

Pues lo siento, pero este chico ha optado por hacer publicidad de El señor de los anillos con su cuerpo. No sé si vamos a tener mucho en común.

Atravesamos la sección de bebés. Me da la impresión de que está pensando en qué decir. Me vienen a la cabeza las palabras sin sentido que suelta la gente, del tipo «pues sí», «bueno», «en fin»…

Pero Reid no dice nada de eso, sino que es en sí mismo la personificación de esas palabras. Ojalá hubiera una señal secreta que sirviera para comunicar: «HOLA. ME ENCUENTRO A GUSTO EN SILENCIO».

Tampoco es que me sienta tan cómoda en silencio, pero eso le ayudaría a relajarse.

Por un momento, nos quedamos en la puerta del almacén, rodeados de cajas de cartón y muebles rústicos de madera. Me muerdo el labio con una sensación de incomodidad e inquietud.

—Bienvenida a tu primer día —dice por fin.

—Gracias.

Sonrío y lo miro. Es tan alto que tengo que levantar la cabeza. No es feo. Y tiene un buen pelo. Esa clase de pelo de chico perfecto y despeinado, castaño, suave y ondulado. Y lleva gafas. Y tiene una boca dulce. Siempre me fijo en la boca de la gente.

—Llevas varios años trabajando aquí, ¿verdad? —comento—. Te he visto varias veces.

En cuanto lo digo, me sonrojo. No quiero que piense que ME HE FIJADO en él. A ver, en realidad sí me he fijado en él, pero no de ese modo. Me he fijado porque desentona. No parece encajar aquí. Considero que Bissel es un sitio donde la gente se preocupa por los pequeños detalles, como la textura de un salvamantel de rafia o el motivo ornamental del mango de una cuchara de servir.

Reid no tiene pinta de preocuparse demasiado por los motivos ornamentales de las cucharas de servir.

—Sí, llevo aquí desde siempre. Qué remedio. —Se encoge de hombros—. Son mis padres.

—¿Tus padres?

—Ari y Deborah.

Me llevo una mano a la boca.

—¿Ari y Deborah son tus padres?

—¿No lo sabías? —Parece que le divierte.

Sacudo la cabeza despacio.

—Jo, pues acabas de dejarme alucinada.

—¿De verdad? —Se ríe—. ¿Y eso?

—¡Porque sí! No sé. Deborah y Ari parecen tan… —Tan punkis, tan molones, tan ajenos a El señor de los anillos—. Llevan tatuajes —sentencio al fin.

Asiente.

—Sí.

Me quedo embobada.

Se echa a reír de nuevo.

—Pareces muy sorprendida.

—No, es que… —Sacudo otra vez la cabeza—. No sé.

Se produce uno de esos silencios.

—Hum, bueno, ¿quieres desempaquetar artículos de bebé? —pregunta Reid mientras empuja una caja de cartón con la punta de la zapatilla. Nos sentamos en el suelo con las piernas cruzadas al lado de la caja—. Hay que marcar el precio de todo esto con pegatinas —añade—. ¿Sabes cómo se hace?

—Sé poner pegatinas.

—Es complicadísimo —explica. Ambos sonreímos.

Agarro un pelele.

—Esto es muy de Takoma Park.

Está hecho con algodón sin blanquear, es unisex y tiene un estampado con dibujos de verduras. Tal cual. Aquí obligan a los bebés a declarar lealtad a la verdura antes de que crezcan lo suficiente como para decir: «Que te den, mamá, yo quiero helado».

—De hecho, es un nuevo pedido porque los vendimos todos la semana pasada —explica Reid.

—Y para colmo es un nuevo pedido.

—La verdura es muy popular en los tiempos que corren. —Mira hacia abajo y sonríe.

Trabajamos en silencio, colocando las pegatinas con los precios en las etiquetas y doblando de nuevo los peleles.

—Creo que también hay unos saquitos para bebé —comenta cuando terminamos.

Cojo uno y leo la etiqueta.

—Cáñamo orgánico —dice.

—Sí.

—¿En serio? —Lo miro.

Se echa a reír.

—En serio.

Entonces supongo que habrá padres a quienes les guste enrollar a sus hijos como si fueran porros.

Es divertido ver trabajar a Reid el de la Tierra Media; la persona menos delicada que he conocido en mi vida entre todos estos artículos tan delicados. Le cuesta enrollar de nuevo los saquitos; creo que tiene las manos demasiado grandes.

Quizá por eso me han contratado: por mis manos más bien pequeñas y mi supuesta habilidad para liar canutos.

De repente, me mira.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Claro.

—Sólo por curiosidad, ¿por qué te sorprende que mis padres lleven tatuajes?

Pues porque estáis emparentados.

—¿Porque son judíos? —añade.

—Oh, no. No es por eso. Ya sabía que son judíos. Quiero decir, la tienda se llama Bissel. Y su apellido es Wertheim.

Se ríe.

—El mío también. Me llamo Reid Wertheim. —Se inclina hacia mí y me tiende la mano para que se la estreche. Cuando lo hago, me sorprende su seguridad al apretar.

—Molly Peskin-Suso.

—¡Peskin! —exclama—. ¿Tú también eres judía?

—Sí.

—¿De verdad? —Se le iluminan los ojos y entonces sé lo que está pensando. No me considero una superjudía ni nada por el estilo, y nunca voy a la sinagoga. Pero tengo esa misma sensación cuando conozco a otro judío. Es como si chocáramos una mano invisible en el aire.

Y tiene gracia. Por lo general, me quedo muy cortada cuando conozco a un chico (así es como alguien acaba teniendo veintiséis flechazos y cero besos). Pero con Reid el de la Tierra Media me siento igual de nerviosa que con cualquier persona que acabo de conocer. Ni más ni menos.

Lo cual es maravilloso.

Cuando dan las tres, ya hemos desembalado, marcado y colocado seis cajas de artículos de bebé. Y hemos hablado. Hemos tenido tiempo para hablar. De momento, sé que le encantan los huevitos de chocolate de Cadbury. Cuando le pregunté si era apropiado comer huevitos en junio, me contestó que siempre lo es. Según parece, los compra a mansalva después de Pascua y así se abastece durante el resto del año.

Para ser sincera: lo respeto.

Salgo del trabajo justo a las tres y, como el metro es puntual, llego pronto a Silver Spring. Bajo por Ellsworth Drive y me quedo cerca de la puerta del FroZenYo. En esta zona hay cincuenta millones de restaurantes y todo está abarrotado de gente incluso entre semana: hay padres con sillas de bebé y chicas que, aunque parecen de mi edad, van vestidas como si trabajaran en un banco. Mis madres suelen decir que Silver Spring estaba mejor antes de la gentrificación. Da pena pensarlo. Es un rollo que los cambios sean a peor.

Me apoyo contra la fachada del edificio para jugar con el móvil. Las redes sociales son lo peor que tenemos en la actualidad. Hoy es uno de esos días en los que Facebook e Instagram están plagados de selfies que intentan aparentar que no son selfies, donde la persona aparece como mirando a lo lejos con aire desinteresado. Necesito un botón de no me gusta. En realidad no lo usaría, pero aun así lo necesito.

Empiezo a preguntarme dónde estarán Cassie y Mina. Cassie no suele llegar tarde, y ya han pasado diez minutos de la hora acordada. No sé si mosquearme o preocuparme. Pero por fin, a las 15:45, las veo aparecer: vienen juntas, riéndose por algo y con bolsas de H&M. Tan tranquilas.

No me gusta.

—Hola —saluda Cassie. Sonríe al verme—. Te acuerdas de Mina, ¿verdad?

—Del baño. Lo de la vulva —dice Mina.

No puedo contener la risa.

Tengo una faceta muy frustrante: si todo el mundo está contento, soy incapaz de seguir cabreada. Mi humor es conformista. Y es un fastidio, porque a veces quiero estar enfadada.

—Oh, cielos, me encanta tu colgante —añade Mina.

Me pongo colorada.

—Ah, lo hice yo.

—¿En serio?

—Sí, es fácil. ¿Ves? Es una cremallera vieja. —Me acerco un poco para enseñárselo—. Sólo tienes que cortar, abrir la cremallera y hacer la forma del corazón. Luego coses los extremos.

—Molly hace porquerías así todo el tiempo —explica Cassie, aunque lo dice como con orgullo.

Ambas colocan las bolsas encima de una mesa. Supongo que se han ido de compras. Lo cual me parece una actividad grupal espantosa, qué quieres que te diga. Aunque tal vez sea distinto para la gente con talla de una sola letra. Es probable que hayan posado la una para la otra. Quizás hasta se han comprado modelitos a juego.