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El movimiento hacia una fe en Dios trascendente y abstracta,
en el judaísmo, a partir del siglo V antes de Cristo, favoreció
el surgimiento de una multitud de seres intermedios que fueron
imponiendo su presencia entre Dios, que se había vuelto remoto
para el mundo, y los seres humanos. ¿No es éste, en el judaísmo,
el fenómeno de la división de dioses que fue característico de
las etapas tardías de las religiones? ¿Y no aparecieron de hecho
y adquirieron forma, aun en el judaísmo, estos seres llamados
“intermedios”? Esto se aplica particularmente a las ideas sobre
los ángeles y los demonios, que surgieron en ese tiempo, y al
dualismo del bien y el mal, que es la satanología.

Wilhelm Bousset, Hans Gressmann

y Karl-Josef Kuschel

NOTA DEL AUTOR
Δ

El semblante de los demonios, seres espirituales maléficos, ha sido difícil de aclarar a lo largo de la historia humana. El antiguo Oriente les ponía rostro personal a las mil fuerzas oscuras que adivinaba en el fondo de los males que embaten al hombre. Los babilonios tenían una demonología compleja y practicaban innumerables exorcismos mágicos para librar a las personas, las cosas y los lugares de los hechizos diabólicos o de las enfermedades, que siempre se atribuían al maleficio de algún espíritu maligno. Las ruinas y los lugares desérticos se poblaban de presencias tenebrosas, muchas veces mezcladas de animales salvajes, sátiros velludos, bucos cargados de mal. Había lugares malditos y fuerzas malignas que atormentaban al hombre. Los persas no se quedaban atrás. Pero todas las culturas religiosas antiguas tenían una idea vaporosa y flotante de esos seres elementales del mal y sucumbían a la tentación constante de granjearse su benevolencia, mediante cultos y sacrificios, como si fueran dioses. No es la intención de este libro relatar esa historia ni penetrar ese mundo que describe con profundidad y erudición el doctor Paul Carus, en su libro La historia del diablo y la idea del mal, que recorre desde el antiguo Egipto y los semitas primitivos hasta la Inquisición y la época de la Reforma.

El Antiguo Testamento bíblico —los libros de la Biblia que se escribieron antes de Cristo— utiliza el folclor que puebla con seres fantasmagóricos los lugares malditos de la tierra. La estancia de los judíos en Babilonia, a causa de las grandes deportaciones de israelitas a Babilonia, que llevó a cabo Nabucodonosor II, desde los años 597, 587 y 582 hasta el 538, cuando Ciro, el rey de los persas, decretó su repatriación, influyó con fuerza en las concepciones religiosas con respecto al demonismo. El mundo de los demonios se convertía en un universo rival de Dios. Fue el judaísmo tardío el que sistematizó el mundo demoniaco de manera más organizada. Entonces apareció la teoría de los ángeles caídos y, sobre todo, la perspectiva de un duelo mortal entre dos mundos, cuyos designios respectivos son la condenación o la salvación del hombre. Tampoco es el propósito de este libro analizar el desarrollo de la demonología en el judaísmo, ni su tránsito al cristianismo y, de ahí, al catolicismo. Paul Carus trata también esta época, y con él otros autores, como Elaine Pagels en su libro sobre Satanás, y Herbert Haag en su libro El diablo, un fantasma.

En la historia de la Iglesia hubo épocas oscurantistas, como la Edad Media y la era de la Inquisición, de la quema de herejes y de brujas, en las que florecieron tenebrosamente la creencia en el diablo y los cultos diabólicos. Esa historia pertenece a otros libros y obedece a otros propósitos, no a la intención de este escrito, que busca más bien lo que el doctor Paul Chauchard, neurofisiólogo y director de la École d’Hautes Études de París, buscaba en su libro: Un cristianismo sin mitos. No me importa tratar aquí la historia del demonio en las diferentes épocas y religiones.

A nosotros nos llegaron del judaísmo la idea y la creencia en ángeles y demonios, que se desarrollaron de diferentes maneras en distintas etapas del cristianismo. Por eso busco en la Biblia —no por mi condición de sacerdote jesuita, sino por mi condición de cristiano y por mi vocación y profesión de periodista que explora siempre la realidad para llegar lo más hondo que pueda calar en ella— los orígenes de esta creencia mitológica en seres espirituales perversos que nos complican la vida y que han imbuido de terrores la religión católica. Si hablo de la católica y no de otras religiones, no es porque sólo le dé importancia a una sobre las otras, sino porque es la que conozco mejor y no quiero hablar de lo que no sé. Hay muchos libros, como los de Elaine Pagels, que se refieren también a las otras religiones. Por lo demás, en las épocas del oscurantismo religioso y del terror diabólico, hasta más allá de la Edad Media, no había nacido el protestantismo, aunque también tuvo su propia época negra de quema de brujas y de terrores demoniacos.

La mía no es una interpretación arbitraria de los hechos de la Biblia. Se fundamenta en toda una corriente de exégesis moderna sobre la que he hecho mi investigación. En este siglo, sobre todo a partir de la encíclica Divino Afflante Spiritu, sobre las Sagradas Escrituras, dada por Pío XII el 30 de noviembre de 1943, el desarrollo de los estudios bíblicos ha sido espectacular y ha abierto avenidas de interpretación insospechadas el 15 de noviembre de 1920, cuando el papa Benedicto XV publicó Spiritus Paraclitus, su propia encíclica sobre el mismo tema. Mi interpretación se apoya en muchas de las investigaciones y de los libros publicados, aunque no los cito textualmente (véase la bibliografía). Constituyen la idea, el ambiente interpretativo, la corriente de pensamiento, la inspiración que dio vida a mi texto. A ellos, entre otros libros, otros maestros y otros amigos, debo mi bagaje de reflexión bíblica.

Si pongo el énfasis en los evangelios de Marcos y de Mateo, es porque ellos, más que Lucas y Juan, se dirigieron de manera más directa al pensamiento religioso mítico que prevalecía en la época, muy semejante al que priva en la religiosidad mexicana actual y al que se difunde en múltiples novelas y, sobre todo, películas sobre temas satánicos. Mateo escribió para la comunidad de Palestina, en la que estaba muy asentada la creencia en los demonios, que Jesús quería erradicar. Marcos escribió su evangelio para la comunidad étnicocristiana de Roma, a la que quería mostrarle que Jesús tenía poder sobre los demonios, cuya creencia quería eliminar.

Por estas razones dirijo este libro a los cristianos actuales, como parte de la búsqueda de una religiosidad de compromiso histórico y terrestre, en esta época de crisis, de conflicto y de sufrimiento humano, de pobreza y de despojo, en la que una religión mágica y mítica proporciona la fuga fácil hacia arriba, para huir de los problemas de abajo y de los seres humanos que sufren, que carecen y que necesitan ayuda.