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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Sara Wood

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En italia con amor, n.º 1585 - marzo 2019

Título original: The Italian Count’s Command

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-469-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MALAS noticias. Será mejor que te prepares –extrañamente, su hermano pareció comprensivo y preocupado.

Los dedos de Dante apretaron más el teléfono móvil.

–¿Para qué? –su corazón se aceleró, temiendo lo peor.

–Lo siento, Dante. Me temo que tengo pruebas de que tu esposa te engaña –Guido hizo una pausa, pero Dante estaba en estado de shock como para responder–. Estoy en tu casa ahora. Ella está arriba. Borracha… y… Bueno, no lleva nada de ropa. Hay pruebas concretas de que ha estado con un amante.

Su hermano siguió hablando, pero Dante ya no lo estaba escuchando. Se había sumergido en un mundo de horror que lentamente se iba transformando en furia, hasta hervirle su sangre italiana.

Entonces, era cierto. Todo ese tiempo se lo había pasado defendiendo a su esposa, con la que llevaba casado cuatro años, frente a su hermano, insistiendo en que ella no se había casado con él por su cuenta bancaria, y que lo amaba, a pesar de su fría reserva. Al parecer, se había equivocado. Se había dejado encandilar por su belleza y su pudor.

«¿Pudor?», se rió cínicamente para sí. Tal vez hasta eso había sido falso. La reserva de Miranda había desaparecido de manera espectacular siempre que habían hecho el amor. Sintió un fuego en el vientre al pensar que jamás había experimentado un placer semejante. Miranda era sensacional en la cama.

Respiró profundamente, y la tristeza se expandió por todo su ser al pensar que tal vez ella tuviera mucha práctica en el arte de dar placer a un hombre.

–¿Dónde está Carlo? –preguntó, rogando por que su hijo estuviera con la niñera, a salvo, en algún parque inglés.

–Aquí, en la casa –contestó Guido, para horror de Dante–. Gritando como un loco. No soy capaz de calmarlo.

Dante sintió el estómago revuelto, y juró en italiano. Una rabia impotente comenzó a nublarle el entendimiento y empezó a imaginar planes de venganza que perturbaban su claridad mental y su habitual equilibrio. Impresionado por lo que le estaba sucediendo, intentó deshacerse de su sed de venganza y trató de agarrarse a su cordura.

Apenas podía respirar, pero pudo gruñir:

–Estoy en un taxi, no lejos de mi casa. Estaré allí en diez minutos o menos.

–¿Diez minutos? ¿Qué? –exclamó Guido–. P… Pero… ¡No es posible! ¿No llegabas a Gatwick dentro de dos horas?

–He venido en un vuelo por la mañana temprano. ¡Santo cielo!, ¿qué importa eso ahora? –protestó Dante.

Guido pareció intranquilo por algo, pero Dante ya tenía demasiadas cosas de qué preocuparse. Abrumado por su rabia, apagó el móvil, y le dijo al taxista que se diera prisa.

 

 

Miranda estaba sacudiéndose de un lado a otro. Alguien la estaba zarandeando. Le dolía la cabeza al moverse. Intentó librarse de su atacante, pero sus brazos no le respondieron.

Gruñó. Alguien le había metido la cabeza en una cacerola y la había hervido. La sentía hinchada por dentro, volviéndola loca. Pero al menos por fin habían terminado los gritos. Habían parecido los chillidos de un niño…

–Miranda… ¡Miranda!

Alguien le agarró el brazo mientras el sonido de una voz retumbaba en el caos de su cerebro. Debía de estar enferma. Era eso. Una gripe.

–Ayudadme –balbuceó ella con la lengua entumecida.

Y se encontró con que la alzaban. Asustada, se dio cuenta de que no podía hacer nada porque sus miembros se habían paralizado. De pronto sintió un suelo frío, de cerámica, de lo que debía de ser la ducha.

–¡Abre los ojos! –gritó una furiosa voz.

No podía hacerlo. Los tenía pegados. ¡Oh, Dios! ¿Qué le estaba sucediendo? Sintió que se le revolvía el estómago, y de pronto se sintió mareada.

Oyó palabras. Amargas palabras que no comprendió. Su cerebro no podía procesarlas.

–¡Aaah! –gritó cuando sintió el agua fría en la cara. Y siguió sintiéndola despiadadamente en su cuerpo hasta que finalmente pudo abrir los ojos–. ¡Dante! –al verlo sintió un cierto alivio y dejó escapar un gemido. Todo iría bien ahora que había llegado él.

La cara de Dante estaba encima de la suya, y la fiebre parecía distorsionarla hasta dibujar en ella unas facciones amenazantes. Presa del pánico, se agarró al borde de la ducha.

–Yo… –murmuró débilmente.

–¡Estás borracha, zorra! –gritó Dante, disgustado, y se marchó.

Impresionada por su reacción, se quedó en cuclillas en la ducha, incapaz de comprender aquella pesadilla. Era eso, se dijo, una pesadilla. Tenía fiebre y aquélla era una alucinación. Si cerraba los ojos, tal vez se despertara sintiéndose mejor…

Dante apretó los labios mientras examinaba la habitación detalladamente. Las sábanas estaban revueltas. Había dos botellas de champán, dos copas. La ropa de Miranda se hallaba desparramada por todo el dormitorio. Dante tragó saliva. En el suelo había un par de calzoncillos. Y no eran suyos.

Allí estaba la prueba definitiva. Sintió que le temblaban las manos cuando aceptó una copa de coñac que le ofreció Guido.

–Te lo he estado advirtiendo desde hace tiempo –le dijo su hermano.

–Lo sé –dijo Dante prácticamente en un suspiro.

El shock que suponía la infidelidad de Miranda le había quitado toda la fuerza, todo su orgullo y seguridad. ¡Qué tonto había sido!

Se bebió el coñac de un trago y se volvió hacia su hijo, que estaba gritando como un loco cuando había llegado. Había acudido a su lado primero, por supuesto. Le había llevado varios minutos calmar a Carlo. Finalmente, su hijo se había dormido, totalmente agotado. Hasta entonces no había ido a ver en qué estado se encontraba Miranda, porque ella ya no era importante para él. No significaba nada para él.

La habría matado por abandonar a su hijo mientras se divertía con su amante. Y eso, decidió, no volvería a suceder.

Hizo las maletas. Turbado, aceptó el ofrecimiento de Guido de echar un ojo a Miranda mientras se recuperaba. Lleno de dolor, alzó en brazos a su hijo dormido y salió de la vida de Miranda para siempre.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

YA ESTÁ! –dijo Miranda.

A pesar de sus dedos temblorosos, logró meter la llave en la cerradura de su casa de Knightsbridge y quitó la alarma.

Le costaba respirar, y se preguntó por cuánto tiempo podría agarrarse a aquella aparente normalidad. Su cerebro parecía estar bloqueado, rebobinando una y otra vez la misma película hasta que explotaba de desesperación.

A pesar de los esfuerzos que había hecho en las pasadas dos semanas, había fracasado en su intento de rastrear a su hijo, o al desgraciado de su marido, que se lo había llevado. Sentía impulsos de dar patadas a todo, pero antes debía hacer algo.

Puso la maleta en el suelo con violencia, y dejó caer la bolsa de viaje de su menudo hombro. Luego atravesó el vestíbulo hacia el teléfono. Tenía la sensación de que sus piernas no le pertenecían. Era increíble que le obedecieran.

–Se terminó. ¡Voy a llamar a la policía! –dijo a su hermana y agarró el teléfono.

–¡No! –Lizzie pareció preocupada. Luego notó la mirada de asombro de Miranda y balbuceó incoherentemente–: Quiero decir… Bueno, es mejor que esto no se haga público, ¿no? ¡Piensa en el daño que le haríamos a Dante si lo acusamos de secuestro! Los Severini perderían su buen nombre…

–¿Y qué me importa?

No podía creer que su hermana sacara a relucir a toda la familia Severini. No había un solo miembro honorable en ella.

Una rabia silenciosa rugió en su interior al imaginar la cara de su cruel esposo. Inmediatamente se dio cuenta de que también le producía un gran dolor recordarlo.

Miró el teléfono, como poseída. Quería volver a tener al Dante Severini de antes. Al hombre sensual y adorable que la había seducido, cortejado y desposado en un mes. No a ese monstruo que la había tratado tan miserablemente y le había quitado a su hijo. Reprimió un sollozo y se dio cuenta de que estaba demasiado angustiada como para hablar.

Con mano temblorosa, volvió a colgar el teléfono, intentando controlarse. Porque sabía que, si daba rienda suelta a sus verdaderos sentimientos, hubiera roto todo el contenido de su casa. Y luego se habría hundido en la autocompasión.

Sólo su fuerza de voluntad mantenía su cuerpo erecto y rígido. Estaba increíblemente cansada, pero no podía dejarse llevar por lo que le parecía una debilidad. Nunca lo había hecho ni lo haría.

–Debo llamar a las autoridades. Llevo catorce días volando por ahí, intentando encontrar a Dante. Y ya estoy harta de los Severini y de su nombre.

–Es la política de la empresa…

–¡Les dije que era su esposa! ¡Les mostré mi pasaporte!

–Habían recibido instrucciones de Dante de que había una impostora…

–¿Cómo se atreve a hacerme eso? –exclamó Miranda–. ¡Jamás me han humillado tanto en mi vida! ¡Hacerme echar del edificio por los hombres de seguridad!

Recordó el terrible muro de silencio que había encontrado en el personal de las oficinas de la empresa de Dante en las mayores capitales de Europa, y se dijo que le había declarado la guerra.

–Quiero a mi hijo. Y… –tragó saliva–. Él estará necesitándome.

Se dio la vuelta impulsivamente, como para llamar por teléfono, pero tratando de disimular las lágrimas que asomaban a sus ojos.

Lo que sentía por su hijo era algo muy visceral, no podía describirse con palabras. Su niño no comprendería por qué ella ya no estaba allí, por qué no lo arropaba en la cama, por qué no lo acurrucaba, por qué no jugaba con él.

–¡Oh, Dios mío! –susurró.

Le desgarraba pensar cómo se sentiría su hijo. Pero no podía ponerse a llorar. Debía mantener la calma y estar alerta. De ninguna manera podía rendirse a la tristeza y al temor que revolvía su estómago, que la mantenía despierta durante la noche.

Dejó escapar un gemido. ¡Ni niño ni marido! ¡ Las dos pasiones de su vida hasta entonces!

En ese momento sonó el teléfono y la sobresaltó de tal modo que lo agarró desesperadamente.

–¿Sí? Habla Miranda…

Hubo un ruido al otro lado y luego el silencio. Lo que le dio la oportunidad de recobrar la compostura y volver a decir:

–Soy Miranda Severini. ¿Quién es? –intentó mantener la frialdad.

–Dante.

«¡Dante!», pensó ella. El murmullo de su voz fue tan impactante, que Miranda se agarró a la mesa donde estaba el teléfono.

De pronto su corazón se agitó con esperanza, pero no quiso darle el gusto a Dante de que la oyera suplicar por su niño. Porque sabía que se pondría a gritar histéricamente o se hundiría en el silencio de las lágrimas. Y no quería que él la viera hundida.

Con un supremo esfuerzo, se mantuvo callada. Con el corazón en un puño, esperó a que él continuase.

–¿Miranda? ¡Dica! ¡Habla!

El tono de voz de Dante hizo que a su mente acudiesen imágenes de los días felices de su amor. Sintió una punzada de dolor.

Luego apretó los dientes y se recordó lo que le había revelado Guido aquella terrible noche en que ella había tenido fiebre. Su cuñado le había servido café y le había llevado mantas para que pudiera acurrucarse en el sofá.

Ella se había dado cuenta de que Dante se había marchado con Carlo, pero no había comprendido el motivo. Todo había sido tan confuso… La comprensión de Guido con su situación había hecho que él le hiciera aquella confesión.

Le había dicho que Dante se había casado con ella para poder recibir la herencia familiar. Al parecer, había tenido un hijo para recibir el favor de su tío sin descendencia. En el momento en que el tío de Dante había muerto y había tenido la posibilidad de recibir la herencia, se había marchado con Carlo, había sido demasiado cobarde para enfrentarse a ella.

Frunció el ceño. Le faltaban algunas piezas del rompecabezas de ese día. No comprendía por qué su cama estaba revuelta, aunque suponía que debía de haberse retorcido y dado mil vueltas durante su estado febril. Tampoco comprendía por qué había dos botellas vacías de champán en el cubo de la basura. Ni quién había guardado dos copas en un armario equivocado.

–¡Miranda! –Dante la devolvió a la realidad por el auricular.

–¿Sí? ¿Tienes algo que decirme? –le preguntó ella, como si Dante fuese un amigo que tuviera que disculparse por un comentario grosero, y no el hombre que había traicionado su confianza y su amor.

«¡Amor!», repitió mentalmente. Él se había transformado en su enemigo. Un desalmado que le había dicho por e-mail que no vería más a Carlo. Y que no conseguiría un céntimo de su dinero. ¡Pero que podría mantenerse trabajando de prostituta! ¿De dónde había sacado eso? También la había acusado de estar borracha. ¿Estaba intentando conseguir motivos para un divorcio?

Hubo un silencio. Pero Miranda podía oír su respiración. Dante estaba jugando con ella deliberadamente. ¡Debía de saber lo desesperada que estaba!

Miranda intentó controlar su rabia. De pronto vio su imagen en el espejo. Y al mirarse descubrió a una mujer que no tenía nada que ver con la que llevaba en su interior.

En apariencia era una rubia fría, impecablemente arreglada a pesar de que acababa de llegar de un tedioso viaje a las oficinas de Dante en Francia, España y Milán. Todavía conservaba el moño, y su traje de color hueso estaba impecable.

Sólo que ella podía ver, a pesar del perfecto maquillaje, que había señales de ojos cansados y dolidos debajo, y que su piel dorada ya no reflejaba la luz, sino que parecía tan muerta como se sentía ella en lo más profundo de su corazón.

Pero Dante no se enteraría de nada de eso. No sabría cuánto daño le había hecho.

Además, Carlo necesitaba que ella fuera fuerte. Y por él, por su adorado hijo, se mordería la lengua hasta que le sangrase.

–Dante –dijo–. Tengo que hacer una llamada. Di lo que sea…

Dante sintió el golpe.

 

 

–Disculpa si te llamo a una hora inoportuna –dijo sarcásticamente–. Sé que mi hijo no te importa nada. Y que cuidar de él para ti es un engorro. Pero no obstante, creía que te apetecería saber cómo está, o preguntarlo al menos, como un gesto social…

Miranda tuvo que contenerse para no gritarle. Para no rogar que le dijera si la echaba de menos, para no implorarle que le dijera dónde estaba su hijo…

Pero se abstuvo.

Ella había trabajado como secretaria suya en el Reino Unido hacía cuatro años, antes de casarse con él. Y sabía bien que él poseía una obstinación y una energía insuperable para lograr sus objetivos.

Ella no había sabido entonces que necesitaba una esposa para heredar a su tío. Se ruborizaba sólo de recordar su proposición de matrimonio.

Desde la muerte de su tío, Dante se había transformado en un hombre poderoso, que conseguía todo lo que quería… Y lograría la custodia de su hijo, si se lo proponía. Se estremeció al pensarlo.

Su tío había dirigido el imperio familiar de la seda desde Milán. Desde allí suministraba la seda a todas las casas de moda del mundo. Y ella nunca había pensado que sobre Dante recaería el gobierno de aquel reino. Él nunca se lo había dicho. Pero, claro, ella nunca había contado en sus planes. Así que era lógico.

Era una pesadilla toda la situación. Salvo que jugase la última carta que le quedaba: que amenazara con deshonrar a los Severini.

Al volver de su viaje había decidido desenmascararlo públicamente y decir al mundo lo despiadado y manipulador que era. Que había sido capaz de secuestrar a un niño de tres años por orgullo y ambición, y alejarlo de los brazos de su madre, de su cariño.

¡Oh, Dios! ¡Carlo estaría tan aturdido! ¿Cómo se había atrevido Dante a utilizarla como si fuera una yegua para tener a su hijo y quitárselo luego?

–Dante –lo interrumpió–. ¿Has llamado para esto? ¿Para descargar tu rencor contra mí? ¿Para convencerte de que yo soy culpable de tus actos? Si es así, voy a colgar…

–¡No!

Miranda sintió cierta satisfacción por aquel «no» desesperado. Dante necesitaba algo. Ojalá que fuera a ella. Tal vez hubiera decidido devolverle al niño y tener hijos con otra mujer, ahora que había recibido la herencia de su tío.

Sintió náuseas al pensar eso último. En el fondo, lo seguía amando. Era imposible apagar una pasión como aquélla de la noche a la mañana.

Pero al menos había logrado no demostrar sus sentimientos, y eso a él parecía haberlo desconcertado. Así era como se trataba a los chulos como Dante.

Miranda se puso una mano en el corazón. No quería hacerse demasiadas ilusiones.

–¿Y? –le dijo Miranda.

Che Dio mi aiuti! ¡Eres una mujer fría! ¡Un verdadero monstruo!

Miranda tuvo que abstenerse de gritar. Él la había transformado en una reina de hielo, gracias a su indiferencia con ella durante el último año.

Dante carraspeó y luego agregó:

–Debes venir a Italia. Es indispensable que lo hagas –hizo una pausa–. Te he enviado un billete por correo. El vuelo es mañana. Mi chófer te irá a recoger. Estoy en la finca de mi tío.

«¡Oh, gracias! ¡Gracias!», gritó mentalmente Miranda. Seguramente habría descubierto que cuidar de Carlo en un ambiente desconocido era más difícil de lo que había supuesto. ¡Dios! ¡Cuánto le habría costado a Dante tragarse su orgullo!

Pero Carlo volvería con ella. Eso era lo importante. Volvería a tenerlo en sus brazos. A salvo. ¡Al día siguiente!

No pudo más, y dejó caer el auricular, sin siquiera responder a su marido. Y estalló en lágrimas.

Lizzie se sorprendió. Jamás la había visto llorar. Ni siquiera siete años atrás, cuando había muerto su madre. Miranda tenía entonces dieciocho años y Lizzie, doce. Y desde que su padre las había abandonado a las tres, antes de la muerte de su madre, Miranda se había convertido en el sostén de la familia, y luego en sustituta de su madre.

Dante había sido la primera persona que había llegado al corazón de Miranda. El primer hombre que la había hecho florecer y había iluminado sus ojos de ilusión. Pero Dante era muy atractivo. Hasta Lizzie lo admitía, mucho más carismático que su hermano menor, Guido, quien dirigía la oficina de Londres.

Lizzie se mordió el labio inferior con sentimiento de culpa. Temía lo que pudiera decir Miranda si se enteraba de que estaba saliendo con el desenfrenado Guido. Pero ella tenía una vida también, ¿no? La familia Severini era rica, y ella también quería ser parte de la misma. Le daba miedo la situación actual, en que Miranda había quedado al margen de la familia, sin ninguna aportación económica y con la perspectiva de quedarse sin casa también.

Lizzie se estremeció al recordar los tiempos de su infancia en que no habían tenido un céntimo. Desde que Miranda se había casado, se había acostumbrado a vivir en una casa estupenda cerca de Knightsbridge, y a cargar todos sus gastos en la cuenta de Dante.

Así que, ahora que el puesto de Miranda peligraba, tenía que ser ella quien ocupase su lugar. Si Dante no volvía a estar con Miranda, sería ella quien consiguiera un Severini, para seguir llevando la vida de lujo que tanto le gustaba.

 

 

–¡Mira esto, Miranda! ¡Es increíble! –exclamó Lizzie.