INVICTUS

 

 

 

SIMON SCARROW

 

Título original: Invictus

Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados

Primera edición: noviembre de 2017

Primera edición en e-book: diciembre de 2018

© Simon Scarrow, 2016

© de la traducción: Ana Herrera, 2017

© de la presente edición: Edhasa, 2017

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-6312-8

Producido en España

Para Louise

LMLX

NOTA DEL AUTOR SOBRE LA GUARDIA PRETORIANA

A pesar de la notable reputación de la Guardia Pretoriana a lo largo de los años, los orígenes de lo que se convirtió en formación de élite del ejército romano fueron muy humildes y prácticos. En la época de la república, el término usado para un cónsul que actuaba como comandante militar en campaña era «pretor». Aquellos que lo acompañaban, sus amigos, en el fondo personal y guardaespaldas propios, eran conocidos colectivamente como «guardia pretoriana».

Es probable que tales formaciones tuvieran una escala bastante pequeña y temporal en los primeros tiempos de la República romana. Sin embargo, con la rápida expansión de la influencia de Roma durante y después de las guerras con Cartago, el ejército adquirió una identidad cada vez más permanente y profesional. Esto incluía a los guardaespaldas de los ambiciosos generales de aquella república tardía. En la época del enfrentamiento final entre Octavio y Antonio, ambos líderes tenían guardaespaldas organizados en varias cohortes que los acompañaban en campaña y que combatieron con alguna distinción.

Tras la derrota de Antonio, Octavio adquirió el título de Augusto y se convirtió en el primer emperador, aunque hizo todo lo posible por preservar la ilusión de que Roma todavía seguía siendo una República. En un esfuerzo por unir las fuerzas que habían peleado entre sí durante muchos años, una de las medidas que adoptó Augusto fue amalgamar sus unidades pretorianas con las de Antonio, creando así lo que finalmente se conoció a partir de entonces como Guardia Pretoriana.

Los deberes de la Guardia eran proteger a la persona del emperador tanto en Roma como en las diversas peregrinaciones imperiales, así como mientras estuviera en campaña. También podían desplegarse en Roma para controlar a la multitud, en caso necesario, y para disuadir a los conspiradores y aplastar a los disidentes. Además, actuaban como batallones de la muerte imperiales cuando se les requería. En los primeros tiempos, Augusto hizo lo posible por ocultar la verdadera escala de su poder. De ahí su referencia a sí mismo como «primer ciudadano», en lugar de ostentar un título más ambicioso. El mismo enfoque se aplicó a la Guardia. Sólo tres cohortes tenían su base en Roma, y se alojaban dispersadas por toda la ciudad en lugar de tener unos barracones centrales ostentosos. Las otras cohortes estaban de guarnición en ciudades cercanas, dispuestas para acudir a Roma si surgía la necesidad.

Este enfoque más bien discreto convino a Augusto, pero, a su muerte, quedó claro que la República había expirado y que Roma sería gobernada por emperadores. Augusto fue sucedido por su hijastro Tiberio, que demostró su favor y después su plena confianza en el prefecto de la Guardia, Sejano. Fue este Sejano el responsable del desagradable papel que correspondió a la Guardia a partir de entonces. Uno de sus primeros «logros» fue persuadir al nuevo emperador de que concentrase las cohortes de la Guardia en Roma, y les construyó un campamento en la colina Viminal, gran parte del cual todavía subsiste hoy en día. No había límites para la ambición de Sejano, que conspiró cuidadosamente hacia su objetivo final, que era convertirse en heredero de Tiberio. Cualquier rival, cualquier persona que supusiera una amenaza, eran asesinados despiadadamente. Hasta el año 31 d. C. Tiberio no acabó por reconocer la amenaza que suponía e hizo ejecutar a Sejano.

Por aquel entonces, era cosa sabida que la Guardia tenía un poder considerable, y que los emperadores tenían que manejarla con mucho cuidado. Tristemente, el sucesor de Tiberio, el trastornado Calígula, no había aprendido la lección, y cometió el error de ridiculizar a un oficial importante de la Guardia, de tal modo que el soldado en cuestión, Cherea, conspiró para asesinar a Calígula y a su familia inmediata. Como tantos otros conspiradores, Cherea no había planeado nada para después de la muerte del emperador, y la confusión en Roma fue enorme tras los asesinatos. El Senado debatía con urgencia la necesidad de volver a los días de la República, mientras la Guardia saqueaba el palacio, anticipándose al hecho de poder acabar siendo innecesarios, en el caso de que ya no se requirieran sus servicios. Pero resultó que algunos guardias dieron con un superviviente de la familia imperial escondido, Claudio, y se lo llevaron al Campo Pretoriano. Claudio –o más probablemente, uno de sus consejeros... (un aplauso para él: Narciso)– tuvo el ingenio suficiente para sugerir que, si los pretorianos apoyaban su demanda y él sucedía a Calígula, procuraría que se les recompensara con largueza. Y, efectivamente, fueron bien recompensados: un soborno que representaba la paga de cinco años para cada hombre de la Guardia. No era la primera vez que se compraba su lealtad. Tiberio había regalado a cada hombre mil denarios después de la ejecución de Sejano, para endulzar la píldora de la ejecución de su comandante. Pero el soborno pagado por Claudio estableció un precedente y, a partir de entonces, la Guardia Pretoriana fue la más leal... que podía comprar el dinero.

La vida en la Guardia Pretoriana era todo lo cómoda que podía ser dentro del ejército romano. Los soldados recibían una paga que era tres veces la de los legionarios, servían menos años y recibían una bonificación mayor cuando se retiraban. Disfrutaban de buenos alojamientos y asientos privilegiados en las carreras de carros y las luchas de gladiadores. Aunque los rangos superiores estaban tentados de usar su influencia política, los guardias de a pie se contentaban con permanecer neutrales, mientras no se pusieran en peligro sus intereses directos, y por eso los emperadores les daban recompensas frecuentes.

Para unirse a la Guardia, se necesitaba estar en forma y ser de buen carácter. Algunos hombres fueron transferidos a la Guardia de las legiones como recompensa por sus buenos servicios. Como las legiones, la Guardia se entrenaba con dureza, y podía entrar en la lucha si se los llamaba. Tuvieron un breve papel en la campaña de Britania, en el año 43 d. C., por ejemplo.

Existen disputas sobre el tamaño de las cohortes pretorianas, pero sería razonable suponer que fueran de la misma escala que el resto del ejército. Cada una de las cohortes estaba dirigida por un tribuno, en lugar de los centuriones de rango superior de la formación. La diferencia principal, en concreto, era que llevaban túnicas de un blanco roto en lugar de las rojas o marrones de las legiones. Hay muchísimas pruebas que sugieren que sus escudos eran ovales, en lugar de rectangulares como los de las legiones. Para el propósito de este libro he hecho que los guardias llevasen lanzas, en lugar de jabalinas, ya que las lanzas serían más útiles para intimidar a la multitud de Roma, que era una de las funciones clave de la Guardia.

Aunque está novela está ambientada en un periodo temprano del Imperio, por aquella época la posición clave de la Guardia Pretoriana en el mundo político de Roma ya estaba firmemente establecida..., y ¡ay del emperador que no consiguiera mantener a su lado a los pretorianos!

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DRAMATIS PERSONAE

En Roma

Quinto Licinio Cato, prefecto

Lucio Cornelio Macro, centurión

Emperador Tiberio Claudio Augusto Germánico

Agripina, cuarta mujer de Claudio

Nerón, hijo de Agripina y sobrino nieto de Claudio

Británico, hijo de Claudio de su tercera esposa, Mesalina

Narciso, liberto imperial griego, partidario de Británico

Palas, liberto imperial griego, amante de Agripina y partidario de Nerón

Legado Aulo Vitelio, parte de la facción de Nerón

Senador Lucio Aneo Séneca, rico terrateniente

Lucio Escabaro, posadero

Cayo Gánico, guardia

Polidoro, maestro de ceremonias en el palacio imperial

En la mina

Procurador Cayo Nepo, responsable del suministro de oro del emperador

Segunda Cohorte Pretoriana

Tribuno Aulo Valerio Cristus

Centuriones Placino, Secundo, Porcino, Petilio, Musa, Pulcher

Cayo Getelo Cimber, magistrado de la ciudad de Lancia

Metelo, optio de Pulcher

Sentiaco, optio de Petilio

Pasterico, optio de Nepo

Coleno, optio de la Cuarta Cohorte Pretoriana

Otros

Iskerbeles, líder rebelde

Carataco, rey britano capturado por la tribu de los catuvelaunos

Julia, mujer de Cato fallecida

Lucio, hijo de Julia y Cato

Senador Sempronio, padre de Julia

Petronela, niñera de Lucio

Amatapo, encargado en casa de Julia

Tito Pelonio Aufidio, magistrado de Asturica Augusta

Caleco, rebelde

Publio Balino, gobernador de Hispania Tarraconensis

Cayo Glaeco, jefe del gremio de comerciantes de olivas

Mico Eschleo, tratante de esclavos

Cayo Hetio Gordo, magistrado superior de Antium Barca

Entre las garras crueles de la suerte

no lloré y resistí con entereza

los golpes del azar me dieron fuerte,

pero ni herido agacho la cabeza.

Más allá de este mundo de ira y llanto

acecha de las sombras el horror.

Los años que amenazan entre tanto

me encontrarán alerta y sin temor.

William Ernest Henley,

«Invictus»

PRÓLOGO

Provincia de Hispania Tarraconensis, principios del verano del 54 d. C.

Se oyeron gritos iracundos procedentes de la enorme multitud cuando arrastraron al prisionero, parpadeando, bajo la luz del sol que bañaba el foro en el corazón de Asturica Augusta. Llevaba más de un mes encadenado en una de las oscuras celdas que se encontraban bajo la sede del Senado, esperando a que el magistrado romano regresara de su finca agrícola para pronunciar la sentencia. Ahora, el magistrado estaba de pie en los escalones de la sede del Senado, rodeado de todas las personas importantes de la ciudad, vestidas con sus mejores togas y túnicas bordadas, dispuesto a dictar sentencia. Pero quedaban pocas dudas entre la multitud y en la mente del prisionero sobre su destino.

Iskerbeles había abatido y matado al funcionario que llegó a su pueblo para exigir esclavos en lugar del pago de la deuda que se debía a un senador de Roma fabulosamente rico. Había matado al desventurado liberto enviado a recaudar la deuda frente a centenares de testigos y a los soldados auxiliares que lo escoltaban. No importaba que el funcionario acabara de dar la orden de apresar a diez niños del pueblo ni que el golpe hubiera sido dado en un momento de ira. Iskerbeles era un hombre robusto, de ojos oscuros y orgullosos bajo una frente recia. Había golpeado al liberto en la cara, lo había hecho caer al suelo y éste se había abierto el cráneo con el pico de un abrevadero de piedra. Fue un cruel giro del destino, más cruel aún cuando el oficial a cargo de los auxiliares ordenó a sus hombres que hicieran prisionero al jefe del poblado, junto con los niños. A los niños se los llevarían para ser vendidos como esclavos, pero Iskerbeles sería juzgado por asesinato y condenado a ejecución pública.

La última vez que vio a su mujer, ésta, desesperada, abrazaba a sus dos hijas pequeñas y sollozaba entre los pliegues de su túnica. Un día de marcha llevó a los cautivos a Asturica Augusta, y allí Iskerbeles fue tirado y encadenado en una celda, mientras que a los niños los ataron a una columna, donde los condenados iban a ser vendidos en el mercado de esclavos, en la capital provincial de Tarraco. Desde entonces, estaba medio muerto de hambre y los pesados grilletes de hierro habían abierto dolorosas llagas en sus muñecas. Tenía el pelo enmarañado, y estaba tan sucio con su propia porquería, que los diez guardias que lo custodiaban lo escoltaban a distancia, empujándolo con las puntas de sus lanzas para obligarlo a avanzar dando tumbos a través de la multitud, hacia los pies de la escalinata.

Los gritos enfurecidos de los habitantes del pueblo y de todos aquellos que habían acudido desde los campos de alrededor empezaron a desvanecerse al ver su penoso estado, y cuando hicieron que se detuviera a los pies de la escalinata, en el foro se había hecho un silencio sombrío. Incluso los hombres de los puestos de esclavos, en el extremo más alejado, hicieron una pausa y se volvieron a mirar hacia la sede del Senado, atrapados en la tensa atmósfera.

–¡Tú, incorpórate! –susurró uno de los guardias, clavando la culata de su lanza en la espalda del prisionero. Iskerbeles avanzó tambaleándose medio paso y se irguió, desafiante, para mirar al magistrado. El centurión que estaba a cargo de la escolta se aclaró la garganta y aulló, con voz de plaza de armas, para que todo el mundo en el foro pudiera oírle:

–¡Muy honorable Tito Pelonio Aufidio, magistrado de Asturica Augusta!, te presento a Iskerbeles, jefe del pueblo de Guapacina, para que se le juzgue por el asesinato de Cayo Democles, agente del senador Lucio Aneo en Roma. El crimen tuvo lugar los Idus del mes anterior, presenciado por mí mismo y los hombres de la escolta a quienes se había encargado proteger a Democles. Ahora espera tu juicio.

El centurión bajó con decisión la barbilla, inclinando de ese modo la cabeza, y se apartó a un lado. El magistrado descendió unos pocos escalones para poder ser visto en pie, junto a los demás senadores locales y funcionarios de la ciudad, pero aun así sobresaliendo por encima de la multitud reunida ante él. Aufidio adoptó una expresión desdeñosa mientras examinaba sus rostros. No se podía negar la enorme hostilidad que reinaba allí. Por el atuendo sucinto y el pelo enmarañado de muchos de ellos, dedujo que la gente del prisionero estaba mezclada con los habitantes de la ciudad, y que no les haría ninguna gracia lo que estaba a punto de pasar. Habría problemas, pensó el magistrado, y se sintió muy aliviado por haber tomado la precaución de disponer que el resto de los soldados auxiliares estuvieran preparados en la calle, junto a la casa del Senado. Aunque el primer emperador, Augusto, había declarado la pacificación de Hispania hacía casi cien años, aquello sólo había sido posible tras dos siglos de conflictos. Todavía quedaban algunas tribus en el norte que se negaban a arrodillarse ante Roma, y muchos más todavía que seguían siendo recalcitrantes, en el mejor de los casos, y nada les gustaría más que desprenderse del yugo romano. En realidad, reflexionó Aufidio, resultaba muy sorprendente que un pueblo tan orgulloso y guerrero hubiese llegado a aceptar la pax romana. Sencillamente, la paz no estaba en su naturaleza.

Y por eso había que gobernarlos con mano de hierro. Arrugó la frente, lleno de preocupación.

–No existe duda alguna de que cometiste el crimen. Hay numerosos testigos del hecho. Por tanto, me veo obligado a decretar la pena capital. Sin embargo, antes de hacerlo, en nombre de la justicia romana, doy al condenado una última oportunidad de suplicar el perdón por sus actos, y hacer las paces con el mundo, antes de pasar a las sombras. Iskerbeles, ¿quieres decir unas últimas palabras?

La mandíbula del jefe del pueblo tembló, y el hombre cogió aire con fuerza antes de responder con voz alta y clara:

–¿Justicia romana? ¡Escupo a la justicia romana!

El centurión levantó el puño, a punto de golpearlo, pero el magistrado le hizo señas de que retrocediera.

–¡No! Dejadle hablar. Dejad que se condene a sí mismo más aún, a ojos de la ley, y ante toda esta gente.

El soldado, de mala gana, volvió a su posición, e Iskerbeles curvó sus labios hacia abajo lleno de desdén, antes de continuar:

–La muerte de ese maldito hijo de puta de liberto fue justicia natural. Vino a nuestro pueblo a quitarnos el grano, el aceite y todo lo que teníamos de valor. Como nos negamos a sus exigencias, amenazó con llevarse a nuestros hijos. Puso las manos en un hijo de nuestro pueblo y, por lo tanto, yo lo maté. Por accidente, no a propósito.

Aufidio negó con la cabeza.

–Eso no importa. La víctima actuaba de acuerdo con su deber legal. Reclamaba una deuda en nombre de su amo.

–El mismo amo que había hecho un préstamo a nuestro pueblo cuando las cosechas se perdieron, hace tres años, y que luego subió el interés cada aniversario del préstamo para que nunca se lo pudiéramos acabar de pagar.

El magistrado se encogió de hombros.

–Es posible que fuera así, pero eso es legal. Tú mismo discutiste con el senador Aneo a través de su agente. Ya conocías los términos antes de poner tu sello en el documento en nombre de tu pueblo. Por tanto, el senador estaba actuando en su perfecto derecho al reclamar el pago íntegro.

–Íntegro más intereses... ¡El doble del préstamo original! ¿Cómo íbamos a pagarle? Y no somos las únicas víctimas de ese perro vil. –Iskerbeles se volvió a medias para dirigirse a la multitud–: Todos conocéis al hombre al que maté. El vil Democles, que no sólo engañó a mi pueblo, sino a casi todos los pueblos de esta región. Sus hombres ya habían secuestrado a cientos de personas de nuestra tribu cuando no pudieron devolver el dinero a su amo. La mayoría han sido condenados a las minas, en las colinas. Allí trabajarán hasta morir de agotamiento, o acabarán enterrados vivos en los túneles excavados en los acantilados, que son trampas mortales. ¡Nadie necesita que le recuerde los horrores de las minas!

Aufidio sonrió.

–Y sin embargo tú quieres recordárnoslos. El destino de esos condenados en las minas es bien conocido, Iskerbeles. Pero es el castigo merecido para todos aquellos que infringen la ley.

–¡Ja! Hablas de ley. Una ley que nos han echado encima nuestros amos romanos. Una ley que es poco más que una herramienta para justificar el robo de nuestro oro, nuestra plata, nuestra tierra, nuestros hogares y nuestra libertad. La ley romana es una afrenta a la naturaleza, un azote en contra todas las fibras de nuestra dignidad, hasta la última. –Hizo una pausa y miró a la multitud–. ¿Qué criatura puede ser tan despreciada como para soportar esa vergüenza? ¿Acaso sois perros sarnosos, que os rebajáis a suplicar que os arrojen los restos de comida y laméis las botas de aquellos que os azotan y os dejan morir de hambre hasta la completa sumisión? ¿Es que no hay nadie que se oponga a la tiranía de Roma? ¿Nadie?

–¡Abajo Roma! –gritó una voz desde el corazón de la multitud. La gente se volvió a mirar. Otra vez sonó aquel grito, y se añadió más fuego aún a la ira que iba en aumento. Entonces un hombre se adelantó entre la multitud, agitó el puño y gritó:

–¡Muerte a Aufidio! –Era un hombre muy robusto, con la cabeza rapada, y llevaba un manto de pastor envuelto en torno al cuerpo. Agitó su puño en el aire y empezó a salmodiar, y aquellos que le rodeaban se unieron a él.

El magistrado retrocedió medio paso ante la protesta general y rápidamente se volvió hacia el centurión.

–Lleva a cabo la sentencia. ¡Sácalo de aquí! ¡Ahora!

El centurión asintió y se aclaró la garganta:

–¡Escoltas! ¡En sus puestos en torno al prisionero!

Levantando sus escudos y lanzas, los auxiliares formaron una apretada pantalla alrededor de Iskerbeles, y el centurión agarró el extremo suelto de la cadena que colgaba desde el cuello del prisionero y le dio un tirón, obligándolo a caminar.

–Vámonos.

Empezaron a recorrer la escalinata a los pies del edificio del Senado y se dirigieron, por el extremo del foro, hacia la calle que conducía a la puerta este de la ciudad. Más allá se encontraba una colina baja con promontorios suaves, en cuya cima la ciudad ejecutaba a sus criminales. Mirando hacia arriba, por encima de los tejados de la ciudad, Iskerbeles pudo ver las diminutas figuras de la partida que habían enviado por delante para cavar el agujero del poste y construir el marco de madera en el cual lo iban a crucificar. Entonces, con un doloroso tirón de la cadena, el centurión lo hizo pasar por la calle estrecha. Como la mayoría de los asentamientos romanos bien establecidos, las calles principales de Asturica Augusta estaban llenas de pequeñas tiendas, y por encima de ellas se habían construido pisos adicionales para acoger a la floreciente población de la ciudad.

El centurión ladró una orden para que los que estaban en la calle despejaran el camino, y los habitantes de la ciudad hicieron lo que pudieron para apartarse a un lado. Las mujeres cogieron a sus hijos más pequeños y los más ancianos se apartaron con dificultad de la calzada y se subieron a las aceras. Detrás del prisionero y su escolta, la multitud llenaba la calle; sus gritos iracundos quedaron atrapados entre las paredes que se alzaban a ambos lados, y su estruendo resonó en el aire cálido. El centurión miró al prisionero por encima de su hombro y dijo, despectivo:

–Tu gente no chillará tanto cuando te vean clavado y puesto en alto.

Iskerbeles no contestó a aquella bravata, sino que se concentró en permanecer de pie, mientras lo arrastraban por la calle empedrada. En torno a él, los auxiliares pasaban a empujones por entre los mirones que llenaban las aceras.

–¿Qué ha hecho este hombre? –preguntó un viejo arrugado al centurión.

–No es de tu incumbencia –replicó el oficial–. ¡Despeja el camino!

–Es Iskerbeles –respondió al anciano una mujer gorda.

–¿Iskerbeles? ¿El jefe Iskerbeles?

–Sí, pobre hombre, lo van a ejecutar. Por matar a un prestamista.

–¿Ejecutarlo? –El viejo escupió en la calle, a los pies del auxiliar más cercano–. Pero eso no es un crimen. O no debería serlo.

La mujer levantó los puños.

–¡Soltadlo! Perros romanos... ¡Dejadlo libre!

Los que estaban a su lado rápidamente se hicieron eco de su grito, y éste se extendió a lo largo de toda la calle y apareció en la boca de la multitud que seguía a la pequeña partida de soldados. Pronto, el sonido ensordecedor de su nombre resonó en los oídos de Iskerbeles y su escolta, y el caudillo no pudo evitar esbozar una sonrisa de satisfacción, aun consciente de estar siendo conducido hacia una muerte dolorosa. La gente de su tribu, y muchos de los nativos que habían acudido a vivir en las ciudades, continuaban albergando el mismo espíritu de resistencia hacia aquel invasor contra el que llevaban tantas generaciones luchando. La paz proclamada por los romanos les había costado el precio de verse pisoteados bajo sus botas, e Iskerbeles rezaba a la diosa Atecina para que desatara toda su furia contra Roma e inspirase a sus seguidores para que mataran y quemaran a los invasores y los echaran a todos al mar.

A poca distancia por delante, varios hombres jóvenes habían salido de una posada y preguntaban de qué iba aquel tumulto. Cuando Iskerbeles levantó la vista, se fijó en sus túnicas limpias y las mejillas bien afeitadas y comprendió quiénes eran: la progenie de las familias más ricas de la ciudad, que desde hacía mucho tiempo se habían puesto de parte del invasor y habían adoptado con entusiasmo los aires y los modales de Roma. Unos pocos de aquellos jóvenes todavía llevaban jarras glaseadas en las manos, y el más cercano la levantó y brindó, pronunciando su brindis en voz alta.

–¡Muerte a los asesinos! ¡Muerte a Iskerbeles!

Algunos de sus compañeros le arrojaron una mirada ansiosa, pero la mayoría repitió el brindis y abucheó al prisionero, que se acercaba entonces. La mujer gorda se volvió hacia ellos al instante y, levantándose el dobladillo de su andrajosa estola, corrió por la acera y atravesó con una bofetada la cara del cabecilla, con su mano carnosa.

–¡Idiota borracho!

Puede que estuviera borracho, pero aguantó bien el golpe y meneó la cabeza suavemente para aclararse las ideas, y después, cerrando la mano derecha, golpeó en el rostro a la mujer con el puño, le rompió la nariz e hizo que un hilo de sangre brotara de ella.

–¡Cierra la boca, bruja! A menos que quieras unirte a tu amigo cuando lo crucifiquen...

La mujer se llevó una mano a la nariz, luego se miró la sangre que tenía en la palma y dejó escapar un agudo grito, mientras se arrojaba hacia el joven con los puños volando por los aires.

–¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! ¡Explotadores!

Sus gritos eran tan fuertes que aquellos más cercanos de entre la multitud callaron y miraron en su dirección. Al instante adivinaron la naturaleza del enfrentamiento, y en un movimiento hacia la posada, corrieron a unirse al ataque de la mujer contra los jóvenes, que de repente se habían convertido en símbolo de todo tipo de desgracias. Los puños volaron, se agarraron del pelo, se chillaron insultos y los pies se dispararon en un estallido de rabia incontrolable. De inmediato, la refriega se expandió por toda la calle delante del prisionero y su escolta. El centurión se detuvo y dejó escapar un explosivo resoplido.

–Joder, estupendo... Lo que nos faltaba. –Tendió la cadena a uno de sus hombres y levantó su recio bastón de sarmiento–. Permaneced bien juntos mientras atravesamos la calle. Y no quiero que nadie se meta en líos. Cascadles si se interponen en el camino, pero nada más. Ya está lo bastante jodida la cosa, no quiero que ninguno de vosotros dé una excusa a estos hijos de puta. ¿Está claro? Bien, entonces manteneos juntos, y vamos, adelante.

Hizo un gesto hacia la calle con el bastón y empezó a avanzar a paso lento, pero constante. A medida que el pelotón se aproximaba a la parte exterior de la violenta pelea, el centurión levantó de nuevo el bastón de sarmiento y dijo:

–¡Despejad el camino!

Un hombre con un solo brazo miró a su alrededor nerviosamente y se escabulló hacia un lado de la calle, pero el resto continuó luchando sin prestar atención.

–Bastante bien –murmuró el centurión. Levantó el bastón y lo dejó caer sobre los hombros del hombre que tenía más cerca. Su víctima se tambaleó entre la multitud con un gruñido de dolor, y el oficial usó el bastón de nuevo, esta vez para pinchar con la cabeza nudosa en la espalda de una mujer. Ésta cayó de rodillas y él la arrojó a un lado con la otra mano, y se metió en el hueco. Sólo tuvo que repartir unos pocos golpes más hasta que los ciudadanos se dieron cuenta del peligro y comenzaron a esforzarse para apartarse de su camino. Los soldados siguieron adelante, usando sus escudos para abrirse camino a través de los que luchaban. Mientras, Iskerbeles hacía lo posible por permanecer de pie, y entre tanto los hombres que tenía a cada lado lo iban zarandeando. Cuando se liberaron de la multitud, llegaron a un cruce de calles, y un movimiento fugaz a un lado atrajo la atención de Iskerbeles. En la calle que cruzaba, vio un pequeño grupo de hombres vestidos con mantos oscuros que corrían a través de un cruce paralelo. Y luego desaparecieron.

Un fuerte tirón de la cadena reclamó su atención de nuevo, y el auxiliar encargado de dirigirlo gruñó:

–Mueve el culo.

El soldado hablaba el dialecto local con leve acento nada más, e Iskerbeles lo miró con dureza.

–Tú no eres romano. Eres del este de la provincia, ¿verdad?

El auxiliar se encogió de hombros.

–Barcino.

–Entonces eres uno de los nuestros. ¿Por qué sirves a estos perros romanos? ¿Es que no quieres ser libre?

–¿Libre para qué? –El soldado se rió ásperamente–. ¿Para ser un campesino peludo que lucha para sobrevivir cultivando algún trocito de tierra de mierda? Si eso es libertad, te la puedes quedar.

Iskerbeles entrecerró los ojos.

–¿Es que no tienes corazón? ¿Ni orgullo? ¿Ni vergüenza?

–La única vergüenza que siento es al oírte refunfuñar. –El soldado dio un tirón rápido a la cadena–. Así que cierra la boca, amigo, y ahórrame los sermones.

Libre de la multitud, el centurión aumentó el ritmo y, cuando la calle se desvió hacia la izquierda para rodear un pequeño templo, la puerta de la ciudad quedó a la vista. Los centinelas se espabilaron al ver a un oficial y se cuadraron conforme se aproximaba. A diferencia de los auxiliares, no eran soldados en realidad, sino hombres reclutados por el Senado local para cobrar el impuesto de aduana por entrar en la ciudad. Iban equipados con armas y una armadura barata, para representar su papel. El centurión apenas les dirigió una mirada y condujo a su pelotón a través de las sombras de la puerta, hacia la luz del sol que brillaba en el campo abierto, detrás de las murallas. El camino estaba pavimentado durante unos pocos kilómetros, pero luego se convertía en un sendero polvoriento que se abría camino entre las colinas de la región. Una fila de carros de comerciantes y mulas pesadamente cargadas, conducidas por campesinos, esperaban para entrar en la ciudad, y apenas miraron de soslayo al prisionero cuando pasó a su lado. Un comerciante de caballos y sus compañeros, que llevaban una larga reata de animales, se quedaron a la retaguardia de la fila, y el centurión miró con ojos envidiosos a aquellos caballos, comparándolos con las monturas de mala calidad que su cohorte tenía que aprovechar como podía.

Cerca de la puerta, un camino se extendía desde la carretera que subía hasta la cima de la colina usada para las ejecuciones, y el centurión y sus hombres fueron subiendo hacia allí, donde el grupo de trabajo ya les esperaba. Un pequeño grupito de gente del pueblo permanecía a un lado, esperando para presenciar el espectáculo, y aquellos que habían estado sentados se pusieron de pie al acercarse el condenado y su escolta. Iskerbeles notó que se le encogía el estómago en un doloroso nudo al ver los maderos cruzados que yacían junto a la pequeña pila de tierra suelta y de piedras extraídas del suelo para formar el agujero del poste. Había conseguido ocultar sus sentimientos hasta aquel momento, y ahora rechinaba los dientes, decidido a no traicionarse ante sus enemigos. Sería bueno ocultar el temor y el dolor y mostrar desdén y desprecio por Roma hasta su último aliento. Que la gente del pueblo presenciara aquello y que los que continuaran la lucha contra el invasor sacaran fuerza de su ejemplo.

–¡Moved el culo, vamos! –exclamó el centurión, y medio se volvió para señalar a Iskerbeles–. Aquí tenéis a vuestro cliente. Clavadlo bien y rápido, para que podamos seguir nuestro camino.

El decurión a cargo del grupo de trabajo sacudió una mano, dándose por enterado, y se volvió para murmurar unas órdenes a sus hombres, que estaban agachados en torno a los gruesos maderos y las herramientas con las que prepararían la ejecución. Estaban sentados de espaldas a los auxiliares que se aproximaban, y no se molestaron en moverse al oír el sonido de las botas claveteadas que resonaban en el suelo quemado por el sol.

–¡He dicho que de pie! –aulló el centurión, avanzando al mismo tiempo con el bastón levantado para golpear al hombre que tenía más cerca, que había desafiado su orden inicial. Pero entonces vio una mancha oscura de sangre seca junto al madero del crucifijo. Había más manchas en el suelo. Se detuvo de repente, y un escalofrío hizo que se le erizara el vello. Entonces vio los pies desnudos que sobresalían detrás de unos afloramientos rocosos cercanos, y al instante se pasó el bastón a la mano izquierda y sacó su espada.

–¡Emboscada! ¡A las armas!

Antes de que los asombrados escoltas pudieran responder, aquel hombre gritó una orden en la lengua nativa y los hombres del grupo de trabajo se pusieron en pie de un salto, con las espadas y lanzas en la mano, y cargaron hacia los soldados romanos. Los mirones que hasta ese momento se mantenían a un lado también arrojaron sus mantos y bajo ellos aparecieron más armas. Corrieron hacia los auxiliares y su prisionero sin pronunciar una sola palabra. Iskerbeles, que había estado intentando prepararse y endurecerse para la terrible perspectiva de que le perforaran las muñecas y los tobillos con unos clavos de hierro, sintió un brote de júbilo ante la súbita posibilidad de salvación. El hombre que había representado el papel de decurión a cargo del grupo de ejecución se adelantó a sus hombres, enarbolando su espada ante el centurión y formando con ella un arco salvaje. Este último, sin embargo, era un profesional competente y se había entrenado durante muchos años para momentos como aquél. Se agachó y paró el golpe, y luego usó su bastón de vid para golpear a su enemigo con un golpe en la cabeza, y aunque le dio de refilón, lo hizo trastabillar hacia atrás. El oficial auxiliar miró a su alrededor, a sus hombres.

–¡En formación!

La sorpresa de la emboscada se desvaneció enseguida, y los soldados levantaron sus escudos y bajaron las puntas de sus lanzas, preparándose para la carga, a la que se enfrentaban desde dos direcciones. El hombre al que habían encargado sujetar la cadena del prisionero dudó un momento, sin saber si dejarla caer y unirse a los demás o bien continuar custodiando al prisionero. Iskerbeles subió sus manos cargadas de grilletes, agarró la cadena y golpeó con ella el casco del hombre. El metal chocó contra el metal y el soldado retrocedió varios pasos dando tumbos, con expresión aturdida, tropezándose con la espalda de uno de sus camaradas, de modo que casi caen ambos hombres al suelo con estrépito. Se abrió un hueco entre dos de los auxiliares, e Iskerbeles cerró las manos levantadas y corrió hacia la abertura todo lo rápido que le permitió la cadena que pasaba entre los grilletes de sus piernas. Con el brazo derecho por delante, empujó a un escolta a un lado e intentó correr unos pasos más, pero la cadena le hizo tropezar y cayó cuan largo era, a no más de tres metros de los soldados romanos.

El centurión lo señaló con su bastón.

–¡No dejéis que se escape ese hijo de puta!

Uno de sus hombres se adelantó y echó atrás el brazo de la lanza, dispuesto para disparar. Iskerbeles rodó de lado, levantando las manos en un intento inútil de protegerse del golpe. Guiñó los ojos mirando al soldado, que se veía negro contra el deslumbrante fondo del sol radiante. Entonces otra silueta golpeó el costado del auxiliar y lo envió dando tumbos hacia un lado, con un fuerte estruendo, y el escudo del soldado golpeó el suelo rocoso. Por el rabillo del ojo Iskerbeles vio levantarse una hoja y caer tres veces, y luego una mano le agarró el brazo y lo ayudó a ponerse en pie. Ante él apareció la cara sonriente del hombre que, entre la multitud, había pedido la muerte de Aufidio.

–Bien hallado, Caleco, amigo mío.

–Los saludos después –jadeó el hombre–. Primero, matemos a los romanos.

Ayudó a Iskerbeles a alejarse a una distancia segura, y luego corrió de nuevo hacia el nudo de combatientes junto a la cima de la colina. Varios hombres ya habían caído entre el polvo, tres de ellos soldados. Sus camaradas ahora luchaban espalda con espalda junto a su centurión. Pero les sobrepasaban en número, y la intrépida ferocidad de sus atacantes aseguró el resultado. Uno por uno, fueron abatidos y acuchillados con frenéticos tajos de las hojas y golpes de los venablos, hasta que sólo el centurión y dos de sus hombres quedaron aún con vida, medio agachados, desafiando con la mirada a los hombres que les rodeaban y con las armas todavía empuñadas, dispuestos para repeler cualquier ataque. Como si se hubieran puesto de acuerdo sin decir nada, ambos bandos se apartaron el uno del otro, y los veinte guerreros más o menos que quedaban emboscados se situaron a la distancia de dos espadas en círculo en torno al trío de auxiliares. Todos respiraban con agitación, preparándose para continuar la lucha.

–¡Arrojad vuestras armas! –les gritó Iskerberles.

Los labios del centurión se curvaron hacia abajo, lleno de desdén, pero antes de que pudiera replicar, uno de sus hombres dejó caer la espada y soltó el asa de su escudo, de modo que éste también cayó junto a su hoja. Su camarada miró al centurión y a continuación hizo lo mismo.

El centurión bufó.

–Cobardes...

–¡Rendíos! –ordenó Iskerbeles–. ¡Ahora mismo, o moriréis!

El oficial rechinó los dientes y se volvió lentamente, para cubrir todos los ángulos con la mirada, mientras los dos supervivientes del grupo de escolta se alejaban de él. Entonces suspiró con frustración, se levantó y arrojó su espada y su bastón a los pies de Iskerbeles.

–Quizás escapes ahora, pero pronto te seguiremos el rastro y te cazaremos como se caza a un perro.

–¿Ah, sí? –Iskerbeles sonrió–. Pues eso tendremos que verlo. Caleco, quítame estas cadenas.

El hombre de las tribus se acercó y sacó el clavo que unía el aro del cuello, y los grilletes de cada mano, y luego se inclinó a quitar las que llevaba en los tobillos. Iskerbeles se frotó con suavidad los rojos verdugones que se habían formado en su piel, mientras contemplaba los rostros de su pueblo.

–Estáis locos, todos vosotros. Los romanos se habrían quedado satisfechos con mi sangre, nada más, por el crimen del recaudador. Ahora nos matarán a todos.

–¡Sólo si les damos la oportunidad! –rió Caleco. Señaló con un dedo a los tres auxiliares–. Y si luchan como esos cobardes de ahí, entonces no tenemos nada de qué preocuparnos...

Iskerbeles frunció el ceño.

–Tienen hombres mucho mejores que éstos que pueden mandar contra nosotros. No os confundáis. Si iniciamos una lucha contra Roma ahora, será una lucha sin cuartel. Sólo podemos ganar si sobrevivimos el tiempo suficiente para inspirar a las demás tribus y unirlas a nosotros. –Hizo una pausa para dejar que sus siguientes palabras consiguieran todo el efecto deseado–: Las probabilidades están en nuestra contra. Nuestra y de todo nuestro pueblo. Los romanos no se contentarán con perseguirnos sólo a nosotros. Vendrán a por todos. También a por nuestras mujeres y nuestros niños. ¿Estáis dispuestos a poner en peligro todo eso, amigos míos? Pensadlo con mucho detenimiento.

Caleco echó la cabeza atrás y soltó una carcajada antes de responder.

–¿Crees que no hemos hablado de todo esto? Todos y cada uno de nosotros. Hemos hecho un juramento para rescatarte, jefe Iskerbeles. Tú nos conducirás a la victoria, o a la muerte.

Iskerbeles respiró sin dejar de mirar los rostros expectantes, que esperaban su reacción. Entonces meneó la cabeza.

–Sois unos locos..., pero sea. Hasta la victoria, o la muerte.

Caleco levantó en el aire el brazo con la espada y los vítores surgieron de sus labios. Los otros lo imitaron. Iskerbeles hacía rodar la cabeza y flexionaba los músculos. Luego se agachó a coger la espada del centurión y examinó el arma. Estaba muy bien equilibrada, y el mango de marfil, desgastado con el uso. Aun así, la hoja estaba muy cuidada, bien afilada, y asintió aprobadoramente al centurión.

–Conoces tu oficio.

–Sí. Y sé que la recuperaré antes de que pase mucho tiempo. Lo juro. Por Mitra.

–No vendrá a ayudarte, romano. No, si nuestros dioses pueden evitarlo. Y a falta de todo ello, no si mis amigos y yo podemos evitarlo.

El centurión soltó un bufido, burlón.

–¿Vosotros? No sois más que un puñado de campesinos que apesta a cabra y a sudor. Esta vez nos habéis sorprendido, lo admito. Pero la próxima vez estaremos preparados, y entonces veréis de lo que son capaces los soldados de Roma.

–Quizá. –Iskerbeles miró hacia la puerta de la ciudad y vio a los centinelas que estaban allí protegiéndose los ojos para poder ver lo que sucedía en la cima de la colina. Uno de ellos ya se daba la vuelta y echaba a correr dentro de la ciudad para dar la alarma–. Será mejor que nos vayamos. Vamos a las colinas antes de que manden a alguien a por nosotros.

–Ya había pensado en eso. –Caleco se volvió hacia el camino y agitó el brazo de un lado a otro. De inmediato, los hombres que fingían ser vendedores de caballos saltaron a sus sillas y condujeron a las reatas de monturas colina arriba–. Estaremos a kilómetros de distancia antes de que consigan levantar sus gordos culos romanos y empiecen a perseguirnos.

–Bien hecho –Iskerbeles sonrió, aprobador. De repente, su expresión se endureció–. Pero entonces, ¿qué será de nosotros? Seguramente quemarán nuestro pueblo hasta los cimientos. Tendremos que llevarnos a las mujeres y los niños y escondernos en las montañas.

Su camarada se encogió de hombros.

–No será fácil, pero conocemos el terreno. Sobreviviremos.

–¿Sobrevivir? –Iskerbeles frunció el ceño, pensativo–. No. Con la supervivencia no basta. No dejaré que nuestro pueblo viva perseguido como si fuéramos perros hambrientos. Ellos no se lo merecen. Debemos darles una causa por la que luchar, amigo mío. Debemos levantar el estandarte de nuestra tribu y convocar a todo el mundo para que se alce y luche contra Roma. A menos que podamos expulsarlos de nuestra tierra, nunca seremos otra cosa que sus esclavos.

–¿Crees que puedes luchar contra Roma? –Las cejas de Caleco se alzaron con sorpresa ante el atrevimiento de su jefe. Bajó la voz, para que los demás hombres no lo oyeran–: ¿Has perdido la cabeza? No podemos derrotar a Roma.

–¿Por qué no? No seríamos los primeros en intentarlo en Hispania. Ni tampoco los últimos si fracasamos, eso te lo garantizo. Viriato y Sertorio estuvieron muy cerca de la victoria. Sólo fracasaron porque los traicionaron. Yo no cometeré el mismo error. –Los ojos del caudillo relampaguearon–. Además, la provincia está madura para la revuelta. Nuestra gente no es la única sometida por el yugo enemigo. Hay hambre de rebelión, y nosotros satisfaremos ese apetito, amigo mío. Nuestro ejemplo dará estímulo a todos aquellos que odian a Roma..., pero no es momento ahora de hablar de estas cosas. Lo haremos más tarde, cuando hayamos conducido a nuestro pueblo a un lugar seguro.

Caleco asintió, y estaba a punto de volverse hacia los caballos que se aproximaban, cuando hizo una pausa y señaló a los tres supervivientes de la escolta del prisionero.

–¿Y qué hacemos con ellos?

Iskerbeles pensó en el centurión y sus camaradas un momento, antes de decidirse.

–Matad a los soldados. En cuanto al centurión, sería una lástima no hacer uso del crucifijo y de esos clavos...

CAPÍTULO UNO

Puerto de Ostia, a un día de marcha de Roma

–¿Qué es todo este jaleo, amigo? –preguntó Macro al posadero, señalando con un gesto a la multitud ebria que se encontraba en el extremo más alejado de la taberna El botín de Neptuno. Varios hombres hablaban con un tono alterado mientras compartían una gran jarra de vino. Un par de prostitutas de la posada se habían unido al grupo y se sentaban en el regazo de los hombres, probando suerte por si caía algo de vino y, posteriormente, algo para su negocio, si ésta les sonreía.

Sin responder a la pregunta, el posadero, un individuo bastante baqueteado con un parche que le cubría un ojo, fijó su mermada mirada en su cliente y aventuró una suposición.

–Supongo que acabáis de bajar de algún barco, ¿no?

Macro asintió como respuesta a la bronca pregunta y señaló a un compañero, alto y larguirucho, que estaba usando el borde de su manto para secar la superficie de un banco que se encontraba al lado de la entrada. Tras quitar toda la porquería que pudo, Cato se sentó con una mueca rápida, con su silueta recortada ante la luz intensa que procedía del exterior. La calle estaba muy transitada y los gritos de las gaviotas que buscaban restos, dando vueltas en el cielo de un azul claro, penetraban entre la barahúnda de voces y los gritos de los vendedores callejeros. Aunque estaban sólo a media mañana, el calor ya era opresivo y la sombra de la posada proporcionaba un refugio muy agradable del sol abrasador.

–Eso es. Necesitaba beber un poco antes de coger el barco para subir por el Tíber hacia Roma.

–¿El barco? No creo que tengas esa suerte. Ya no quedará espacio en ningún barco ahora mismo. Se avecina un día de fiesta en la capital, de modo que todos los barcos estarán llenos de vino, festines y turistas. Tendrás que ir por carretera, amigo mío. ¿Irás solo?

–No. Voy con el prefecto, ése de ahí.

–¿El prefecto? –El único ojo del posadero se abrió mucho, y luego astutamente se entornó, reconsiderando a sus últimos clientes. No llevaban ningún signo externo de rango ni de riqueza. Ambos hombres iban vestidos con mantos militares y túnicas sencillas. El más bajo, el que estaba en la barra, llevaba unas recias botas de soldado, pero las de su compañero, el prefecto, eran de piel y parecían caras, teñidas de rojo. Ambos llevaban pequeños morrales colgados al hombro, y el bulto que se notaba en cada uno era indicio de una bolsa llena de monedas. El posadero esbozó una sonrisa mellada.

–Siempre es un placer servir a caballeros de calidad. De modo que él es un prefecto... ¿Y tú? ¿Tienes el mismo rango?

–Yo no –Macro le devolvió la sonrisa–. Yo trabajo para vivir –se dio unas palmaditas en el pecho–. Centurión Macro. Últimamente de la Legión Decimocuarta, sirviendo en Britania, y antes de la Segunda Augusta, la mejor legión de todo el ejército. De modo que, como he dicho, ¿qué es lo que pasa? Toda la ciudad parece estar de muy buen humor.

–¿Y por qué no, señor? Tú deberías conocer el motivo mejor que nadie, dado que vienes de Britania. Hemos acabado con ese tal rey Carataco, el único que ha conseguido tomar el pelo a nuestros generales.

Macro suspiró.

–No hace falta que me lo digas. Ese hijo de puta era tan resbaladizo como una anguila, y tan orgulloso como un león. Es bueno que finalmente lo hayamos derrotado. Pero ¿qué pasa con él? Lo último que supe de Carataco es que lo enviaban a Roma cargado de cadenas.

–Y así ha sido, señor. Él y los suyos han pasado seis meses en la prisión Mamertina mientras el emperador decidía qué hacer con ellos. Y ahora ya conocemos qué pasará. Claudio ha decidido que todos ellos desfilen por Roma y los lleven al templo de Júpiter para estrangularlos allí. Va a ser una buena celebración. Su señoría va a dar un festín a la ciudad y va a organizar cinco días de luchas de gladiadores y carreras de carros en el Circo Máximo. –El posadero hizo una pausa y se encogió de hombros–. Por supuesto, Ostia estará tranquila como una tumba cuando ocurra. Malo para el negocio. Así que tengo que vender ahora todo lo que pueda. ¿Qué tomarás, señor?

–¿Qué es lo mejor que tienes? Nos merecemos algo bueno para celebrar que volvemos a casa. Nada de esos meados aguados que vendes a los clientes que acaban de bajar de los barcos, ¿eh?

El posadero adoptó un aire ofendido y aspiró aire con fuerza, y luego tensó el cuello, indignado.

–Yo no llevo ese tipo de establecimiento, señor. Te comunico que Lucio Escabaro sirve los mejores vinos que se pueden encontrar de todas las posadas de Ostia.

«Eso no es decir gran cosa», pensó Macro. Aquella posada, como todas las que se amontonaban en las calles junto a los muelles, disfrutaba de un comercio exagerado debido a los recién llegados, desesperados por tomar una bebida, así como aquellos que necesitaban una antes de embarcarse. Tales clientes se mostraban inclinados a pensar más en los efectos que en el sabor de las mercancías de los posaderos.

–Bueno –lo intentó de nuevo–. ¿El mejor que tienes?

El posadero hizo una seña hacia una pequeña hilera de jarras que estaban en el estante superior, detrás del mostrador.

–Recibí una mercancía muy buena de Barcino el mes pasado.

–¿Buena cosecha?

–Sí, lo es, señor.

Macro asintió.

–Una jarra entonces, y dos vasos. Que estén limpios. El prefecto tiene sus normas.

El posadero frunció el ceño.

–Y yo también, señor. ¿Queréis algo de comer para acompañarlo?

–Quizá más tarde. Cuando el vino nos caliente la tripa, después del viaje desde Massilia. Una buena tormenta.

–Muy bien, señor. Haré que una de las chicas prepare algo bueno, por si queréis comer. Y hablando de chicas: son limpias, bien dispuestas y conocen muchos trucos. Por un buen precio.