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foca investigación

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ISBN: 978-84-16842-19-3

Sara Rosenberg

La voz de las luciérnagas

La huella roja

Con la colaboración de

Vera Rodionova

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Este libro, de carácter documental, narra el viaje de la autora a Rusia, donde vivió en una comuna creada por el movimiento Esencia de Tiempo (Sut Vremeni), inspirado por Sergei Kurginyan, y asistió a su Escuela de Verano en la que participaron seiscientas personas venidas de todas las regiones de Rusia, así como de Alemania, Canadá, Francia o Australia.

Pero en absoluto estamos ante la simple visión de unos utópicos. En sus testimonios no sólo se ponen de manifiesto opciones vitales que se oponen al rampante modelo neoliberal que nos tratan de imponer como paradigma único a escala global, sino que, además, se obtiene una sorprendente –por desconocida– radiografía de la Rusia posperestroika, en la que aflora un sentimiento de pérdida con respecto al mundo soviético que nada tiene que ver con la nostalgia. Gracias a ellos podemos tener acceso a una realidad ocultada sistemáticamente por los medios occidentales: las injerencias exteriores para desmantelar el Estado soviético y dar paso a un Estado criminal que sólo con Putin (quien, curiosamente, no recela de la URSS) empieza a superarse; la forzada creación de la identidad nacional ucraniana; la reivindicación de la etapa soviética (reconociendo errores, cómo no) por rusos de todas las edades y clases sociales, que han visto cómo se les han robado aquellos logros sociales para dar paso a la nada.

No es mucho lo que sabemos de la Rusia actual, por lo que este libro ayudará al lector a comprender el pensamiento y la voz singular de la nueva generación de izquierda nacida después de la implosión de la URSS.

Sara Rosenberg (Tucumán, 1954) estudió artes y filosofía, y se especializó en literatura dramática y dramaturgia. Exiliada por motivos políticos, ha vivido en diversos países antes de establecerse en Madrid, donde da clases de literatura y dramaturgia. Autora de algunos documentales, ha publicado diversos libros, entre los que cabe señalar las novelas Un hilo rojo (1998), Cuaderno de Invierno (2000), La edad del barro (2003), Contraluz (2008), además de cuento juvenil (La isla Celeste, 2010), poesía y crónica (Dur­mientes, 2012) y obras de teatro (Esto no es una caja de Pandora, 2013). En 2004, en Italia (Nápoles), recibió el premio de dramaturgia «La escritura de la diferencia» por la obra El tripalio.

Prólogo

«La huella roja»

El intento de analizar la realidad de Rusia está destinado casi al fracaso si no eres ruso. Y aun así, entender este país después de la desaparición de la URSS tampoco es fácil. En Occidente se alaba la Perestroika y se ha endiosado a Gorbachov. En Rusia se ve la Perestroika como una catástrofe y a Gorbachov se le odia, literalmente. Junto con Yeltsin, son los dos dirigentes peor valorados de todos los que han gobernado Rusia en el siglo xx y lo que se lleva del xxi y quienes los defienden no llegan ni siquiera al 10% de la población.

En el 2017 fue el centenario de la Revolución de Octubre y en Rusia todos los sectores, incluido el Kremlin, estuvieron obligados a conmemorarla. ¿Cómo? Cada cual la interpreta a su manera, pero todos tienen que tener en cuenta una realidad: el sentimiento prosoviético es muy fuerte, hasta el extremo de que los principales dirigentes soviéticos (Lenin, Stalin, Brézhnev –curiosamente no es así con Jruschov, el adalid de la desestalinización–) son valorados muy favorablemente por más de la mitad de la población, según todas las encuestas. Y esto es así desde hace 16 años. Los rusos, las rusas, tardaron un tiempo en darse cuenta del engaño que había supuesto el yeltsinismo y sus promesas capitalistas, al que sucumbieron con toda facilidad y sin la menor resistencia. No hay en la historia ningún ejemplo de una organización, de un partido, que haya sucumbido con tanta facilidad a algo como el PCUS.

Teniendo en cuenta que la Perestroika destruyó la URSS hace 25 años, y que con la pos-Perestroika se intentó destruir todo vestigio –y legado– soviético, estos datos son más que relevantes. La gente se ha dado cuenta de lo que eso supuso, de lo que perdió y aunque ya no se puede recuperar sí se puede evitar una mayor destrucción. Eso lo entiende ya casi todo el mundo. Incluido Putin, que está sabiendo jugar muy bien con este sentimiento mientras mantiene en puestos clave a connotados neoliberales. Una de cal y otra de arena, aunque la cal no sea otra cosa, o preferentemente, que lo que da color mientras que la arena es sobre lo que se asientan los cimientos. Porque la celebración del Día de la Victoria, el 9 de mayo, el día en que los nazis capitularon ante el Ejército Rojo, ya se ha institucionalizado convirtiéndolo en un acto que encauza todos esos sentimientos prosoviéticos sin un contenido reivindicativo para que no hagan mucho daño al poder.

En medio de todo ello hubo algunos sectores que intentaron hacer frente al desastre. Unos, como el Partido Comunista de la Federación Rusa, lo hicieron desde unos parámetros casi continuistas con el PCUS; otros, que nunca renegaron del comunismo pero que vieron en el PCUS y en el PCFR unas estructuras tanto anquilosadas como muy influenciadas por el viento que llegaba desde Occidente, crearon sus propias organizaciones más o menos seguidoras de la tradición comunista; otros se quedaron, simplemente, en sus casas, desorientados, desarmados, casi aniquilados moralmente. Nunca entendieron cómo una organización con 20 millones de militantes permitió con tanta facilidad su derrota.

En un primer momento muchos de estos últimos se refugiaron en el PCFR, que llegó a alcanzar muy buenos resultados electorales, pero su conservadurismo y escasa capacidad de innovación le hicieron retroceder una y otra vez. Esa gente, anónimos militantes y comunistas que nunca renegaron de su ideología, se sintió, aún más, desamparada.

Pero siempre mantuvieron sus convicciones. Se convirtieron en pequeñas luciérnagas emitiendo luces aquí y allá, sólo con la finalidad de que esa luz (roja) no se perdiese. Tengo presente la imagen de un anciano que junto a su hijo, con una bicicleta que tenía un megáfono casero en el manillar y con una bandera roja con la hoz y el martillo, salieron a conmemorar el día en que el Ejército Rojo liberó de los nazis su ciudad. Durante más de cien metros caminaron solos, la gente se limitaba a mirarlos. Alguno sí se acercó a animar al anciano. Los dos seguían su camino, no decían nada. Sólo salía por el pequeño megáfono una canción: La guerra sagrada[1]. Algunos caminantes se llevaban las manos a los ojos para enjugar las lágrimas, otros comenzaron a aplaudir a su paso. Luego algunos comenzaron a seguir al anciano y a su hijo, que continuaban su camino por la calzada, muy cerca de la acera, con la cabeza alta, la bandera ondeando al viento, y pronto se formó una pequeña manifestación. ¿Un simple recuerdo de la victoria sobre el fascismo? ¿Una reacción de un pueblo vencido que intenta aferrarse a algo? Tal vez, pero fueron dos luciérnagas iluminando la oscuridad, dos luciérnagas que decían que es una vergüenza entregar todo sin luchar.

Unas luciérnagas esperando el verano, esperando el buen tiempo para lucir con todo su esplendor. Tal vez esperando el estallido de una chispa que encendiese una luz hacia la que podrían confluir sin temor a quemarse. En ese momento el anciano y su hijo fueron las chispas, pero eran efímeras. Tenía que llegar una chispa más grande (el periódico de los bolcheviques se llamó así, Iskra, chispa) para que en toda la pradera comenzasen a juntarse las luciérnagas.

Esa chispa apareció en forma de programa de televisión. Alguien tenía que decir en voz alta y clara lo que muchos pensaban, y ese alguien apareció como un catalizador: sorprendiendo, analizando, verbalizando lo que muchos opinaban pero no se atrevían a expresar, o no sabían cómo hacerlo. Ese alguien tiene un nombre, Sergei Kurginyan, y a su alrededor se comenzaron a agrupar las luciérnagas hasta dar forma a esa brillante pradera. Pequeña, por ahora, como diría Hugo Chávez, pero luminosa. Una de las entrevistadas en este libro, después de relatar su soledad, su desa­sosiego, cómo la pos-Perestroika destrozó a su familia (quedarse en la ruina, con los ahorros consumidos con rapidez), a sus amigos (alcoholismo) y casi a ella viendo cómo todos los de su alrededor vacilaban respecto a su orgullo y sus valores (la extensión del caos), a lo que ella se resistía con tenacidad («sientes que algo está mal, y buscas respuestas»), lo dice clara y llanamente al ver esa chispa en la televisión: «Sentí que había encontrado algo y que por fin lo entendía». Este es casi un lugar común y una opinión unánime entre las personas que aquí aparecen y que son la punta del iceberg de algo más grande.

Esto es lo que ofrece este apasionante libro de Sara Rosenberg. Toda esa gente que se sentía sola, que durante la desaparición de la URSS estaba mayoritariamente en la niñez, hoy ha dado un paso al frente y se plantea recuperar no sólo la URSS (otra Unión Soviética, la que llaman «la URSS 2.0»), sino honrar y continuar la lucha de sus abuelos y abuelas, quienes lo dieron todo por una sociedad más justa y que vieron cómo sus luchas, sus esfuerzos, sus vidas eran traicionados incluso por sus hijos. Porque cuando las luciérnagas que recoge Sara hablan, siempre, o casi siempre, hay referencias a ellos, esos héroes y esas heroínas que supieron transmitir a sus nietos y a sus nietas unos anhelos y unas esperanzas que tal vez habían perdido al ver que sus hijos se habían convertido en conformistas e indiferentes, tanto con lo que había como con lo que apareció después y que llevó a la destrucción de la URSS. Una de las voces que recoge Sara lo dice: «La generación de nuestros abuelos defendió el país, pero la de nuestros padres se entregó sin lucha y somos nosotros, los nietos de aquellos que pusieron la bandera roja sobre el Reichstag, los que tenemos que tomar el relevo y reconstruir el país». Otra dice que esa sensación de conformismo e indiferencia que se vivía «era la sensación fundamental de la generación de los supervivientes de los noventa». Así es como se consideran muchos, supervivientes a la pos-Perestroika porque fue como un enorme tsunami que se llevó por delante casi todo y a casi todos, porque se quiso quitar el pasado al pueblo ruso y, con ello, le querían quitar su futuro. Olvidar su historia, sus raíces, ser occidentales ante todo, sobre todo y por encima de todo. Una especie de carpe diem que no tiene nada que ver con lo que dijo el poeta romano Horacio sino con lo de vivir el momento sin preocuparse del futuro. Vivir, o malvivir hoy sin preocuparte del mañana, no hacer esfuerzos prolongados en el tiempo y sólo atender a las debilidades, a los miedos, a las inseguridades. Por eso la importancia del gesto del anciano y su hijo, solos con su bici, su megáfono y la canción, un gesto que recordaba a los demás, a los hombres y mujeres grises en que se habían convertido los rusos, que hubo un pasado y que con ese pasado podía haber no sólo un futuro, sino un presente; de ahí la importancia de las luciérnagas que con su luz lo indicaban.

Sara Rosenberg es argentina de origen y de corazón, aunque lleva muchos años residiendo en el Estado español (España, para otras latitudes). Es por ello por lo que en las entrevistas que ofrece aparecen muchas referencias a su país y a América Latina. Porque una de las características de estas luciérnagas rojas que ella ha recogido en su libro es que conocen bastante bien la política internacional. Lo hacen porque estudian, se forman, debaten, no improvisan. Eso hace la conversación infinitamente más interesante en casi cualquier tema: teatro, poesía, música, política, filosofía… La impresión es que hay una atmósfera cultural y política que es buena para el debate y para el pensamiento, que está a años luz de cualquier otra (mirémonos a nosotros mismos) en la que la discusión siempre es corta y de nivel intelectual más bien bajo. Sara lo dice también mientras respira el aire fresco donde viven las luciérnagas que recoge en su libro: «Aquí la pasión es un estado de ánimo. Lo más importante es transmitir la pasión que cada uno de los entrevistados pone en sus palabras. En la castigada y deprimida Europa y en la España de hoy la pasión es un lujo o un recuerdo de otros tiempos». Y escuchando la voz de estas luciérnagas relatando sus vivencias, sus impresiones, sus opiniones, sus esperanzas no se puede menos que recordar que las luciérnagas eran ya símbolos importantes en la América prehispánica, donde las llamaban «las estrellas del bosque». Así que casi se cierra el círculo cuando aparece un elemento sorprendente: la religión. En Rusia son ortodoxos y desde el Occidente católico siempre se les ha visto mucho más conservadores que al resto de cristianos. Como cualquier otra religión, está presente en la mentalidad de las personas. Por eso tal vez chirríe la apelación a cuestiones y valores religiosos (como la defensa a ultranza de la familia tradicional) en gente que se proclama comunista, pero –y aquí vuelve a salir de nuevo América Latina– en ocasiones aparece la referencia a la teología de la liberación que circuló, y se desarrolló, allí durante muchos años y fue de la mano de los marxistas en muchos lugares. Si existen esas similitudes no se puede asegurar en lo que dicen las luciérnagas, pero que hay esas inquietudes es evidente, puesto que se aboga sin tapujos por una síntesis entre cristianismo y socialismo «a la rusa».

En un bosque de una pequeña localidad rusa se asienta una co­muna. No tiene nada que ver con una comuna hippie. Es una comu­na política de una organización donde se están recogiendo las luciérnagas, Sut Vremeni (Esencia del tiempo). Hay quien dice que es más una secta que una organización. Hay quien dice que no es otra cosa que un nuevo instrumento de Putin y del Kremlin. Hay quien dice que son algo así como «neorrojos conservadores». ¿En qué se diferencia esta organización de otras que también se proclaman seguidoras y defensoras del legado soviético? Pues básicamente en que hacen hincapié en que fueron los propios soviéticos, los militantes del PCUS que no resistieron a la decadencia de los cuadros y el núcleo dirigente (nomenklatura, apparátchik, etc.), quienes contribuyeron al derrumbe («falta de formación y de pasión»), y que no sólo fue responsabilidad de «ellos», los otros enemigos tradicionales (imperialismo, CIA, etc.). Un amigo me dijo no hace mucho que el espacio postsoviético es una parada de seres extraños…

Sut Vremeni tiene cinco años de vida y tal vez sea uno de esos seres extraños. Se dicen muchas cosas de esta organización, pero pocas son las veces que se le da voz fuera de Rusia. Esa es una de las virtudes de este libro, que da voz a las luciérnagas. Cuando en televisión se dieron cuenta de lo que habían hecho con la aparición de Kurginyan, el programa desapareció. En otros países también ha pasado algo parecido tanto con personajes como con programas. La diferencia es que en Rusia ese personaje sigue estando entre los 15 principales «ideólogos» del país, entre las 15 personas que tienen más influencia tanto entre la elite política como entre la población, como reconoce una encuesta que apareció el 25 de marzo de 2017.

Vivir, soñar, construir. Eso es esta comuna, modesta pero auto­suficiente. Autogestionada. Quienes en ella viven (muchos con sus niños) han hecho casi todo, desde habilitar sus propias viviendas hasta sus lugares de trabajo. Uno de ellos, el principal y en el que se sustenta la economía de esta peculiar comuna, es la serrería. «Es una vida cultural y física en común que de alguna manera nos forma como personas, se elimina la atomización, el individualismo y la frustración de la gente que se genera en la sociedad capitalista actual», dice una de sus integrantes. A tenor del relato sobre la serrería y los trabajos para ampliarla en unas condiciones que parecen imposibles, con temperaturas de casi 40º bajo cero, parece que este es un objetivo conseguido. Un reto de esta magnitud, aunque sea pequeño y circunscrito a una simple comuna, pone de relieve que se sigue la vieja máxima soviética que decía «No digas puedo, hazlo». Tiene mucho del Hombre Nuevo del que hablaba el Che –otro de los lugares recurrentes que aparecen en el libro–.

Sobre todo porque se entronca una filosofía de vida con una práctica de vida. También se dice aquí: «No podemos ofrecer a la sociedad sólo teoría. Marx sería sólo un filósofo sin Lenin y los bolcheviques. Podemos quedarnos limitados a un nivel de movimiento intelectual si no desarrollamos una praxis que demuestre nuestras ideas y las ponga a prueba». Y otro apunta: «Todos comprendimos que lo que cada uno sabía a nivel teórico se hizo práctica». Eso me recuerda otro pasaje, cuando unas mujeres que han pasado a la Historia, con mayúscula, salían a combatir a los nazis con sus aviones Polikarpov Po-2 de cabina descubierta, noche tras noche, a esas bajísimas temperaturas de menos 30-40º durante la ocupación alemana de la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial, La guerra sagrada que relata la canción que el anciano y su hijo hicieron sonar en el megáfono de su bicicleta en los tiempos más duros de la pos-Perestroika. Esas mujeres son conocidas como «Las brujas de la noche» y siempre dijeron que actuaron así no sólo porque era su deber, sino porque eran comunistas y que el (la) comunista lo demuestra en la práctica.

Es el embrión de algo, político, económico, social, cultural, para lo que no hay plazo pero que se extiende más allá de la propia Rusia. A Osetia o a Ucrania, por ejemplo. Espera un poco, a esa parte de Ucrania que siempre ha sido y se ha sentido rusa, donde las luciérnagas tienen que apagar su luz para evitar la muerte y sólo la recuperan en el Donbáss, donde combaten al fascismo con las armas en la mano. Porque negar el fascismo en Ucrania, amparado, financiado y sostenido por el muy democrático Occidente (EEUU y la Unión Europea), es como negar que hay noche y que hay día. Y ahí están las luciérnagas emitiendo su luz para recordarlo, para contar qué pasó en el golpe del Maidán, para explicar qué y quién quiso hacer fracasar la rebelión antifascista en el Donbáss (algo desconocido en el Estado español, que ha ensalzado de forma muy acrítica a determinados personajes de los primeros tiempos de la resistencia en el Donbáss). Pero no sólo hablan, combaten. Porque algunos de los entrevistados son milicianos en el Donbáss, testimonios imprescindibles para entender mejor un conflicto que tiene unas raíces muy claras.

La lucha contra el fascismo es vital en Rusia y fuera de Rusia. Esa parada de seres extraños de la que hablaba mi amigo hace que, también, el zar Nicolás II sea uno de los personajes más valorados por los rusos hoy, pese a que las encuestas en este centenario de la Revolución de Octubre apuntan que el 88% de los rusos no desea el retorno de la monarquía (un porcentaje que ha subido en los últimos 16 años). Así que si, por un lado, se valora a los principales dirigentes soviéticos y se defiende su legado, por otro se habla bien de uno de los máximos exponentes de la decadencia rusa, aunque no se quiera ni oír hablar de un retorno de la monarquía. Este es el asidero al que hoy se agarra la extrema derecha rusa, que también existe. Y esta es la consecuencia, otra más, de la decadencia ideológica que había en los últimos años de existencia de la URSS y que dejó abonado el camino para la pos-Perestroika y la destrucción del legado soviético.

Recuperar todo ello no es tarea fácil ni efímera. Llevará años, pero sólo viendo en la herencia soviética un factor de futuro se puede transformar el presente sin cometer los errores del pasado. «La vuelta del comunismo no puede realizarse sin una profunda comprensión, defensa y transformación de la gran herencia soviética», dice Kurginyan. Tiene razón. La autocrítica es imprescindible y eso está presente también en este libro, una red de relatos de lucha y esperanza.

Sara Rosenberg no puede evitar las comparaciones con su tierra, con sus vivencias, con sus ilusiones y sus desilusiones. Comparte y aprende. Pero, sobre todo, transmite. Como ella misma dice al resumir su estancia en la comuna: «El viaje continúa, la voz de las luciérnagas del mundo dibuja y alumbra otro horizonte».

Alberto Cruz

[1] La letra dice: «¡Levántate, país colosal! / Levántate para el combate mortal, / contra la oscura fuerza fascista, / contra la hordas malditas. / [Coro] ¡Deja que la noble furia / se agite como las olas! [bis]/ Esta es la guerra del pueblo, / ¡una guerra sagrada! / ¡Deja que la noble furia / se agite como las olas! [bis] / Esta es la guerra del pueblo, / ¡una guerra sagrada! / Debemos repeler a los opresores / de las ideas ardientes, / violadores, asaltantes, / torturadores de la raza humana. / [Coro] / Las alas oscuras no osarán / volar sobre la Madre Patria. / ¡Y sus vastos campos / el enemigo no osará pisotear! / [Coro] / A los parásitos fascistas / les meteremos una bala en la frente. / ¡Hagamos un sólido ataúd / para semejante raza!».

Capítulo 1

La voz de las luciérnagas

[…] De modo que vi con «mis sentidos» cómo el comportamiento impuesto por el poder del consumo rehacía y deformaba la conciencia del pueblo italiano, hasta una degradación irreversible…

Pier Paolo Pasolini, 1 de febrero de 1975, «El artículo de las luciérnagas» (Escritos corsarios, 2009)

1

Poco tiempo antes de ser asesinado, Pasolini escribió un artícu­lo llamado «El vacío de poder en Italia», donde hablaba de la desaparición de las luciérnagas. Estaba desolado por la extinción de ese pequeño insecto capaz de iluminar la noche más oscura. Una luz que equiparaba a la tradición de lucha y a la cultura del pueblo italiano, abandonadas o extinguidas en la sociedad nacida del fascismo y desarrolladas en la noche de la barbarie neoliberal que unos años más tarde sería capaz de generar un producto como Berlusconi y los Gobiernos que lo continuaron, ya en total oscuridad.

La desaparición de las luciérnagas no sucedió sólo en Italia. Es un fenómeno a escala planetaria. Hay quienes lo llaman globalización, pero prefiero llamarlo hegemonía imperialista.

Sin embargo, no todas las luciérnagas han desaparecido. Existen en muchos rincones del mundo.

En este viaje a Rusia las he visto volar. No son muchas, no tantas como antes, pero escuché sus voces luminosas, preocupadas a veces, inteligentemente pesimistas, pero con una voluntad que alumbra algo nuevo.

Vuelan todavía o vuelan otra vez.

Soy sólo testigo de la luz, y esa será la dirección de mi viaje.

2

Conocí a Vera en Madrid; nos encontramos en un grupo de lucha contra la guerra imperialista y la OTAN, un pequeño grupo de resistencia y de investigación. Somos pocos y muy tercos, tal vez luciérnagas –o sólo mosquitos– que vuelan en un clima poco propicio, pero empecinados en iluminar la oscura noche neoliberal de la maltratada España.

Una tierra que hoy está arrasada por el miedo y sin palabras, como si le hubieran arrancado su memoria, su historia, sus muertos, sus grandes poetas, sus luchadores y sobre todo la voluntad de pensar y de existir.

Vera nació en Moscú y vive en España desde hace mucho tiempo. Yo nací en el norte de Argentina adonde llegaron mis abuelos en 1905 huyendo de la guerra y de los pogromos zaristas. Eran niños en una masa en desbandada y traían la derrota y el terror como todo su equipaje.

Quizá por eso Rusia estuvo siempre muy cerca y más aún cuando conocí la historia de la Revolución soviética, la literatura, la música, la pintura y el cine rusos. Por desgracia, mis abuelos consideraron que el ruso sería la lengua del secreto, la hablaban entre ellos en voz baja, pero no nos la enseñaron. Fuimos la generación destinada a estudiar inglés y francés. Ahora estudio ruso.

Vera me propuso viajar con ella para conocer y participar en la Escuela de Verano de Sut Vremeni[1](Esencia del tiempo), en la que sería, además, mi traductora.

Había leído en la página web en español de Sut Vremeni algunos artículos y análisis sobre la situación política de Rusia. En otras páginas rusas los acusaban de ser una secta de izquierda. Lo cierto es que es un movimiento político casi desconocido en Europa y sólo encontré un artículo en una página web española, escrito por Andréi Pyatakov, un politólogo ruso.

Explicaba que Sut Vremeni surgió en el año 2011, en tiempos muy difíciles para la izquierda rusa. Después de las elecciones parlamentarias de 2011, la oposición burguesa –con un gran apoyo internacional– trató de organizar en Rusia una «revolución naranja», similar a la que se produjo en Ucrania en 2004; el capital transnacional quería desestabilizar al país y utilizar el descontento popular a su favor. Una técnica de ingeniería política y manipulación que utilizaron en todas las llamadas Revoluciones de colores (Yugoslavia, Egipto, Túnez, Líbano, Libia, Ucrania, Georgia, Venezuela, Siria).

En ese contexto y en 2011, aparece también el Movimiento de Cintas Blancas, un movimiento neoliberal que usa el color de la capitulación en la tradición militar y que en la memoria social rusa se asocia a la Guardia blanca, una organización militar imperialista contra el poder soviético durante los años 1917-1923.

Los cintas blancas hicieron un gran mitin en la Plaza Bolotnaya (Plaza del Pantano), que en los siglos xvii-xviii fue el lugar de ejecución de los campesinos sublevados contra la servidumbre. Algunas organizaciones izquierdistas, agrupadas en el llamado Frente de Izquierda, se involucraron en el movimiento de los cintas blancas. El Partido Comunista de la Federación Rusa[2] apoyó al movimiento neoliberal.

Pero el nuevo movimiento Sut Vremeni respondió y organizó un mitin alternativo antinaranja en la plaza Poclonnaya –donde Napoleón esperó en vano las llaves de Moscú en 1812–, cerca del Museo de la Gran Guerra Patria 1941-1945, un símbolo del patriotismo. Sut Vremeni utilizó como símbolo antineoliberal la cinta roja, el color de la bandera soviética. Después de esta gran movilización, las «protestas» neoliberales disminuyeron y se extinguieron.

En su artículo, Pyatakov explicaba también que el movimiento Sut Vremeni nace desde el programa televisivo Sud Vremeni[3] (Juicio del tiempo) de Sergei Kurginyan, que, en serias y profundas disputas televisadas con los liberales más notorios, defendía los valores soviéticos y patrióticos. Los espectadores votaban y siempre vencía la posición de Kurginyan. El programa se hizo muy popular y, al finalizar el ciclo televisivo, Kurginyan continuó con sus análisis y empezó a publicar en internet sus videoconferencias bajo el título Sut Vremeni (Espíritu del tiempo); cada conferencia terminaba con la consigna «¡Hasta el encuentro en la URSS 2.0!».

De estas conferencias surgió el movimiento Sut Vremeni. El núcleo de su pensamiento político es el renacimiento de la Unión Soviética renovada (URSS 2.0), en el marco de un nuevo formato crítico, adecuado a las condiciones de la «globalización» actual. Es un movimiento amplio que surge desde abajo y va creando redes a través de internet y de las tecnologías contemporáneas.

Este movimiento existe dentro y fuera de Rusia; sus células están en casi todas las regiones de Rusia, en los países que antes formaban la URSS, en algunos países europeos, en Australia y en América del Norte.

En febrero del 2013, en su seno se crea el movimiento llamado La Resistencia Paternal de Toda Rusia (RVS), con el objetivo de defender los valores de la familia tradicional destruidos bajo el capitalismo. La abreviación rusa de RVS coincide con la abreviación histórica del Consejo Militar Revolucionario (RVS), órgano militar supremo de la URSS entre los años 1918-1934.

También en el año 2013 se funda la primera comuna de Sut Vremeni en una gran finca ubicada en el pueblo de Aleksándrovskaya, del que recibe el nombre. En ella viven y trabajan unas 50 personas que producen los recursos económicos necesarios para subsistir y mantener la autonomía necesaria para su trabajo político.

3

En un primer momento pensé que podría hacer un documental; empecé a buscar imágenes, a diseñar un mínimo guion y a planificar las entrevistas. Sentía una gran curiosidad y al mismo tiempo dudaba de mi proyecto. No me entiendo bien con el turismo.

Durante una larga temporada viví en un pueblito andaluz, donde solía sentarme en el escalón de la puerta de mi casa, y muchas veces los turistas me fotografiaron como si fuera la típica aborigen. Nunca me preguntaron qué hacía allí.

Mi problema principal era el desconocimiento del idioma, pero Vera insistió. Además, me dijo que había mucha gente que iría a la Escuela de Verano y hablaría inglés y francés, por lo cual sería fácil comunicarme.

Hice un primer plan, estudié los mapas, los horarios de trenes y barcos, los lugares que quería conocer. Incluso pensé que sería posible llegar a la isla de Sajalín, donde Chéjov había estado y sobre la que escribió El pabellón número 6. Dibujé una ruta Chéjov-Dostoievski-Gorki-Tolstói-Block-Lenin-Lérmontov-Maiakovski-Einsenstein-Tarkovski y un largo etcétera en mi mapa, y, por supuesto, quería llegar desde Moscú a Leningrado, la ciudad que guarda tantas imágenes de la Revolución de Octubre.

Hubiera querido ir a Odesa y a Kiev, pero la situación de violencia y el fascismo en el Gobierno hicieron que no incluyera la tierra de mis abuelos en la ruta.

4

Una vez iniciado el viaje, todo mi proyecto cambió. Y si el viaje es el camino, los cambios me llevaron hacia el norte, a los bosques cercanos al gran río Volga, al bosque de las luciérnagas.

Dije a Vera que me quedaría en la Escuela sólo una semana, antes del comienzo de las conferencias y las actividades y que seguiría mi viaje desde allí. Le pareció bien.

Pasamos una semana en Moscú, en la casa de la madre de Vera. Un barrio con muchos parques y espacios verdes alrededor de los ya clásicos edificios de apartamentos de la época soviética.

Recorrimos la ciudad, las plazas y los monumentos durante el día y también por la noche, cuando el río se ilumina y se llena de colores. Conocí las hermosas estaciones de metro donde es posible leer la historia de la Unión Soviética, la Plaza Roja, el Mausoleo de Lenin, las librerías, el Parque de la Victoria, el VDNJ –Exposición de Logros de la Economía Nacional– con el Hotel Cosmos en el horizonte, la inmensa Fuente de la Amistad de los Pueblos y las calles anchas y peatonales donde escuché recitar poemas de Pushkin que conocía pero que no había oído en su propia lengua.

Tuve la posibilidad de participar en un encuentro con la gente de Sut Vremeni en la biblioteca del barrio; unas 20 personas debatieron sobre el Fausto de Goethe, que llevan analizando mucho tiempo por su enorme influencia en el nazismo y el gnosticismo, y por su función en la formación de la humanidad faustiana (Spengler), que es la base del capitalismo y, en cierto sentido, del proyecto de modernidad. «Todos somos un poco Fausto y por eso el capitalismo parece inamovible», dijo alguien, y lo apunté en mi libreta. Había entendido la primera frase completa en ruso.

También fuimos a una reunión con otro grupo, una célula moscovita de Sut Vremeni en otro barrio. Fue en un gran parque, frente a una de las muchas esculturas que recuerdan a los caídos en la Gran Guerra Patria. Al terminar la reunión, se leyeron algunos poemas de Joseph Brodsky y se debatió sobre el sentido de la literatura y la política.

Me sorprendió –y me alegró también– que en estas dos primeras reuniones de Sut Vremeni abordaran la literatura como un aspecto esencial de la vida política del movimiento.

El último día en Moscú di una conferencia sobre América Latina en el teatro Na doskaj (Sobre las tablas), donde Kurginyan y el CCE (Centro Creativo Experimental) presentan sus obras.

Y ese mismo día por la noche subimos al tren que en 10 horas nos llevaría al norte, a Kíneshma.

5

Es un tren sin compartimentos, un tren soviético, amplio, con pasillos con cuchetas grandes y los colchones enrollados. En cada cama hay una bolsa de plástico con las sábanas, la funda de almohada y una toalla. El diseño es sólido y sigue funcionando bien.

Y yo, habitante de una sociedad compartimentada, con espacios privados como jaulas a los que llaman privacidad o libertad individual, o peor aún individuo libre, disfruto de la naturalidad con que la gente comparte el espacio. Hay un respeto profundo, nadie grita ni obstruye nada, es agradable la cercanía, una cercanía que tiene una historia de colectivismo que siento claramente en el cuerpo, en los cuerpos. Dejo que me acune. Lo necesito, he abandonado la enferma situación de «privacidad» y «seguridad», y no me preocupa dejar mi mochila con todo lo que tengo –especialmente mi ordenador– y salir a fumar al andén.

Llueve durante toda la noche, el sonido del tren y la lluvia sobre el vagón componen una música que conozco bien y que me encanta. Muchas veces he viajado 15 horas –o más– desde Tucumán a Buenos Aires bajo la lluvia tropical cayendo sobre el metal del tren en marcha. Me duermo con ella y cuando amanece en mi ventana, el intenso verde de los bosques mojados entra como un golpe de felicidad absoluta. No me da vergüenza sentir tanta felicidad, pero es hora de guardar las sábanas y la toalla dentro de la bolsa para devolvérselas a la empleada; estamos a punto de llegar a Kíneshma, la estación desde donde continuaremos en coche el viaje hacia Aleksándrovskaya.

Sigue lloviendo y en la estación el olor a tierra mojada se mezcla con un intenso olor a bosque, olor a vida. No encuentro ni encontraré nunca un adjetivo para acompañar a la palabra bosque. Les, en ruso. Sigo acopiando palabras.

En el andén de la estación de Kíneshma nos damos cuenta de que en el tren ha viajado también otro compañero con su hijo, que tiene unos once o doce años. Esperamos los taxis que nos llevarán hasta Aleksándrosvskaya. Sigue lloviendo. El taxi nos conduce por caminos angostos hacia el interior del bosque. Y de pronto aparece el inmenso y suave Volga bajo el larguísimo puente que cruzamos para seguir internándonos en un mundo cada vez más verde. De vez en cuando aparecen casas de madera pintada, huertas, flores en los jardines, hasta que vemos la puerta de la finca comunal.

Nos recibe Sofie; nos lleva a una nave donde está el almacén de ropa y de enseres para el campamento de la Escuela de Verano. La compañera encargada me da unas botas de goma azules y un impermeable de plástico. La ciudad ha quedado atrás, en otro tiempo.

Con mis botas puedo hundirme en los charcos y caminar por el bosque. Sigue lloviendo, sigo respirando abedules y pinos, fresas, moras, helechos y miles de plantas para las que no tengo todavía nombre.

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Faltan cinco días para el comienzo de la Escuela de Verano; ayudamos en el trabajo de instalación de las tiendas de campaña, de los pabellones y en la organización del comedor, la cocina, los hangares. Hay que despejar y limpiar los caminos del bosque en los que las hierbas, los helechos y las fresas crecen con una velocidad propia del verano corto. Las máquinas de la fábrica de madera no descansan. Un grupo de jóvenes traslada a otro terreno las tablas de madera apiladas para despejar la zona donde funcionará la Escuela.

Nos encontramos en el comedor de la comuna. Conversamos durante el almuerzo, en la pausa que hacemos después de comer o cuando caminamos por el bosque mientras llevamos o traemos algunas cosas necesarias y también en los paseos con el grupo de niños que vive en la comuna. Hay que encontrar el momento y a veces sólo hay tiempo por la noche cuando nos quedamos hasta muy tarde hablando en la cocina de una de las casas comunales mientras tomamos té.

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Cuando empecé a hacer las entrevistas, no tenía claro si iba a quedarme durante todo el tiempo que durara la Escuela, porque aunque tenía muchas ganas el hecho de no hablar ruso era una gran limitación para asistir a las conferencias y debates, a pesar de la buena voluntad de Vera que fue una especie de voz en ruso constante a mi lado.

Además, mi plan inicial era estar una semana, escribir mis impresiones, narrar la experiencia de un viaje, quizá grabar algunas cosas para el documental sobre «las resistencias» en el que trabajo desde hace un tiempo, y seguir mi ruta hacia Leningrado. Incluso reservé un pasaje en el tren que desde Kostromá tarda dieciséis horas a Leningrado.

Pero, cuando empecé a escucharlos, cambié de planes.

Entendí que necesitaba quedarme, que, más que hacia un territorio, mi viaje tenía que ser hacia las voces, hacia esas voces que empezaron a descubrirme que estaba en un puerto que había buscado durante mucho tiempo y que ese era el sentido de mi viaje.

Abandoné la cámara de vídeo y volví a mi cuaderno y a la grabadora.

Por eso, por el modo como descubrí que no iba a hacer un documental sino un libro y por la sorpresa que llegó con las voces, empiezo por las primeras conversaciones, que tuvieron lugar antes del comienzo de la Escuela de Verano.

Es la gente que vive en la comuna y que me regaló su tiempo en medio de la intensidad de esos días de calor, de trabajo, de amistad y de hermosas tormentas compartidas.

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El pueblo de Aleksándrovskaya es precioso, casas de madera con las ventanas y las puertas de colores, rodeadas de jardines y huertas. A veces en un jardín aparece una cabra. Y una señora la cuida como animal de compañía.

Es un paisaje que he visto muchas veces en la pintura rusa del siglo xix y xx, pero que ahora huele y existe.

En este pueblo se ha fundado la comuna de Sut Vremeni. Sergei Kurginyan ha comprado un gran terreno en el que en la época soviética funcionaba una fábrica maderera, con todas las instalaciones que se usaban para la industria, el comercio y la vida del pueblo. La calefacción misma se producía en la fábrica y se distribuía a las casas. En los años noventa se cerró y desde entonces no funcionaba, ni hubo más energía para la calefacción, que en este clima es vital.

Ahora esta tierra extensa y atravesada por un brazo del río Volga vuelve a ser tierra comunal, como era antes de la destrucción de la URSS.

La fábrica de madera ha vuelto a funcionar y es ahora el soporte económico de la vida de la Comuna Aleksándrovskaya y del movimiento político Sut Vremeni.

Sólo la separa del pueblo una puerta metálica corrediza por donde entramos y salimos para recorrer los largos caminos que prolongan el fabuloso bosque y los lagos que nos rodean.

Algunas casas abandonadas, ubicadas fuera de los terrenos de la finca comunal, se alquilaron y fueron restauradas por los miembros de la comuna. En una de ellas funciona una fábrica textil y la otra se usa como biblioteca y sala de estudio abierta a toda la gente del pueblo.

Dentro de los terrenos comunales se han reconstruido los viejos edificios y también se han construido casas, varias naves y otros espacios para la actividad de la comuna. Para la Escuela de Verano se han habilitado unas 50 tiendas de campaña grandes y una zona de servicios.

En la comuna viven unas 50 personas; son autosuficientes y han creado con su trabajo la base material sobre la que se sustenta el movimiento Sut Vremeni. La independencia económica es independencia política y también otra forma de entender la producción. Por el momento, la fábrica de madera y la textil funcionan muy bien. La idea es crear una universidad, una editorial y un periódico.

[1] Sut Vremeni o Esencia del tiempo es una organización política comunista. Usaré el nombre ruso porque la traducción –esencia– no es afortunada. En español, Sut Vremeni realmente vendría a ser «sentido o espíritu de la época». Algo más cercano al Zeitgeist alemán, o «sentido/espíritu del tiempo».

[2] El Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR) hace mucho tiempo que abandonó los ideales de la lucha revolucionaria y comunista para ubicarse en el campo de la oposición burguesa y liberal, preocupado sólo por la política electoral.

[3] Es un juego de palabras en ruso, la letra «d» (Sud, «juicio») se cambia por la «t» (Sut, «esencia»).