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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Harlequin Books S.A.

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El guerrero, n.º 1113 - mayo 2018

Título original: Tycoon Warrior

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-223-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Dakota Lewis, lugarteniente retirado de las fuerzas aéreas, observó su casa. A ojos de Kathy, ¿el rancho mantendría el mismo aspecto de antaño?

«Por supuesto que sí», se dijo a sí mismo unos segundos después. No había cambiado nada. Reconocería todos y cada uno de los muebles y adornos que allí había.

Volvió su atención hacia sus invitados. Ya no estaban discutiendo sobre la misión. Alguien había hecho una referencia a su mujer. ¿Había sido Aaron Black o el jeque Ben Rassad o el doctor Justin Webb? No podía haber sido Matthew Walker porque no estaba casado.

Pero sí estaba felizmente comprometido.

«¡Maldición!», pensó Dakota. ¿Qué le pasaba? Los otros hombres que había en la habitación eran amigos suyos, sus colegas. No tenía derecho a envidiarlos. Eran miembros del Club de vaqueros de Texas, el club más caro y exclusivo de todo el estado. Eran todos ricos, asquerosamente ricos, podría llegarse a decir. Y todos estaban felizmente casados o comprometidos.

Todos menos él.

La extraña esposa de Dakota estaba a punto de llegar a su rancho. Kathy se había marchado hacía tres años, una decisión que ella había tomado y que jamás se había molestado en explicar.

Un día, al regresar de una misión, Dakota se había encontrado con que había vaciado su lado del armario y se había llevado todos sus perfumes y jabones de la estantería del baño. Lo había abandonado. Había tirado por la borda dos años de matrimonio.

Él había querido a su mujer y ella a él también. Sin embargo, lo había abandonado, dejándolo con una profunda y dolorosa herida.

La herida se había vuelto a abrir, pues juntos habrían de enfrentarse a una misión secreta. Kathy trabajaba en el departamento de asuntos exteriores del consulado. Dakota y ella habrían de volar a un pequeño país europeo, llamado Asterland, que estaba al borde de una revolución.

Sonó el timbre. Dakota se dirigió hacia la puerta mientras miraba al reloj. Siempre tan puntual.

Al abrir, se encontró a Kathy tan esbelta y elegante como siempre, con su pelo rojizo claro sujeto en un moño severo. Llevaba un traje de pantalón con una blusa de color esmeralda que hacía juego con sus ojos.

Ninguno de los dos dijo nada durante unos segundos. Se miraron fijamente hasta que, finalmente, Kathy habló.

–Me alegro de verte –le tendió la mano.

«Mera cortesía», se dijo él. Eso sería lo que marcaría su relación. ¿Cómo iba a ser si no? El trabajo primaba por encima de todo. Así era para Dakota. No permitiría que nada se interpusiera en el cumplimiento de aquella misión, ni siquiera el profundo dolor que sentía en aquellos instantes en su corazón.

–Yo también me alegro de verte –respondió él y le estrechó la mano. Pero, a pesar de su intento de no dejarse afectar, su mano pequeña, femenina y cálida, lo hizo.

La invitó a pasar, mientras trataba de luchar con los recuerdos que amenazaban con aflorar.

Olía a crema de fresas. Kathy siempre había preferido el aroma de esas lociones para el cuerpo, en lugar de perfumes fuertes. A Dakota eso siempre le habría el apetito.

Tuvo que vencer la tentación de quitarle las horquillas y dejar que su cabello le cayera como una cascada sobre los hombros. No había olvidado a la mujer a la que amaba, no había olvidado su piel húmeda cuando estaba en la bañera, su cuerpo delgado, esbelto, de piel tersa y cremosa.

¿Cuántas veces la había llevado a la cama completamente empapada?

–¿Dakota? ¿Están los demás aquí?

La pregunta de Kathy lo devolvió a la realidad. Maldición. Allí estaba, luchando contra sus hormonas. ¿Cómo le estaba sucediendo aquello?

–Sí, están aquí.

Llevó a su mujer hasta el salón, donde todos se levantaron a recibirla. Kathy estrechó las manos de todos ellos y se sentó.

Dakota le sirvió un ginger ale sin preguntarle. Sabía de sobra cuál era la bebida preferida de su mujer. Todavía la compraba.

La miró y pensó en lo diferentes que eran, casi contrarios. Kathy era conocida por su gracia y diplomacia, mientras que Dakota era tosco, como sus muebles.

¿Cómo una mujer experta en diplomacia podía haberse marchado sin la más mínima explicación? ¿Cómo podía haberse marchado, sin tener en cuenta lo que habían significado el uno para el otro, olvidando su amor y su pasión?

Dakota sabía perfectamente lo que había sido de Kathy durante los últimos años.

Se había trasladado a Washington D.C., donde había estado trabajando en el Departamento de Asuntos Consulares, viviendo en un lujoso apartamento que había amueblado con antigüedades.

A Dakota le había costado no ir a buscarla, pero asumía que si ella no deseaba dar explicaciones, no debía pedírselas. Así que su orgullo y su ego masculino le habían impedido aproximarse a ella.

–¿Sabe exactamente cuál es el objetivo de la misión? –le preguntó a Kathy el jeque Ben Rassad–. ¿Hay algo que no haya quedado claro?

–Aaron me ha hecho un resumen –respondió ella–. Sé que las joyas de la Estrella Solitaria fueron robadas y recuperadas. Albert Payune, el Primer Ministro, las había robado para financiar la revolución. Ahí es donde entramos Dakota y yo. El objetivo de nuestra misión es conseguir que esa revolución nunca llegue a darse.

El jeque se inclinó hacia ella.

–Aaron me ha informado de que conoce muy bien al rey y a la reina de aquel país.

–Así es. Aprecio mucho a la familia real, y no estoy dispuesta a permitir que pierdan su país –dejó las gafas sobre el posavasos y sonrió–. Ya he arreglado todo para que la reina nos invite a Dakota y a mí a su fiesta de cumpleaños. Puesto que somos invitados de la realeza, no levantaremos sospechas.

Dakota escuchó con detenimiento todos los detalles del plan, que había sido perfectamente orquestado. El viaje sería de carácter privado. Fingirían estar en plena etapa de reconciliación.

Dakota miró a Kathy que tenía una pose muy profesional. Pero él podía notar que estaba tensa, la misma tensión que sentía él.

¿Cómo iban a poder llevar a cabo aquello cuando ni siquiera se podían mirar a los ojos, cuando no se podían relajar el uno en presencia del otro? Dakota miró a Kathy una vez más y sintió un dolor ya familiar. De algún modo, tendrían que lograrlo. El futuro de un país dependía de ello. Aquella misión era demasiado arriesgada como para cometer errores.

Cuando Aaron le lanzó a Dakota una pregunta, Kathy aprovechó para mirarlo. Los años lo habían tratado bien y estaba más guapo que nunca. Era mitad comanche mitad texano, alto fuerte, con unos ojos oscuros, que cambiaban de marrón a negro según su estado de ánimo. Tenía un rostro de pómulos marcados y exudaba masculinidad. Aunque llevaba el pelo corto, lo tenía más largo que en sus épocas de servicio activo.

¿Servicio activo? Quitando el pelo más largo, nada había cambiado en Dakota Lewis. Había pasado de las fuerzas aéreas especiales a trabajar para una sociedad privada. Le gustaba el riesgo, era lo que le daba la vida. Kathy consideraba a los hombres como Dakota adictos a la adrenalina.

Ese tipo de hombres jamás se asentaban con sus mujeres. Siempre las dejaban en casa, esperando y preguntándose qué sería de ellos.

¿Cuántos trabajos habría hecho desde que ella se había marchado? ¿La habría echado de menos tanto como ella a él? Dakota la había querido y mucho, pero no del modo que ella necesitaba. Su trabajo siempre había sido lo primero y Kathy no podía soportar ser plato de segunda mesa.

Y, cuando perdió al bebé…

Contuvo la respiración. No debía pensar en el bebé, no en aquel momento, no en aquel lugar. ¿Cuándo desaparecería aquel dolor intenso que sentía por haber perdido al hijo de Dakota? ¿Cuántos años habrían de pasar antes de que dejara de desear que todos los niños morenos que se cruzaban en su vida fueran suyos?

Dakota se volvió hacia ella y Kathy se quitó la mano del vientre. Ya hacía años que había aprendido a controlar sus emociones y a no dejar ver lo que pasaba dentro de ella. Dakota no sabía lo del bebé, y no iba a dejar que lo descubriera a aquellas alturas. Él estaba en Oriente Medio cuando lo perdió al bebé, sola y asustada ante la idea de perder a su esposo, había tenía que sufrir la desolación de haberse quedado sin el hijo que tanto deseaba.

–¿Conoce bien a Albert Payune? –le preguntó el jeque Rassad, sorprendiéndola con aquella repentina cuestión.

Ella alzó la barbilla y decidió centrarse en la misión.

–Lo conozco lo suficiente como para poder dar mi opinión sobre él –Kathy sabía que la esposa del jeque había estado anteriormente comprometida con Payune en lo que iba a ser un matrimonio concertado–. Es un hombre inteligente, pero arrogante, demasiado vanidoso. No es agradable, pero sabe ser el centro de atención. Está sediento de poder.

–El perfil perfecto de un revolucionario –añadió Aaron–. Puede que su salud mental esté al borde de la destrucción por la sed de poder.

La conversación continuó, pero Dakota permaneció en silencio.

Se levantó y se dirigió hacia el bar. Kathy lo observaba. Se movía como un ágil animal salvaje. Era el comanche que había en él, el guerrero que se preparaba para el ataque.

¿Tendría Dakota alguna nueva cicatriz, una nueva marca de guerra?

Kathy conocía cada milímetro de su cuerpo, cada músculo. También sabía que tenía unas manos rudas y fuertes, capaces de provocar dolor o placer según cuál fuera su objetivo. Y no podía olvidar que Dakota Lewis era tan buen amante como guerrero.

«No pienses en eso ahora», se dijo a sí misma. «Céntrate en la misión, que es la razón por la que estás aquí».

Cuando la reunión terminó y todos se marcharon, Kathy y Dakota se quedaron a solas. Ella agarró su bolso y se levantó.

De pronto, el olor a madera y a piel curtida hizo que sintiera nostalgia de aquella casa.

El rancho tenía el mismo aspecto de antaño. Se preguntó si la habitación seguiría tal y como ella la había decorado, con aquella enorme cama que tanto había agradado a Dakota.

Pero Kathy no tenía derecho a pensar en aquella cama, porque aquella ya no era su casa. Amar a Dakota no significaba que pudiera vivir con él, esperar durante meses a que regresara de sus misiones.

Aquel guerrero que vivía para proteger a los demás no la había protegido a ella cuando lo había necesitado.

–Creo que deberíamos cenar juntos mañana.

Kathy parpadeó y alzó la vista. ¿Cuánto tiempo había estado allí de pie, en mitad del salón? ¿Cuánto tiempo había estado él observándola?

–Así podríamos coordinar ciertas cosas y establecer los detalles –continuó él–. Tenemos que tranquilizarnos, familiarizarnos el uno con el otro. No podemos ir a Asterland así. Nadie se creería nuestra historia.

Ella suspiró ansiosa.

–Sí, hay muchos temas que fijar.

–Pero no quiero ir a un restaurante. Puede oírnos alguien y no me gustaría correr riesgos innecesarios.

Ella no quería cenar a solas con él en el rancho.

–¿Qué te parece si cenamos en la habitación de mi hotel?

–Bien, me parece bien.

La acompañó hasta la puerta. Al llegar allí, ella se volvió y sus miradas se encontraron. Tres años, demasiadas misiones y la pérdida de un bebé había creado demasiada distancia entre ellos. Fingir que eran una pareja recientemente reconciliada no iba a ser fácil.

 

 

Kathy estaba delante del espejo, acabando de vestirse. Se había puesto un traje blanco, con zapatos de tacón bajo. Metió la mano en el bolsillo de la blusa y sacó una larga cadena de la que pendía su alianza de diamantes. Aquel era un modo extraño de llevarla encima, pero no había tenido nunca fuerzas para desprenderse de ella totalmente.

Encerraba dentro demasiados sueños y deseos: una casa llena de niños, y la felicidad de envejecer al lado del hombre al que amaba, y que no había muerto a manos de algún terrorista o de algún asesino a sueldo. Volvió a poner la cadena en el bolsillo, a la altura del corazón.

Kathy se miró en el espejo. Tenía el pelo suelto, tal y como le gustaba a Dakota. Rápidamente, se hizo un moño. No se trataba de complacer a Dakota, sino de hacer un trabajo.

El camarero llamó a la puerta. Traía la cena. Entró, lo dispuso todo elegantemente sobre la mesa. Kathy firmó la nota y le dio la propina. El camarero se marchó.

Dakota estaba a punto de llegar. Tenía que tranquilizarse. Estaba acostumbrada a tratar con altos dignatarios y jefes de estado. ¿Por qué un solo hombre la estaba poniendo tan nerviosa?

Cinco minutos después, alguien llamó a la puerta. Ella se dirigió hacia allí con la cabeza muy alta y abrió.

–Hola, Dakota.

–Hola –dijo él con una sonrisa.

–Pasa. Me he tomado la libertad de encargar la cena.

–Fantástico –dijo él, entrando en la habitación con un aire mucho más cotidiano del que ella había esperado. Pronto se dio cuenta de que su actitud era totalmente fingida.

Hablaron de cosas insignificantes, mientras él revisaba la habitación buscando micrófonos o cámaras ocultas que pudieran estar espiándolos.

–¿Qué has pedido? –preguntó él una vez que hubo registrado el lugar.

–Un costillar –dijo ella, tratando de relajarse, pero sin conseguirlo.

–Huele bien –aseguró él.

–Sí.

Se dirigieron a la mesa y él le colocó la silla. Pero seguían tensos e incómodos, muy incómodos.

Ella sirvió el vino con la mano mucho más firme de lo que estaba su corazón. Él se sentó enfrente de ella y observó sus movimientos con los ojos llenos de preguntas. Estaba claro que quería saber por qué se había marchado.

Pero Kathy no estaba preparada para hablar de temas personales. Tampoco sabía si realmente le importaría lo que tenía que contarle. El lugarteniente Dakota Lewis, retirado o no, era un soldado de corazón. Una mujer que ansiaba bebés no tenía sitio en su vida.

–Cuéntame cómo es tu relación con la familia real –dijo él cuando el silencio empezaba a hacerse demasiado denso.

–Considero a la reina Nicole como una amiga –respondió ella, relajándose un poco–. Es medio americana y agradece tener a otra mujer americana junto a ella con la que charlar. Aunque nació en Asterland, fue educada en lo Estados Unidos y le gusta mucho nuestra cultura.

–¿Cuándo te enviaron al consulado de Asterland? Pensé que habías estado en Washington durante los últimos tres años.

Así que sabía dónde había estado. Claro que lo sabía. Sobre todo porque ella no había tratado de esconderse. Muy al contrario, habría deseado que él hubiera ido a verla.

–No me enviaron allí, sino que me tuve que ocupar de una situación algo delicada, relacionada con el príncipe Eric –era el hijo pequeño de la reina Nicole–. El príncipe Eric tuvo ciertos problemas en el exclusivo y prestigioso colegio en el que estudiaba. La dirección de la escuela no parecía dispuesta a cooperar, así que se pidió la intervención de un miembro del consulado para dar parte a la reina de lo que estaba sucediendo.

–Tu informe debió impresionar a la reina.

–El principe Eric resultó ser un niño realmente encantador, lo que me llevó a pensar que su comportamiento merecía un estudio más profundo –Kathy se puso la servilleta sobre el regazo–. Con el consentimiento de la reina, contraté a un psicólogo y pedagogo que le diagnosticó al príncipe Eric problemas de atención. Yo tenía la sensación de que al niño lo habían tratado injustamente.

Dakota sonrió.

–Siempre te has llevado bien con los niños. Podrías haber sido profesora.

«O madre», pensó ella, sintiendo que se le ponía un nudo en el estómago. Eric había entrado en su vida poco después de perder a su bebé, y el pequeño la había ayudado a superar el trance.

–La reina lo trasladó a un colegio especializado y ahora está haciéndolo muy bien, sacando unas notas extraordinarias.

–Es difícil creer que el príncipe Ivan procediera de la misma familia.

–Lo sé –dijo Kathy.

Ivan era el hijo mayor de la familia real. Se había convertido en un hombre cruel, que había abusado de su poder y avergonzado a su familia. Su final había sido un acto aún más cobarde que su vida: se había suicidado.

Dakota dejó el tenedor sobre la mesa.

–Pero las semillas que sembró en el pasado todavía están creando problemas. Fue él quien convenció al rey para que eligiera a Payune como Primer Ministro. Payune e Ivan era un par de ladrones.

En un momento dado, el rey, cegado por su amor paternal, había querido abdicar en su hijo.

–El príncipe Eric no se parece en nada a su hermano. Algún día será un magnífico rey.

–Me alegro de saberlo. Pero si no detenemos a Payune, el joven Eric jamás tendrá la oportunidad de demostrarlo. Espero que Payune se trague nuestra actuación. Yo voy a tener que convencerlo de que eres un doble agente.

Kathy trató de apartar la mirada de sus ojos intensos, pero no podía. No era capaz de responder. Tenía la boca seca. Alcanzó su copa de vino y le dio un trago.

–Lo siento, cariño. Odio tener que hacerte eso, pero es el único modo de poder ganarme la confianza de Payune –dijo él.

«Cariño», le había dicho. Kathy sintió un extraña y cálida sensación en el vientre. Dakota había usado esa palabra la primera vez que habían hecho el amor.

«Enséñame lo que te gusta, cariño. Pon mis manos…»

Aquellas manos fuertes, callosas, aquellos dedos que le acariciaban los senos, que se deslizaban entre sus piernas. Le gustaba verla llegar al clímax, sonreía satisfecho. Después, la besaba y se abría paso dentro de ella, hasta el fondo, provocándolo una gloriosa y explosiva sensación.

–¿Kathy?

Ella volvió en sí.

–¿Sí?

–¿Estás bien? ¿Estás molesta por algo?

Le habría gustado decirle que sí, que le molestaba no poder dejar de pensar en ellos dos como pareja, no poder parar de pensar en su tacto, en su sonrisa, en su boca cubriendo la de ella, en el peso de su cuerpo sobre sus caderas.

–No. He aceptado esta misión sabiendo que tendríamos que engañar a Payune de algún modo. Estoy preparada para hacer mi papel.

–¿Estás completamente segura?

–Lo estoy –dijo ella, tratando de mantener la compostura–. Aaron me ha dado parte de todos los detalles.

Dakota habría de presentarse como un millonario, dispuesto a financiar la revolución por puro placer personal. Ella sería una interesada, dispuesta a utilizar su trabajo para sacar el mayor partido en beneficio propio.

–No te preocupes por mí –añadió ella. No estaba dispuesta a permitir que los recuerdos del pasado se interpusieran en su misión.