bian1461.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Sara Wood

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En la cama con un millonario, n.º 1461 - marzo 2018

Título original: In The Billionaire’s Bed

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-742-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Hola a todos –Catherine intentó sonar animada pero fracasó. La expresión de sus amigos mientras llevaba su barca junto a la enorme lancha holandesa de Tom le indicó que los rumores que había escuchado en la ciudad de Saxonbury eran probablemente ciertos.

Tom, Steve, Nick y Dudley se levantaron a la vez y la miraron con una pena que no la reconfortaba.

Así que era cierto que Tresanton Island había sido vendida y el futuro de Catherine estaba en manos del nuevo dueño.

Se giró y se quedó mirando con añoranza la isla que estaba río arriba. Ella no tenía realmente derecho a estar allí, aunque se había encargado de la isla durante los pasados tres años. Cuando la encantadora Edith Tresanton, su casera, vivía, no había tenido ningún problema, pero tras la muerte de esta, su situación había pasado a ser incierta.

Los chicos, como ella los llamaba, la ayudaron a amarrar y a subir a bordo de la lancha de Tom. Su pelo negro y largo se soltó y se lo volvió a recoger; sus suaves facciones poseían una palidez poco habitual en ella.

–Hemos estado hablando de ti –le dijo Tom–. ¿Quieres una taza de té?

Ella negó con la cabeza y se agarró al borde de la cubierta. Steve se acercó a ella y le dio un beso, después se dirigió a ella sin rodeos.

–¿Sabes que la isla tiene un nuevo dueño? –le preguntó ansioso.

Ella se quedó pálida.

–Lo sospechaba, y eso quiere decir que voy a tener problemas –se secó las manos húmedas con la falda–. ¿Qué sabéis vosotros? ¿Se han mudado ya? No he visto ningún coche aparcado cuando pasé con la barca.

–El camión de mudanzas ya ha estado allí y se ha ido. Los comerciantes dicen que una mujer de negocios de Londres a quien le gusta dar órdenes se va a quedar con la isla –le contó Tom. Catherine se sintió aún más decepcionada–. Iba en un coche deportivo amarillo, y ella es parecida al coche. Una mujer con traje de ciudad, muy maquillada, con tacones de aguja y el pelo lleno de laca.

–No es exactamente lo que esperaba –replicó ella.

Catherine había deseado que alguien que amara la naturaleza comprara la isla. ¿Quién si no podría desear tener un lugar tan aislado, tan rural? A un amante de la naturaleza le habría gustado tener barcas estrechas a su alrededor, le habría parecido entrañable. Pero la nueva dueña no parecía el tipo de persona capaz de entender algo así.

–Sí, no es de los nuestros, ni tampoco de los de Edith –murmuró Tom–. Se cree realmente alguien importante, va dando órdenes a quien puede y ha vaciado todas las tiendas de la zona de los productos más caros y sofisticados. A los campesinos los mira con desprecio. Eso es todo lo que sabemos sobre ella.

Catherine sonrió un poco y luego suspiró resignada. Perecía que iba a haber cambios en la isla y en la casa de Edith. Probablemente, aquella casa de campo llena de encanto sería transformada en algo moderno y de cemento y la isla tampoco tardaría en cambiar.

¿Y qué pasaría con ella? Su mirada se detuvo sobre el tejado escarlata de la cabina de su barca, que estaba llena de jardineras con flores y material para navegar. La barca tenía un estilo tradicional y era cómoda. Había sido la solución perfecta para lograr vivir y trabajar en una zona bastante cara. Nunca antes en sus veintiséis años de vida se había sentido tan insegura.

–Se acerca un coche amarillo –les anunció Steve y todos se levantaron rápidamente.

El color era tan intenso que se le veía acercarse desde lejos. Catherine pensó que cuando quisiera llegar a la isla el nuevo dueño ya estaría en la casa.

Se mantuvo de pie, le temblaban la piernas pero su expresión permanecía impasible. Quizá el nuevo dueño le permitiera quedarse. Edith le había dejado utilizar un pequeño terreno para hacer una huerta y no la molestaba que las gallinas de Catherine se pasearan libremente por la isla. Quizá a la nueva dueña también le agradara.

–Gracias por mantenerme informada –les dijo a sus amigos. Estaba decidida a enfrentarse a aquella nueva situación–. Será mejor que me presente y averigüe qué va a ser de mi vida, no tiene sentido que me quede cruzada de brazos esperando a que pase algo.

–¿Quieres que vayamos contigo para hacer presión? –le preguntó Steve mientras sacaba pecho de una forma exagerada y con una expresión de burla.

Ella sonrió muy agradecida, todos la habían ayudado mucho en sus comienzos, cuando desconocía cómo manejar aquellas barcas estrechas. Los chicos no tenían mucho dinero pero tenían un buen corazón y ella sabía que harían cualquier cosa por ella.

Catherine agarro suavemente a Steve del brazo mientras se decía a sí misma que debía tejer otro jersey para él antes de que llegara el invierno. Si ella permanecía allí…

–Os lo haré saber –contestó ella–. En principio voy a intentar hacerla entrar en razón, pero id entrenando por si acaso carece de ella.

–¿Y si te dice que tus clientes no pueden usar el puente o te pide que te vayas? –preguntó Steve.

La idea la sobrecogió, aquello significaría el fin de su idílica vida y tendría que irse a un horrible piso en una ciudad enorme. Era una idea horrible, tardaría años en volver a construir lo que ya tenía.

–No tendré otra opción que marcharme –contestó ella.

–Buena suerte –le desearon todos a la vez mientras ella se subía a su barca.

–Gracias –logró contestar.

Catherine condujo la barca hacia la isla mientras pensaba que más que suerte, y teniendo en cuenta lo que se decía de la nueva dueña, lo que iba a necesitar era un milagro.

Capítulo 2

 

Zachariah Talent no vio los jacintos silvestres que crecían con abundancia en el bosque. De hecho ni siquiera se dio cuenta de que había un bosque.

Era un hombre de ciudad de los pies a la cabeza. Su cabellera negra estaba cuidadosamente peinada, sus zapatos brillaban y permanecía impasible ante los encantos del campo.

–Es un lugar precioso, lo único malo es la gente, son todos unos estúpidos. Mira a ese idiota –la ayudante de Zach señaló a un lugareño que caminaba por un camino.

–Ya… –dijo Zach sin prestarle mucha atención.

Ni siquiera apartó la mirada de la pantalla del ordenador portátil que tenía sobre las rodillas ni paró de leerle cifras a un interlocutor que escuchaba al otro lado del móvil.

–Ya casi hemos llegado, Zach –le dijo Jane–. ¿No te parece emocionante?

Zach apartó el auricular y se quedó mirándola fijamente. Ella le sonreía con demasiada ternura y él, acostumbrado a no mezclar los negocios con el placer, la miró con frialdad y muy serio.

¿Acaso le estaba ocurriendo una vez más? se preguntó, ¿por qué las mujeres que trabajaban para él siempre pensaban también estar enamoradas de él? Zach sabía que él no las alentaba, siempre se había comportado de una forma muy distante.

–Es tan solo una casa hecha con ladrillos y cemento. Una inversión –replicó él.

–¡Es mucho más que eso! –le contestó ella provocando en Zach una preocupación aún mayor–. Es una casa con historia, una casa perfecta para una familia –se calló durante unos instantes y se quedó mirándolo. Al ver que él no decía nada, se apresuró a continuar–. Necesita una reforma, por supuesto, pero tiene grandes posibilidades. Es una casa espaciosa perfecta para tus antigüedades, y los terrenos se extienden alrededor del recorrido del río Saxe…

–Eso ya me los has dicho –la interrumpió él.

Zach se dijo a sí mismo que tendría que empezar a buscar una nueva ayudante en poco tiempo mientras atendía las incesantes llamadas por el móvil. Logró cerrar un par de tratos con unos inversores de Hong Kong.

–¿Sabes por qué la señora Tresanton te dejó la casa? –preguntó Jane en cuanto Zach apagó el móvil.

–Porque no tenía familiares, ni a nadie cercano –contestó con su habitual brevedad.

Pero a Zach lo había sorprendido mucho aquel gesto y no entendía por qué Edith le había elegido a él. Ella sabía que a él no le gustaba el campo.

Zach decidió mirar por la ventana para evitar ver la distraída mirada de Jane. Todo a su alrededor era verde y aquello lo ponía nervioso.

El coche avanzaba por un camino lleno de baches que transcurría paralelamente al río Saxe. El río era azul como el cielo y Zach recordó cómo Edith solía hablarle de él y de su increíble belleza. Recordó también las veces que lo había invitado a visitarla, aunque él nunca había tenido tiempo para hacerlo.

Edith había sido una buena clienta, había sido casi como una madre para él. La boca de Zach se arrugó al recordar la muerte de su madre hacía diecisiete años, tan solo unos meses después de que su padre también falleciera.

En aquel momento se había sentido extremadamente solo. A pesar de tener dieciocho años, Zach no había conocido mucho a sus padres, ambos había trabajado mucho para darle lo mejor y desde los cinco años él había aprendido a cuidarse solo. Pero tras su muerte se había dado cuenta de lo solo que estaba en el mundo.

Quizá había sido aquello lo que lo había llevado a encariñarse tanto con Edith. Normalmente solía mantener una relación distante con sus clientes, prefería limitarse a ocuparse de las finanzas de estos.

Pero la relación con Edith había sido diferente porque, a pesar de lo mucho que aquella mujer lo criticaba en lo que se refería a su frenética vida y lo mucho que trabajaba, también lo hacía reír con su excéntrica forma de vida cada vez que iba a Londres a verlo. Y en la ajetreada vida de Zach la risa escaseaba.

–Espero que te guste la casa –le dijo Jane un tanto nerviosa mientras aparcaba el Aston amarillo en una zona junto al río–. Me habría gustado que hubieras dado tu aprobación antes de pedirme que lo preparara todo para la mudanza.

–No tenía tiempo, no con esas constantes reuniones en Estados Unidos. Estoy seguro de que tú te habrás encargado de todo a la perfección –le dijo mientras salía del coche y buscaba la casa.

Se sorprendió al ver que allí no había nada, tan solo un pequeño río, patos negros nadando en el agua, unos cuantos árboles y arbustos en una isla cercana y pequeñas praderas. No se oía nada aparte del canto de los pájaros. La falta de ruido y de tráfico lo perturbó.

–¿Dónde está? –preguntó, sintiéndose como pez fuera del agua con su elegante traje de ciudad y rodeado de naturaleza.

Jane tampoco parecía estar en su lugar con aquellos zapatos de tacón, la falda ajustada y la chaqueta ceñida y con escote. Zach se dio cuenta de que ella no solía llevar escote; se avecinaban problemas.

–La casa está al otro lado del puente –Jane señaló el puente que unía el prado donde habían dejado el coche y la isla.

Zach se quedó estupefacto.

–¿Al otro lado? –logró decir él después de unos instantes–. No es verdad, ¿acaso la casa está en una isla? –le preguntó incrédulo.

Jane lo miró muy asustada.

–¡Zach! Debes haber leído las escrituras, las de Tresanton Manor y las de Tresanton Island…

–¡No! –replicó él. ¿Cómo podía ella haber pensado que aquello era un lugar ideal?–. Para eso te pago, para que me resumas y me cuentes todo. ¿No crees que saber que es una isla es algo importante? ¿No la atraviesa ninguna carretera?

–No hay ninguna carretera –contestó ella cabizbaja–. Tenemos que andar desde aquí…

–¿Qué? ¡no puedo creerlo! –replicó él–. ¿Quieres que deje mi Maserati aquí y deje que el primero que pase le haga algo?

–No creo que por aquí… –intentó explicarse Jane.

–¡Todos los lugares son peligrosos! –dijo Zach, ya desencantado con la casa de Edith. Ya se estaba imaginando lo que sería pasar un día lluvioso y aburrido en aquel lugar, donde no podía ir del coche a la casa directamente. Le había prometido a su hijo Sam una casa con jardín. ¿Qué podía hacer?–. No puedo quedarme aquí, tendré que buscar otra cosa.

–Pero no puedes hacerlo, ¿recuerdas? –dijo Jane.

Zach suspiró mientras recordaba la curiosa petición que había hecho Edith en su testamento.

 

…le dejo a Zachariah Talent mi casa y todos sus contenidos para que viva en ella durante un año; si no lo hace, la casa deberá ser dada a la primera persona que él vea en la isla cuando vaya allí.

 

Era increíble. ¡El repartidor de leche podía convertirse en el dueño de una propiedad que valía dos millones de libras! Claro que Zach dudaba de que el repartidor de leche atendiera una zona tan alejada e inhóspita.

–De acuerdo, vendré tan solo los fines de semana y dormiré en una tienda de campaña –dijo él bastante malhumorado.

No podía decepcionar a Sam, pero aquello no era lo que él había pensado que sería. Zach quería estar cerca de las hamburgueserías, de los cines, del zoo. ¿Cómo si no iba a lograr entretener a un niño de ocho años?

–¡Jane! –exclamó él de repente–. ¿Qué diablos hacen esas viejas barcas ahí? –exigió saber todavía de mal humor.

Ella siguió su mirada y vio un grupo de barcas río abajo.

–Son barcas del canal, también las llaman barcas estrechas. Creo que tienen permiso para amarrar allí.

La expresión de Zach se endureció. Aquellas barcas eran un peligro añadido. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que Jane tampoco le había contado que la casa estaba en medio de ninguna parte. Sintió un agudo dolor de cabeza.

¡Aquello era un desastre! pensó Zach, ¡no debía haber dejado aquel asunto en manos de otra persona!

Se criticó a sí mismo por haber dejado que Jane se ocupara de todo, pero era lo suficientemente pragmático para saber que ya no podía hacer nada.

Zach decidió que se tragaría su orgullo y pasaría los fines de semana en la casa, pero no iba a detenerse hasta conseguir que se construyeran caminos seguros y vallas para evitar que su hijo se cayera al río.

Tampoco pensaba quedarse en una isla en la que cualquiera podía montarse en una barca y llegar a su casa para robarle su preciada colección de arte.

–Vete al taller y haz que me envíen el coche lo antes posible –le dijo a Jane–. Yo me ocuparé personalmente de arreglar este desastre, así que cancela mis citas hasta nueva orden. Te escribiré un e-mail cuando decida las reformas que han de hacerse antes de la venta de la propiedad. Y búscame otra casa más adecuada donde pueda vivir y guardar mis valiosas propiedades. En una ciudad. Cerca de restaurantes y de un gimnasio, de teatros también. ¿Está claro? ¡Las llaves! –Zach extendió la mano, consciente de que estaba siendo muy brusco–. Por favor –murmuró mientras Jane buscaba las llaves muy nerviosa.

Era una buena ayudante, pero desde que había ido a Tresanton Manor su mirada había cambiado. Quería atraparlo, fundar un hogar con él, pero Zach sabía que nunca jamás volvería a elegir muebles con nadie.

Zach controló las ganas que tenía de gritarle a Jane que probablemente había arruinado sus planes y que su hijo no iba a querer saber nada de él en un lugar tan horrible, tomó su ordenador portátil, se despidió de Jane y se dirigió al puente mientras se preguntaba si algún día podría recuperar el cariño de su hijo.

Había pensado que vivir en aquella casa lo ayudaría a conseguirlo, y en aquellos momentos se dio cuenta de lo importante que era para él recuperar el amor de su hijo. Zach le había hablado a Edith de la indiferencia que su hijo mostraba hacia él, pero nunca había reconocido lo mucho que aquello le dolía.

Zach sentía una gran pena al ver la forma distante y fría con la que lo trataba su hijo; se había prometido a sí mismo que, algún día, el niño lo abrazaría.

De las mujeres podía prescindir ya que a todas las que había conocido tan solo les interesaba el dinero.

Además, ninguna de las mujeres con las que había salido había sido capaz de aguantar el intenso ritmo de trabajo que tenía, tampoco su ex mujer lo había soportado. Sin embargo Zach quería darle a su hijo una seguridad económica, y uno no se hacía o se mantenía rico saliendo con mujeres y llevándolas de compras.

Zach estaba de muy mal humor, todo era un desastre, y el camino estaba lleno de barro y de ramas de manzanos que había que sortear. Aquellos problemas no se daban con el asfalto.

Él no podía entender por qué Edith había pensado que lo estaba ayudando al obligarlo a vivir en aquel lugar durante un año. ¿Cómo podía aquella mujer decir que aquel lugar era el paraíso? Se preguntó aún malhumorado.

En aquel momento vio a una mujer.

Capítulo 3

 

Caminaba delante de él y estaba atravesando el huerto. Zach se detuvo estupefacto ante la visión que tenía delante de él.

Ella debió de notar su presencia porque se giró hacia él con una suavidad y una gracia propios de una bailarina. La cara de aquella mujer era tan delicada, tan propia de un cuento de hadas, que Zach se preguntó si no sería fruto de su imaginación. Parecía la protagonista de un cuento medieval.

Zach no era fácil de agradar, así que intentó analizar por qué aquella mujer le había causado una impresión como aquella. Podía deberse a aquella falda estrecha que de repente se ensanchaba a la altura de las rodillas, o al jersey color crema que se ceñía a su esbelta figura.

O tal vez era el pelo que la hacía parecer una suiza moderna. El pelo era negro y largo y estaba recogido con…

Zach se quedó estupefacto. Se había recogido el pelo con algo que parecía una hiedra y tenía flores enganchadas. Era extraño.

Parecía una hippie y quizá habría llegado en una de las barcas que había visto amarradas a la isla. Probablemente estuviera espiando. Zach se tocó la cicatriz de su frente instintivamente.

Después de haber vivido un robo y dos atracos, había aprendido a sospechar de cualquier persona extraña. Incluso de las hippies pequeñas y con aire de inofensivas como aquella.

En Londres los desconocidos no se miraban a los ojos, no era prudente llevar un reloj caro, se caminaba rápidamente, la gente echaba el cerrojo de los coches a pesar de estar dentro y en movimiento, y todos estaban acostumbrados a permanecer siempre alertas. Así se sobrevivía en la ciudad.

–¡Estás en mis tierras! –exclamó amenazante.

La plácida expresión de la mujer no cambió, al contrario, ella permaneció tranquila, como esperando a que él se acercara. Zach estaba acostumbrado a que la gente se acercara a él pero, sin embargo, aquella vez se sorprendió a sí mismo y fue él el que se acercó.

Ella extendió la mano para saludarlo.

–Me llamo Catherine Leigh.

La voz de aquella mujer era suave y dulce, y sin darse cuenta Zach estrechó su pequeña mano y descubrió que había perdido parte de su desconfianza.

–Zach Talent.

¿Acaso él se había dado cuenta de lo nerviosa que estaba? Catherine se apresuró a soltar la mano para que él no notara el temblor que estaba empezando a recorrer todo su cuerpo.

–Has dicho… Has dicho que esta isla era tuya –comenzó a decir, un tanto nerviosa y sorprendida.

–Al parecer lo es –contestó muy serio como si aquello no lo alegrara. Su expresión intimidatoria se agravó y sus ojos parecían llenos de furia.

Catherine pensó que prefería lidiar con la muñequita de ciudad que con aquel león disfrazado de hombre, después lo entendió todo: aquella mujer debía de ser la esposa. Lo mejor sería esperar para hablar con ella.