Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A
Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Kathie DeNosky. Todos los derechos reservados.
UNA NOCHE, DOS HIJOS, N.º 1752 - noviembre 2010
Título original: One Night, Two Babies Publicada originalmente por Silhouette
® Books.
Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9250-6
Editor responsable: Luis Pugni

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Capítulo Uno

–Señora Montrose, sé que lo que hizo Derek está mal, pero tiene que darle otra oportunidad.

Al escuchar la voz masculina Arielle Garnier levantó la mirada de la pantalla del ordenador… y su corazón dio un vuelco. El hombre que acababa de entrar en su despacho era la última persona a la que había esperado volver a ver. Y, a juzgar por su expresión, estaba tan sorprendido de verla como ella

–Quería hablar con la directora del colegio, la señora Montrose, sobre el incidente con Derek Forsythe. ¿Podrías decirme dónde puedo encontrarla? –le preguntó, después de aclararse la garganta.

–Helen Montrose ya no trabaja aquí. Vendió el colegio y se retiró hace un par de semanas –Arielle intentaba desesperadamente que su voz sonase tranquila a pesar de los nervios–. Yo soy la nueva propietaria del colegio Premier.

Luego, respirando profundamente, se recordó a sí misma que debía permanecer serena aunque la reaparición de aquel hombre la hubiese turbado de tal modo. Aquél era su territorio y él era el intruso. Además, preferiría caminar descalza sobre carbones encendidos antes que dejar claro que su presencia la afectaba.

–¿Cuál es el problema?

Él sacudió la cabeza.

–No tengo tiempo para juegos, Arielle. Quiero hablar con Helen Montrose lo antes posible.

La sorpresa de volver a verlo dio paso al enfado. No parecía creer que ella fuese la nueva propietaria del colegio Premier de educación preescolar.

–Ya te he dicho que la señora Montrose se ha retirado. Y si tienes algo que decir sobre el colegio tendrás que decírmelo a mí.

Él no parecía muy contento con la situación, pero tampoco ella estaba encantada al ver al hombre que tres meses y medio atrás había pasado una semana amándola como si fuera la mujer más deseable de la tierra… para desaparecer luego sin decir una palabra. Ni siquiera había tenido la decencia de dejar una nota o llamarla por teléfono.

–Muy bien –dijo por fin. Era evidente que no le hacía ninguna gracia, pero dejó de insistir en hablar con la señora Montrose–. Supongo que es una buena ocasión para volver a presentarme: mi nombre es Zach Forsythe.

A Arielle se le cayó el alma a los pies. ¿Aparte de dejarla plantada sin decir una palabra le había mentido sobre su nombre? ¿Era Zachary Forsythe, el propietario del imperio hotelero Forsythe?

Y estaba allí para hablar de Derek Forsythe… ¿significaba eso que era su padre? ¿Estaría casado también?

Arielle intentó recordar si había oído o leído algo sobre él recientemente en los medios de comunicación. Pero lo único que podía recordar era que Zach Forsythe, famoso por vivir una vida tranquila alejado de los focos, preservaba su intimidad como si fuese el oro de Fort Knox. Y, desgraciadamente, no sabía nada sobre su estado civil.

Pero la idea de que pudiera haber pasado una semana en los brazos de un hombre casado hizo que sintiera un escalofrío.

–Corrígeme si me equivoco, pero hace unos meses yo te conocía por el nombre de Tom Zacharias.

Él se pasó una impaciente mano por el pelo.

–Sí, bueno, sobre eso…

–Ahórrate las explicaciones, no estoy interesada –lo interrumpió Arielle–. Creo que querías hablar sobre Derek Forsythe y supongo que quieres discutir su castigo por morder a otro niño.

Zach asintió con la cabeza.

–Sí, claro. Tienes que darle otra oportunidad.

–No llevo aquí el tiempo suficiente como para conocer a todos los niños, pero la profesora de tu hijo dice…

–Sobrino –la interrumpió él. Y luego esbozó la misma sonrisa que la había enamorado casi cuatro meses antes–. Derek es el hijo de mi hermana. No estoy ni he estado casado nunca, Arielle.

Para ella fue un alivio escuchar eso, pero su devastadora sonrisa y el tono íntimo que había usado para pronunciar su nombre la hicieron tragar saliva.

–No hay que estar casado para tener hijos –replicó, haciendo lo posible por recuperar la compostura.

–Sí, bueno, supongo que es una decisión personal –observó Zach, encogiéndose de hombros–. Pero yo no tendría un hijo sin estar casado.

–Lo quisiera o no, no es ése el tema señor Forsythe.

–Llámame Zach.

–No creo que…

Antes de que pudiese terminar la frase Zach dio un paso adelante.

–Y puede que el matrimonio no sea un problema, pero no quiero que pienses…

–Lo que yo piense es irrelevante –desesperada por cambiar de tema, Arielle intentó concentrarse en el asunto que tenían entre manos–. La profesora de Derek dice que es la tercera vez que muerde a un niño en una semana y el colegio tiene unas normas muy estrictas sobre ese tipo de comportamiento.

–Sí, lo entiendo, pero Derek sólo tiene cuatro años. ¿No puedes hacer una excepción? Si no te han hablado del accidente de mi hermana no te aburriré con los detalles, pero Derek lo ha pasado muy mal en estos últimos meses y ésa es la razón por la que se porta así. Las cosas están volviendo a la normalidad y estoy absolutamente seguro de que dejará de portarse mal. Créeme, es un niño muy bueno.

Zach o Tom, o como se llamase, estaba poniéndola en una situación muy incómoda. Por un lado, las reglas eran las reglas y estaban allí para educar a los niños. Si hacía una excepción con Derek tendría que hacerla con los demás. Pero, por otro lado, si no le daba otra oportunidad podría parecer que estaba castigándolo por lo que había hecho su tío.

–¿Serviría de algo que te prometiese tener una larga charla con Derek para hacerle entender que es inaceptable morder a otros niños? –le preguntó Zach entonces, apoyando las manos en el borde del escritorio–. Vamos, cariño. Todo el mundo merece una segunda oportunidad.

Zach le había mentido sobre su nombre y luego había desaparecido sin dar una explicación, de modo que Arielle no estaba tan segura. Pero su proximidad y que la llamase «cariño» con ese acento texano hizo que sintiera un cosquilleo por la espalda.

–Muy bien –dijo por fin, echándose hacia atrás.

En realidad, estaba dispuesta a decir cualquier cosa para que dejase de sonreír y saliera de su despacho. Además, cuanto más tiempo estuviera allí más fácil sería que adivinase por qué llevaba semanas intentando ponerse en contacto con él. Y no estaba preparada para hablar del asunto porque no eran ni el sitio ni el momento adecuados.

–Si le explicas a Derek que morder a otros niños es algo que no se debe hacer le dejaré ir con una advertencia por esta vez –dijo por fin–. Pero si vuelve a pasar tendremos que expulsarlo del colegio temporalmente.

–Me parece justo –Zach se irguió, con una sonrisa en los labios–. Ahora que hemos aclarado el asunto, te dejo en paz para que sigas trabajando. Por cierto, ha sido una agradable sorpresa volver a verte, Arielle.

Y las vacas volaban, pensó ella, haciendo un esfuerzo para contener el sarcasmo. Pero antes de que pudiera decirle que no se lo creía, Zach salió del despacho y cerró la puerta.

Suspirando, Arielle cerró los ojos e intentó centrarse. ¿Qué podía hacer?

Había dejado de buscarlo cuando se encontró con un callejón sin salida. Claro que ahora sabía por qué: el hombre al que había estado buscando no existía. Había sido Zachary Forsythe, el magnate hotelero, quien le había hecho el amor… y quien le había mentido. Y allí estaba, viviendo en la ciudad a la que ella se había mudado recientemente, con un sobrino en edad de preescolar.

–¿Cómo es posible que mi vida sea un caos tan grande?

Enterrando la cara entre las manos, Arielle hizo lo posible por organizar sus pensamientos. No sabía qué hacer o si debería hacer algo. Evidentemente, Zach no había esperado volver a verla y no estaba muy contento de que fuera así. Y tampoco ella estaba emocionada.

De repente, sintió un pellizco en el estómago y puso allí una mano para intentar contener la emoción. Lo primero, había cometido un error al enamorarse de aquel hombre tan carismático. Y segundo, había malgastado incontables horas intentando encontrar a alguien que, evidentemente, no merecía la pena encontrar.

Pero tontamente había querido creer que tendría una explicación plausible para haberla dejado sin decir una palabra tantos meses atrás. En el fondo sabía que estaba engañándose a sí misma, pero eso era más fácil que aceptar que había sido una tonta. Pero ahora no cabía la menor duda de que era el canalla que había temido que fuera.

Tragando saliva, tomó un pañuelo de papel para secarse los ojos. Mudarse a Dallas debería haber sido algo bueno, un gesto simbólico para dejar atrás el pasado y empezar de nuevo. Pero Zach lo había estropeado todo. No sería posible olvidarse de él y seguir adelante con su vida si aparecía en el colegio cuando le viniese en gana.

Suspirando, tomó otro pañuelo. Odiaba estar tan llorona últimamente, pero también eso era culpa de Zach.

Cuando volvió a sentir otro pellizco en el estómago, abrió automáticamente el cajón del escritorio para sacar la bolsita de galletas saladas que guardaba para esas ocasiones.

Sí, Zachary Forsythe tenía la culpa de que sus hormonas la hicieran exageradamente emotiva, además de otros problemas. Y el principal problema de todos era pensar cómo y cuándo decirle al hombre más imbécil de Texas que, aunque no estuviera casado, en cinco meses y medio iba a ser el padre de su hijo.

Zach entró en su oficina en el cuartel general de los hoteles Forsythe recordando su inesperado encuentro con Arielle Garnier. Había pensado mucho en ella desde la semana que pasaron en Aspen, pero no había esperado volver a verla. Y mucho menos en el colegio al que acudía su sobrino. Pero gracias al mal comportamiento de Derek, estaba en la incómoda posición de tener que suplicar a la mujer a la que había dejado plantada unos meses antes.

Suspirando, se dejó caer sobre el sillón frente a su escritorio y miró la fotografía aérea del lujoso hotel de Aspen. Recordaba que Arielle le había dicho que era profesora de primaria en un colegio de San Francisco… ¿entonces por qué estaba en Texas?

¿Y de dónde había sacado el dinero para comprar el colegio de preescolar más prestigioso de Dallas?

Tal vez sus hermanos mayores tenían algo que ver con el asunto, pensó. Si no recordaba mal, le había dicho que uno era un abogado muy conocido en Los Ángeles y el otro propietario de una de las constructoras más importantes del sur. Ellos podrían haberle prestado el dinero para comprar el colegio. De hecho, ellos le habían regalado el viaje a Aspen por su veintiséis cumpleaños.

Concentrando su atención en la fotografía del lujoso hotel, Zach no pudo evitar una sonrisa al recordar la primera vez que vio a Arielle. Habían sido su encantadora sonrisa y su belleza lo primero que lo atrajo de ella; el sedoso cabello rojizo que destacaba a la perfección una complexión de porcelana… y los ojos pardos más bonitos que había visto nunca.

Pero a medida que avanzaba la noche se quedó cautivado por su inteligencia y su sentido del humor. A la mañana siguiente se habían convertido en amantes.

Mientras pensaba en la que había sido la semana más emocionante y memorable de su vida, la puerta se abrió y su hermana entró en el despacho.

–¿Has hablado con la señora Montrose? –le preguntó, sentándose en la silla y apoyando la muleta sobre el escritorio–. Siempre ha sido una persona muy justa y desde el accidente ha sido muy comprensiva con el comportamiento de Derek.

Zach negó con la cabeza. –Helen Montrose ya no es la propietaria del colegio, Lana. –¿Ah, no? –había una nota de pánico en la voz de su hermana–. ¿Quién lo ha comprado? ¿Han expulsado a Derek? ¿Le has explicado a la persona que está a cargo que normalmente el niño no se comporta así?

–Arielle Garnier es la nueva propietaria del colegio –contestó él, mirando el rostro de su hermana.

Para quien no supiera nada del accidente, Lana era la viva imagen de la salud. Pero había días en los que la fatiga de la terapia era demasiado para ella.

–¿La señora Montrose ha vendido el colegio?

–No quiero que te preocupes, ya me he encargado de todo y he prometido hablar con Derek sobre su comportamiento. No lo han expulsado y no lo harán a menos que vuelva a morder a otro niño.

–Ah, menos mal –suspiró Lana, sonriendo por fin–. Derek está más tranquilo ahora que me han quitado las escayolas y hemos vuelto a casa. Estoy segura de que pronto volverá a ser el niño de siempre.

Lana se había roto las piernas y un par de costillas en el accidente, además de otras graves lesiones internas, y Zach había insistido en que se mudara a su casa con el niño hasta que estuviese recuperada del todo. Cuando le dieron el alta del hospital no podía cuidar de sí misma y menos de un activo niño de cuatro años y medio.

–¿Cómo ha ido la terapia? –le preguntó, al ver que hacía una mueca al cambiar de postura–. ¿Te duele?

–He mejorado más de lo que pensaba mi fisio, pero no son los ejercicios lo que me provoca dolor –dijo ella, señalando el ventanal–. Es el mal tiempo. Desde el accidente puedo predecir lluvias mucho mejor que un barómetro.

Zach miró por encima de su hombro y vio que hacía sol.

–¿Tú crees que va a llover?

–Mis rodillas me dicen que sí, así que no salgas de aquí sin un paraguas.

–Lo tendré en cuenta –rió él–. Si quieres ir a casa a descansar le diré a Mike que vaya a buscar a Derek al colegio.

Lana asintió mientras se levantaba, tomando la muleta.

–Puede que no sea mala idea. Le prometí a Derek que haría galletas de chocolate para la merienda y estaría bien echarme una siestecita antes de entrar en la cocina.

–Pero no te esfuerces demasiado.

Ella rió mientras se dirigía a la puerta.

–No te preocupes, no hay ningún peligro.

–Por cierto, voy a ir al rancho este fin de semana. ¿Quieres venir con Derek?

El rancho familiar en el que habían crecido, al norte de Dallas, se había convertido en un sitio tranquilo para pasar los fines de semana.

–Gracias, pero ahora que estoy mejor creo que Derek necesita estar a solas con su mamá. Además, ya sabes que el rancho se inunda cuando llueve y no quiero tener que quedarme encerrada en casa. Pero, por favor, dale a Mattie un beso de mi parte y dile que Derek y yo iremos a visitarla en un par de semanas.

–Puedes pedirle a mi chófer que te lleve donde quieras porque voy a ir en mi coche. Y si cambias de opinión, dile que te lleve al rancho.

–Muy bien, pero no creo que vaya –sonrió Lana.

Cuando su hermana se marchó, Zach volvió al trabajo. Pero no podía dejar de pensar en Arielle Garnier y en lo asombrosamente guapa que le había parecido aquella mañana. Tenía una especie de brillo en la cara que le había parecido fascinante.

Entonces arrugó el ceño. Por increíble que pudiese parecer estaba más guapa ahora que cuando se conocieron.

Pero se preguntaba qué la habría llevado a Dallas. Que él supiera, había nacido en San Francisco y le encantaba vivir allí. ¿Por qué habría cambiado de opinión en tres meses y medio? ¿Y por qué no se había ido a Los Ángeles o Nashville para estar más cerca de sus hermanos?

Cuando salió del despacho aquel día, Zach tenía más preguntas que respuestas. Algo no cuadraba y aunque donde viviese Arielle o lo que hiciera con su vida no era asunto suyo, decidió pasar por el colegio de camino a casa. Tenía intención de averiguar por qué una mujer que estaba absolutamente satisfecha con su vida unos meses antes, de repente había hecho un cambio tan drástico.

***

–Menos mal que es viernes –Arielle intentaba abrocharse el impermeable mientras saltaba los charcos del aparcamiento para llegar a su Mustang rojo–. ¡Qué día! Ha sido un problema detrás de otro.

La suave lluvia que empezó a caer por la mañana se había convertido en un aguacero y había seguido lloviendo por la tarde, obligándola a cancelar el viaje al zoo que tenían preparado para los niños. Luego, por si treinta alumnos de preescolar disgustados no fueran suficiente, una niña de tres años se metió un caramelo en la nariz y habían tenido que llevarla urgentemente al hospital.

Arielle cerró el paraguas y abrió la puerta del coche para sentarse frente al volante. Estaba deseando llegar a su nuevo apartamento, ponerse un chándal y olvidarse de aquel día.

Desde que se quedó embarazada había empezado a echarse la siesta a la misma hora que los niños, pero esa tarde se la había saltado y no sólo estaba cansada sino irritable.

Sin embargo, sus planes de pasar un tranquilo fin de semana en casa se fueron por la ventana cuando el motor de su coche emitió una especie de gemido agónico.

Cuando todos sus intentos de arrancar fracasaron, cerró los ojos y contuvo el deseo de ponerse a gritar. Cuando Zach Forsythe apareció en su despacho debería haber imaginado que aquél iba a ser un día horrible.

Suspirando pesadamente, sacó el móvil del bolso para llamar a la grúa. Pero su disgusto se tornó angustia cuando le dijeron que debido a la tormenta estaban sobrecargados de trabajo y tendría que esperar varias horas.

Después de guardar el móvil miró los charcos del aparcamiento y luego la puerta del colegio. No podía quedarse sentada en el coche esperando y abrirse paso bajo la lluvia tampoco era nada apetecible.

Pero se animó considerablemente al ver un Lincoln monovolumen deteniéndose a su lado. Aunque se preguntó por un momento si debía ser cauta y rechazar la ayuda de un extraño, de inmediato se dijo a sí misma que era una tontería. Estaban en una zona exclusiva y lujosa de Dallas, era de día… ¿y cuántos delincuentes conducían un coche tan caro?

Pero cuando el conductor, Zach Forsythe, salió del Lincoln y entró tranquilamente en su coche, la gratitud de Arielle murió de inmediato.

–¿Se puede saber qué haces? –exclamó.

–Parece que he venido a rescatarte –sonrió él.

–No necesito tu ayuda.