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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Bronwyn Turner

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La esposa de su enemigo, n.º 5 - mayo 2016

Título original: Tycoon’s One-Night Revenge

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8417-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Uno

 

Así que había ido. Antes de lo que Donovan Keane había anticipado, teniendo en cuenta el clima y el desplazamiento necesario para llegar al remoto complejo vacacional. Van comprobó con satisfacción que estaba sola.

Bien.

Media sonrisa torció sus labios mientras contemplaba cómo rechazaba el enorme paraguas del botones y trotaba escalera arriba, hacia recepción. Bajo el techo del pórtico, se detuvo para saludar al portero y algo en el movimiento de su cabello rubio rojizo y de su mano le provocó una extraña sensación de déjà vu. Durante una fracción de segundo, vaciló entre pasado y presente, entre sueño y realidad.

Después entró en el edificio como un vendaval de piernas largas e impermeable de diseño, dejando a Van solo y sin sonrisa.

Con un puño enguantado, golpeó la palma de su otra mano y rebuscó en su memoria, sin éxito.

–Menuda sorpresa –le dijo a una muda audiencia de aparatos de gimnasia.

Había identificado a Susannah Horton en cuanto la vio llegar a través de la ventana mojada por la lluvia. Pero eso se debía a las fotos que había visto en las últimas semanas de intensa investigación, los fotógrafos de sociedad australianos adoraban a la rica heredera; no al fin de semana que había pasado en su compañía. Van se apartó de la ventana, se sacudió para liberar la tensión de sus músculos y rodeó el saco de arena que había estado golpeando minutos antes.

Había volado desde San Francisco la mañana anterior, pero las veinticuatro horas que llevaba en The Palisades, en Stranger’s Bay, el complejo vacacional tasmanio donde supuestamente habían pasado aquel fin de semana, no habían rellenado el agujero negro de su memoria. Diablos, había estado a punto de comprar el lugar y, aun así, nada le resultaba familiar. Ni el vuelo a Australia, ni el traslado en helicóptero al aislado complejo. Ni siquiera la primera impresionante vista de los chalés salpicados por lo más alto del rocoso promontorio que daba el océano sur.

Nada. Paf. Nada. Paf. Nada.

Van taladró el saco de arena con una letal sucesión de puñetazos que no consiguieron paliar su frustración. La persistente quemazón interna no se debía solo al fin de semana olvidado, o a haber perdido su opción a compra del complejo, superado por un grupo hotelero australiano. Se debía a cómo la había perdido.

Había recibido ese golpe bajo mientras se encontraba inconsciente en la UCI, incapaz de defenderse y menos aún de luchar. Paf. Una contraoferta imparable, perfectamente presentada y calculada. Paf. Y todo por culpa de una traicionera pelirroja llamada Susannah Horton. Pafpafpaf.

A pesar de la amenaza velada que le había dejado en el buzón de voz la noche anterior, no había esperado que apareciese tan pronto. En el mejor de los casos, había esperado una llamada. En el peor, otro «no te atrevas a volver a llamar» de su madre. El que Susannah hubiera ido hasta allí sin previo aviso y sin compañía sugería que él no había malinterpretado las pistas que tenía.

Él había puesto el dedo en la llaga, y no había perdido un minuto en ir a buscarlo al exclusivo gimnasio del complejo.

No la oyó entrar, pero captó el reflejo de un movimiento en el enorme ventanal. Un escalofrío le recorrió la columna lo bastante fuerte como para que el siguiente puñetazo solo rozara un lateral del saco de arena. Recuperó la compostura y lanzó una última combinación de golpes rápidos, fuertes y certeros, que lo dejó sin aliento.

Se quitó los guantes de boxeo y se puso una camiseta. Agarró la toalla y la botella de agua y, esquivando el saco de arena, que aún oscilaba en el aire, fue hacia la lujosa zona de recepción. Mientras andaba, bebía agua y bebía la imagen de la mujer.

De cerca, Susannah Horton impresionaba aún más que tras un cristal mojado. No era deslumbrante; su belleza tenía más que ver con la clase. Alta, esbelta y femenina. Labios generosos equilibrados por una nariz larga y recta. Cabello rojo dorado y piel clara, de las que enrojecían al sol. Ojos verdes rasgados hacia arriba y nublados por la inquietud.

Hasta ese momento había tenido dudas sobre cómo habían pasado los días, y las noches, ese fin de semana de julio. No recordaba un maldito detalle. Solo tenía la palabra de Miriam Horton, tras una endiablada conversación telefónica, y su instinto. Y creía en su instinto. Cuando los ojos de ambos se encontraron, cuando detectó el calor reprimido en las profundidades verdosas de los de ella, su cuerpo reaccionó con un poderoso destello de reconocimiento. Y cuando se detuvo ante ella, su instinto zumbó como loco.

Sí, se había acostado con él, sin duda.

Y luego le había dado la patada.

 

 

Susannah había creído que estaba lista para ese momento. Desde que había oído el mensaje de voz la noche anterior, había tenido tiempo para prepararse. Más de una vez se había maldecido por su impulsiva y temeraria reacción. Más de una vez se había planteado la posibilidad de dar la vuelta y volver a casa.

Pero ¿de qué habría servido? No había imaginado el tono agresivo del mensaje, ni tampoco la amenaza inherente en sus palabras. No había sido tan analítica como solía ser al decidir volar hasta allí, la impulsividad parecía dominar sus relaciones con Donovan Keane, pero había tomado la decisión correcta.

Después de cinco horas de viaje y análisis, la ansiedad inicial de Susannah había adquirido un toque de indignación. Tras ignorar sus llamadas durante semanas, aparecía, dos meses después, con amenazas que se acercaban peligrosamente al chantaje. Ella tenía mucho de lo que arrepentirse respecto a ese fin de semana y sus consecuencias, pero no era la parte culpable. Cuanto más pensaba en el mensaje de voz, más preguntas se planteaba.

Eso era lo que tenía en la cabeza cuando entró al gimnasio de The Palisades y se encontró con Donovan, desnudo de cintura para arriba, machacando el desafortunado saco de arena. Toda su indignación se evaporó al ver el oleaje de sus músculos. Se sintió vacía, mal preparada y muy susceptible a las sensaciones que le provocaba verlo de nuevo.

Cuando él se dio la vuelta y sus ojos se encontraron, golpeó sus sentidos con más fuerza que al saco de arena.

Fue justo como la primera vez que se vieron y que ella se convirtió en el único foco de esa fascinante mirada gris plata. Experimentó la misma excitación, el mismo vuelco en el estómago, la misma explosión de calor en la piel.

Hechizada. Perdida. Lenta al reaccionar.

Tan lenta que él estaba ya ante ella antes de que comprendiera qué fallaba en la escena. Se parecía demasiado a ese primer encuentro; lo veía en su forma de contemplarla en silencio, no como un amante o un conocido, sino casi como si fuera un extraño.

Se preguntó qué estaba ocurriendo. Si era posible que no la recordara. Si realmente era el hombre del que se había enamorado a la velocidad del rayo ese frío fin de semana de julio.

–¿Donovan? –dijo, con incertidumbre.

–¿Esperabas a otra persona?

Con la cabeza ladeada, estrechó los ojos con un gesto tan conocido por ella como el ángulo de sus pómulos y el grosor de su labio inferior. Sí, era Donovan Keane. Con el cabello muy corto, el rostro más agudo y duro, expresión fría como el viento del Antártico, pero sin duda Donovan.

–Tras el tono de tu mensaje, no sabía qué esperar –contestó ella, batallando por recuperar la compostura–. Pero desde luego, no que me mirases de arriba abajo como si no me conocieras.

Él había alzado la toalla que llevaba al cuello para limpiarse el sudor del rostro, pero eso no ocultó el destello de emoción de sus ojos.

–¿Mi mensaje no quedó claro? –preguntó él.

–Francamente, no.

La toalla se detuvo. Por la tensión de su mandíbula y los labios apretados, Susannah comprendió que estaba controlándose. No era una actitud fría y distante; luchaba por ocultar su ira.

–¿Qué parte necesito clarificar?

–La parte en la que estás tan enfadado conmigo –dijo ella, atónita por su hostilidad.

–Puedes dejar de hacerte la inocente, Ricitos de Oro. Ya sabes a qué viene todo esto.

«¿Hacerme la inocente? ¿Ricitos de Oro?». La confusión de Susannah se convirtió en irritación.

–Te aseguro que no me estoy haciendo nada.

–Entonces, deja que te lo aclare. Justo después de que pasáramos un fin de semana juntos, un fin de semana como empleada mía y a buen sueldo, mi puja para adquirir este complejo fue rechazada.

–Tu puja fue mejorada.

–Por el grupo hotelero Carlisle, que dirige tu buen amigo y compañero de negocios, Alex Carlisle.

–La puja de Alex fue legítima –afirmó ella.

–Eso me hicieron creer. Hasta que descubrí, hace una semana, que también es tu prometido. Dime –siguió con tono amable–, ¿te sugirió él que intentaras sacarme los detalles de mi puja? ¿Fue así como preparó una contraoferta tan rápida?

–Eso no tiene sentido –replicó ella, anonadada por la increíble acusación–. Tu recuerdo de ese fin de semana parece gravemente distorsionado.

–Tal vez deberías refrescar mi memoria –dijo él con voz serena, aunque su rostro se tensó.

–Tú me contrataste. Tuviste que convencerme para que aceptara el trabajo. Te advertí que podría haber un conflicto de intereses, dado que mi madre era propietaria de una gran parte de The Palisades. Pero insististe. Me querías a mí.

Sus miradas chocaron un largo momento. El aire que los separaba chisporroteaba cargado de animosidad y también del calor que implicaban esas últimas palabras: «Me querías a mí». Era cierto, él no podía discutir la realidad de su deseo físico, pero había sido secundario ante la verdadera razón por la que había buscado los servicios de su empresa.

–Me querías porque mi madre era accionista –siguió hablando ella–. Querías que te recomendara a ella, para que toda la junta votara a favor de tu oferta. Pero cuando me tuviste, te confiaste. Solo tendrías que haberte hecho el agradable un poco más y tu puja habría ganado.

–¿No fui agradable? –estrechó los ojos.

–Cuando regresaste a América no deberías haber filtrado mis llamadas. No te habría perseguido. Solo tenías que decir: «Lo hemos pasado bien, Susannah, pero no buscamos lo mismo. Dejémoslo estar». Si no hubieras creído que tenías el negocio en el bolsillo habrías aceptado mis llamadas en vez de esconderte tras tu secretaria…

Se detuvo, molesta por haber revelado cuánto le había dolido su silencio. Pero después cuadró los hombros y lo miró a los ojos con dignidad.

–Solo tenías que haber contestado al teléfono, Donovan. Por lo menos una vez.

Él siguió mirándola, con algo parecido a la frustración en el fondo de los ojos, y Susannah se preparó para el siguiente ataque. Pero él movió la cabeza y caminó hacia la ventana. La lluvia se había transformado en llovizna, y el cielo estaba pintado de un gris brumoso.

Ella pensó que era el mismo color que tenían sus ojos por la mañana. Entonces, él giró y la taladró con esos ojos, sin rastro de la suavidad que recordaba.

–A ver si me aclaro. ¿Estás diciéndome que perdí un negocio de más de ocho dígitos, en el que llevaba meses trabajando, por no devolverte las llamadas? –Donovan resopló, incrédulo.

Dicho así sonaba a venganza infantil, sin duda. A Susannah se le revolvió el estómago al comprender que tenía razón. En su decisión había habido cierta parte de venganza, pero también otros muchos factores. Alzó la cabeza con orgullo.

–Fue más complicado que eso.

–La complicación se llama Alex Carlisle. Tu prometido.

–Eso fue solo una cosa –contestó ella con cautela. Había otra que Donovan Keane no debería saber.

–Eso nos lleva de vuelta a mi pregunta original.

Con movimientos pausados, regresó hacia ella. La determinación de su rostro hizo que Susannah se estremeciera de ansiedad. No necesitaba que le dijera qué pregunta. Se refería a la que había dejado en su contestador la noche anterior: «¿Sabe tu prometido que te has acostado conmigo?».

La pregunta se alzó entre ellos como un muro. Susannah no tuvo que decir nada. Sabía que él había leído la respuesta en sus ojos y que no merecía la pena negarla. Pero quedaba una cosa por decir, y muy importante.

–Entonces no estaba comprometida con Alex.

–Sin embargo, has venido. Solo puedo suponer que quieres proteger tu oscuro y sucio secreto.

Los ojos de Susannah se ensancharon ante esas palabras. Quitaban todo valor a algo que ella había creído especial, si bien había sido una tonta de campeonato al creer que habían compartido algo más que una aventura de fin de semana.

–Como no te has puesto en contacto con Alex, he supuesto que quieres algo de mí a cambio de mantener el silencio sobre mi… error de juicio.

Los ojos de él destellaron, heridos. Un punto para ella, que le dio alas a su maltrecho ego.

–¿Para qué has vuelto aquí, Donovan? –preguntó–. ¿Qué quieres de mí?

–Quiero saber cómo y cuándo se involucró Carlisle en esto. The Palisades no estaba en el mercado oficialmente. Hice todo el trabajo, yo les convencí para que vendieran –clavó los ojos en ella, despiadados–. ¿Le ofreciste tú el trato?

–Sí –admitió Susannah un momento después–. Pero solo…

–Nada de peros ni solos. Si tú lo metiste en el negocio, puedes volver a sacarlo.

–¿Cómo esperas que haga eso? –alzó la voz, incrédula–. Horton aceptó la oferta de Carlisle. Los contratos ya están redactados.

–Redactados, no firmados.

Por supuesto que no estaban firmados, no lo estarían hasta que se cumplieran las dos partes del trato que había negociado con Alex.

–Me da igual cómo lo hagas –dijo él. Se puso una sudadera–. Es problema tuyo.

Atónita por la audacia de su orden, Susannah tardó unos segundos en comprender lo que significaba esa sudadera.

–¿Te marchas? –preguntó con alarma.

–Hemos dicho lo necesario de momento. Te dejaré para que hagas las llamadas necesarias.

Todos sus instintos clamaron que lo detuviera, que explicara la imposibilidad de hacer lo que pedía pero, aunque le disgustaba admitirlo, él tenía razón. Necesitaba pensar, considerar sus opciones y decidir a quién debía telefonear.

–Una de esas llamadas debería ser a tu madre –dijo él desde la puerta–. Pregúntale qué sabe sobre si devolví o no tus llamadas. Y, de paso, no iría mal que os pusierais de acuerdo sobre qué historia contáis respecto a tu compromiso.

 

 

Sí había llamado.

Hacía una semana, según Miriam Horton, que estaba en la oficina de Melbourne de la empresa de contratación de servicios de conserjería y viajes de Susannah. Su madre no era una empleada permanente, gracias a Dios, pero ayudaba cuando hacía falta. Muchas veces quien necesitaba la ayuda no era Susannah, sino Miriam. A pesar de pertenecer a varios comités benéficos y dirigir Horton Holdings, Miriam necesitaba hacer aún más para llenar el vacío dejado por la muerte de su esposo, tres años antes.

Necesitaba ser necesitada, algo que Susannah entendía muy bien.

Lo que no entendía era que Miriam no le hubiera comunicado la llamada de Donovan. Hacía una semana. Una semana que había pasado trabajando con ella, preparándola para hacerse cargo durante su ausencia, que duraría dos semanas.

Susannah caminó hacia la ventana, preguntándose cómo podía haberle ocultado eso su madre.

–Ibas con Alex a visitar el rancho familiar –se había justificado su madre–. Sé que estabas nerviosa por conocer a su madre y convencer a sus hermanos de que había elegido a la esposa adecuada. No quería añadir una carga más.

–Un cliente nunca es una carga –había dicho Susannah.

–¿Un cliente? –Miriam había chasqueado la lengua con desaprobación–. Ambas sabemos que Donovan Keane traspasó esa frontera.

–Deberías haberme dicho que había llamado.

–¿De qué habría servido, cariño?

«Habría estado preparada para su reaparición. Podría haber preparado una explicación y no quedar como una tonta», pensó.

–No me habría pillado desprevenida cuando volvió a llamar.

–Le dije, con toda claridad, que no volviera a llamarte nunca –dijo tras un momento de silencio.

–No tenías ningún derecho a hacer eso.

–Una madre siempre tiene derecho a proteger a su hija –replicó Miriam–, tal y como descubrirás cuando seas madre. Ese hombre te utilizó y luego te dejó de lado. Ahora estás comprometida con un hombre honorable en cuya palabra puedes creer. ¿Hace falta que te lo recuerde?

No hacía ninguna, pero las últimas palabras de Donovan resonaron en sus oídos.

–¿Qué le dijiste sobre mi compromiso?

–No recuerdo las palabras exactas.

–¿Mencionaste cuándo acepté la propuesta de Alex? –cuando su madre hizo un sonido vago de incertidumbre, Susannah se quedó helada. Miriam Horton tenía una capacidad legendaria para recordar nombres, lugares y datos. Eso la convertía en un valioso, aunque molesto, miembro del equipo de A Su Servicio, su empresa–. ¿Le dijiste que ya estaba comprometida cuando nos conocimos?

–Puede que él haya llegado a esa conclusión, pero no veo qué importancia podría tener.

Susannah se apretó el puente de la nariz, entre exasperada y resignada. Por fin entendía por qué él la había mirado con tanto desprecio.

–Has dicho que te había llamado –comentó Miriam.

–Anoche. Está aquí, mamá. En Australia.

–Por favor, dime que no vas a verlo, Susannah. Por favor, dime que no es la razón de que Alex llamara hoy para preguntarme dónde estás. Sonaba nervioso, cortante y un poco… molesto.

Susannah predijo que sería bastante más que un poco. Y no lo culpaba. Tras decidir volar allí, había intentado telefonear para decirle que se iba de viaje a pensar las cosas, pero él no había contestado… eso se estaba convirtiendo en la historia de su vida.

Con las prisas de organizarse y llegar al aeropuerto a tiempo, había pedido a su hermanastra que le comunicara lo de su viaje. No dudaba que Zara le habría dado el mensaje, y que no habría revelado más de lo estrictamente esencial.

Sin embargo, Susannah acababa de comprobar lo poco fiable que podía ser la transmisión de mensajes… y las consecuencias. La idea de enfrentarse a otro hombre enfurecido la incomodaba, pero tenía que hacerlo. Tenía que decirle a Alex que estaba bien, que no lo había abandonado y que solo había sentido pánico cuando resurgió un problema de su pasado. Seguía teniendo la intención de casarse con él.

Fue hacia el escritorio y alzó el auricular. En ese remoto rincón del país los móviles no tenían cobertura, lo que era positivo y negativo, dependiendo del cliente. Imaginaba que tanto Alex como Zara habían intentado localizarla y estarían sorprendidos por su desaparición, ya que nunca apagaba el móvil y no había dicho adónde iba.

Dado el cúmulo de malentendidos, no desvelar su destino había sido una gran suerte. Un encuentro entre Donovan y Alex solo llevaría a un desagradable enfrentamiento. Ella había enredado las cosas, y ella debía desenredarlas.

Empezando con la llamada telefónica a Alex y terminando con la explicación que Donovan se merecía.