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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Sheree Henry-WhiteFeather

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un sitio en tu corazón, n.º 1245 - diciembre 2015

Título original: Cherokee Baby

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7365-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Treinta y nueve, y a punto de cumplir cuarenta.

Santo Dios. Julianne McKenzie siguió a sus primas, preguntándose por qué les había dejado que le dieran tanta importancia a su próximo cumpleaños. Y no porque no la entusiasmaran las vacaciones que habían planeado solo para chicas, sino que no entendía por qué habían insistido en prepararle una de esas fiestas de cumpleaños tontas.

¿Además, qué sabían sus primas de lo que era estar a punto de cumplir cuarenta? Mern y Kay tenían las dos treinta y poco años, casi una década de diferencia con ella, y por consiguiente no se preocupaban de las canas, las patas de gallo o el trasero caído.

Para colmo, las dos estaban felizmente casadas. El mujeriego esposo de Julianne la había dejado por un estereotipo de mujer. Más joven, claro estaba. Una de esas secretaria leales temida por las esposas y a quien los maridos no parecían poder resistirse.

Mientras sus primas llegaban a las grandes puertas de madera del hotel del Rancho Elk Ridge, Julianne arrastraba su maleta por el camino de piedra.

Su vida se derrumbaba.

–¿Vienes, Jul? –la llamó Kay.

Le hizo un gesto con la mano a la morena.

–Ya os alcanzo.

Kay volteó los ojos.

–Tú y la vieja maleta de la abuela. No puedo creer que te hayas traído eso.

–Es mi amuleto de la suerte.

Y como era casi tan vieja como ella, no estaba dispuesta a cambiarla por un modelo más nuevo. A la fea maleta verde, con sus cierres fuertes y su exterior desgastado, aún le quedaba mucho trote como para relegarla al olvido. Al menos unos cuantos años más.

Lo mismo que a ella, pensaba Julianne mientras sus jóvenes primas cruzaban las puertas del hotel sin ella.

A pesar de su cuenta bancaria cada vez más limitada y del empleo que acababa de perder, Julianne había ido allí a divertirse, a disfrutar de lo que aquel rancho de Texas podía ofrecerle.

Subió las escaleras del porche que daba la vuelta al edificio y vio a un vaquero saliendo del hotel y yendo en dirección suya.

Intentó que la presencia del hombre no la afectara visiblemente, pero a medida que él se iba acercando, Julianne no pudo evitar echarle unas cuantas miradas de curiosidad. Era, después de todo, el primer vaquero de verdad que veía en su vida. Incluso caminaba como los vaqueros.

El hombre, moreno y de aspecto exótico, iba todo vestido con ropa vaquera de distintas tonalidades, llevaba un sombrero de paja calado hasta los ojos y una hebilla plateada adornándole el cinturón. Además de tener los hombros anchos y la cintura estrecha, era alto y fuerte.

Un hombre hecho y derecho. O posiblemente la fantasía de cualquier mujer. De ella no, por supuesto. Ella ya había aprendido a no fantasear con el sexo opuesto.

–¿Necesita ayuda? –le preguntó el vaquero, echándole una mirada cortés a la monstruosidad verde guisante que iba arrastrando.

–No, gracias.

–¿Segura? Se la llevaré encantado. O si lo prefiere le enviaré a uno de los ayudantes del rancho. Ofrecemos los mismo servicios que un hotel de cinco estrellas.

–De verdad, estoy bien.

Sabía que el Rancho Elk Ridge no estaba diseñado para curtir al habitante de ciudad. Según se decía, sus huéspedes debían relajarse y dejarse mimar, en aquel paraíso natural; degustar los platos preparados por un excelente jefe de cocina, nadar en la piscina de lujo, ir al masajista tras un día agotador en las colinas, montar a caballo o pescar. Pero ella no era ninguna pardilla que no pudiera llevar ni su propia maleta.

Sonrió, con la intención de parecer más competente de lo que le permitiría su arrugada apariencia tras el viaje. Pero segundos después perdió la compostura. Julianne McKenzie, la divorciada que intentaba hacerse la dura, se tropezó y se cayó sobre su trasero de casi cuarenta años.

La maleta se le resbaló de la mano, y se abrió al pegar contra el suelo, dispersando una pequeña selección de ropa. Justo a los pies embotados del vaquero.

Ella lo miró avergonzada y entre dientes murmuró una disculpa. Desde allí parecía más alto, más grande, más fuerte. Y ella se sintió pequeña y estúpida.

–¿Se encuentra bien? –le preguntó él.

Julianne asintió con la cabeza. La única parte dañada era su orgullo.

–¿Se ha resbalado con algo?

–No. Supongo que simplemente soy torpe.

–Por favor, deje que la ayude.

Se puso de cuclillas y Julianne se quedó helada. Su body nuevo, el que Kay y Mern habían insistido que le realzaría los pechos, y sin duda la moral, se había quedado pillado debajo del tacón de la bota del vaquero.

¿Qué debía hacer? ¿Pedirle que retirara el pie y arrebatárselo sin que él se diera cuenta? Demasiado tarde, pensó al ver que el vaquero bajaba la vista para ver lo que había pisado, levantaba seguidamente el pie y se agachaba a recoger el body.

El hombre se lo pasó con una expresión cortés, sin decir nada, pero de todos modos sintió ganas de que la tragara la tierra.

–Lo siento –se disculpó el vaquero.

–No se preocupe –dijo sin mirarlo a los ojos, mientras volvía a guardar el body en la maleta, debajo de un montón de camisetas.

¿Y si le contara que había sido un capricho? ¿Que sus primas la habían convencido de que todas las mujeres debían tener al menos uno? ¿No para seducir a un hombre, sino para sentirse bella?

Sí, claro. Lo que le faltaba era discutir sus inseguridades con un extraño. Explicarle a un vaquero macizo por qué se había comprado un body trasparente y medias de seda por su cumpleaños.

En silencio recogieron juntos sus pertenencias esparcidas por el porche.

Finalmente cerró la maleta verde e intentó cerrar los cerrojos, pero no fue capaz. Menuda maleta de la suerte, pensó mientras se avergonzaba de nuevo por su incompetencia.

–¿Le gustaría que lo intentara yo? –le preguntó mientras plantaba una rodilla en el suelo.

–Si no le importa.

–En absoluto.

A él le costó también un poco, pero no se dio por vencido. Empeñado en rescatarla, continuó maniobrando con los cierres.

Cuando se retiró el sombrero, Julianne aprovechó la oportunidad para observarlo más detenidamente, y enseguida se dio cuenta de que seguramente tendría su edad. Tal vez un poco mayor. Tenía una melena larga y negra, atada con una trenza, y unas cuantas canas en las sienes. Y en la comisura de los ojos, rasgados y exóticos, se le marcaban unas arrugas de gesto. Las canas y las patas de gallo le quedaban de maravilla. Claro que todo él era interesante. Tenía la mandíbula cuadrada, los pómulos altos y marcados y unos labios grandes y serenos.

–Usted es… –hizo una pausa mientras levantaba la vista, de pronto consciente de que había dado voz a sus pensamientos– indio americano.

Asintió con seriedad, aunque a sus labios asomó una sonrisa.

–Y me apuesto lo que quiera a que usted es irlandesa.

–¿Está seguro de eso? –dijo, bromeando con él como él lo había hecho con ella.

Él le retiró un mechón de cabello que le tapaba un ojo.

–Es pelirroja, tiene los ojos verdes –le rozó la mejilla con los nudillos–, y es pecosa. Para mí eso es ser irlandesa.

Los dos se miraron un momento; con tanta intensidad que se vio obligada a apartar la mirada y aspirar hondo.

Se oyeron unas pisadas que se acercaban. El vaquero dejó caer la mano pero no dejó de mirarla.

–¿Lo es? –le preguntó.

–¿El qué?

Él le miró la boca, y Julianne se pasó la lengua por los labios, preguntándose qué sentiría si lo besara, si él le…

–¿Qué está pasando aquí? –se oyó una estentórea voz de hombre.

El vaquero pegó un respingo y Julianne estuvo a punto de caerse del susto. Él se recuperó primero; se colocó el sombrero y se dirigió al intruso.

–Solo estoy ayudando a una huésped nueva a recoger su maleta, que se le había abierto.

Él intruso se echó a reír.

–Como estáis los dos ahí arrodillados, no sabía lo que pasaba.

Julianne miró al hombre. Era bajo, regordete y casi calvo, y sonreía con afabilidad. Decidió que sería otro huésped.

–Sí, desde luego –el vaquero señaló la maleta verde que seguía abierta a su lado–. Pero sigo intentando cerrarla.

–Ya veo –el hombre mayor se volvió hacia Julianne–. Soy Jim Robbins –se presentó–. Vengo aquí cada verano.

–Encantada de conocerlo. Soy Julianne McKenzie. Es mi primera visita al rancho. He venido con mis primas a pasar una semana.

–Entonces sin duda la veré en el baile del granero el miércoles, si no la veo antes. Yo vengo aquí a pescar, pero mi señora me lleva a bailar –miró al vaquero–. Suerte con la maleta, Bobby.

–Gracias, Jim.

Julianne miró al vaquero, que seguía intentándolo con la maleta.

–¿Así que es usted Bobby? –dijo débilmente.

Él asintió y se aclaró la voz.

–Bobby Elk. Soy el dueño de este lugar.

Bobby Elk. Rancho Elk Ridge. La relación la sorprendió.

–Pensé que solo trabajaba aquí.

–Ha sido mi error. Debería haberme presentado desde un principio. Sobre todo a un huésped –alzó la vista un momento–. ¿Entonces se llama Julianne McKenzie?

–Sí.

–Me alegro de tenerla aquí, señorita McKenzie. Si necesita algo, no dude en pedírmelo.

–Gracias.

Su conversación se había vuelto más formal, pero Julianne sintió la atracción entre ellos.

Mientras él continuaba luchando con los cierres de su maleta, ella estudió sus movimientos, sus dedos callosos. Y fue entonces cuando vio el anillo de oro. La alianza que llevaba en la mano izquierda.

Estaba casado. El muy cerdo estaba casado, y comportándose del mismo modo que su ex.

¿Cuántas veces se había imaginado a su ex marido coqueteando con su secretaria? ¿Besándola? ¿Abrazándola?

Se preguntó si la esposa de Bobby Elk sabría que le gustaba coquetear con otras; que miraba directamente a los ojos; que les rozaba la mejilla o les tocaba el pelo.

Dios, cómo odiaba a los hombres.

–Ya está –dijo él, cerrando por fin la maleta con un clic.

Julianne se puso de pie.

–Será mejor que me vaya. Mis primas se estarán preguntando por qué me estoy retrasando.

Él se puso también de pie; le sacaría al menos diez centímetros.

–Le llevaré la maleta.

Julianne pensó en decir que podía arreglárselas sola, pero en lugar de eso echó a andar y volvió la cabeza para decir:

–Como le parezca.

Entró en el vestíbulo, una pieza llena de encanto campestre. Las paredes estaban revestidas de madera de roble, y en uno de los lados había una enorme chimenea de piedra. Por un ventanal grande se veían las colinas, los árboles y las flores.

–¿Señorita McKenzie?

Se volvió.

–¿Sí? –resopló.

–La he ofendido, ¿verdad?

–Sí, señor Elk. Así es. Y estoy seguro de que sabe por qué.

–Lo siento. No suelo ser tan descarado con mis huéspedes.

–Sí, claro. Mis primas me esperan –vio a Kay y a Mern mirándola desde el mostrador.

–Claro, señorita. Le dejaré su maleta a María. Nuestra recepcionista –aclaró–. Ella la enviará con alguien a su habitación. Que disfrute de su estancia.

Llevó su maleta al mostrador y Julianne se fijó en que tenía una ligera cojera al andar. Le estaba muy bien empleado, pensó. Fuera lo que fuera, se lo merecía.

Sus primas la recibieron con caras de entusiasmo.

–Así que por eso tardabas, ¿eh? –dijo Mern.

–¿Quién es? –preguntó Kay, sonriéndole como un demonio.

Mern y Kay eran hermanas, una rubia y otra morena, y ambas adictas a los viajes.

–Ese era el señor Bobby –dijo una voz con un fuerte acento hispano–. Él construyó este rancho.

Julianne se dio la vuelta y vio que María, la recepcionista, había contestado a la pregunta de Kay.

–Guapo –musitó Kay.

–Está casado –añadió rápidamente Julianne–. Le he visto el anillo con mis propios ojos.

Una alianza de oro sencilla; como la que solía llevar su ex.

–No, no, no –interrumpió María, que no parecía preocupada por haberse metido en su conversación–. El señor Bobby no está casado. Ya no –se santiguó con mucho respeto–. Su esposa murió. Hace tres años.

La noticia fue como un mazazo para Julianne, que inmediatamente se sintió avergonzada.

Bobby Elk no era un mentiroso. Era viudo. Y ella lo había tratado mal.

 

 

Bobby maldijo para sus adentros de camino al granero. Nada podría animarlo en esos momentos; ni el condado de Texas Hill que había llegado a querer tanto, ni el vasto cielo azul, ni el aroma a tierra y a heno que flotaba en el aire.

Había metido la pata hasta el fondo. Primero la ropa interior de Julianne McKenzie lo había excitado; esa cosita de encaje trasparente a la que había fingido no prestarle atención. Y después había acariciado su bonita piel de irlandesa. Y al hacerlo le habían entrado ganas de besarla.

Qué idiota.

Bobby entró en el aireado granero, fue hacia su despacho y encendió el ordenador.

Rotó los hombros para aliviar el estrés y confirmó su cita siguiente, para la cual aún faltaban horas.

Se sirvió una taza de café y se fijó en el caos de la oficina. Michael había dejado todo manga por hombro. Típico, pensó Bobby. Su sobrino, al contrario que él, siempre había sido desorganizado.

Dio un sorbo de café e inmediatamente lo escupió en una papelera que tenía a los pies. A sus espaldas oyó una risotada. Se volvió y miró con fastidio a su sobrino. A sus veinticinco años, Michael Elk se había convertido en un apuesto cherokee.

Podía entrar en una habitación sin que nadie lo viera u oyera, pero preparaba el peor café del mundo.

–Vaya humor que tienes, tío.

–He ofendido a una de las huéspedes.

Michael se quedó mirándolo un momento.

–Esa es mi especialidad –comentó.

–Más bien era, cuando eras un niñato bocazas de quince años. Se supone que a nuestra edad, ninguno de los dos debe ofender a nuestros huéspedes.

El joven se sirvió una taza de aquel café tan horrible.

–¿Qué has hecho?

–La he tocado. Supongo que con demasiada confianza.

–¿Quién es ella?

–Una pelirroja muy guapa. Ha llegado hoy. Parecía receptiva al principio, pero se molestó cuando se enteró de quién era yo. Supongo que debió de pensar que me estaba aprovechando de mi situación en el rancho.

Michael se quitó el sombrero y lo dejó en la mesa. Tenía el pelo largo y lo llevaba suelto, con un aspecto tan libre y salvaje como el de su encantadora sonrisa.

–¿Qué pretendes? ¿Acostarte con ella?

Bobby sacudió la cabeza. A veces Michael seguía comportándose como un niñato de quince años. Pero sabía que era un mecanismo de defensa. El azorado corazón de Michael había sufrido por la desaparición de su novia; una joven que se había marchado de la ciudad y no había vuelto a aparecer.

Pero al menos el joven no había perdido su pasión, su emoción, el fuego que lo empujaba a continuar. Bobby experimentaba algunos momentos especiales de vez en cuando, pero en general estaba muerto por dentro.

Tan muerto como su esposa.

Tan desconectado de la realidad como su pierna amputada.

–Es normal desear, tío. Ver a una mujer y desearla.

–No estoy buscando una amante.

Echaba de menos la sensación de libertad, de relax que le proporcionaría el sexo, pero no estaba dispuesto a compartir su cuerpo desfigurado y su muñón con nadie. Le daba lo mismo lo atlético que estuviera. El sexo no era lo mismo que montar a caballo, correr por un camino o hacer ejercicio en el gimnasio.

Hacer el amor requería una pareja. Contacto humano. Y él no podía entregarse. Ya no.

–Pídele disculpas –dijo Michael.

–Ya lo hice –lo único que le quedaba por hacer era evitar a Julianne McKenzie–. Me voy a casa un rato. Te veré más tarde.

–¿Tío?

–¿Sí?

–Eres un buen hombre.

A Bobby se le encogió el corazón. El único amor que aún le quedaba dentro era para Michael, para el joven que había luchado por educar.

–No soy el campeón por el que tú me tienes.

–Sí que lo eres.

Se miraron un momento; entonces Bobby salió del granero al sol de la tarde, incapaz de convencer a Michael de que él ya no era el guerrero que solía ser.

Cuando echó a andar por el camino que llevaba al hotel, donde tenía aparcada su camioneta, miró al cielo, buscando un dibujo en las nubes. Un lobo o un ciervo. Un protector.

Cuando no vio nada más que bocanadas blancas flotando en un mar de cielo azul, decidió cruzar el prado cubierto de hierba. Entonces fue cuando la vio en la distancia.

Por un instante creyó que era el fruto de su imaginación, pero el nerviosismo que se le agarró al estómago le decía lo contrario. E iba directamente hacia él.

Y él que había querido evitarla.

El cabello le flotaba sobre los hombros como un halo de fuego. De pronto recordó quién era él. Robert Garrett Elk, de los Aniwodi, la Tribu de la Pintura Roja. No era de extrañar que el color de su cabello lo fascinara. A los antiguos miembros de su clan se los conocía por utilizar pintura roja para atraer a sus amantes. Sin duda su pelo lo había hechizado.

Se detuvo, sabiendo que no podía evitarla.