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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Harlequin Books S.A.

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un peligroso secreto, n.º 1278 - julio 2015

Título original: Royally Pregnant

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6877-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

–Tiene que parecer un accidente.

Emily Bridgewater no se dio la vuelta al oír aquellas palabras, se mantuvo con la espalda recta, la cabeza levantada y la mirada perdida en el agua del mar, donde se reflejaban unas enormes nubes negras que parecían procedentes del mismísimo infierno. Multitud de barcos, tanto de pesca como de paseo, se apresuraban a regresar a puerto; sólo un loco se atrevería a permanecer en alta mar desobedeciendo los avisos de la Madre Naturaleza.

Emily se estremeció, pero no por la brisa helada que acababa de golpearle el rostro, sino por la desesperación. ¿Qué ventaja podría aportarle el engaño? Durante los últimos tres días se había repetido aquella pregunta cientos de veces y siempre había obtenido la misma respuesta: ninguna.

Pero tampoco había conseguido encontrar otra solución.

–¿Me has oído, Emily? –le gruñó aquel hombre–. Tienes que asegurarte de que ese tipo piense que ha sido un accidente.

Por fin se dio la vuelta para enfrentarse al rostro de su interlocutor. Sabía poco más de él aparte de que se llamaba Sutton, aunque dudaba mucho de que ése fuese su verdadero nombre. Parecía tener unos cuarenta años, al menos veinte más que ella. Era alto e iba vestido de negro de pies a cabeza, llevaba la cabeza afeitada y en su rostro había una expresión tan dura como las costas de la Isla de Penwyck. En su bíceps derecho se podía ver un tatuaje de una pequeña daga negra.

Emily no tenía la menor idea de quién era la persona de la que él recibía las órdenes, de lo que sí estaba segura era de que Sutton no estaba al mando de aquello. Era obvio que no era él el que tomaba las decisiones ni podía negociar; más bien se limitaba a hacer lo que le ordenaban sin hacer preguntas.

Y eso mismo era lo que se esperaba de ella.

–Haré lo que quiera.

Él sonrió ante tal acto de rebeldía al mismo tiempo que disminuía con una gran zancada la distancia que los separaba. Emily sintió el deseo de salir corriendo cuando notó que con una mano la agarraba del brazo mientras le ponía la otra en la barbilla. Tuvo que morderse la boca y hacer un esfuerzo para no obedecer su deseo de huir.

–No harás nada de eso –aquellos ojos grises se pasearon por la cara de Emily y después por su escote–. Sabes perfectamente qué pasará si no haces lo que te decimos, ¿no es así, querida Emily?

El corazón se le encogió dentro del pecho.

–Sí.

Sutton se sacó una pequeña fotografía del bolsillo de la camiseta y se la enseñó.

–Échale un último vistazo, para asegurarte de que no haya ningún error.

Volvió a mirar la foto a pesar de que ya la había visto por la mañana: pelo corto de color castaño oscuro, ojos azules y en sus facciones una mezcla de majestuosidad y aspereza. Miraba a la cámara sin sonreír; con una expresión que denotaba inteligencia y un ligero toque de irritación.

«Dios mío, ¿cómo voy a poder hacerlo?».

–No se preocupe, no habrá ningún error –aseguró alejándose de él.

Entonces sonó el teléfono móvil que Sutton llevaba colgado del cinturón y él se dio media vuelta para contestar, escuchó lo que le decían durante sólo unos segundos y colgó enseguida.

–Es la hora.

Ella miró a la carretera que se extendía al lado de los árboles bajo los que se encontraban, sabía que el coche aparecería por aquella curva en tan sólo unos minutos. Se le aceleró el pulso.

«No puedo hacerlo». Sentía cómo el pánico comenzaba a apoderarse de ella. «No puedo». Al notar que titubeaba, Sutton volvió a agarrarla del brazo y tiró de ella hacia la bicicleta de alquiler que se encontraba apoyada en un árbol.

–¿Y qué pasará si algo sale mal? –preguntó ella casi sin aliento.

–Más te vale que no sea así –respondió él tajantemente–. Ahora monta en la bici.

–Pero si no me pasa nada, si…

Vio acercarse el puño a su cara tan rápido que no le dio tiempo a reaccionar; sus nudillos le golpearon el pómulo con una fuerza brutal. Empezó a ver estrellitas que daban vueltas a su alrededor y por un momento llegó a pensar que iba a perder la poca comida que había tomado a lo largo del día. Habría caído de bruces si él no hubiera estado sujetándola.

–Se acabaron los peros, Emily. ¡Móntate en la bici!

Se retiró las lágrimas de dolor que le empañaban los ojos y se subió a la bicicleta intentando no hacer caso del zumbido de oídos que le había provocado el puñetazo.

Al oír el sonido de un coche que se acercaba, puso los pies en los pedales y apretó bien las manos al manillar.

Esperó aguantando la respiración.

 

 

–Ésta va a ser muy mala, Alteza. Claro que ya lo decía mi padre: noche de cervezas es noche de mujeres –desde el asiento trasero de la limusina, Dylan Penwyck echó un vistazo a Liam McNeil, que lo miraba a través del espejo retrovisor. Liam había nacido en Irlanda pero llevaba en la Isla de Penwyck desde los ocho años y conduciendo para la familia de Dylan desde hacía más de veinte. Con sus cuarenta y pocos años Liam estaba lleno de ingenio y humor típicamente irlandeses, aunque en él también había una buena dosis de desfachatez.

–Estoy seguro de que no lo diría delante de tu madre.

Liam se echó a reír con una carcajada de una profundidad alimentada por años de tabaco y whisky.

–Sólo si quería recibir un buen sartenazo en la espalda.

Dylan intentó imaginar a su propia madre golpeando a su padre con una sartén, pero la idea de la Reina Marissa persiguiendo al Rey Morgan por todo el palacio era demasiado descabellada.

A pesar de haber sido arreglado por otros, el matrimonio de sus padres había resultado bastante feliz. Jamás había oído a su madre levantarle la voz a su padre… ni a él ni a nadie; seguramente porque con una sola mirada, la reina era capaz de mover montañas. Aunque nadie se atrevía a decirlo con tantas palabras, todo el mundo sabía quién era la que mandaba no sólo en aquel matrimonio, sino en el palacio.

Pero ahora el padre de Dylan estaba enfermo; el Rey Morgan por fin acababa de despertar del coma en el que había caído hacía más de cinco meses, pero todavía le quedaban muchos meses, incluso años, de rehabilitación y terapia. Desde que Broderick, el tío de Dylan, había asumido el poder, en el reino se había impuesto el caos más absoluto. A pesar de que Broderick ya había sido relevado de su responsabilidad en el trono, todavía quedaban muchas cosas por hacer para restaurar el orden.

Dylan llevaba tiempo odiándose por no haber estado allí en los últimos meses, por haberse escondido tanto que ni su familia había podido localizarlo.

Sin embargo había regresado y esa vez era para quedarse.

Esa mañana le había pasado a su hermana Meredith la invitación a una fiesta en honor de la directora del colegio público de Penwyck y, en su lugar, él había pasado una agradable mañana con el Barón y Lady Chaston. Blair, la hija de ambos, había hecho todo lo posible para convencerlo de que se quedara a comer con ellos; hasta lo había mirado fijamente con aquellos enormes ojos azules cuando él le había dicho que tenía una importante reunión en palacio. Aquello era una burda mentira, por supuesto, pero Dylan sabía que Blair estaba empeñado en casarse con alguien de la realeza y, desde que su hermano gemelo, Owen, se había casado con Jordan Ashbury, Blair tenía las miras puestas en él.

Lo cierto era que se trataba de una mujer bella, al menos eso era lo que decía la gente, además reunía todas las cualidades de la esposa de un príncipe. El problema era que la simple idea de despertarse cada mañana junto a aquella joven superficial hacía que Dylan sintiera escalofríos.

Se había pasado los últimos dos años negando los deberes y responsabilidades con los que había nacido. Sus padres sufrirían un ataque de nervios si se enteraran de que su hijo era miembro de las fuerzas especiales de una organización llamada Graystoke, dedicada a rescatar a altos dignatarios y ejecutivos que habían sido secuestrados en Europa Central. El trabajo había sido peligroso y muy emocionante, en cada misión cabía la posibilidad de que no consiguiera volver a casa con vida o, peor aún, que él mismo acabara secuestrado.

Ésa era la razón por la que Dylan había falsificado su documentación, además de dejarse barba y ocultarle a todo el mundo su verdadera identidad. Si cualquiera de los hombres con los que había trabajado hubiera sabido que en realidad era el Príncipe Dylan Penwyck, jamás le habrían encomendado ninguna misión.

Con esos pensamientos en la cabeza, Dylan perdió la mirada en el paisaje que se extendía al otro lado de la ventanilla del coche mientras subían la carretera camino al palacio. El cielo estaba cubierto por unas enormes nubes negras que en el horizonte se juntaban con el océano. Desde su regreso a Penwyck hacía sólo unas semanas, el invierno se había ido instalando poco a poco. Cualquiera que hubiera pasado algún tiempo en la isla sabría lo impredecible de su climatología, y eso era algo que caracterizaba el lugar en cualquier estación.

Era muy curioso, pero había necesitado pasar dos años lejos de allí para darse cuenta de que Penwyck era el lugar al que pertenecía. Sabía que jamás llegaría a ser rey, pero serviría a su país y a su familia a cualquier precio.

–Los chicos y yo tenemos partida esta noche –le dijo Liam–. ¿Se apunta?

–No me importaría echar un par de manos –respondió él encogiéndose de hombros–. Así a lo mejor recupero parte de lo que me quitaste la otra noche.

–Con todo respeto, Alteza –comenzó a decir Liam con una risilla–. Mi madre jugaría mejor de lo que lo hizo usted. No puede culpar a nadie de su pérdidas excepto a sí mismo.

Liam tenía razón y Dylan lo sabía. Había jugado de un modo desastroso, seguramente porque tenía la cabeza en cualquier sitio menos en la partida. Estaba preocupado por la salud de su padre, por el abuso de poder de su tío, por el secuestro de su hermano Owen, el embarazo de su hermana y la noticia de que Owen tenía un hijo cuya existencia no conocía nadie hasta hacía un par de semanas.

Y eso era sólo el principio. En resumen, el palacio y el país habían estado sumidos en un verdadero torbellino de acontecimientos.

–Como vuelvas a llamarme «Alteza» –empezó a advertirle Dylan apoyándose en el respaldo del asiento del conductor–, no te vuelvo a dejar ni una sola partida más.

–¿Dejarme ganar? ¿A mí? –respondió el chófer con una carcajada al tiempo que daba una curva muy cerrada–. Jamás podría…

–¡Cuidado!

Más tarde, Dylan conseguiría llegar a hacerse a la idea de lo sucedido, pero entonces no tuvo tiempo de pensar ni de responder. De pronto, la mujer de la bici estaba delante de ellos, en medio de la carretera. Liam pegó un frenazo que hizo que los neumáticos derraparan sobre el asfalto a pesar de que no iban deprisa. Pudo ver la cara de susto de la mujer en el momento en el que la limusina golpeaba su bicicleta lanzándola al otro lado de la carretera.

Dylan salió del coche antes incluso de que se detuviera por completo. Allí estaba ella tendida en el suelo con el pelo largo y oscuro cubriéndole el rostro. Se arrodilló junto a ella rezando con todas sus fuerzas para que estuviera bien. Le puso la mano en el cuello con mucho cuidado y comprobó aliviado que tenía pulso normal.

–¡Por Dios! –exclamó Liam al salir del coche–. Dígame que no la he matado, por favor.

–No, no la has matado –aseguró Dylan en tono tranquilizador a pesar de que el corazón estaba a punto de salírsele por la boca. La mujer tenía unos rasguños en el brazo y la mano derecha, además de una herida en el pómulo izquierdo. Tanto la blusa como la falda que llevaba estaban manchadas y rasgadas.

Volvió a mirarla a la cara. Era guapa, ésa fue su primera impresión. Cuando abrió los ojos con un gemido de dolor, rectificó: era bellísima.

Tenía unos preciosos ojos verdes con ligeros toques grises, la piel pálida y lisa como la porcelana. Dylan tenía la sensación de que una mano lo tuviera agarrado por el cuello, una mano que lo apretó aún más cuando se fijó en aquella boca de labios carnosos y rosados. Una boca que parecía estar pidiendo a gritos que la besaran. Pero entonces volvió a mirarla a los ojos y vio en ellos dolor y confusión.

–¿Qué…? –empezó a decir llevándose la mano a la frente–…, ¿qué ha pasado?

–Nuestro coche le ha dado un golpe mientras cruzaba la carretera en bici –Dylan comprobó aterrorizado que tenía sangre en la frente–. ¿Le duele algo?

–La cabeza –murmuró ella.

Cerró los ojos sólo unos segundos durante los cuales Dylan pensó que se había desmayado, pero enseguida volvió a abrirlos y él respiró aliviado.

–Póngase esto –le dijo Dylan tendiéndole un pañuelo que finalmente él mismo le puso en la frente–. Voy a llamar a una ambulancia.

–No, no hace falta –aseguró ella intentando incorporarse–. Sólo necesito un minuto.

–Tiene que quedarse quieta. Vamos a comprobar que no le falta nada… Vaya, le va a resultar un poco difícil seguir montando en bici con una sola pierna –bromeó intentando hacerla sentir mejor–. Seguro que una de madera la saca del apuro –añadió tocándole los tobillos–. ¿Nota esto?

–Sí –respondió moviendo los pies–. Tiene las manos calientes.

–Voy a comprobar que no tiene nada roto –la avisó subiéndole la falda vaquera hasta las rodillas. Tenía piernas de bailarina, o de corredora… El caso era que eran estilizadas y suaves como la seda–. Después podrá abofetearme por ser tan descarado.

Al levantarle la mano se fijó en que llevaba un pequeño anillo con un rubí y un diamante. Entonces comenzó a soplar un frío viento del este que trajo las primeras gotas de lluvia justo al tiempo en el que se oía un fuerte trueno.

–Está a punto de descargar –anunció Liam.

–No podemos quedarnos aquí –convino Dylan–. Voy a llevarla al coche.

El siguiente relámpago sonó mucho más cerca y sólo unos segundos después el cielo se abrió sobre sus cabezas como acababa de predecir Liam y empezó a caer una verdadera tromba de agua. Dylan levantó a la mujer en brazos con la mayor suavidad posible y, cuando estuvo pegada a él, notó cómo temblaba, así que la apretó contra sí y la llevó al coche a toda prisa.

El interior de la limusina era cálido y silencioso. La tumbó en el asiento trasero y el se sentó a su lado.

–¿Salgo por su bici? –preguntó Liam.

–Después, volveremos cuando haya amainado –le dijo Dylan. En los pocos segundos que habían tardado en meterse en el coche, a la mujer se le había empapado el pelo, así que Dylan sacó una manta de un compartimento lateral y la cubrió con ella–. Avisa al doctor Waltham –le pidió a Liam–. Dile que nos espere, que vamos hacia allá.

Liam condujo mientras hacía la llamada; Dylan cerró el cristal que separaba el asiento delantero de la parte posterior para que la herida no oyera nada. Se podía ver el dolor en sus ojos, pero no podía hacer nada por ella hasta que llegaran al palacio.

–No tardaremos nada en llegar –dijo para tranquilizarla a ella y a sí mismo–. ¿Está cómoda?

–Lo siento –susurró ella con un hilo de voz casi inaudible–. Lo siento mucho.

A Dylan lo confundió la intensidad de su mirada y la desesperación que denotaba su tono de voz.

–No tiene por qué disculparse –aseguró arropándola bien–. Hemos sido nosotros los que la hemos atropellado.

Ella apartó la mirada. La herida del pómulo estaba cada vez más oscura y la de la frente seguía sangrando.

–¿Cómo se llama? ¿Quiere que llamemos a alguien?

Volvió a mirarlo muy despacio. Dylan vio el miedo en sus ojos, el miedo y la confusión.

–No… no lo sé.

–¿No sabe si quiere que llamemos a alguien?

–No –dijo cerrando los ojos–. No sé cómo me llamo.

Capítulo Dos

 

 

Lo que debería haber sido un itinerario de cinco minutos hasta llegar a palacio, se convirtió en unos interminables quince minutos. Dylan maldijo cada bache de la carretera, cada golpe de viento que hacía que Liam tuviera que girar el volante. Sabía que con la lluvia torrencial que estaba cayendo era imposible conducir más rápido, pero eso no evitaba que sintiera una enorme frustración.

Al menos en el interior del coche estaban a salvo del frío, pensó Dylan mientras estudiaba a la mujer que se encontraba a su lado. Presionó ligeramente el pañuelo contra la herida que tenía en la frente y después frunció el ceño al ver el trozo de tela teñido de sangre. A pesar de la enorme cantidad de sangre que había visto en los últimos dos años, incluyendo la suya, por algún motivo aquello era muy diferente; aquella mujer parecía tan frágil, tan delicada.

Y él era el responsable de lo ocurrido.

Había examinado la herida con detenimiento y había comprobado que no era profunda, de hecho ella había intentando incorporarse un par de veces afirmando que se encontraba bien, pero él no se lo había permitido. No estaba bien, claro que un coche acababa de atropellarla, y había sido su coche.

¿De dónde había salido aquella mujer que había aparecido de pronto en mitad de la carretera? Y sobre todo, ¿quién era?

Lo inquietaba enormemente que no hubiera podido contestarle a esa pregunta, pero también era comprensible que se sintiera confundida y desorientada después del golpe.

Había algo en ella que le resultaba extrañamente familiar, si bien era incapaz de decir exactamente qué. Era como una melodía que no hubiera escuchado en años, podía oírla a lo lejos en su cerebro pero se negaba a dejarse percibir con total claridad.

Intentó deshacerse de aquella sensación, seguramente no la había visto nunca. Quizá fuera una turista. La costa de Penwyck era impresionante y llegaban visitantes de todo el mundo para fotografiar sus acantilados y sus bosques… Aunque no llevaba ninguna cámara, ni siquiera llevaba bolso. En ese momento la luz de un relámpago iluminó el interior del coche e hizo que la mujer se estremeciera asustada.

–Tranquila, no pasa nada –le aseguró Dylan en tono tranquilizador aunque en realidad no las tenía todas consigo; la veía demasiado pálida y con la respiración demasiado agitada–. Llegaremos a palacio en un par de minutos.

–¿A palacio? –abrió los ojos y lo miró confundida.

–El palacio de Penwyck, ahí es adonde nos dirigíamos cuando usted apareció en la carretera. ¿Recuerda adónde iba?

–Pues… –titubeó unos segundos antes de contestar–. No.

Se puso a temblar de nuevo, Dylan le agarró las manos para transmitirle todo el calor que pudiera. Tenía los dedos delgados y las uñas cortas y cuidadas. No llevaba más adorno que la sortija que ya le había visto antes, ni rastro de anillo de casada.

Otro relámpago se hizo sentir con fuerza y provocó otro espasmo en ella.

–Tranquila –le dijo estrechándole las manos.

–Tiene las manos… tan calentitas –dijo ella mirándolo.

–Es porque usted las tienes muy frías.