Portada

Legales

Título

PRESENTACIÓN

ALGUNAS IDEAS SOBRE EL (LO) DOCUMENTAL

VOCES · · · IDEAS

Pedro Adrián Zuluaga

La revolución del documental es el paso de ser representados a autorepresentarnos

Patricio Henríquez

El cine documental no está para modas

Víctor Gaviria

Con cualquier película uno escribe la historia a través de la ficción

Óscar Campo

Lo real está ligado a una experiencia de ruptura del lenguaje

Alan Berliner

Estoy conectado a imágenes y sonidos perdidos

Marta Hincapié

El documental es una manera de relacionarse con el mundo

Juan Manuel Echavarría

Una mirada documental a la guerra en Colombia desde el arte

Jorge La Ferla

Estamos simulando el cine con otras tecnologías

Antonio Dorado

Del documental al cine de gánsteres

Ernesto Correa

Una mirada desde la universidad

Marta Andreu

Mejor hablar de gesto creativo que de género cinematográfico

Óscar Ruiz Navia

A veces la ficción puede entrar donde no puede el documental

Santiago Herrera

Invitar al espectador a participar, ese es el ejercicio interesante

Marta Orozco

El pitch es vender tu idea y tu película en el menor tiempo posible

Carlos Henao

La escritura en el documental y en la ficción

César Salazar

El sonido en el documental

Sergio Wolf

En el documental casi todo es territorio por explorar

Ramiro Arbeláez

El cineclub de Cali: de la cinefilia a la realización era un paso más o menos lógico

Ricardo Restrepo

La Muestra Internacional de Documental: ventana y espejo del documental

Hernán Rivera

¿Qué cosa es un documental de creación?

Luis Alfredo Sánchez

Personaje y testigo de medio siglo de cine en Colombia

PELÍCULAS CITADAS

Presentacion.jpg

 

El libro que usted tiene en las manos busca un propósito: ofrecer un panorama actual de conceptos y de voces en torno al cine documental. Para cumplir este objetivo está estructurado en dos partes: una aproximación teórica al cine documental y un conjunto de entrevistas con gente del cine que, desde distintas prácticas y profesiones, tiene qué decir sobre el tema.

La primera parte corresponde al escrito “Algunas ideas sobre el (lo) documental”. Ese texto propone tanto una aproximación a algunos modos como el documental ha sido entendido en el seno de la institución, esto es, entre algunos de sus oficiantes y teóricos, como un intento por relacionar el campo del documental con algunos deseos colectivos y cambios culturales que se han conceptualizado desde la filosofía del arte y la estética. El texto ensaya rodear a su objeto, da vueltas alrededor de ideas: explora un panorama histórico y conceptual, se detiene en algunos de los rasgos que identifican actualmente el difuso y disperso horizonte de lo documental.

La segunda parte recoge 21 entrevistas (seleccionadas de entre más de cuarenta de las que se disponía). Cuatro de ellas fueron realizadas por docentes de la Escuela de Comunicación Social durante algunas versiones del Diplomado Internacional de Documental de la Escuela de Comunicación Social. Las demás fueron sostenidas en el desarrollo del proyecto del que este libro es producto. La selección de las entrevistas buscó trazar un espectro amplio alrededor de temas y preguntas que surgen del interés en el cine documental. En el conjunto hay un poco de historia local, nacional y latinoamericana, de cruces entre la ficción y el documental, de la intersección entre las artes visuales y el documental, de las ideas y los intereses de autores específicos. Y también hay espacio para perspectivas y roles, como las de la escritura, el sonido y la producción. La selección incluye voces de Colombia y de otros países. No sobra decir que buscamos dar espacio a la diversidad de planteamientos.

Documental (es). Voces···Ideas es producto del proyecto de investigación-creación MUNDOC, desarrollado en el marco de las convocatorias internas de la Vicerrectoría de Investigaciones y Producción Intelectual de la Universidad del Valle del año 2012. Del proyecto también es resultado la página web www.mundocumental.com.

Documental (es). Voces···Ideas y www.mundocumental.com son productos complementarios. Ambos obedecen a los propósitos de explorar el análisis teórico del documental contemporáneo y, a través de la difusión de sus contenidos, contribuir a la investigación del documental y a la formación de documentalistas y de públicos de Colombia e Hispanoamérica.

El proyecto MUNDOC tiene como punto de partida la trayectoria y el interés de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle y de los miembros del Grupo de investigación en Sonido, imagen y escritura audiovisual Caligari en el cine documental. MUNDOC es un proyecto derivado de las distintas versiones del Diplomado Internacional de Documental desarrolladas, desde el año 2008 hasta la fecha, por la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle.

La escritura de este libro ha sido posible gracias a la participación y a la gestión de muchas personas. A todas y a cada una les expresamos nuestra gratitud. En primer lugar, a cada uno de los entrevistados: por su tiempo y la atención que dispensaron a nuestras preguntas. Al equipo de asistentes y monitoras de investigación, egresadas y estudiantes de la Escuela: María Juliana Soto, Denisse Martínez, Johanna Buendía Páramo, María Andrea Díaz, Wendi López Duque, Camila Campos Quintana, Walter Crespo Espeleta y Daniela Torres. A los entonces estudiantes Alejandra Adarve y Rodrigo Ramos por su participación en la entrevista con Alan Berliner. A los colegas de la Escuela: la profesora Maritza López de la Roche y los profesores Carlos Patiño, Óscar Campo, Ramiro Arbeláez, Antonio Dorado y Luis Hernández. Al Director de la Escuela, profesor José Hleap. A la gestión y el apoyo profesional y técnico del Centro de Producción en Comunicación de la Escuela de Comunicación Social. A la Vicerrectoría de Investigaciones. Y a la egresada de la Escuela Holanda Caballero Mafla, por desenfocar su mirada para la foto de la portada.

Parte1.jpg

E

Empiezo por indicar que, hasta hace algunas décadas, alrededor del documental se construyó un discurso hegemónico. Quizás uno de los textos donde se recoge con mayor claridad esa concepción es el libro, ya clásico, La representación de la realidad (1997), de Bill Nichols. En ese trabajo, confrontando la tradición platónica en la cual la imagen se reputa como inferior a la palabra, Nichols sitúa el documental en la familia de los que llama discursos de sobriedad: “El cine documental tiene cierto parentesco con esos otros sistemas de no ficción que en conjunto constituyen lo que podemos llamar los discursos de sobriedad. Ciencia, economía, política, asuntos exteriores, educación, religión, bienestar social, todos estos sistemas dan por sentado que tienen poder instrumental; pueden y deben alterar el propio mundo, pueden ejercer acciones y acarrear consecuencias” (Nichols, 1997, p. 32). Como todo discurso hegemónico, el que se conformó sobre el documental intentó definir y delimitar su práctica. Se esforzó por asignarle funciones y fines.

Para tratar de entender el cometido de esta concepción merece la pena volver la vista atrás y apreciar con cuáles expectativas, intereses y demandas llegaron a ser asociadas invenciones decimonónicas como la fotografía y el cinematógrafo: invenciones que tienen en común la capacidad de registrar y fijar imágenes del continuum histórico. Para decirlo en términos de Pierce, son tecnologías que trajeron consigo la posibilidad de construir nuevos signos indiciales e icónicos del mundo visible. Los famosos experimentos fotográficos de Eadweard Muybridge y Jules Marey desvelan el interés y la utilidad que despertaron las nuevas máquinas productoras de signos. La capacidad de registrar y fijar imágenes producidas como huellas del mundo —ya fueran impresas en acetato o en otros soportes— descubría diversas posibilidades. Una de ellas, ya entrada la tercera década del siglo XX, fue nombrada documental: de servir como mero registro de los sujetos u objetos hacia donde se apuntaba con la cámara, las imágenes aisladas fueron articuladas para dar significado a la experiencia histórica. Esta posibilidad se orientó a conservar imágenes de lo que fue, de lo que alguna vez ocurrió delante de la cámara, para los seres humanos guardar la ilusión de ganarle de alguna manera la partida al tiempo, a la finitud y al olvido.

Esa apuesta por arrebatarle al tiempo —al continuum histórico— algún pedazo de la vida para conservarlo y luego volver a él, así sea en imágenes, es en occidente deudora de un deseo y de una preocupación antiguas. Esa apuesta se puede remontar, en el plano teórico, a lo que en su Poética Aristóteles define como lo propio de la historia:

Pues el historiador y el poeta no difieren en que uno utilice la prosa y el otro el verso (se podría trasladar al verso la historia de Heródoto, y no sería menos historia en verso que sin verso), sino que la diferencia reside en que el uno dice lo que ha acontecido, el otro lo que podría acontecer. Por esto la poesía es más filosófica y mejor que la historia, pues la poesía dice más lo universal, mientras que la historia es sobre lo particular (Poética, 1451b).

Es decir, bajo este presupuesto el interés por referir lo que pasó, que se valora como propio de la historia, gracias al desarrollo tecnológico encontró desde el siglo XIX unas nuevas condiciones para su satisfacción. Si antes y después de haber sido constituida la historia como disciplina en su ámbito la palabra escrita había sido la tecnología y el medio para dejar constancia de y dar sentido a lo acontecido, la cualidad indicial y cinética de las imágenes cinematográficas surgía para constituirse en un vehículo idóneo ya no tanto para decir como sí para mostrar lo que fue.

Evidentemente, desde la formulación de Aristóteles hasta la constitución de la historia como disciplina académica y, más aún, hasta el presente, la escritura histórica ha experimentado diversos avatares. Los epistemólogos de la historia y los mismos historiadores se han encargado de debatir y cuestionar distintas concepciones de la disciplina. No obstante, pese a las controversias y a los cambios de enfoques y paradigmas conceptuales, desde que la historia se reconoce como ciencia hay en ella una constante que ya estaba presente —aunque ciertamente no desarrollada— en la Poética de Aristóteles: la impronta de lo que fue. Una voluntad referencial o indicial, según decimos hoy. Hay un objeto: lo que ha ocurrido. Y un propósito: decir lo que ha ocurrido. Pero no podemos ignorar que también hay una condición de orden pragmático: el reconocimiento y la aceptación, por parte de la comunidad de lectores/espectadores, del vínculo establecido entre palabra, imagen y mundo.

Esta manera de entender la historia puede ser considerada una matriz epistemológica y de producción cultural en la cual, en un momento determinado, fue adscrito el documental. Con esto, aclaro, no pretendo atribuir al documental en sus comienzos una vocación o inclinación por el pasado distante. Fue más tarde, cuando hubo material de archivo y razones (sobre todo bélicas) para utilizarlo, que el documental se hizo de compilación o más recientemente (con la valoración de las múltiples memorias y las posmodernas deflación de la originalidad e inflación del reciclaje cultural) de metraje encontrado o reutilizado. Con el documental ocurre, en principio, algo análogo a lo que algunos historiadores nos cuentan de las primeras formas de la historia en Occidente: antes de basarse en fuentes y en documentos, los que escribían relatos de interés histórico se ocupaban del presente1, de la historia contemporánea, de aquello que podían ver y con respecto a lo cual actuaban como testigos: “podemos, inicialmente, proponer la investigación histórica como una observación en la que el investigador es testigo, puede dar cuenta de lo que ha visto, es decir, sabe porque ha visto” (Lozano, 1987, p. 18). En consecuencia, lo que intento resaltar es que ese interés por retener y contar lo que pasa, teorizado por Aristóteles, en el siglo XIX encontró en la cinematografía un lugar idóneo para su realización.

Para ganar ese lugar y configurar el discurso hegemónico que trato de caracterizar, la otra cuestión que debieron enfrentar teóricos y documentalistas es la que Nichols vincula al valor epistémico del documental. Es decir, al documental como fuente de conocimiento. Una fuente que en el realismo atribuido a la imagen hallaría el punto máximo para respaldar sus conceptos sobre el mundo: “El realismo documental se alinea con una epistefilia, por así decirlo, un placer del conocimiento, que indica una forma de compromiso social. Este compromiso deriva de la fuerza retórica de una argumentación acerca del mundo en el que habitamos” (Nichols, 1997, p. 232). Para alcanzar ese estatus, pues, el documental ha debido conseguir el reconocimiento epistemológico de la imagen. En efecto, si por un lado en Aristóteles se puede localizar una tradición favorable a algunos intereses que pueden ser asociados al documental, por otro en Platón se encuentra la raíz de un pensamiento que desconfía y reniega del valor de la imagen. Como sabemos, para el Platón de República la cuestión de la mimesis enfrenta el problema de la reproducción a través de imágenes —pictóricas o lingüísticas— del mundo empírico, que para él no es más que una apariencia del mundo verdadero o de las ideas. La imagen, por lo tanto, es el pálido reflejo de una apariencia, un reflejo de tercer grado de existencias particulares.

Groso modo, es frente a la degradación epistemológica instituida por la tradición platónica que la imagen, y para el caso particular la imagen documental, debe alcanzar un estatus como fuente y medio de conocimiento. En su libro ya citado, Nichols aborda este escollo en un pasaje titulado “A la sombra de Platón”. En esta tradición el problema nace de considerar la noción de mimesis como copia y, por lo tanto, a la imagen cinematográfica como copia del mundo. Nichols, que en medio de la refriega también incluye (y con razón) a Baudrillard, zanja la discusión así: “Por seductoras que sean estas afirmaciones [las de Platón y Baudrillard], yo no las acepto” (1997, p. 37). Nichols reputa de idealistas las tesis platónicas y las de quienes continúan esta senda viendo sólo falseamiento en las imágenes. En el caso de Baudrillard, además las califica como nihilistas. Nichols, como se desprende del título de su libro, acoge el presupuesto según el cual en el orden cultural nos entendemos con y por medio de representaciones.

Por su parte François Niney, desplegando argumentos más minuciosos y rastreables en la tradición de la semiótica, hace ver que, al menos en las tecnologías analógicas, la relación causal entre el objeto registrado por la cámara y la imagen generada en el soporte fílmico corresponde a la producción del signo indicial. El signo, según la semiótica de cuño estructuralista, se acepta en lugar de la cosa significada por convención social y cultural, por acuerdo. Retomando estos razonamientos, Niney sostendrá que la imagen documental es tanto índice como simbolización del mundo histórico: “La tomas fotográficas, fílmicas o en video, son híbridas: índices, pero distanciados de los objetos reales que los causan; símbolos, pero adherentes a lo concreto. Y ninguna navaja lógica podría zanjar esa contradicción viva de las imágenes así registradas (tomas de vistas y de vida)” (Niney, 2009, p. 32).

La desviación en la concepción platónica, cabe anotar, está en la extensión al orden epistemológico de una estratificación ontológica: en postular un mundo de esencias transhistóricas del cual las imágenes producidas por los humanos estarían alejadas. Dicho de otro modo, según Platón al conocimiento de ese mundo superior únicamente accedería la razón, el logos. La imagen, que solo sería copia de objetos y de hechos contingentes, no produciría conocimiento de aquél. Una vez superada la hegemonía de tales presupuestos ontológicos, el conocimiento no permanece atado a unas ideas eternas ni por fuera de la historia. La imagen, entonces, ya no se comporta como copia de tercer grado. La imagen, considerada luego como signo, como representación, se hace portadora de contenido. Y como el signo, igualmente, se revela como constructo. En una dirección afín, Ángel Quintana concluirá: “El principal reto de las imágenes documentales consiste en la construcción de un discurso que proporcione una determinada forma de conocimiento del mundo que actúe como referente” (Quintana, 2003, p. 26).

No deja de resultar curioso porque poco se ha insistido, al menos desde los argumentos que aquí se siguen, que las ideas de Aristóteles mencionadas en parte confrontan la negación platónica y reafirman la inclinación histórica y referencial que se ha imputado al documental. A pesar de que en Aristóteles hay una estratificación entre poesía (poema trágico) e historia, pues califica como mejor y más filosófica a la primera con respecto a la segunda, en la Poética no se ignora el mérito de la historia. Allí se reconoce que la historia se ocupa de lo particular, en lo cual también existe valor. Además, tanto en la poesía como en la historia Aristóteles resalta el carácter de la mimesis, otorgando a este término un sentido que —veremos luego— difiere del que se lee en Platón.

_________________________

1. En este orden de ideas, el surgimiento de la televisión explotaría en la relación con el presente otra dimensión diferente de la del cine: la de la inmediatez, la del directo.

¿

¿Cuál pudo ser el momento y cómo fue adscrito el documental a esta matriz conceptual? ¿Dónde se pueden ubicar posiciones que contribuyeron a construir un discurso que, en sus afirmaciones, empezaba por dar cuenta de un modo de entender el documental y terminaba por prescribir la práctica? Las historias del cine nos han contado un relato en el cual entre las primeras imágenes cinematográficas se incluyen las vistas de lugares transitados (previas instrucciones y ensayos) por personas que corrientemente deambulaban por allí. Esas primeras imágenes, como las que se atribuyen a Lumière en 1895, intentaban capturar la vida como es para después contemplarla. O sea, el deseo de registrar y de guardar las imágenes estaba ligado a la voluntad de dar a conocer luego —más tarde o más temprano, no importa— cómo era (o había sido) la vida de quienes en algún momento se pusieron o pasaron delante de la cámara. Esas mismas historias del cine, como la de Erik Barnouw, por ejemplo, nos dicen que ese mismo impulso llevó a Lumière, primero, a situar su cámara en lugares como una estación de tren o una salida de una fábrica y, posteriormente, a desplazar cámaras y operarios por las más diversas geografías. Todo con el fin de enseñar —no solo por un prurito etnográfico, no sobra recordar— aquí y allá cómo vivían allá y aquí. La posibilidad de dar cuenta, de traer, de llevar y de repetir las proyecciones —la pérdida del aura de Benjamin— instauró nuevas prácticas, nuevas sensibilidades, nuevos oficios: una nueva tradición.

Esta tradición es la del cine que se detiene a mirar el mundo. A mirar lo que sucede (y suceden cosas no solo a las personas). En un lugar o en otro, cercano, alejado o en el propio. Un cine al que algunos imprimieron un carácter explicativo, de cierta manera didáctico. Un cine que revela y enseña algo a los espectadores. Un trabajo que antes hacían con palabras (a veces añadían ilustraciones, fantásticas no pocas) los cronistas de viajes, los exploradores o los reporteros, con las alternativas que en el siglo XIX el nuevo medio ofreció los hombres de la cámara pudieron hacerlo con imágenes indiciales. El relato de viaje, el reporte de la novedad, el testimonio del acontecimiento, empezaron a escribirse con imágenes que captaban segmentos de tiempo y los proyectaban como movimiento continuo. El paradigma de esta disposición parece ser Nanook (1922), que se constituyó en un referente a imitar. Nanook descubre algo: cómo viven otras personas en un mundo desconocido para los citadinos. En la práctica se acuñaron formas de hacer y de mostrar que siguen esta disposición. Los noticiarios y los documentales etnográficos cristalizaron como maneras de dar cuenta de la vida social, de fijarla, ya fuera una vida próxima o distante. Es ante esta expectativa que en la década de 1920 Dziga Vertov se pronuncia en uno de sus manifiestos:

Lo que para nosotros significa que los noticiarios están hechos de trozos de vida organizados en un tema y no al contrario. Eso significa igualmente que el Kino-Pravda no obliga a la vida que se desarrolle de acuerdo con el guión del escritor, sino que observa y registra la vida tal como es y sólo posteriormente deduce las conclusiones de sus observaciones (Vertov. En Romaguera, Alsina, 1989, p. 48).

Ahora bien, si en principio el deseo es registrar la vida tal como es, posterior al registro se deben deducir las conclusiones de la observación. Recordemos, aunque parezca obvio, para Vertov desde dónde se observaba y desde dónde se debían deducir las conclusiones. Aquí resulta evidente un nexo ideológico y político con el documental. Es decir, una prescripción implícita que se hizo a la práctica: “Dziga Vertov abogaba en sus escritos y películas por un proceso activo de construcción social, incluyendo la construcción de la conciencia histórico-materialista del espectador” (Nichols, 1997, p. 40). Desde luego, estaban frescos los tiempos de la Revolución de octubre y de la eficacia histórica del marxismo.

Una disposición similar, un habitus en el sentido de Bourdieu (2008, p. 113), la encontramos en otras figuras históricas que, a través de manifiestos, definieron e impulsaron la práctica. John Grierson, por ejemplo, en sus Postulados del documental sostenía: “Creemos que los materiales y los relatos elegidos así al natural pueden ser mejores (más reales, en un sentido filosófico) que el artículo actuado” (Grierson. En Romaguera, Alsina, 1989, p. 141). Pero no se trataba sólo de que los “relatos al natural” fueran mejores con respecto a los actuados, sino también de cuál función debían desempeñar estos relatos. Como expone Barnouw al titular “el documental, abogado” la sección de su historia dedicada al documentalista británico, Grierson cifraba en las películas la misión de construir un mundo mejor. Según Barnouw, que cita al propio cineasta, Grierson “No temía a la palabra «propaganda». Y llegó a decir: «Considero el cine como un púlpito». […] Estaba determinado a hacer que «los ojos del ciudadano se apartaran de los confines de la tierra para fijarse en su propia historia, en lo que ocurría ante sus narices… el drama de lo cotidiano»” (Barnouw, 1996, p. 78). Barnouw, como otros investigadores, indica que con sus concepciones y, sobre todo, con su desempeño en las distintas entidades promotoras del documental de las que fue gestor y asesor, Grierson instituyó un modelo que con el advenimiento del sonido y la instrumentalización del documental durante la guerra se difundió rápidamente:

En unos pocos años, Grierson y su movimiento habían cambiado lo que podía esperarse que fuera el «documental». Un documental de Flaherty era un largometraje que presentaba en primeros planos a un grupo de personas que vivían en remotos lugares pero que resultaban familiares a causa de su humanidad. Lo característico de los documentales de Grierson estaba en el hecho de que se referían a impersonales procesos sociales; generalmente se trataba de cortometrajes acompañados por «comentarios» que articulaban un punto de vista, una intrusión que para Flaherty era un anatema. El modelo de Grierson se difundía cada vez más (Barnouw, 1996, p. 89).

Una posición cercana, en cuanto a propósitos e intenciones, la hallamos en Paul Rotha, otra de las figuras emblemáticas del documental en Europa en el siglo XX. En uno de sus textos, con un tono que hoy puede despertar sonrisas o crispaciones por su elocuente testosterona, Rotha llega incluso a formular todo un programa estético-político:

Tenemos todo el derecho a pensar que el método del documental, el más viril de todos los tipos de film, no debiera desconocer las cuestiones sociales más vitales del tiempo que vivimos, no debiera pasar en silencio los factores económicos que rigen el sistema actual de producción y, por consiguiente, condicionan las actitudes estéticas, culturales y sociales de la sociedad.

Creo que la tarea primordial del documentalista consiste en encontrar los medios que le permitan aprovechar el dominio que posee de su arte de persuasión de la multitud para enfrentar al hombre con sus propios problemas, trabajos y condiciones (Rotha. En Romaguera, Alsina, 1989, p. 149).

Como vemos, a la vieja intención de registrar la vida, de retenerla y de escribir la historia que nos remonta hasta Aristóteles, con el desarrollo de la práctica a ella vino a sumarse la propensión ideológica y la voluntad política de cambiar la historia. Ya no era solo el propósito de realizar un registro. Contaba más el de intervenir en la historia o el de ayudar a las intervenciones que se daban en ella. Trayendo a cuento una expresión de la retórica y relacionando con este gesto el documental con los ámbitos de la persuasión y de la justicia, Nichols describe este modo de entender el documental así: “El estatus del cine documental como prueba del mundo legitima su utilización como fuente de conocimiento. Las pruebas visibles que ofrece apuntalan su valía para la defensa social y la transmisión de noticias” (Nichols, 1997, p. 14). Del menosprecio platónico a la imagen se había pasado, con algunos siglos y varias revoluciones de por medio, a la elevación de la imagen acompañada por el sonido al rol de defensora y transformadora social.

La práctica de hacer inteligibles las imágenes tomadas del continuum histórico acabó pronto por ser adoptada como pantalla para la utopía y para la persuasión ideológica. Y no sólo desde posiciones de izquierda, como ingenuamente se podría creer. Ahí están para mostrarlo El triunfo de la voluntad (1935) o la serie Why we fight (1942-1945). Estos trabajos son evidencia de la expresión de ese poder instrumental y de la posibilidad de “alterar el propio mundo” que según Nichols son virtudes de los discursos de sobriedad: discursos que en ocasiones se pueden confundir fácilmente con la propaganda. Hay en esa concepción del documental un ánimo ideológico-político que atraviesa décadas y geografías. En América Latina, tierra de utopías, descubre un terreno fértil. En Cuba, por ejemplo, tras la Revolución el documental era apreciado de la siguiente manera:

al crearse el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, abrió las puertas del documental. Esto tiene explicación porque el documental precisamente, dentro de las variantes condiciones de la gama cinematográfica, se nutre de la realidad. Como además es tarea de una Revolución acompañarse de instrumentos idóneos de divulgación, que esclarezcan las radicales transformaciones que se operan en la sociedad, el documental fue desde el principio un arma de combate y de expresión revolucionaria (Rodríguez. En Romaguera, Alsina, 1989, p. 167).

La producción de imágenes que tiempo atrás intentaba explicar movimientos imperceptibles para el ojo humano y pretendía dar cuenta de lo que pasaba, ahora con el nombre de “documental” y luego del triunfo de una revolución socialista era vista como aquello que “desde el principio” era un arma de combate. Ese es el ímpetu que nutre la cinematografía de las décadas del sesenta y setenta en Latinoamérica, y que en el caso de Colombia se encuentra en una postura como la de Carlos Álvarez cuando, haciendo local la etiqueta del “tercer cine” acuñada por Getino y Solanas, discurre sobre “El tercer cine colombiano”. En efecto, al igual que Vertov y que otros contemporáneos suyos establecían diferencias formales, ideológicas y funcionales alrededor del cine espectáculo y el cine que ellos hacían, sobre patrones similares Álvarez construía una diferenciación: “El [cine] de los cocteleros, se alinea de oposición al pueblo, al lado de los intereses de la burguesía, y al otro lado, el de quienes creen y utilizan su cine para hablar de los conflictos de ese pueblo, de sus luchas, alegrías, derrotas y victorias”. Y más adelante enfatizaba: “Por lo tanto, no exageramos cuando pedimos y practicamos un cine de resonancias políticas explícitas” (Álvarez, 1989, pp. 95, 96). Para Álvarez este “tercer cine” era el documental. Títulos como Planas (1970) y Chircales (1972) de Marta Rodríguez y Jorge Silva, El hombre de la sal (1969) y Los santísimos hermanos (1970) de Gabriela Samper y Oiga vea (1972) de Luis Ospina y Carlos Mayolo, entre otros, eran muestra en Colombia de ese cine de resonancias políticas.

L

La existencia de un discurso hegemónico no implica ni la determinación total de una práctica ni la imposibilidad de la construcción de otros discursos sobre ella. Esta condición se verifica en el campo del documental. Al mismo tiempo que se posiciona como dominante una concepción de éste, con propensiones didácticas y, a la postre, de transformación política, también se configuran otras maneras de encarar la práctica y, de modo implícito o explícito, de entenderla y de explorar sus posibilidades. Se trata de prácticas y discursos propuestos de manera paralela a la corriente hegemónica y que no necesariamente entran siempre en oposición total a ella. De hecho, si bien en algunas obras puede haber calado con mayor profundidad un posicionamiento del documental como testigo de la historia y como arma de combate, en otras el registro histórico y la experimentación con el lenguaje cinematográfico han encontrado puntos de equilibrio. O la balanza se ha inclinado hacia la exploración formal. De hecho, algunas de las voces históricas citadas aquí, en sus textos teóricos, en sus manifiestos y en sus películas, combinaron el interés por registrar e intervenir en la historia con apuestas de orden decididamente artístico.

Recurriendo a la clásica distinción formulada por Roman Jakobson [1958] sobre las funciones del lenguaje y adecuando parte de su teoría sobre la poética al cine, se pueden encontrar argumentos para encuadrar las posibilidades comunicativas y expresivas del documental. En efecto, en su teoría Jakobson precisa que en un acto de comunicación las palabras pueden desempeñar simultáneamente distintas funciones y llega a diferenciar hasta seis. Como lingüista, Jakobson pone el acento en el signo lingüístico. Si extrapolamos su planteamiento hacia otro tipo de signos, sin entrar en una discusión pormenorizada entre las particularidades del signo lingüístico y las de las imágenes en cuanto índices e iconos, podemos considerar los documentales como productos comunicativos en los cuales, en tanto están configurados por signos y estructuras, se ponen en juego tales funciones.

Para Jakobson, en un mensaje determinado puede predominar una función por encima de las otras, lo cual decide la cualidad principal del modo como el lenguaje actúa en él y cómo puede ser percibido por los receptores. No obstante, el lingüista subraya que tal predominio no determina la extinción de otras funciones en un acto de comunicación: “Aunque distinguimos seis de sus aspectos básicos, apenas podríamos encontrar mensajes verbales que realizasen un único cometido” (Jakobson, 1981, p. 33)2. Ahora bien, de las funciones del lenguaje que postula Jakobson voy a detenerme en cuatro en relación con el documental: la referencial, la expresiva, la metalingüística y la poética. La función referencial es aquella que orienta el mensaje hacia el referente o el contexto. También la llama función denotativa o cognoscitiva. La función expresiva nombra la actitud emotiva de quien produce un mensaje con respecto al objeto de éste. La función metalingüística identifica aquellas circunstancias en las que el discurso llama la atención sobre el lenguaje —más propiamente el sistema de signos— utilizado. Y la función poética, descrita de modo mucho más abstracto, la define como aquella en la cual la orientación del mensaje está dada “hacia el mensaje como tal” (1981, p. 37). Dicho en otros términos, se podría pensar que es algo así como la finalidad sin fin kantiana del juicio estético o la fuerza estética que moviliza un proceso de comunicación para afectar a la sensibilidad.

Pues bien, en la concepción del documental como producción cuyo objeto y propósito es dar cuenta del mundo histórico predomina la función referencial: “El credo de que un buen documental es aquel que dirige nuestra atención hacia un tema y no hacia sí mismo deriva de los cimientos epistefílicos del documental. Se tiende más hacia el compromiso que hacia el placer” (Nichols, 1997, p. 232). La determinación de registrar y mostrar la vida como tal está dentro de la órbita de la función referencial. En tal sentido, lo que aquí he identificado como un discurso hegemónico sobre el documental se sitúa en esta órbita.

No obstante, con Jakobson vemos que el lenguaje no se limita a la función de informar. Desde esta premisa, aun en un mensaje informativo pueden encontrarse otras funciones lingüísticas. O, también, en un mensaje la función referencial puede mantenerse confundida, casi oculta entre otras, sin ser la dominante. En caso extremo, la función referencial puede surgir para luego ceder protagonismo o incluso desvanecerse. Parte de estas combinaciones es lo que podemos leer en muchas películas del pasado y contemporáneas. Esta conjunción de posibilidades está presente teóricamente cuando Dziga Vertov, el mismo que abogaba por registrar la vida tal como es, en otro de sus manifiestos declaraba: “El cine-ojo utiliza todos los medios del montaje posibles yuxtaponiendo y ligando entre sí cualquier punto del universo en cualquier orden temporal, violando, si es preciso, todas las leyes y hábitos que presiden la construcción del film” (Vertov. En Romaguera, Alsina, 1989, p. 34). Es decir, esa voluntad referencial de la que he hablado antes no está ausente, pero ella no se superpone ni eclipsa otras cualidades y funciones de la película. La reflexión y la conciencia sobre el lenguaje utilizado, la búsqueda deliberada de formas de articular el material fílmico/sonoro y la toma de distancia con respecto a otras ya sedimentadas hablan del relieve que cobran funciones del lenguaje como la metalingüística, la expresiva y la poética. Así se colige de afirmaciones de Vertov como estas: “NOSOTROS afirmamos que el futuro del arte cinematográfico es la negación de su presente”; “La muerte de la «cinematografía» es indispensable para que viva el arte cinematográfico” (Vertov. En Romaguera, Alsina, 1989, p. 37).

No sobra agregar que esta asociación entre una teoría lingüística y el cine no tiene nada de novedoso. Ya algunos formalistas rusos, a los cuales es cercano Jakobson y quienes teorizaron sobre el cine en años muy cercanos a la producción de Vertov, habían establecido puentes entre ambos campos. En efecto, como resume Robert Stam,

En el ensayo «El arte como hecho semiótico» (1934) y en el libro Función estética (1936), Mukarovski trazó una teoría semiótica de la autonomía estética, en virtud de la cual dos funciones distintas, la comunicativa y la estética (comparables, en líneas generales, con los lenguajes «práctico» y «poético» de los formalistas), coexisten dentro de un texto, donde la función estética sirve para aislar y «poner en primer plano» al objeto, «centrando la atención sobre éste» (Stam, 2001, p. 70).

Una posición teórica cercana, aunque sin la radicalidad de la anterior, paradójicamente se halla también en Grierson. En sus mismos Postulados, donde insta a que el documental registre y ayude a comprender el mundo histórico, en distintos pasajes Grierson prescribe el tratamiento creativo del material y las aspiraciones artísticas del documental: “Creemos que la posibilidad que tiene el cine de moverse, de observar y seleccionar en la vida misma, puede ser explotada como una forma artística nueva y vital” (Grierson. En Romaguera, Alsina, 1989, p. 141). Y más adelante, comparando el cine de estudio con el cine hecho en y sobre el mundo histórico, sostiene: “Mi argumentación separada para el documental es simplemente que en su uso del artículo vivo existe asimismo una oportunidad de realizar un trabajo creativo” (Grierson. En Romaguera, Alsina, 1989, p. 142).

Distintos estudios históricos y analíticos del campo cinematográfico —no solo del documental— ponen en evidencia que la práctica del documental nunca siguió un solo camino. Hoy es visible que a pesar de que desde algunos centros se instituía un discurso, se formateaban las pantallas públicas y se inducía la formación de un imaginario que restringía el documental a una función estrictamente referencial con finalidades didácticas e ideológicas, al mismo tiempo se hacían películas que desbordaban esos límites y que exploraban dimensiones expresivas, poéticas y metalingüísticas. Dice Nichols:

Yuxtaposiciones extrañas como las que emplearon Luis Buñuel en Las Hurdes/Tierra sin pan, Dziga Vertov en Celoveks Kinoapparatom, Eisenstein en El acorazado Potemkim u Octubre, Franju en Le sang des bêtes y otros surrealistas y etnógrafos franceses de la primera época quedaron fuera de los límites aceptables, incapaces de ir más allá de su estatus de «arte» o «novedad» para alcanzar el de modelo o piedra angular. Hasta el momento, el documental de cambio social —en especial en su modalidad expositiva clásica— sigue, en los Estados Unidos, centrándose en gran medida en el personaje, y las enseñanzas de Eisenstein, Pudovkin, Dovzchenko y Dziga Vertov, junto con los representantes más destacados de estas estrategias en un cine político, Bertold Brecht y Jean-Luc Godard, siguen estando comparativamente infrautilizadas (Nichols, 1997, p. 179).

La diversidad que se podría encuadrar en las dos tendencias caracterizadas Erik Barnouw trata de abarcarla, con pretensiones totalizantes hasta aproximadamente el último cuarto del siglo XX, en su historia del documental. En este autor resulta interesante observar cómo nombra distintas posibilidades de uso de la imagen y el sonido indiciales, sobre todo en Europa y Estados Unidos, que se desvían de o no se someten al propósito informativo y referencial. Por ejemplo, Barnouw habla del “documental, pintor” y del “documental, poeta”. Confrontados con otros, como “documental, reportero”, “abogado” o “cronista”, estos rótulos desvelan claramente una lectura de películas que ponen el acento en funciones distintas de la denotativa.

Aquí es importante resaltar que en el cine la función referencial no se restringe a la relación indicial entre la imagen/sonido y el objeto profílmico: también incluye el artificio de asemejarse al modo en que éste es percibido habitualmente. En efecto, la referencialidad del mensaje implica asimismo la manera como se construye la representación del mundo, no solo en tanto un signo indicial se ocupa de un objeto singular o aislado sino también (y especialmente) en cuanto una serie o sucesión de signos componen una totalidad expuesta mediante artificios como una unidad coherente. Esto es, en tanto para dotarlos de significado la articulación de los elementos en un fotograma o en una película completa se asemeja, reproduce y a la vez reafirma un modo de percibir y de ordenar en el espacio los fenómenos que llenan el continuum histórico. Es lo que en términos de Noel Burch (2000) se denomina el Modo de Representación Institucional, categoría que nombra el sistema hegemónico con el cual en el cine se ha institucionalizado una manera de ver: la utilización de un tipo de encuadres, de segmentación, de construcción de relaciones causales y de formas de unidad espaciotemporal que definen un sistema de convenciones arraigado en la mirada occidental.

_________________________

2. De la teoría de Jakobson se ha criticado una pretendida rigidez por cuanto distinguiría estas funciones sin detenerse a pensar las fronteras difusas que existen entre ellas. Si bien esta ausencia es notable en su planteamiento, este reparo no invalida el sentido que Jakobson atribuyó a cada función. Al respecto, una lectura productiva de Jakobson la propone Katia Mandoki en Estética y comunicación: de acción, pasión y seducción (2006), quien sustituye el concepto de “función” por el de “fuerza” para pasar de centrarse en la producción a la recepción estética.

O

Obras producidas en el primer tercio del siglo XX, como las de Hans Richter, Joris Ivens, Walter Ruttman o el mismo Vertov, y en décadas posteriores producciones asociadas al video arte y al cine expandido, han sido puestas como paradigmas de distanciamiento con respecto al modelo de representación predominante. E incluso con respecto al concepto mismo de representación. Los caminos que desvelan este tipo de obras son un lugar donde es puesto en cuestión el concepto de documental que prescribe el referir la experiencia histórica. ¿Es documental aquel producto que solo cumple una función referencial? ¿Únicamente una función del lenguaje aplicada a la imagen/sonido indicial hace al documental? ¿Con los índices del mundo se pueden ejecutar otras operaciones retóricas diferentes de la informativa/persuasiva y se está dentro de la esfera documental? ¿La abstracción, la elaboración de conceptos y la experimentación formal a partir de la imagen/sonido tomados del continuum histórico por qué no integrarían la órbita del documental? Es en este lugar donde el concepto de documental se puede expandir y desvelar posibilidades que van más allá de una función restrictiva. Las obras van a cuestionar los alcances del concepto cuando el quehacer de los documentalistas se cruce con otras prácticas artísticas. O cuando otras prácticas artísticas se introduzcan en el dominio que, en principio y desde una perspectiva endógena, ha sido considerado “propio” del documental.

Recurriendo a la comparación entre artes, podemos decir que alrededor de una concepción de la mimesis en el documental —y en el cine en general— se da un fenómeno análogo al experimentado en territorios como los del teatro, la novela o la pintura. En el caso de esta última, por ejemplo, aproximadamente en el último tercio del siglo XIX, después de alcanzar un grado de perfección en la representación figurativa los pintores optaron menos por buscar la reproducción idéntica de los objetos y más por imaginar otras formas de observarlos y de concebirlos. En un tiempo corto, si comparamos con el que este cambio de perspectiva se tomó en otras artes, la posibilidad de registrar imágenes del mundo histórico y de reproducirlas pronto dio lugar a hacer usos diversos de ellas. Es decir, el continuum histórico seguía siendo materia, un referente hacia el cual se dirigía la cámara. Pero ahora los signos indiciales no se limitaban a cumplir una función referencial. Según Barnouw, “Inevitablemente los pintores aportaron ideas y maneras diferentes de las de los demás cineastas. Generalmente no les interesaban las tramas ni los puntos culminantes. Tendían a concebir el cine como un arte pictórico, en el que la luz era el medio y que comprendía fascinantes problemas de composición” (Barnouw, 1996, p. 67).

En este contexto, incluso cuando aún no se había incorporado el sonido al cine, se produjeron películas que a la par que incluyen imágenes con referentes identificables juegan con la forma de acoplarlas hasta hacer estallar el carácter puramente informativo y representativo de la imagen y, por extensión, del cine documental. Son películas en las que el montaje —como en la pintura había ocurrido con el collage y con la yuxtaposición en un mismo plano de objetos encontrados en distintos espacios y tiempos— construye nuevas constelaciones a partir de lo dado. Berlín: sinfonía de una gran ciudad (1927), de Ruttman; La Sinfonía de las carreras (1928), de Richter; y El hombre de la cámara (1929), de Vertov, son obras emblemáticas de estas tendencias expansivas del documental. Como dice Barnouw a propósito de Richter y de algunos contemporáneos de éste:

Al principio, sus experimentos parecían muy alejados del género documental, pero luego adquirieron un elemento documental. Estos artistas a menudo filmaban objetos familiares —«fragmentos de la realidad actual» para decirlo en la jerga de Vertov— y los utilizaban como base de sus movimientos interrelacionados. Llevaron pues las ideas de Vertov a su última conclusión. El artista comenzaba con la actualidad y luego creaba su propia síntesis expresiva (Barnouw, 1996, p. 68).

En este contexto las llamadas vanguardias artísticas juegan un papel decisivo en la revelación del modo como la imagen indicial podía ser tratada con vistas a lograr efectos estéticos y artísticos. Si bien en algunas de las obras vanguardistas más radicales se aboga por eliminar cualquier efecto de realidad, también se encuentran obras en las cuales el carácter indicial de la imagen no desaparece. Éstas, más bien, lo que permiten apreciar es la liberación de la imagen hacia lo simbólico o lo no racional y detonar así un cuestionamiento al modo instituido culturalmente de percibir y de representar. Como propone Ismael Xavier,

hablar de las propuestas de la vanguardia significa hablar de una estética que, para ser precisos, sólo es antirrealista por ojos encuadrados en una perspectiva conformada en el Renacimiento o porque, en el plano narrativo, es juzgada con los criterios de una narración lineal cronológica, dominada por la lógica del sentido común. Finalmente, todo y cualquier realismo es siempre una cuestión de punto de vista, y significa la movilización de una ideología cuya perspectiva delante de lo real legitima o condena cierto método de construcción artística (Xavier, 2008, p. 132)

Algunas obras como las de Léger, Richter o Eggeling se servirán de las imágenes tomadas del mundo para ponerlas en estructuras de significación no realistas. En el lenguaje tomado de Jakobson, la función referencial o denotativa del signo dará paso a funciones como la expresiva y la poética. En ejercicio de esas funciones el mundo histórico continúa siendo mirado, pero ahora lo es de una manera distinta de la habitual. Hay incluso en algunos de estos artistas y en teóricos que resultan cercanos a ellos la idea —o ilusión— de dirigir, con el llamado cine poético o cine puro, una mirada “directa” sobre los objetos, una mirada exenta de la artificiosidad constitutiva de un cine como el narrativo: