cvr

Reforma protestante y
tradición intelectual
cristiana

Manfred Svensson

image

EDITORIAL CLIE

C/ Ferrocarril, 8

08232 VILADECAVALLS

(Barcelona) ESPAÑA

E-mail: clie@clie.es

http://www.clie.es

image

© 2016 Manfred Svensson

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917 021 970 / 932 720 447)».

© 2016 Editorial CLIE

REFORMA PROTESTANTE Y TRADICIÓN INTELECTUAL CRISTIANA

ISBN: 978-84-944626-7-2

eISBN: 978-84-168453-0-9

Confesiones cristianas

Historia

Referencia: 224978

Si las nuevas generaciones no se hubiesen incesantemente rebelado contra las tradiciones heredadas, todavía viviríamos en cavernas; si la revolución contra la tradición alguna vez se volviese universal, volveríamos a encontrarnos en las cavernas.

Lezsek Kolakowski

Estar vivo supone el privilegio de moverse constantemente sin dejar nada atrás. De alguna manera todavía somos lo que fuimos.

C.S. Lewis

AGRADECIMIENTOS

Hay una larga tradición de quienes en estas palabras preliminares afirman no poder recordar todas las deudas contraídas en el proceso de redacción. Dado que este libro es sobre «la tradición», me adhiero también a ésta. Pero tengo que nombrar, en primer lugar, a Carolina, ya que este libro ha estado en gestación durante casi toda nuestra vida juntos. En segundo lugar, tengo que nombrar a mis colegas en el Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes, y en particular a su grupo de investigación en filosofía práctica. Aunque resulte difícil determinar exactamente cómo y dónde, la conversación con muchos de ellos se refleja de distintos modos en estas páginas. En tercer lugar, agradezco a las instituciones que han contribuido con financiamiento de proyectos que directa o indirectamente han beneficiado a estas páginas. Inicié este trabajo hace diez años, cuando aún era becario del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD), y lo termino durante una estadía de investigación financiada por la Fundación Alexander von Humboldt. Entremedio pude contar con el extendido financiamiento de dos proyectos financiados por el Fondo Nacional de Ciencia y Tecnología (Fondecyt, Chile n. 11090189 y 1130493). En cuarto lugar, agradezco a David Oviedo, del Departamento de Ciencias Históricas y Sociales de la Universidad de Concepción. Una conferencia pronunciada ahí por invitación suya se encuentra en el origen de una extensa porción de este libro. En quinto lugar, agradezco a las revistas en que se publicaron artículos que han sido parcialmente integrados en el texto: Tópicos, Veritas y Pensamiento. En sexto lugar, extiendo mi gratitud a quienes gentilmente leyeron y criticaron partes o versiones preliminares de este texto: Tomás Villarroel, Jonathan Muñoz, Joaquín García-Huidobro, Patricio Domínguez y Daniel Mansuy. Por último, agradezco a todo el equipo de editorial Clie, y en particular a Alfonso Ropero por sus comentarios a una versión anterior del texto.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

1. La Reforma entre quiebre y continuidad

2. La tradición y sus reformas

3. La tradición y sus problemas

4. División de la obra

CAPÍTULO I. LA TRADICIÓN INTELECTUAL CRISTIANA DESDE LOS ORÍGENES PATRÍSTICOS A LA POST-REFORMA

1. El surgimiento de una tradición

1.1. ¿Existe una tradición intelectual cristiana?

1.2. El trasfondo clásico

1.3. ¿Helenización del cristianismo?

1.4. Querellas y contextos

1.5. Otra vez: tradición intelectual cristiana

2. El lugar de la Reforma: visiones contrapuestas

3. Un multiforme trasfondo medieval

4. Melanchthon y Vermigli: el perfil intelectual de dos reformadores

4.1. El humanismo renacentista: forma y a veces fondo

4.2. Felipe Melanchthon

4.3. Pedro Mártir Vermigli

5. La post-Reforma: una introducción y síntesis

5.1. Fronteras locales y temporales

5.2. Escolástica y ortodoxia

5.3. Piedad, conflicto y unidad en la época clásica de la teología protestante

5.4. Confesionalismo y filosofía

5.5. Las disciplinas de la post-Reforma

5.6. Post-Reforma y modernidad

6. Los obstáculos

6.1. ¿Caída y reforma? La visión protestante de la historia

6.2. ¿Precursores de la Reforma?

6.3. La Reforma y la crítica a la tradición

6.4. La excepcionalidad de Lutero y la Reforma como red

6.5. La Reforma como red

6.6. ¿Irracionalismo en Lutero?

6.7. Felicidad vs. gloria de Dios y otras disyunciones modernas

CAPÍTULO II. INSTITUCIONES, PRÁCTICAS INTELECTUALES Y TRADICIONES

1. El marco institucional

1.1. Iglesia, escuela, universidad: los fundamentos institucionales hasta el siglo XV

1.2. La Reforma como reforma universitaria

1.3. Las otras instituciones: Gimnasio y Academia

2. La enseñanza

2.1. Autoridad e interpretación. La cultura pedagógica y el surgimiento del método escolástico

2.2. ¿Qué es escolástica?

2.3. Reglas, distinciones, cuestiones, disputaciones, sumas y sistemas

3. Ad litteram

3.1. Una cultura libresca

3.2. La producción de libros

3.3. La interpretación de textos

4. La Biblia, los documentos confesionales y la filosofía

4.1. ¿Nuda scriptura?

4.2. Los credos antiguos y el lenguaje filosófico

4.3. Los documentos confesionales del protestantismo

4.4. La escolástica medieval en el Libro de concordia

4.5. El recurso a la filosofía en la Confesión de fe de Westminster

5. Casos de recepción en la Reforma y post-Reforma

5.1. Platón y Aristóteles

5.2. El milenio de los platonismos

5.3. Aristotelismo, antiaristotelismo y aristotelismo radical en la Edad Media

5.4. Platonismo, aristotelismo y antiaristotelismo en la Reforma

5.5. Agustín y Tomás en la Edad Media tardía

5.6. La Reforma como querella interna del agustinismo

5.7. Tomás de Aquino en el temprano protestantismo

CAPÍTULO III. REALIDAD ÚLTIMA Y REALIDAD POLÍTICA

1. La realidad última: la Reforma protestante y el acceso racional a Dios

1.1. Fe y razón: una breve historia

1.2. Finitud y corrupción

1.3. Sensus divinitatis y theologia gloriae

1.4. ¿Pruebas de la existencia de Dios?

2. La realidad política

2.1. El lugar del pensamiento político

2.2. De dos ciudadades a dos reinos

2.3. El corpus christianum y la filosofía (medieval) del Estado moderno

2.4. El bien del orden: la tradición bíblica

2.5. El bien del orden: la tradición filosófica

2.6. La resistencia

2.7. Pluralidad de órdenes

CONCLUSIÓN

BIBLIOGRAFÍA

Abreviaciones

Literatura primaria

Literatura secundaria

ÍNDICE DE NOMBRES

ÍNDICE TEMÁTICO

INTRODUCCIÓN

1. La Reforma entre quiebre y continuidad

En 1717, al conmemorarse el segundo centenario del inicio de la Reforma, el clima espiritual e intelectual era muy distinto del que se había vivido en el centenario anterior. Si en 1617 se celebraba con la guerra de los treinta años a punto de estallar, teniendo así abundantes motivos para experimentar los conflictos del siglo anterior como aún plenamente vivos, en 1717 se respiraba el aire de nuevos tiempos, un aire que en parte soplaba en reacción a esa guerra. En lugar de una conmemoración en la que se destacara sin contrapeso las posiciones teológicas características de la Reforma, a dicha perspectiva se habían sumado en el bicentenario elementos pietistas e ilustrados.1 Los unos celebraban la Reforma como una vuelta a un cristianismo interiorizado, los segundos la emancipación respecto de la autoridad. Pocas décadas más tarde, incluso ese equilibrio entre visiones ortodoxas, pietistas e ilustradas parecía perderse en beneficio de esta última perspectiva. Johann Salomo Semler, quien por entonces ocupaba una cátedra de teología en la Universidad de Halle, ilustra a la perfección el nuevo clima y el modo en que se proyectaba sobre la comprensión de la Reforma. En los escritos de este destacado ilustrado, Lutero merece mención por «haber permitido a cada hombre el pensar por sí mismo respecto de la verdad cristiana y seguir su conciencia».2 De hecho, Lutero mismo tiende a disiparse en esta lectura de su actuar como mero precursor de la Ilustración: Semler llega a la conclusión de que la Reforma habría tenido lugar con o sin Lutero.3

Cabe notar, sin embargo, que éstas no eran las palabras de un ilustrado radical.4 Muy por el contrario, Semler –el primer autor de la historia en haber descrito su propia empresa como la de una liberalis theologia– pertenecía a esa estirpe de ilustrados moderados que nada temen tanto como la aparición de algo radical. Pasó sus últimos años combatiendo ese tipo de ilustración, y descubriendo en el camino a quienes podía considerar sus ancestros en el proyecto de la ilustración moderada. Así es como llegó a recuperar su amor de juventud por Erasmo. Al reeditarlo en su madurez, proclamaba que era, en realidad, en la figura del humanista holandés que se encontraba el origen de la Reforma, que «no sabría reunir de los escritos de Lutero y Melanchthon algo más bello que lo que he leído en Erasmo».5 Lutero no representaría sino un desarrollo de ideas erasmistas; lo mismo representaría, en una época más avanzada, Semler. Protestantes ortodoxos e ilustrados radicales constituirían así anomalías que se alejan, respectivamente, de la Reforma y de la más pura tradición humanista.

El presente libro bien puede ser leído como un intento por hacerse cargo de esa posición de Semler. Pero no se trata de formular el problema en términos de una alternativa o una identidad entre Erasmo y Lutero, como si todo hubiese de ser reducido en último término a posiciones del siglo XVI. El mismo Semler presentaba a Erasmo como heraldo de una tradición medieval, la de autores como Taulero y el maestro Eckhart. Sea como fuere que se formule la relación entre el humanismo renacentista y la Reforma, y la relación de ambos movimientos con tradiciones intelectuales precedentes, está claro que la Reforma representa un hito crucial en la historia intelectual de Occidente no sólo por su influencia sobre el futuro, sino también por su peculiar modo de hundir las raíces en el pasado. Se trata aquí de dar cuenta de su lugar en ese amplio entramado de relaciones.

La Reforma es desde luego más que un movimiento intelectual, y a las Iglesias herederas de ella no se les hace justicia evaluándolas sólo en referencia a su respectiva teología. Pero no es menos que un movimiento intelectual. Los tempranos adversarios modernos del cristianismo tenían esto claro. No es sólo en la alianza entre el trono y la Iglesia que centraban sus denuncias. En lugar del binomio de trono y clero, los tempranos filósofos modernos estaban enfrentando más bien una tríada compuesta por el sacerdocio, ciertas concepciones del poder político, y la tradición intelectual que predominaba en las universidades. Formulado con Gilson en términos positivos, cabe decir que la universidad –de la que salió también la Reforma– fue «un elemento de la Iglesia universal, dotado del mismo derecho y de la misma significación que el Sacerdocio o el Imperio».6 Los historiadores de la Reforma ciertamente han hecho un trabajo más exhaustivo en lo que respecta a esos dos últimos elementos de esa tríada, y es un trabajo más fácilmente recibido por el público lector. No hace falta saber mucho de la Reforma para al menos sospechar lo que ella significó para el orden político europeo o para el orden eclesiástico. Para el que mira el fenómeno a la distancia, está claro que en ambas esferas la Reforma significó un gran cambio y también una significativa continuidad. ¿Pero qué significó para la vida del pensamiento? Desde la perspectiva de autores como Hobbes, había significado casi exclusivamente continuidad, por lo que ahora había que completar la tarea instituyendo una nueva tradición intelectual. No se trataba de profundizar la Reforma, sino, en una adecuada frase del poeta John Milton, «reformar la Reforma».7 Pero si para estos autores la Reforma había sido un fenómeno excesivamente continuista –no sólo en el orden intelectual, pero también en él–, desde la perspectiva de gran parte de la historiografía protestante y católica moderna, la Reforma significó más bien un radical cambio, un quiebre con la compleja síntesis que por siglos se había urdido entre el cristianismo y la herencia intelectual griega. No es poco común, en efecto, que se caracterice el pensamiento protestante por un simple rechazo de la tradición precedente. Ella significaría un abandono, por ejemplo, del aristotelismo o el escolasticismo medievales, un rechazo de fórmulas estáticas y su reemplazo por el mensaje existencial de la fe. Se la suele caracterizar por su papel en el surgimiento de fenómenos considerados distintivamente modernos: como el momento en que surge un particular énfasis en la individualidad, en que empieza a gestarse una particular atención al carácter irreductible de la subjetividad, o como el ethos que habría de impulsar el capitalismo. Sea que se acepte alguna versión de dicho relato o la alternativa que será defendida en este libro, ambas posturas implican que la discusión sobre la Reforma esté enmarcada en una perspectiva muy amplia, tanto por lo que se refiere al marco cronológico en el que la evaluamos (el de las grandes reformas que van del siglo XIII al XVII) como por el rango de materias para las que es decisiva.

2. La tradición y sus reformas

Lo que buscamos en el presente libro es abordar la tradición intelectual previa a la Reforma, y preguntar por los modos en que ésta rompe con aquélla, la continúa, la modifica o la redirige hacia algún punto previo. Eso significa, en primer lugar, que este libro no debe ser leído en reemplazo de una historia de la Reforma. Inevitablemente, tenemos que presuponer un autor medianamente familiarizado con los grandes trazos de la historia, pues estaremos moviéndonos con cierta libertad entre distintos periodos. Aunque el centro de la reflexión aquí realizada se encuentre en la Reforma, nuestro trabajo nos tendrá por momentos considerando a autores del periodo patrístico, en otros momentos a autores medievales, a escolásticos protestantes y a los primeros críticos modernos de todos los anteriores. Alguna aclaración previa respecto de dónde recaerán los énfasis puede por lo mismo aquí ser pertinente.

Consideremos, en primer lugar, la Reforma misma. Quien observa el protestantismo contemporáneo e intenta trazar los orígenes del conjunto del mismo a la Reforma del siglo XVI, se encuentra a muy corto andar con obstáculos considerables. Movimientos que en la escena religiosa de hoy con cierta frecuencia reclaman una raíz común, en el siglo XVI se entienden a sí mismos como antagónicos. Los diversos movimientos que forman parte de lo que se ha dado en describir como Reforma radical deben, en efecto, ser considerados no como una rama menor o anómala del protestantismo, sino como fruto de una reforma distinta. De hecho, su carácter distintivo salta a la luz en el momento mismo en el que surgió el término «protestantismo». El título de «protestantes» –un término jurídico– lo recibieron los representantes de la Reforma magisterial tras la dieta imperial de Espira de 1529, dada su protesta contra la revocación del edicto de libertad religiosa que se había establecido ahí mismo tres años antes. Pero, significativamente, en esa misma dieta, protestantes y católicos estuvieron de acuerdo en que la legislación imperial contra los anabautistas se aplicara en toda su dureza. A todas luces había ahí tres partidos al menos.

El siglo XVI no es, pues, el siglo de «la» reforma, sino un siglo que debe ser caracterizado por una serie de reformas del cristianismo:8 la católico-romana (en su doble dimensión de Reforma Católica y Contrarreforma), la reforma humanista, la reforma radical y la reforma protestante magisterial. Cada uno de estos frentes es, en su momento, percibido como relevante. Lutero consideraba como su obra más lograda no una dirigida contra Roma, sino la que dirigió contra Erasmo; Calvino, por su parte, podía escribir que «nos vemos asediados por dos sectas», anabautistas y papistas, en apariencia muy disímiles, pero unidas en la posición secundaria que asignarían a las Escrituras.9 A ninguna de estas reformas se le puede hacer justicia reduciéndola a una forma de la otra o convirtiéndola en mera respuesta a alguna de las otras; hacerles justicia implica ciertamente atender a muchas de sus relaciones recíprocas (y en esa medida las restantes reformas del siglo XVI estarán todas presentes en esta obra), pero implica un esfuerzo contundente por delinear de cada una un perfil distintivo. Versando este libro sobre el lugar de la Reforma protestante en la tradición intelectual cristiana, presta pues escasa atención a la Reforma radical. Tal exclusión no ha de entenderse como nacida del desdén que una parte importante de la historiografía ha tenido respecto de los grupos radicales de la Reforma. Desdén sería, más bien, el tomarla como mera versión desmejorada del protestantismo clásico. Por lo demás, precisamente el aspecto del siglo XVI que es expuesto en este libro –la vida intelectual– lleva a que la Reforma protestante pueda ser estudiada más en comparación con el erasmismo o con el catolicismo que con los radicales. George Huntston Williams, quien como nadie logró que se asentaran los estudios sobre la Reforma radical, precisa los dos sentidos en que es descrita como «magisterial» la alternativa del protestantismo clásico a la vertiente radical: la Reforma es magisterial tanto en el sentido de que contó con el respaldo de los magistrados –reyes, príncipes y consejos municipales que la adoptaron no como rechazo del corpus christianum, sino como nueva forma del mismo–, como también «en el sentido específico de que contó con un liderazgo teológico de maestros escolares y universitarios que tomaron en serio la formación en la trilingüe tradición clásica como clave para obtener acceso a las fuentes escriturales de la fe».10 No se trata de que no hubiera entre los radicales autores con una formación y producción intelectual digna de nota. Ocurre, simplemente, que ello no se encuentra entre los rasgos distintivos de esa tradición en su origen.

En este punto bien cabe notar que, si el objetivo principal del presente libro fuese el de la comprensión del protestantismo contemporáneo, el acento habría seguramente de recaer no en las diferencias entre la Reforma magisterial y la radical, sino más bien en su posterior influencia recíproca. En particular desde el último tercio del siglo XVII en adelante, se vuelve recurrente la percepción según la cual una renovación de las Iglesias de la tradición magisterial pasaría por el hecho de que las mismas adopten énfasis propios de la tradición radical. Al mismo tiempo, quienes por teología y práctica deben ser descritos como herederos de la Reforma radical, comienzan con más frecuencia a apelar a un origen común, atribuyendo por ejemplo a Lutero un papel fundacional para su propia tradición. Hay un considerable riesgo de que, en tal clima, se pierda de vista las tensiones iniciales y el hecho de que estos movimientos surgen, de hecho, con significativa independencia unos de otros. Recordarlo no tiene por qué implicar hostilidad en la relación presente, y es requisito fundamental para una mirada lúcida al pasado.11

Aquí el acento recae, pues, sobre las tradiciones centrales de la Reforma, en concreto la luterana y la reformada. Bien podría añadirse aquí una referencia expresa a la tradición anglicana. Pero, durante el periodo cubierto en este libro, ésta bien puede ser descrita como parte de la reformada. Ese hecho fue por largo tiempo perdido de vista por la tendencia a buscar una distintiva identidad anglicana, identidad postulada como una suerte de vía media entre el protestantismo continental y el catolicismo. Hoy, en cambio, no sólo existe una amplia conciencia respecto del «consenso reformado» de la reforma inglesa (tras una etapa inicial menos determinada), sino también una creciente convicción respecto de la fuerza con la que dicha identidad reformada se extendió hasta fines del siglo XVII.12 Un autor como Richard Hooker deja así de ser visto como una excepción que abre, ya en el siglo XVI, el camino a una tradición distintivamente anglicana, y vuelve a ser integrado como un autor reformado más.13 Cabe, asimismo, una aclaración terminológica respecto de la designación de este mundo como «reformado» en lugar de «calvinista». Como designación positiva de una corriente, este último término cobró fuerza más bien en el siglo XIX. En los siglos XVI y XVII prima, por el contrario, la terminología que identifica una tradición común, reformada, de la cual Calvino es sólo uno de los exponentes principales (como la mayoría de estos epítetos, «calvinista» surge en el siglo XVI como término despectivo).14 Puestos a considerar el lugar de estas dos tradiciones, luterana y reformada, en la tradición intelectual cristiana, bien cabría responder de modo distinto para cada una de ellas. Heiko A. Oberman, por ejemplo, ha invitado a pensar en Lutero como un hombre medieval y Calvino como un hombre moderno.15 Algo no muy distinto ha sugerido Alister McGrath al contrastar el trasfondo intelectual tardomedieval de Lutero y Zwinglio.16 En este libro, en cambio, el acento recae sobre la unidad del protestantismo clásico. No se trata con ello de minimizar el vigor de la contienda confesional intraprotestante, tal como se manifestó en posiciones rivales respecto de la predestinación y la cena del Señor, sobre el gobierno eclesiástico y el descenso de Cristo al infierno. En la literatura del periodo no es extraño que luteranos y reformados hablen del otro como una religión distinta. Pero precisamente para las materias tratadas en el presente libro lo que se encuentra son abrumadores patrones de unidad y continuidad.

Estos tempranos protestantes se entendían a sí mismos como católicos. Si bien tal pretensión de catolicidad la puede también tener un protestante de hoy, el giro que ha tenido lugar salta a la vista en los términos usados: mientras al protestante de hoy se le puede oír decir que es católico, pero no católico-romano, durante el periodo cubierto en este libro los protestantes rehusaban concederle a sus adversarios romanos el título de católicos. El epíteto de «papistas» tiene en boca del polemista protestante de antaño el mismo sentido que «luterano» o «calvinista» tenía en boca del polemista católico o de la confesión protestante rival: es sobre la particularidad del otro que se llama la atención, en contraste con la catolicidad que se reclama para la posición propia. Podría parecer que esta pretensión de catolicidad no constituye nada significativo: si cada confesión levanta tal pretensión contra la otra, pareciera tratarse de nada más que eso, una pretensión. Pero si bien es correcta esta advertencia contra la identificación entre realidad y pretensión de catolicidad, la cuestión no es tan sencilla de resolver. Mucho depende, después de todo, de los modos en que se caracterice la catolicidad, y un modo de hacerlo es precisamente como una disposición (o pretensión): un ímpetu por abrirse a la totalidad de la realidad, una decisión de confesar no una parte sino la totalidad de lo recibido, una disposición a hacerlo nutriéndose del conjunto de quienes nos han antecedido. La sola pretensión de catolicidad ya tiene algo de católico.17

El lector sabrá discernir cuándo el término «católico» significa en el presente libro «católico-romano» y cuándo hace referencia a tal disposición. Pero en gran medida es de ella que trata el conjunto de la obra. Estas páginas abordan, en otras palabras, la relación del protestantismo magisterial con la tradición. Pero «tradición» es, por supuesto, un término contencioso para el protestantismo: tiene un estatuto menor o al menos más difuso que para el catolicismo. Los reformadores mismos tienen respecto de ella una relación que puede parecer ambivalente. A veces, Lutero dice que han pasado mil años de oscuridad; otras veces sugiere que sería mejor ni publicar sus propios escritos para no entorpecer el acceso a los de los antiguos.18 Si la relación de los reformadores con la tradición precedente es ambivalente, tal ambivalencia tiende a desaparecer o al menos a menguar si uno se dirige a la literatura secundaria y a la percepción general. Ahí la tensión se resuelve más bien acentuando la discontinuidad con una parte de ese pasado –la parte medieval–, y acentuando por otro lado la continuidad con otra parte, los antecedentes patrísticos. No hay historiador de la Reforma que no destaque el papel desempeñado por una general vuelta a los padres y en particular a Agustín en el movimiento reformador. Con dicho salto al periodo patrístico, con todo, se realiza un acto peculiar. Si es demasiado pronunciado el intento por saltarse un número tal de siglos, el riesgo que se corre es el de estar en realidad adoptando el discurso de la Reforma radical, que realizaba de modo consistente tal gesto. La consistencia la llevaba, en efecto, a incluso dejar de lado la terminología de «reforma» y reemplazarla por «restitución». La necesidad de una restitutio christianismi da cuenta de modo elocuente de la creencia en la total aridez de los siglos que median entre la Iglesia apostólica y la propia era; el lenguaje de «reforma», en cambio, expresa siempre un doble reconocimiento: el reconocimiento de que algo persiste, pero que debe ser vuelto a poner en forma. Los reformadores magisteriales tenían plena conciencia de esta diferencia, y quien mira al siglo XVI desde hoy debe también tenerla si quiere comprender las alternativas que estaban a disposición de las personas en dicho momento. Si no se buscaba una restitución, sino una reforma, ¿resultaría acaso un ejercicio satisfactorio el decir que uno se vincula no sólo con la Iglesia apostólica, sino también con Nicea y con Agustín, pero que ahí hay que detenerse? ¿No equivale eso a adoptar la lógica de la restitución, sólo que dando una extensión más larga que los radicales al periodo considerado como puro? El problema lo notaba con precisión John Williamson Nevin al prologar El principio del protestantismo de Philip Schaff en 1845: «si el protestantismo no deriva por una sucesión real y legítima de la vida de la Iglesia en la Edad Media, es completamente vano intentar vincularlo a la vida de la Iglesia en cualquier otro punto anterior».19 Cosa mucho más compleja de determinar, ciertamente, es en qué consista esta «sucesión real y legítima».

Una sucesión real y legítima por supuesto se ha pretendido en relación con diversos movimientos medievales. Quien abre una historia de la Reforma se encontrará rutinariamente con referencias a los precursores de la misma. Pero distintos autores y movimientos son nombrados según lo que se considere más característico de la Reforma. Quien enfatice la comunión bajo dos especies no podrá sino tener a Huss por precursor. Quien destaque los elementos anticlericales en general y la oposición al papado en particular pensará en Wyclif. Quien piense en un estricto atenerse a la Biblia y en el sacerdocio de todos los creyentes, referirá a los valdenses. Quien acentúe la interioridad, pensará en los místicos alemanes. Una amplia literatura refiere a éstos y otros como «precursores de la Reforma». Pero no cuesta mucho esfuerzo ver que estos movimientos se encuentran en importantes sentidos en los márgenes de la tradición medieval. Podríamos decir que aquí la sucesión es «legítima», pero menos «real» de lo que uno quisiera. ¿Qué ocurre si uno dirige la mirada al centro del mundo medieval? Puede ser adecuado realizar el ejercicio pensando en dos movimientos que comparten la pretensión reformista pero que se encuentran de modo indiscutible en el centro de la ortodoxia medieval. En cada una de las dos grandes órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos, encontramos, en efecto, rasgos que podrían vincularse con el posterior impulso reformador del siglo XVI; pero también hay diferencias llamativas. No es nada nuevo que hubiera movimientos de reforma dentro de la Iglesia. Pero las órdenes mendicantes tienen la peculiaridad de ser un movimiento citadino: en lugar del retiro monacal, cuya forma más radical puede encontrarse en los padres del desierto, aquí tenemos órdenes que surgen para servir en las ciudades. En eso están un paso más cerca de los reformadores del siglo XVI que de movimientos precedentes. De los franciscanos, por otra parte, los reformadores podrían haber admirado una tradición no menor de crítica al papado, y difícilmente podrían haber criticado el camino que los dominicos, la orden de los predicadores, puso como vía central para la reforma: la predicación. Pero, al mismo tiempo, estos rasgos conviven con el hecho de que se tratara precisamente de órdenes mendicantes, objeto de severa crítica de parte de los reformadores. Si existen sucesiones «reales y legítimas», ninguna de ellas significa que se vaya a encontrar réplicas de los reformadores en el pasado.

En el presente libro, la relación de los reformadores con estos variados trasfondos medievales desempeña un papel levemente más importante que su relación con los antecedentes patrísticos. No se trata de simple cercanía cronológica ni, debemos enfáticamente aclarar, de intentar trazar influencias ni de buscar precursores. Se trata, más bien, de que hay prácticas intelectuales medievales que en parte nos ayudan a entender lo que está ocurriendo en la Reforma. Pensemos, por lo pronto, en las célebres 95 tesis. Hay un amplio debate respecto de la imagen transmitida: que Lutero haya clavado las tesis en la puerta de la Iglesia, dando así inicio a una amplia conmoción, es un evento para el que no se encuentra testigos presenciales sino sólo primeros relatos hacia el final de la vida del reformador.20 No cabe duda, con todo, de que algún acto de difusión tuvo lugar: las tesis estaban pronto siendo reproducidas y discutidas en el resto del continente. ¿Pero qué eran? Según las describe el mismo Lutero en la Carta a León X, «no se trata de enseñanzas ni de dogmas, sino de tesis para disputación, que usualmente son oscuras y enigmáticas».21 Tal descripción, sin duda, suaviza en exceso el tono que las tesis de hecho exhiben. Nos recuerda, sin embargo, que Lutero podía, al menos, apuntar a una práctica académica del periodo en la cual, en alguna medida, se inscribía su actuar. Interpretar la publicación de estas tesis como un acto romántico-revolucionario se enfrenta, pues, a obstáculos serios. Aunque su contenido pueda ser rupturista, no hay medieval que se sorprendería porque un colega suyo someta un conjunto de tesis a discusión. Atender a ese hecho no significa, por otra parte, que la Reforma aparezca aquí como un simple capítulo de la vida medieval. En palabras de Steven Ozment, lo que se refleja aquí es la convicción de que la Reforma «fue tanto la culminación como la trascendencia de la historia intelectual y religiosa del medioevo».22

Pero nuestro interés, como señalamos, se mueve no sólo en dirección a los antecedentes, sino a entender la Reforma como un capítulo de la tradición intelectual cristiana. Eso implica, desde luego, que nos detengamos también a considerar lo que siguió a la misma. Se trata, pues, de entender la Reforma como un paso sustantivo, pero dentro de una cadena mayor de eventos, cadena que se sigue desplegando tras ella. El rango de siglos cubierto por algunos de los grandes estudios sobre la Reforma nos puede ayudar a ver lo que está en cuestión. Steven Ozment cubre en su obra recién citada de 1250 a 1550. Diarmaid MacCulloch narra la historia de 1490 al 1700, mientras que David Steinmetz y David Bagchi nos invitan a pensar en el «largo siglo dieciséis, del 1400 a aproximadamente 1650».23 El volumen que Jaroslav Pelikan dedica dentro de su monumental La tradición cristiana a «la reforma de la Iglesia y del dogma», cubre del año 1300 al 1700. Para el presente libro sería difícil indicar una fecha de inicio. Pero por lo que al término respecta, bien podríamos decir que la pregunta por la continuidad de la tradición intelectual cristiana será perseguida hasta alrededor de 1685. Dicho año es recordado por la revocación, por parte de Luis XIV, del edicto de Nantes, por el que los protestantes habían gozado de alguna libertad en Francia. En la historia intelectual puede ser un año igualmente relevante, al ser la fecha de redacción de la Carta sobre la tolerancia de John Locke (aunque éste esperó cuatro años más antes de publicarla).

¿Cuál era la situación de la tradición intelectual cristiana por esa fecha? John Owen, el según algunos mayor teólogo que haya producido el mundo de habla inglesa, representante tanto del no conformismo como de la escolástica protestante, era el decano de Christ Church, Oxford, cuando Locke ingresó ahí como estudiante.24 Como decano de Locke en la década de 1650, Owen parece una adecuada imagen de la última generación en que la tradición intelectual cristiana se encuentra en una posición de preeminencia. Al publicarse pocos años más tarde las grandes obras de Locke, John Owen ya había fallecido (1683). Es en esa misma década, cabe notar, que uno encuentra títulos como «luterano» o «calvinista» ya no sólo como reproche católico, sino como títulos que hacen suyos los protestantes, concediendo a sus adversarios el título de católicos.25 Obras como la Teología didáctico-polémica (1685) del luterano Quenstedt, y la Institución de teología polémica (1679-1685) del reformado Francisco Turretini, pueden tal vez ser consideradas como el límite último de la historia que aquí se narra. Turrettini bien puede ser considerado el último gran escolástico protestante. Enseñando desde la Academia ginebrina erigida por Calvino y Beza, bien podría centrarse en él una evaluación de lo que ocurrió con el pensamiento protestante desde sus primeras generaciones hasta el momento en que es marginado del centro de la escena intelectual. Como catedrático en la Academia de Ginebra, Turretini fue reemplazado por su hijo Jean-Alphonse. Pero Jean-Alphonse era un hombre ya plenamente integrado a la Europa ilustrada, una figura que intelectualmente era tan cercana a Locke como su padre lo había sido a Owen.

3. La tradición y sus problemas

La Reforma se entendió a sí misma, ante todo, como un movimiento de recuperación del evangelio. No hay doctrina tan central en este contexto como la de la justificación por la sola fe. Ahora bien, la comprensión del evangelio que alcanzaron los reformadores y el modo en que encuentra específica expresión en la doctrina de la justificación por la sola fe son materias que el presente trabajo toca, pero sólo en la medida en que son significativas para otros aspectos del pensamiento cristiano. El presente no constituye, pues, un libro sobre el eje central de la Reforma. Para las inquietudes que nos orientan resulta en cierto sentido más interesante que Lutero expresara su intuición fundamental no en términos de simple recuperación del evangelio, sino de una dialéctica entre ley y evangelio.26 Eso significa, como lo ha notado Gerhard Ebeling, que para Lutero lo fundamental era una distinción.27 Una vez más quedamos así situados ante una práctica intelectual típicamente medieval. Pero la distinción específica aquí en cuestión es un acento característico de la Reforma: afirmar la justificación por la fe es afirmar una justicia de Dios que se manifiesta «aparte de la ley» (Rom 3,21); es, en otras palabras, presentar el evangelio de un modo que acentúa su diferencia respecto de la ley. Para captar lo que hay aquí de típicamente protestante, resulta capital comprender que ésta no es una distinción entre la antigua y la nueva alianza, sino entre los imperativos divinos y los indicativos que nos revelan lo ya hecho por Dios a favor del hombre (estando ambos, ley y evangelio, por tanto dispersos en el Antiguo y el Nuevo Testamento). Según Lutero, saber distinguir de este modo ley y evangelio es el arte que hace a un teólogo. Pero, al mismo tiempo que los reformadores enfatizan la centralidad de dicha distinción, la ley sigue manteniendo una serie de vínculos con el evangelio. Porque los mismos reformadores concebían tres principales usos de la ley: ésta desempeña papeles tanto respecto del orden externo de la comunidad civil, como respecto de la instrucción moral del creyente y respecto de la confrontación del pecador con un modelo o medida de santidad que lo mueva al evangelio. Aquí esto nos interesa porque los mismos reformadores usan ocasionalmente esta distinción de un modo que nos hace pensar en mucho más que la ley como norma. En sus tratados de ética, por ejemplo, Melanchthon con alguna frecuencia identifica la filosofía misma con la ley. La filosofía queda así legitimada (equiparada con nada menos que la ley de Dios) y al mismo tiempo, por su distinción respecto del evangelio, debidamente purgada de cualquier pretensión salvífica. Tal aproximación se encuentra no sólo en textos de carácter práctico, donde la analogía con la ley parece más natural, sino incluso en manuales de disciplinas teóricas: «advierto a mis oyentes que el conocimiento de Dios que nos da la física es conocimiento de la ley y no del evangelio»,28 escribe el mismo Melanchthon en uno de ellos. En otras palabras, en el siglo XVI podemos encontrar un claro tratamiento no sólo de la predicación, sino también de las tareas culturales en términos de ley y evangelio. Ver la ley y la tarea del pensamiento en esos términos, es enfocarla desde un marco explícitamente cristiano que, sin embargo, les reconoce una naturaleza distinta de la del evangelio.

No todo el mundo querrá reconocer como filosofía el saber inserto en esa relación. Como el presente libro no se ocupa específicamente del evangelio, tampoco será reconocido por los teólogos como un producto típico de su disciplina. Si a alguna rama del saber pertenece es a la «historia de las ideas» y, más en concreto, de lo que vagamente podemos llamar «pensamiento cristiano». Los rasgos de la tradición intelectual explorados en este libro pueden, desde luego, ser considerados por su importancia específica para la teología, pero también por su importancia para otras áreas del pensamiento. A la obra subyace esa doble preocupación. Por lo que a la importancia para la teología respecta, considérese estas palabras de un reciente libro de cristología:

Hasta la Reforma, y más allá de ella, la filosofía griega, aunque insistamos en las diferencias entre los modos platónicos y aristotélicos de pensamiento, ayudó y en muchos sentidos unificó la reflexión teológica. Hasta cierto punto todos los académicos europeos compartían una filosofía pe-renne que en último término derivaba de los griegos. Pero desde el siglo XVI el pensamiento filosófico se ha dividido en diferentes nuevos sistemas. [...] El resultado es que quien se dedica a la cristología se encuentra hoy forzado a elegir entre distintas filosofías (que muchas veces deben ser distinguidas según autores, escuelas y etapas), como la analítica, el existencialismo, el idealismo, el neotomismo, la fenomenología, la hermenéutica, el pragmatismo y la filosofía trascendental.29

Así se ve el problema desde la reflexión teológica. Quien se involucra en ella de un modo que pretenda estar en continuidad con la tradición cristiana, querrá naturalmente estar familiarizado con ese lenguaje que era compartido por los siglos anteriores; querrá, al menos, tener la versión menos caricaturesca que se pueda de él. Quien tiene preocupaciones históricas genuinas, se preguntará también por la plausibilidad de esta interpretación que sitúa en el siglo XVI la pérdida de tal lenguaje compartido. Pero estas mismas inquietudes, como señalamos, pueden plantearse también desde una preocupación que no es específicamente teológica. Esa «filosofía perenne», antes compartida en alguna medida por tantas escuelas, ha sido llamada por Isaiah Berlin «la tradición central de Occidente». Dicha tradición habría asumido (Berlin se declara consciente de estar «simplificando las cosas demasiado») que para toda pregunta, si es una pregunta genuina, hay una sola respuesta correcta; que la función del método es dar con esa respuesta; y por último, que el conjunto de estas respuestas correctas se encuentran además en estrecha relación entre sí: no serían verdades aisladas, sino consistentes entre sí, como piezas de un puzle o partes de un sistema.30 Escribiendo desde la otra gran tradición de Occidente, la tradición liberal que predomina en el mundo moderno, Berlin era consciente de cómo el cristianismo había modificado la tradición central heredada de los griegos. Sabía que la propia tradición liberal «pende en su plausibilidad de una profunda y radical revuelta contra la tradición central de Occidente».31 Berlin, en efecto, creía que la Reforma constituía el mayor quiebre previo al surgimiento del liberalismo, y que éste podía trazar sus orígenes, si bien por caminos sinuosos e indirectos, a ella.32 Incluso desde esa perspectiva, con todo, la Reforma seguía estando dentro de la tradición central de Occidente.

Pero la amplia perspectiva que aquí buscamos adoptar –de la «teología» al «pensamiento cristiano»– impone naturalmente algunas limitaciones. Hay importantes cuestiones que necesariamente quedarán fuera de nuestra discusión. En algunos casos tales exclusiones se explican sencillamente por las limitaciones del autor y del espacio. En otros, cabe añadir alguna explicación para la exclusión. Considérese, por ejemplo, la importante pregunta por la relación de la Reforma con la ciencia moderna. De más está decir que abordar un conjunto de problemas como ése no habría carecido de interés, tanto menos una vez que se advierte lo paradigmática que se vuelve la ciencia como forma de conocimiento para el mundo que sigue al periodo cubierto aquí. Pero ese tema no nos pone ante una tradición continua que se vea reforzada o cuestionada por la Reforma, sino ante una tradición que en buena medida nace tras ella. Así, aunque la pregunta por la relación entre Reforma y ciencia moderna posee un interés intrínseco difícilmente cuestionable, el lugar para tal pregunta no parece ser aquél en el que tratamos sobre el problema de la continuidad con la tradición precedente.33 Distinta es la pregunta por la tolerancia y por la libertad religiosa. También aquí lo que tenemos por delante es un fenómeno complejo. Algunos escriben sobre él en términos que hacen creer que los reformadores promovían la libertad religiosa de un modo comparable al que hoy se ha vuelto estándar. La contraparte de tal tesis se encuentra en quienes llaman la atención sobre cuán medievales parecen ser los reformadores, una imagen típicamente asociada a la relación entre Calvino y Servet. Lo que hay aquí es en realidad una amplia continuidad con la tradición previa en los modos de pensar sobre la disidencia (porque el pensar al respecto sí es una constante de la historia humana), al mismo tiempo que la Reforma introduce un grado de pluralidad que luego forzaría a las primeras generaciones de filósofos modernos a pensar de nuevas maneras (también ellas ambivalentes) al respecto.34 Pero para quienes comenzaron a abordar estas cuestiones en la modernidad temprana, el problema de la tolerancia se volvió un elemento articulador de su pensamiento de un modo que no lo fue ni para la Reforma ni para la tradición precedente. Importantes cuestiones como éstas quedan, pues, fuera de la discusión aquí acometida. No obstante, sí se tematiza el marco general que les da sentido: el modo en que la Reforma recibe y transforma la valoración del conocimiento y de la vida política.

4. División de la obra

A dicha valoración del conocimiento y de la vida política llegaremos en tres pasos, a los que corresponden las subdivisiones principales del libro. El primer capítulo busca sencillamente introducir el problema. Eso implica, desde luego, ofrecer un bosquejo de la tradición intelectual cristiana. Ofrecido tal bosquejo, intentaremos exponer los modos principales en los que se ha intentado comprender la relación de la Reforma respecto de dicha tradición. Hay, desde luego, innumerables lecturas y matices. Pero es sobre todo lo que podríamos llamar el conjunto de lecturas «discontinuistas» lo que buscamos ahí retratar. Tales lecturas serán luego puestas en duda prestando atención a algunos antecedentes medievales –pero de un modo distinto a la usual pregunta por los «precursores de la Reforma»–, considerando el perfil intelectual de algunos reformadores, e introduciéndonos al vasto mundo de la post-Reforma. Pero para defender la tesis continuista no basta con ofrecer más conocimiento –por ejemplo, de esa tan desconocida post-Reforma–; más bien hay que atender a los obstáculos que enfrenta nuestra comprensión, obstáculos como el carácter paradigmático que una abundante literatura tiende a otorgar a Lutero para la comprensión del temprano protestantismo, o la recurrente tendencia a explicar la historia en términos de simples caídas y reformas. La reflexión sobre tales obstáculos pone término al primer capítulo, que en cierto sentido puede ser considerado una extensa introducción a la exposición general contenida en los dos capítulos siguientes.

Los capítulos segundo y tercero buscan simplemente ofrecer una defensa de la posición continuista respecto del problema planteado en el libro. La naturaleza de la división entre estos capítulos es la siguiente: mientras el segundo capítulo busca establecer la continuidad en el modo de pensar, el tercero busca mostrar la continuidad en lo de hecho pensado. Podría decirse que así buscamos cubrir los dos sentidos del término latino doctrina. Tal como nuestro término «enseñanza», éste puede hacer referencia tanto al contenido enseñado como a la práctica de enseñar. El lector de hoy que se aproxima al De doctrina christiana de Agustín puede estar esperando un tratado sobre las doctrinas cristianas; lo que en realidad encuentra ahí es un tratado de interpretación y comunicación. Pero los dos sentidos del término no son separables sin más: el modo en que se intente comunicar pende de lo que se crea, por ejemplo, respecto de la capacidad de los hombres para efectivamente llegar a compartir una comprensión en común del mundo.

Lo que busca el capítulo segundo es, pues, mostrar que la Reforma protestante se suma no sólo a la defensa de ciertas tesis clásicas de la tradición intelectual cristiana, sino que se une a las múltiples maneras en que esa tradición usualmente ha abordado la tarea de pensar. Eso significa, en primer lugar, una posición continuista respecto del lugar en el que se da el pensamiento: estamos hablando no de autores aislados, sino de pensadores involucrados en una tarea pedagógica. Los reformadores, tal como sus antecesores medievales, trabajaron dentro del marco dado por instituciones de enseñanza, principalmente universidades, y la naturaleza de esas instituciones tiene una gran fuerza explicativa para entender el tipo de trabajo que realizaban: entre otras cosas, siendo la universidad misma una institución que con dificultad se ajusta a los modos usuales de periodización, la historia de quienes en distintos momentos trabajaron en ella nos debiera capacitar para cierta distancia crítica ante tales divisiones. Habiendo atendido a dicho marco institucional, dirigiremos la atención a prácticas académicas específicas, como la disputación o el comentario, y a las grandes obras sistemáticas que fueron surgiendo de ellas. Es recién a la luz de esos métodos que lograremos explicar de modo adecuado el sentido del término «escolástica», que naturalmente usaremos con considerable frecuencia para referirnos tanto a la escolástica medieval como a la protestante. A la discusión sobre estos métodos, que nos recuerdan lo profundamente libresca que es la cultura intelectual hasta el siglo XVII, sigue una discusión del papel de la tradición clásica en los documentos confesionales del protestantismo. ¿Qué justificación tienen, de partida, tales documentos a la luz de una consigna como el sola scriptura? ¿Qué uso hacen tales documentos de la tradición intelectual cristiana y qué uso invitan a hacer de ella? Tales preguntas serán abordadas principalmente de la mano de la Fórmula de concordia y la Confesión de fe de Westminster