ÍNDICE GENERAL

PORTADA

PORTADA INTERIOR

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

1. Las dos ciudades

2. La grandeza de los seres pequeños

CAPÍTULO III

3. ¿Acomodados en la indiferencia?

4. Fe y ateísmo

CAPÍTULO IV

5. ¿Dónde está tu Dios?

6. Período teofánico (Theos-Dios y phaino-mostrarse)

7. Período teocrático (Theos-Dios y kratos-gobierno)

8. Período profético

9. Período de la iluminación

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

1. Filósofos de la muerte de Dios

1.1. L. Comte y su «Filosofía positiva» (1798-1857)

1.2. L. Feuerbach: Una teoría de la religión (1804-1872)

1.3. F. Nietzsche: Filósofo de la muerte de Dios (1844-1900)

CAPÍTULO VII

2. ¿Por qué confrontación en lugar de cooperación?

3. Recibiendo nuestra herencia

4. Cambios que hacen historia

CAPÍTULO VIII

5. La indiferencia religiosa

6. Un balance explicativo

CAPÍTULO IX

7. La fe emerge entre la ciencia

8. El fracaso de la ilusión

8.1. Anthony Flew: Un ateo converso

8.2. F. S. Collins: El científico ateo que creyó en Dios

8.3. Mercedes Aroz: la senadora comunista que se hizo creyente

9. Experimentar la fe en el siglo XXI

TERCERA PARTE

CAPÍTULO X

1. El «envío» de Jesús en misión

2. El Hijo «regresa» al Padre

3. El Hijo regresa a los hombres

4. La permanente esperanza en la parusía

5. La parusía: entre el «ocultamiento» y la revelación

6. La «espera» de la misericordia divina

CAPÍTULO XI

7. El texto dentro de su contexto

8. Carácter escatológico del texto

9. La fe como señal escatológica

CAPÍTULO XII

10. La misión de la Iglesia

11. La misión ¿una señal escatológica?

12. Una observación más sobre la misión como señal escatológica

13. La «misión» en el ateísmo

14. La misión neo-testamentaria

15. La misión por el «testimonio»

CAPÍTULO XIII

16. El papel de la ciencia y de la fe

17. La posmodernidad, ¿un ataque a la fe?

18. La fe: puerta de esperanza

19. Una fe sorprendente en una sociedad científica y escéptica

20. La experiencia positiva de la fe

CAPÍTULO XIV

21. La esperanza psicológica

22. Una teología de la esperanza

23. La ciencia no aporta esa esperanza

24. «Gozosos en la esperanza» ( Tito 2:13)

CAPÍTULO XV

25. ¿Por qué renunciar al paraíso?

26. ¿Diferentes niveles de existencia?

27. Se rompe la armonía universal

EPÍLOGO

1. Algunos beneficios de la confrontación ciencia-fe

2. ¿Dónde está el fallo?

3. La luz del creyente, ¡siempre la luz!

DATOS BIOGRÁFICOS

Créditos

Introducción

Para no pocos autores, los conceptos «religión» y «espiritualidad» están interaccionados, de modo que no es posible entender la una sin la otra. H. Küng escribe al respecto: «La crisis espiritual de nuestro tiempo está marcada de un modo decisivo por la crisis religiosa» (Teología para la posmodernidad, p. 19). En el presente, en esta sociedad que muchos definen como «posmoderna», millones de hombres y mujeres permanecen indiferentes ante la idea religiosa de Dios, cuando no se tornan beligerantes contra la fe en sus variados sentidos. Es un fenómeno nuevo por su magnitud, puesto que alcanza a grandes sectores de la sociedad que nosotros consideramos como «avanzada» o culta.

A lo largo de la historia, las gentes se han movido recorriendo grandes distancias para visitar lugares que eran considerados santos: la Meca, Santiago de Compostela, Roma, el río Ganges y tantos otros. Todavía hoy se mantienen, llenas de concurrencia, las visitas a estos lugares, aunque en algunos casos las mismas se han visto reducidas notablemente. Si hasta el siglo XVIII la religión y la sociedad se identificaban entrecruzándose a casi todos los niveles, hoy ya no sucede así, pues cada vez se conforman más como entidades claramente diferenciadas. Lo social y lo científico vuelven la espalda a la fe en Dios, cuando no se oponen activamente a las opciones de la esperanza en un futuro trascendente. Es un conflicto, por lo menos en apariencia, entre no creyentes y creyentes, y digo en apariencia por pensar que aun el ateísmo evolucionista toma hoy posiciones que tienen no poco que ver con la fe, aunque no se trate de una fe en Dios. Así parece verlo también la periodista de investigación científica O´Leary Denyse: «Es importante notar que las discusiones del siglo veintiuno sobre la fe y la ciencia no son un debate entre la fe y la razón sino entre dos formas de fe diferentes. Cada uno puede creer en las leyes misteriosas en referencia a infinitos universos o creer en Dios. Estas dos inmensas posibilidades son muy antiguas: no ha habido ningún descubrimiento nuevo después de todo» (¿Por diseño o por azar? El origen de la vida en el universo, p. 52). Tal vez lo que más nos llama la atención en la sociedad presente sea su dinámica propagandística, mostrada por ateos reconocidos (citaremos algunos más adelante), quienes hoy se han decidido por un verdadero apostolado activo a favor de la increencia. Intuyo que se ha producido una especie de reacción en el ateísmo que podríamos considerar como «misionera», mediante la cual se busca que el que cree no crea, que el que acepta una visión trascendente de la vida sólo acepte su temporalidad, que quien confía en Dios acepte creer sólo en el hombre como dispensador del futuro de la humanidad. En este sentido, sólo citaremos en este trabajo a algunos autores de los siglos XIX y XX (muy significativos por su crítica de Dios y de la religión), tales como L. Compte, A. Feuerbach y F. Nietzsche, en el siglo XIX, a quienes se puede encuadrar entre los más firmes promotores del ateísmo. Igualmente citaremos a algunos científicos y pensadores contemporáneos nuestros, como R. Dawking, St. Jay Goultd, S. Harris y Ch. Hinchens, entre otros.

Los ciudadanos hoy, a finales de la primera década del siglo XXI, nos vemos obligados a participar de una confrontación entre la ciencia y la fe, siendo ésta de una magnitud tal como no es posible encontrarla con anterioridad en ningún momento de la historia. El filósofo A. N. Whitehead escribe: «Cuando uno considera lo que la religión representa para la humanidad, y lo que la ciencia es, no es una exageración decir que el curso futuro de la historia depende de la decisión de esta generación sobre la relación entre ambas. Tenemos aquí las dos fuerzas generales más fuertes que influencian al hombre y que parecen situarse la una contra la otra» (Science and the Modern World, pp. 181-182). Nunca antes estuvieron tan claramente definidas las dos posiciones, ni la sociedad tan dividida entre el dominio de la creencia y la increencia. Nunca antes se soslayó tanto a Dios, aparcándole a un lado del camino, substituyéndole por otros «dioses» que nada ofrecen para el más allá puesto que su propuesta, placentera y hedonista, sólo tiene que ver con lo temporal pero que, en compensación, nada exigen.

Nada en la historia parece que suceda por casualidad, teniendo que aplicar la ley de «causa y efecto» para hallar la correcta explicación de las cosas en su tiempo histórico. Es en el pasado donde debemos encontrar la respuesta a la situación de conflicto entre creyentes y no creyentes que actualmente vivimos. El presente se explica desde el pasado, así como las futuras generaciones tendrán que encontrar algunas respuestas a sus problemas en nuestra actual generación, pues cada generación pasada, situada históricamente, ofrecerá respuestas clarificadoras a los acontecimientos a los que tendrán que hacer frente las generaciones futuras. Los elementos generadores de la actual situación de crisis de fe vienen de lejos: nacieron en su momento y, de acuerdo con el natural avance histórico, cultural y científico experimentado, se han desarrollado tomando carta de naturaleza entre nosotros.

El pasmoso avance de la ciencia, especialmente en el siglo XX, ha propuesto muchos interrogantes que el hombre ha decidido responder de una manera un tanto simplista: Dios no existe porque ya no es necesario para justificar las maravillas de la naturaleza de este pequeño mundo y aun del universo. Es cierto que entre las dos vías, creación y evolución, se ha abierto una tercera que podríamos presentar como «vía de compromiso», es decir, una vía intermedia que busca hacer válida la existencia de Dios sin renunciar por ello al largo proceso de la evolución (P. Teilhard de Chardin me parece que es el exponente máximo de esta teoría). No hay duda de que en las tres proposiciones encontramos argumentos favorables importantes, conceptos con los que podemos estar de acuerdo y conceptos para discrepar, pues los objetivos finales son inalcanzables para la mente humana y para los medios que el hombre de ciencia posee. De tal modo es esto cierto, que podemos pensar que, sin importarnos cuánto avance el conocimiento científico, siempre nos encontraremos a una distancia inalcanzable de la respuesta final. El misterio siempre acompañará a las criaturas, como si el saber definitivo tuviera como objetivo mantener al hombre a la distancia oportuna y en una posición de dependencia respecto de lo «absoluto».

El científico o pensador (filósofo) concluye que Dios no es ya necesario (aunque lo fuese en algún tiempo en el pasado, como lo reconoce Freud, pero lo hace en base a hipótesis, intuiciones subjetivas o claros deseos de originalidad). Estos son tiempos difíciles para el creyente pero, tal vez por eso mismo, tiempos apasionantes para la búsqueda de una fe auténtica, personal, interiorizada y experimentada; una fe dinámica, fuerte para el debate con la sociedad que no cree en la trascendencia de esta vida y, por lo tanto, nada espera de un futuro eterno. En fin, una fe fuerte y sabia para no renunciar a la esperanza trascendente que nos viene de las Escrituras y que debe dar un colorido especial a nuestra existencia.

Contra este criterio esperanzador, se pronuncian hoy no pocos autores que se expresan con gran dureza contra la fe, y a veces con tan fuertes sarcasmos sobre la religión cristiana, que nos hace pensar que están movidos más por algún resentimiento personal que por una crítica constructiva a la religión. El filósofo X. Zubiri lo dice de un modo más directo: «Yo creo sinceramente que hay un ateísmo de la historia. El tiempo actual es tiempo de ateísmo, es una época soberbia de su propio éxito. El ateísmo afecta hoy, primo et per se, a nuestro tiempo y a nuestro mundo» (Ateísmo, Historia, Dios). Personalmente percibo el mismo sentimiento de Zubiri cuando leo a S. Harris, R. Dawkins o Ch. Hitchens, autores ateos a los que más adelante nos referiremos. No obstante, citaremos ahora como ejemplo a Sam Harris (psiquiatra de profesión y ateo por vocación), en su obra El fin de la fe, cuyo hilo conductor trata sobre la religión organizada, el enfrentamiento entre la fe religiosa y el pensamiento racional, y los problemas de la tolerancia en el marco del fundamentalismo religioso. La obra está destinada a asegurar que la religión es sólo un problema para el desarrollo socio-cultural de la sociedad actual y que la fe religiosa está destinada a desaparecer. Harris comienza su libro describiendo el periodo de «duelo colectivo y estupefacción» que siguió a los ataques terroristas del 11 de septiembre en la ciudad de Nueva York, y exponiendo en él una amplia crítica a todos los estilos de creencias religiosas, capaces, asegura, de gestar actos tan dramáticos e inhumanos como este. Volveremos sobre este tema.

Señalo, más a título de anécdota que de confrontación, cómo el propio Hitchens (un ateo activo) parece certificar su nulo compromiso con la religión a la que ataca duramente en su obra Dios no es bueno. Alegato contra la religión, indicando con ello que no parte de una experiencia religiosa que pudo ser defraudada por alguien o por algo, en algún momento de su vida, e incluso me atrevería a decir que no parte siquiera de una actitud de respeto por lo religioso. No concede ninguna importancia al hecho de que fue miembro bautizado de la Iglesia Anglicana, ni que se uniera a la Iglesia Ortodoxa Griega «para complacer a mis suegros griegos», ni, finalmente, casarse ante un rabino judío reformista quien «era consciente de que su homosexualidad de toda la vida estaba castigada por principios como una ofensa capital, punible, según los fundadores de su religión con la lapidación» (p. 30). Harris no deja en pie nada que tenga que ver con las iglesias o con la religión. ¡Es tan fácil desacreditar algo o a alguien usando hechos anecdóticos o puntualmente históricos, pero sin la necesaria perspectiva! Este autor sigue la antigua táctica: «Desacredita, que algo queda». Siempre he sentido poca simpatía por el método del descrédito, la broma fácil o la anécdota que ridiculiza a un individuo o a un colectivo, porque, por ese camino, todos nos reiremos de todos, incluso de los ateos.

En el siglo actual, participando de una sociedad más y más tecnificada, se está librando una batalla entre el intelecto y los sentimientos de la humanidad. Muchos, con un concepto materialista de la historia, creen firmemente que los avances de la ciencia pueden llenar los huecos de nuestra comprensión de la naturaleza, enseñando que creer en Dios es fruto de una superstición ya superada, y que sería mejor para la humanidad aceptar el fracaso de la fe como elemento rescatador del ser humano. Sin embargo, muchos creyentes se manifiestan convencidos de que la verdad que creen, nacida del análisis espiritual interior, es más convincente que las ideas que eliminan a Dios, procedentes de la fuente de la filosofía, la biología, la física o las matemáticas. Siendo esto correcto en base a la libertad a la que cada uno tiene derecho (todos somos dueños de nuestra creencia), no deja de ser preocupante que, finalmente, la creencia en Dios se haya presentado, a veces, bajo un aspecto tan beligerante como pueda serlo la posición materialista que hemos citado anteriormente. Así pues, tenemos a la fe y la ciencia confrontadas, en lugar de que, juntas, busquen caminos de entendimiento para hacer posible una mayor riqueza en la comprensión de la verdad, tanto la inmanente como la trascendente. Ante esta situación que vivimos con toda su tensión, podemos preguntarnos ¿daremos la espalda a la ciencia porque se la percibe como una amenaza para Dios? O por el contrario, ¿daremos la espalda a la fe, concluyendo que la ciencia ya está lista para ocupar el lugar que la religión, ya superada, debe dejar vacío? Ahí reside el dilema al que creyentes y no creyentes tenemos que hacer hoy frente, aunque no deberíamos olvidar que, como escribe el científico F. S. Collins, «el Dios de la Biblia es también el Dios del genoma. Se le puede adorar en la catedral y en el laboratorio. Su creación es majestuosa, sobrecogedora, compleja y bella, y no puede estar en guerra consigo misma. Sólo nosotros, humanos imperfectos, podemos iniciar tales batallas. Y sólo nosotros podemos terminarlas» (¿Cómo habla Dios?, p. 226).

Daremos un apunte más sobre el tema que ahora nos ocupa (lo trataremos extensamente más adelante) y que podríamos definir como «un sentido escatológico de la fe». Lo haremos en referencia al texto del evangelio: «Cuando el hijo del hombre venga, ¿hallará fe en la tierra?» (Lc. 18:8). Los creyentes en las Escrituras no podemos olvidar que éstas tienen un claro sentido escatológico y que el texto que acabamos de citar podría ser incluido entre la documentación revelada sobre escatología y, más concretamente, sobre la parusía o segunda venida de Jesús. Es este acontecimiento una doctrina central del cristianismo, puesto que todo cuanto es y significa la fe tiene como objetivo la trascendencia, el más allá, el Reino de Dios, en fin, la vida eterna. La parusía, como suceso íntimamente vinculado con la resurrección, es decisivo en el marco de la esperanza cristiana pues, sin el regreso de Jesús a este mundo, la fe cristiana pierde todo sentido teológico, así como su valor en la espera de un futuro galardonador de las vicisitudes tenidas durante la experiencia en esta vida. La parusía es la culminación del proceso salvador concebido por Dios a favor del ser humano caído en el pecado; así como la actual crisis de fe y el denodado enfrentamiento entre ciencia y religión podría entenderse como un esclarecimiento escatológico que ilumine nuestra espera de la parusía y el camino de nuestra esperanza.

Además, la fe cristiana, tema central de esta obra, debe adornarse con una característica que la capacitará para hacer frente a los «ataques» de la ciencia: cambiar su pasado marcado por la «estática», la «contemplación» y la «mística» por una disciplina práctica, por una actitud dinámica de participación y propuesta a la sociedad, es decir, por una acción evangelizadora que dinamice en nosotros la vivencia del evangelio, como un poderoso argumento contra la propuesta actual al hedonismo, la indiferencia hacia los ideales de cualquier clase y el egocentrismo que se encuentra enraizado en nuestra sociedad occidental materialista. Si vengo de la nada y hacia la nada me dirijo, entonces «comamos y bebamos que mañana moriremos» (1 Co. 15:32). Esta es la consecuencia del nihilismo (vacío) al que S. Pablo hace referencia cuando lleva a cabo su planteamiento cargado de lógica: «Si no hay resurrección de muertos, Cristo tampoco resucitó; y si Cristo no resucitó vana (kenòn, vacía) es entonces nuestra predicación, vana es entonces nuestra fe» (vv. 13-14).

Frente al inmovilismo acomplejado que puede afectar a los creyentes hoy, debido a la oleada de propuestas que renuncian a Dios y a toda forma de vida ultraterrena, debemos responder con una fe interiorizada, más individual que nunca, firmemente adquirida por la revelación y la búsqueda sincera, profundamente deseosa de ser compartida, más dependiente de Cristo que de la Iglesia, más dependiente de mi propia convicción a la luz de la Escritura que del colectivo. Ambos necesarios, pero con una cierta jerarquía. Karen Amstrong lo expresa del siguiente modo: «De nada sirve sopesar las enseñanzas de la religión para juzgar su verdad o falsedad, antes de embarcarnos en un modo religioso de vida» (En defensa de Dios, p. 17). Puede que el argumento genésico que los científicos buscan en las estrellas, debamos finalmente buscarlo aquí, entre los hombres, mediante una experiencia del amor fraternal que alivia el alma y consuela al afligido. No cuesta pensar lo inútil, por no decir doloroso, que puede resultar para las buenas gentes de Haití que les fuéramos a animar (después del terremoto y el cólera) con el mensaje de que no hay Dios ni vida después de esta vida y de que la segunda venida de Cristo no tiene sentido después del rechazo de toda existencia trascendente. Si el dolor complica a veces la creencia en Dios, también el dolor puede llenar de desesperación el corazón de los millones de personas que, por terremotos, tsunamis, guerras, hambres y plagas, sufren y mueren sin tener derecho a pensar que existe un «después» que compense su sufrimiento. La fe no será empíricamente demostrable, ¡pero es tan necesaria para la vida!

PRIMERA PARTE

Los complejos caminos de la fe

CAPÍTULO I

Creer hoy, una experiencia difícil

La crisis de la fe cristiana tiene su historia y sus causas. No se nos ha venido encima de repente, sin avisar, sin ofrecer datos que nos advirtieran de que tal hecho se estaba produciendo. De eso trata esta obra, ofreciendo una breve historia del fenómeno producido por el enfrentamiento de la fe y la ciencia, así como el necesario análisis de las causas que lo han producido y de las consecuencias que se han obtenido. Podría parecer simplista el hecho de tratar un asunto tan complejo en unas pocas páginas, pero renunciamos a un desarrollo más técnico en aras de una mejor comprensión del tema por todos aquellos que se acerquen a él, en busca de explicación para sus posibles inquietudes espirituales.

Creyentes de todos las confesiones cristianas se preguntan hoy con preocupación por el futuro de la Iglesia. Personalmente estoy de acuerdo con quienes piensan que, tal como sucedió con el Judaísmo, que gozó de la protección divina para su supervivencia durante siglos, así Dios protegerá a su Iglesia hasta el fin, hasta que Él venga a rescatarla. Luego mi inquietud está menos en la supervivencia del cristianismo (que corresponde sólo a Dios hacerla posible, mientras cada creyente colabora), que en la experimentación viva de mi fe en Jesucristo. El ataque del maligno contra la Iglesia es sólo la suma de los ataques individuales a los creyentes que la componen. Atacando a cada creyente, ataca a la Iglesia toda y, por el contrario, con mi victoria sobre la apatía religiosa, se hace posible proporcionalmente la victoria de la Iglesia. Si Dios protege a su Iglesia universal y yo, con su ayuda, permanezco fiel a la cruz de Cristo, no tengo nada que temer, ni del presente ni del futuro.

En el siglo actual, participando de una sociedad más y más tecnificada, se está librando una batalla entre el intelecto y los sentimientos de la humanidad. Muchos, con un concepto materialista de la historia, son conscientes de que los avances de la ciencia pueden llenar los huecos de nuestra comprensión de la naturaleza, enseñando que creer en Dios es fruto de una superstición ya superada, y que sería mejor para la humanidad aceptar el fracaso de la fe como elemento rescatador del ser humano. Sin embargo, muchos creyentes se manifiestan convencidos de que la verdad que creen, nacida del análisis espiritual interior, es más convincente que las ideas que eliminan a Dios, procedentes de la fuente de la filosofía, la biología o la psicología. Siendo esto correcto, en base a la libertad a la que cada uno tiene derecho (cada cual es dueño de su creencia), no deja de ser preocupante que, finalmente, esta posición se haya presentado, a veces, tan beligerantemente. Así pues, tenemos hoy enfrentadas a la fe y a la ciencia en lugar de que, juntas, traten de encontrar caminos de entendimiento para hacer posible una mayor riqueza en la comprensión de la verdad, tanto la inmanente como la trascendente. Ante esta situación que vivimos con toda su tensión, podemos preguntarnos ¿daremos la espalda a la ciencia porque se la percibe como una amenaza a la creencia en Dios? O, por el contrario, ¿daremos la espalda a la fe, concluyendo que la ciencia ya ha alcanzo el nivel necesario para conseguir que la experiencia religiosa sea innecesaria?

Puede que el peor adversario del cristianismo no haya que buscarlo entre los evolucionistas ateos o los filósofos de la «muerte de Dios» (a los que nos referiremos más adelante), sino en la pérdida del sentido religioso de los propios creyentes. Ahora no se trata tanto de discernir si la fe actual, aunque menos contundente que en el pasado, llegue a ser más o menos sincera por tener que ejercerla en un medio que no la favorece en absoluto. Ser creyente hoy, cuando hay tantas propuestas que desalientan la profesión de una fe genuina, determina con mayor firmeza la autenticidad de esa fe.

Podemos considerar la sociedad actual (que se define como posmoderna) como una sociedad «presentista», es decir, que nada que escape al presente interesa, con un peligroso olvido de las voces del pasado que nos advierten. He vivido una larga experiencia pastoral con las almas, en múltiples países y con muy plurales culturas. He visto, como si de una gráfica se tratara, los picos y las caídas del interés de las gentes por el mensaje evangélico. No se trata de que la sociedad no necesite ya la palabra alentadora del amor y de la esperanza —¡la necesita con mayor intensidad si cabe!, pero no lo sabe—, dejando por ello de ocuparse en la búsqueda de un verdadero sentido de la vida, aunque éste parece estar muy claro en términos materiales. Tal vez la publicidad, alentando el consumo de cosas, o la política, o las severas discrepancias que siempre han acompañado a la historia del cristianismo, sea lo que ha producido ese gran desinterés por todo lo que tenga que ver con el pensamiento y la trascendencia. Les decimos a las gentes que tenemos un libro común en el que nos inspiramos (la Biblia), que creemos en un mismo Dios revelado en Jesucristo y que todos aspiramos a la vida eterna; sin embargo, ¡a veces somos más adversarios que amigos! ¿Por qué extrañarnos entonces de que se mire con reticencia a los creyentes cuando intentan compartir con ellos su esperanza? Como muestra podemos citar a G. Hallosten, quien da por supuesto que Europa ya no es un continente cristiano (Europa: perspectivas teológicas, pp. 535-551), ya que el cristianismo se ha desplazado a las iglesias de los países más deprimidos o los emergentes, menos tocadas por la filosofía de la muerte de Dios y el materialismo. Es allí donde todavía no aparece generalizado el concepto de libertad en la relación de los creyentes con su Iglesia, libertad que, indebidamente utilizada, está generando un proceso de secularización que se convierte en un gran escollo para el desarrollo administrativo y misional de la misma. Abundando en la noción de crisis de la Iglesia, Juan Martín Velasco señala: «Para los analistas ‘modernos’, el rechazo del cristianismo y, después, la negación de la trascendencia ajena al hombre, son las condiciones indispensables para el progreso de la sociedad (…) La modernización de la sociedad exige la eliminación en ella del cristianismo» (El malestar religioso, p. 23).

El poder del mal tiene empeñada una lucha contra cualquier expresión de fe en Jesucristo, recurriendo para ello a su arma más eficaz, que no fue nunca la persecución física en todas sus formas, sino la actuación sutil, solapada y silenciosa; sin manifestar, cuando puede evitarlo, la realidad de su ataque. El método es antiguo como el mundo mismo, pues, de acuerdo con la Escritura, la desdichada historia del pecado se inició así, sutilmente, con palabra suave y amistosa, buscando la perdición del hombre al ofrecerle un estatus que satisficiera su «ego» y su autoestima, situación que sigue vigente. Veamos brevemente su actuación en el Edén. Se presenta a Eva debidamente informado de lo que Dios había enseñado a la pareja: «¿Con que Dios os ha dicho?». Satanás lo sabe, está al tanto de las condiciones puestas por el Creador para que vivieran en paz y eternamente. Este conocimiento debía permitir que Eva se confiase, para poder así completar Satanás su actuación con un ofrecimiento magnífico, «tentador»: «No moriréis». Es decir, «si yo conozco lo que Dios os ha dicho, también sé que no moriréis», antes bien «serán abiertos vuestros ojos, y seréis como dioses, sabiendo el bien y el mal» (Gn. 3:5). Nada de golpes en la puerta de su corazón, ni ningún tipo de violencia, sino sutilezas que dobleguen su voluntad encaminándola por la senda equivocada que le interesa que sigan. El resultado es suficientemente conocido gracias al relato bíblico (Gn. 3:1-7). No existe presión física, ni tortura, sólo un método suave que se impone a la voluntad. Las consecuencias fueron terribles.

En las sociedades libres y democráticas, donde a nadie se le amenaza por causa de sus creencias religiosas, donde cada individuo se encuentra en disposición de seguir los dictados de su conciencia sin ningún tipo de represión legal, ¿es tentado el creyente? ¿De qué forma? ¿Cuál es el canto de sirenas de la sociedad dirigido al creyente? Todos hemos oído hablar de la experiencia de Ulises, el héroe mitológico que superó el peligro de los irresistibles cantos de sirena que atraían a los marinos con sus barcos hacia la costa haciendo que se estrellaran contra las rocas y perecieran. La solución la encontró tapando sus oídos con cera para no oír la sutileza de la música maravillosa con un destino de muerte. ¿Podría aplicarse esta historia mitológica en la sociedad del desarrollo y la abundancia en la que vivimos? ¿Podríamos hoy encontrar algo que nos haga recordar los cantos de sirena del relato mitológico?

Tenemos otro ejemplo de actuación sutil y persuasiva del Maligno, aunque esta vez sin éxito por su parte. Ahora se trata del segundo Adán, de Jesús en el desierto, cuando fue exhaustivamente tentado con la aviesa intención de malograr el plan de la salvación elaborado por Dios a favor de ser humano. ¡Nada de violencia, de forzar a su oponente o de amenazarle! De nuevo la sutileza y la astucia. ¿Tienes hambre después de 40 días de ayuno? Pues «di que estas piedras se conviertan en pan»? (Mat 4:3) Yo sé que puedes hacerlo. Después agudiza el sistema, el método para hacer caer a Jesús. Se olvida de lo físico y toca su orgullo, su ego más íntimo. Si eres lo que pretendes que eres, entonces «échate abajo, que sus ángeles mandará por ti» (vv. 5-7). Fracasado su propósito, vuelve a la carga con la tercera tentación, con la que pone en juego toda su astucia tentadora ofreciéndole «todos los reinos de este mundo». Finalmente se retiró fracasado, porque ser astuto no garantiza que se sea inteligente ¡y Satanás no lo es!, como no lo es nunca, por definición, el error y el pecado. Jesús resistió la prueba con su sentencia: «Vete Satanás, que escrito está: ‘al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo servirás’» (v. 10).

Como en el caso de Jesús, con enorme sutileza a veces, es probada la fe de los creyentes, y esto más firmemente que a través de la violencia. No se trata de obviar que ésta ha sido utilizada en la larga historia del cristianismo, pero ha sido siempre menos eficaz para eliminar, o siquiera debilitar, la fe en Dios y en la revelación mostrada a través de Jesucristo.

Cuando los cristianos de los primeros siglos tuvieron que soportar las persecuciones romanas, no cedieron en su fe, aun a costa de su vida. Muchos murieron por ella y la sangre derramada por los mártires se transformó en caudal de vida ejemplar para miles de convertidos por su testimonio (el término «mártir» viene del griego martyria, que significa «testimonio»). Satanás generó mucho sufrimiento entre quienes creían en Jesús, ¡pero se equivocó de método! La fe cristiana se expandió por todo el imperio, de modo que se dice que a finales del siglo segundo ya se oraba al Señor en todo el imperio romano, incluido el norte de Europa (Oury G. M., Histoire de l´Évangélisation, pp. 18-20). Por eso pienso que el mayor peligro para la fe ha de venir de las tácticas astutas y sutiles del mal, no de la violencia. Ambas, astucia y violencia han sido y serán utilizadas por el maligno, pero la peor de ellas, en mi opinión, será la oposición sutil. Es posible pensar en la torpeza del maligno en su proyecto de hacer matar a Jesús en la cruz del Calvario. Primero, intentó impedirlo sutilmente utilizando al apóstol Pedro, cuando esté, al oír decir a Jesús que «le convenía ir a Jerusalén, y padecer mucho de los ancianos, y de los príncipes de los sacerdotes» (Mt. 16:21), reprende a Jesús diciéndole: «Señor, en ninguna manera esto te acontezca» (v. 22). Al no tener éxito su propuesta (v. 23), Satanás tomó el camino de la eliminación, mostrando con ello cuán necio puede ser el pecado. Inicialmente no quiere que sufra (sencillamente no quiere que vaya a Jerusalén), pues parece saber que tal sufrimiento era la clave de la salvación de la humanidad y su definitivo fracaso y condenación. Después pasó a desear su muerte y a hacerla posible manipulando la favorable disposición de los dirigentes judíos. ¿Acaso ignoraba en aquellos momentos que la muerte de Jesús, y sólo su muerte, haría posible el triunfo del ser humano para vida eterna? ¿Cómo podía ignorar que si Jesús moría, triunfando sobre el dolor y el pecado, él estaría definitivamente condenado? Ya he dicho anteriormente que Satanás disfruta de una información mesiánico-profética de alto nivel, pues no podemos olvidar que «también los demonios creen y tiemblan» (Stg. 2:19). Sólo podemos concluir que la inducción de Jesús a la muerte, la llevó a cabo Satanás con la esperanza de que el Hijo del hombre se rindiera en algún momento de su martirio, no que muriera, pues Jesús, muriendo, viviría eternamente y, con él, todos los que creen en su nombre. La «victoria» de Satanás en la cruz fue la garantía de su fracaso, y la «derrota» de Jesús, muriendo, fue la garantía de su gloriosa victoria sobre el Maligno. ¡Qué torpe el proyecto de Satanás, pues no supo discernir que la muerte en la cruz de Jesús era la garantía de su propia muerte! A partir de entonces puede decirse que la persecución por causa de la fe, y aun la muerte, sólo ha de triunfar circunstancialmente sobre el bien y la vida. La victoria está plenamente asegurada: »¿Dónde está, oh muerte tu aguijón? ¿dónde, oh sepulcro, tu victoria?» (1 Co. 15:55).

La historia de los circos romanos, las guerras de religión y la Inquisición, confirman plenamente que, a pesar del mucho dolor producido, su eficacia contra la fe fue temporal y más aparente que real. Es por eso que debemos reconocer otros métodos de persecución de la fe en Jesucristo, nada violentos, pero extremadamente eficaces, algunos de los cuales podemos encontrar en esta sociedad posmoderna, en nuestro tiempo, y descubrirlos es una misión necesaria.

Aunque es cierto que en nuestro vasto mundo, con cientos de lenguas, culturas y realidades sociales tan diversas, no podemos más que generalizar las conclusiones a las que lleguemos en base a nuestra apreciación de la realidad, puede decirse que la situación de la experiencia de fe en las iglesias es hoy preocupante. La fe, en ciertos lugares de la sociedad (especialmente en los países encuadrados en el «primer mundo») es, desde hace unas décadas, un bien escaso que cada vez lo es más. Es lógico que, a la luz de la Escritura, muchos creyentes se refieran al tiempo del fin en términos de angustia, dolor y persecución, pero no parece que impresione tanto la crisis de fe que se detecta en la sociedad occidental y que igualmente está explícitamente señalada en Lucas 18:8. ¡Y esa puede ser la obra maestra del diablo! Quienes tenemos una larga trayectoria como creyentes, podemos constatar como los cambios socio-políticos inciden directamente sobre la experiencia religiosa de los miembros de las iglesias. Viví personalmente en España los primeros 35 años de mi vida en un régimen político dictatorial que sólo «toleraba» la discrepancia con la Iglesia oficial dominante, sin ninguna clase de libertad religiosa. Veinte de esos años los viví como miembro de una la Iglesia Cristiana Adventista y puedo asegurar que aquellos años fueron de una intensa experiencia espiritual y una actitud fraternal en la comunidad como no he vuelto a encontrar hasta el presente. No quiero pensar que la pérdida es irreversible y nunca volverá, pero me resulta muy difícil entender cómo en las actuales circunstancias sociopolíticas y espirituales podremos recuperar aquella situación de privilegio que tanto recordaba el espíritu manifestado por el cristianismo primitivo. Pienso que todos los que disfrutamos de una edad suficiente como para haber vivido aquellos momentos, pensamos que ser más cultos y disfrutar de mejores oportunidad económicas, no nos ha hecho mejores cristianos. Parece que, como veremos más adelante en esta obra, se produce una inversión de valores en la sociedad y en la Iglesia: A mayor desarrollo social y cultural, menor compromiso con la fe y con la esperanza en un futuro trascendente. Satanás ha recuperado (y parece que con éxito) el método sutil y seductor que utilizó con Jesús ofreciéndole todos los reinos de este mundo, pero la diferencia está en que, si con Jesús fracasó, no sucede lo mismo en esta sociedad posmoderna. No siempre y no en todos, pero cualquier observador atento a la realidad que vive, será consciente del progreso social y económico que las sociedades avanzadas han experimentado, haciendo así más amable la existencia, mientras que no sucede lo mismo en el ámbito religioso, donde, como lo señala J. A. Paredes, «La vida se ha ido secularizando (…) en el sentido profundo de que el hombre moderno ha aprendido a arreglárselas sin Dios y a sentirse artífice y responsable de la historia» (¿Dónde está nuestro Dios?, p. 86). El mal se viste de progreso, de individualismo y de hedonismo, encandilando a hombres y mujeres que, por no aceptar un proyecto de trascendencia, hacen del presente su única opción y de los placeres de esta vida su único credo.

CAPÍTULO II

Una sociología de la fe: las dos ciudades

Hemos de tratar aquí el tema de la fe, preferentemente desde una perspectiva social y no teológica, por tratarse de evaluar antes el modelo de fe que vive la sociedad presente, que la consideración de la fe como definición teológica y don de Dios. En la sociología de la fe, lo que predomina es el individuo que experimenta una relación íntima con Dios por medio de su servicio a la sociedad, antes que ocuparse en definirla. Es decir, la fe como actitud dinámica, de acuerdo con el modelo ofrecido por Jesús en la atención dada a los enfermos y afligidos de su tiempo. Después de que Jesús fuese arrebatado en el aire y una nube le recibiera y le quitara de la vista de los discípulos, se cerró con ello un capítulo de realidades reveladas y se abrió un paréntesis, que todavía dura, en el que la fe es ya el único conducto posible para la comunicación del alma con Dios. Ya andamos sólo por fe, no por vista, siendo peregrinos «ausentes del Señor», tal como lo expresa el apóstol Pablo (2 Co. 5:6-7).

Sería interesante desarrollar aquí una historia de la fe (cristiana para ser más preciso), situada en el contexto de los acontecimientos vividos por el hombre a lo largo de los últimos dos mil años, pero tal cosa no es posible, pues debemos decantarnos por una perspectiva de la fe en búsqueda de su sentido escatológico, como argumento profético que nos mueva a ser vigilantes con el acontecimiento culminante de la historia de la salvación, junto con la experiencia del Calvario: la parusía. Cuanto sea dicho, pues, debe estar dirigido hacia ese objetivo con la esperanza de que, alcanzándolo, certifiquemos nuestra confianza en las Escrituras y renovemos (si es que la hemos perdido) nuestra alegría al descubrir que lo negativo en la historia puede aceptarse como positivo en teología; que del estado de angustia que experimentan tantos sectores de nuestra sociedad, brote la realidad de un mundo mejor que ahora sólo contemplamos en la esperanza. Para muchos creyentes, este debe ser el último período en el que se culminará el cumplimiento de las señales escatológicas que encontramos en la Biblia (así como en otros libros de religiones), que están asociadas con el acontecimiento más trascendente de la historia: La venida de Cristo y el fin del mundo. Para otros, científicos como es el caso de Martin Rees, catedrático de investigación en la Universidad de Cambridge, este tiempo también puede ser el último de la humanidad, por mera conclusión lógica y científica. Rees escribe: «Creo que la probabilidad de que nuestra civilización sobreviva hasta el final del presente siglo no pasa del 50% (...), ya sea por intención perversa o por desventura, la tecnología del siglo XXI podría hacer peligrar el potencial de la vida y acabar antes de tiempo con su futuro humano o post-humano» (Nuestra hora final, p. 16).

Ahora bien, antes de que esto suceda, tenemos que vivir la experiencia de sobrevivir a la tensión de ser fieles a Dios, en quien creemos, siendo necesario para ello la certificación de nuestra confianza en Jesucristo como el artífice del asombroso plan de salvación, concebido desde antes de la fundación del mundo (1 P. 1:18-20). Desde que Adán se convirtiera en el «padre de todos los pecados», sus descendientes nos hemos visto obligados a vivir sometidos a un doloroso punto de tensión entre el bien y el mal, entre el deseo de vivir y la inevitable experiencia de morir, entre el deseo espiritual y el pecado, entre lo trascendente y lo temporal. En fin, un fuerte punto de tensión entre La ciudad de Dios (Agustín de Hipona) y La ciudad secular (Harvie Cox).

1. Las dos ciudades

La ciudad de Dios es, probablemente, la obra más significativa de Agustín de Hipona, la cual escribió entre los años 413 y 426. En ella, Agustín cita dos ciudades como símbolo de la sociedad de su tiempo, pero cuyo sentido metafórico puede actualizarse en cualquier época de la historia. Jerusalén y Roma son citadas por este autor como símbolo de la ciudad de Dios (Jerusalén) y la ciudad del pecado (Roma), que en aquellos momentos (siglo V) estaba a punto de caer en manos de Alarico, desmoronándose con ello lo que hasta entonces había sido el imperio romano. Agustín extiende el sentido metafórico de las dos ciudades, tomando del Apocalipsis la figura de la nueva Jerusalén, patria definitiva y eterna de los salvos, realidad de todas las promesas que Dios ha hecho a los hombres que creen.

El creyente en Dios vive en una sociedad donde trabaja, se forma cultural y psicológicamente, ama, crea una familia, goza y sufre. No obstante, deseando conservar esta vida, que se presenta al creyente la mayoría de las veces como una aventura apasionante, no renuncia a aquella otra ciudadanía de la «ciudad de Dios», impidiéndole este doble deseo, esta tensión entre el presente y el más allá, sentirse plenamente identificado con este mundo, pudiendo llegar al fuerte deseo de abandonarlo. Se encuentra en este mundo, pero siente que no es de este mundo, pues sabe que su ciudadanía está en los cielos, tal como lo sintieron los hombres y mujeres de fe en la antigüedad (Heb. 11:10, 16). Dos ciudades, dos mundos, dos situaciones a las que debe hacer frente, puesto que, como creyente debe vivir esta vida, pues sólo en ella podrá hacer posible, por la gracia de Dios, la recepción en la «ciudad de Dios». Esta vida cobra su mayor y mejor sentido cuando la hacemos trascender en la vida eterna. La fe es ese don divino que nos transporta más allá de lo que se ve, de lo temporal y perecedero. La vida así se percibe desde dos perspectivas bien diferentes: la del que no cree en Dios y que contempla su existencia como el final de todo, sin ninguna opción de continuidad; frente a la del creyente, que extiende su visión hacia las profundidades de la eternidad, observando por la fe un eterno y espléndido futuro.

El punto de tensión para el creyente se encuentra en el hecho de que las dos ciudades, con las cuales se siente comprometido, no pueden jamás ser coincidentes, como no lo es lo material con lo espiritual. Al final, se trata de uno u otra. El cristiano, sin embargo, no puede abandonar ni la una ni la otra (J. Ellul, Présence au monde moderne, p. 47). Mientras se encuentra en esta sociedad, debe vivir en y para ella, pero sin renunciar nunca a aquella que las Escrituras llaman «la mejor, a saber, la celestial» (Heb. 11:16). Este punto de tensión que las «dos ciudades» generan en el creyente, es la clave de su lucha, tan magistralmente descripta por Pablo al final de su vida: «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe (...) me está reservada la corona de justicia» (2 Ti. 4:6-8). El camino, no obstante, está cargado de conflictos en el alma humana, pues nada es sencillo para la fe en un mundo que se opone a ella de forma tan variada e intensa.

En muchos momentos de la vida del creyente, las dos ciudades entran en conflicto en su corazón, en su mente y en sus deseos inmediatos. La esperanza puede llegar a ser insostenible, abrumado por la tensión entre la espera y la realidad que vive. Como J. Ellul ha escrito, cuando esa tensión se produce, el creyente puede perder «el carácter revolucionario de la fe cristiana» (op. cit., p. 46). Lo hemos visto en demasiados casos: la fuerte realidad de un presente seductor o doloroso ha sido más fuerte que la esperanza en el futuro. La espera puede llegar a ser insoportable cuando ya no se es capaz de aceptar que, en esta vida, sólo vivimos en la esperanza de nuestros proyectos de futuro y que precisamente en ellos encontraremos la fortaleza que necesitamos para seguir caminando. En relación con el hombre creyente que está en estado de espera, F. Domont ha escrito, con una idea «presentista», que la esperanza, avalada por las promesas de Dios, es futuro y es presente: «le afirman en el sentimiento de que las promesas recibidas son realizables, que los frutos que espera ya están ahí, en el corazón mismo de la espera» (L’espérance chrétienne dans un monde sécularisé, p. 21).

2. La grandeza de los seres pequeños

F. S. Collins cita en su obra ¿Cómo habla Dios? una historia sufí muy significativa, aunque de difícil comprensión: «Había una anciana que solía meditar a las orillas del Ganges. Una mañana, al terminar su oración, vio un alacrán que flotaba indefenso en la fuerte corriente. Conforme el alacrán se acercaba, quedó atrapado en unas raíces que se extendían dentro del río. El alacrán luchaba frenéticamente por liberarse, pero cada vez se enredaba más. Ella se acercó inmediatamente al alacrán que se ahogaba, quien en cuanto lo tocó, la picó. La anciana retiró su mano, pero en cuanto recuperó su equilibrio, nuevamente trató de salvar a la criatura. Cada vez que ella lo intentaba, el alacrán la picaba tan fuerte que su mano se llenó de sangre y la cara se le descomponía por el dolor. Un hombre que pasaba y vio a la anciana luchar contra el alacrán le gritó: ‘¿Estás loca? ¿Quieres matarte por salvar a esa cosa odiosa?’. Mirando al extraño a los ojos, la anciana respondió: ‘Si la naturaleza del alacrán es picar, ¿por qué debo negar mi propia naturaleza de salvarlo?’» (p. 35).

Tal vez lo más extraordinario que encontramos en la experiencia del ser humano sea su altruismo, su capacidad y deseo de compartir con otros su esperanza, sólo porque necesita hacerlo, sin esperar recompensa alguna. La expresión del amor sentido y su inmensurable grandeza es para mi mucho más misterioso que la realidad material de la naturaleza y su existencia en la vida de las criaturas es un misterio para el que me parece insuficiente el recurso de acogerse a períodos de tiempo ilimitados; un misterio de difícil solución si ésta debe justificarse en función de millones de años transcurridos y de un proceso casual evolutivo. ¿Podría decirse que el misterio del amor es superior al de la física cuántica?

Para los poetas, el amor es el más poderoso de los sentimientos y para los teólogos, como el apóstol Pablo, es el más grande de los dones concedidos por Dios: «Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres: pero el mayor de ellos es el amor» (1 Co. 13:13). El apóstol no disminuye el valor ni la importancia de la fe y la esperanza, sino que hace más grande el amor. Se trata de una poderosa trilogía ofrecida por Dios a los hombres, y que éstos se empeñan en empequeñecer, desvirtuar o eliminar con su conducta cotidiana. La vida de muchas personas ha certificado, a lo largo de la historia, el inmenso poder de esas tres virtudes teologales. ¿Cómo de la nada pueden surgir los sentimientos, como puede la evolución generar algo tan indefinible como el amor que despierta en los hombres lo mejor de sí mismos? En lo más profundo de nuestra personalidad humana debe existir una fuente de la que emanen esos sentimientos que, como consecuencia, mueven acciones capaces de transportarnos más allá de la vida y de la muerte. Nuestra naturaleza, como la de la anciana sufí antes mencionada, puede impulsarnos a hacer el bien a quien viene a nosotros en estado de necesidad, ¡aunque a veces nos vaya la vida en ello! Jesús, entregando su vida en la cruz, es el ejemplo más luminoso que podemos aportar. Al preguntarle por qué lo hacía, él también pudo responder: «¿Por qué debo negar mi propia naturaleza que me impulsa a salvarte?».