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La osa y sus dos crías habían pasado el invierno a cobijo de la estrecha guarida, un agujero musgoso y cálido bajo la gran roca, disimulado entre abetos de breve alzada, helechos arborescentes y denso matorral. Durante los días más fríos, más duros en la intemperie de hielo y ventisca, la entrada estuvo cubierta por ramas heladas y escarcha, sepultada bajo la nieve, lo que no supuso ninguna complicación, sino que, por el contrario, añadió ventaja a la seguridad del enclaustramiento. Allí dentro, en la osera, las crías estaban resguardadas bajo el calor de la gran hembra. Mientras la osa ahorraba esfuerzos en el sopor de la hibernación, los oseznos mamaban abundante leche, se fortalecían y se protegían del gélido exterior durmiendo entibiados por la gruesa, acogedora piel de su madre. La madriguera se convirtió en hogar invisible sobre el gran lienzo del invierno, confortable y protector. Los animales pequeños nunca se habrían atrevido a pulular por las cercanías, y los depredadores esquivaban el olor ácido, amenazador, de las heces y la orina de la osa. La hembra era un animal joven y muy vigoroso. No debía de tener más de tres años, quizás cuatro. Estaba preñada antes de recluirse en la osera y parir a sus cachorros. Los trajo a la luz del mundo ya un poco abotargada, comió la placenta y poco después se entregó al sueño necesario para su supervivencia, también la de aquellos dos oseznos que vivirían su primer invierno en el refugio, tan alejados de cualquier peligro que acechase en los alrededores como lo estuvieron en el seno materno.

Pasaron muchos días.

Pasó lo crudo inclemente del invierno. Los días se alargaron. La luz mañanera del exterior hendía la oscuridad de la osera. Poco a poco, aquella luz regresaba más cálida. Los oseznos abrían mucho los ojos, deslumbrados por la claridad desconocida, tan extraña para ellos. La hembra roncaba con incierta inquietud, desperezándose.

Con el deshielo, los oseznos empezaron a aventurarse y juguetear unos pasos más allá de la madriguera. Amagaban luchas entre ellos. Venteaban con fruición cada estímulo del mundo recién aparecido ante sus sentidos. Eran torpes y acelerados, temerarios a veces. Sus cuerpos estaban ya cubiertos de fina pelambre. Cuando llegara el siguiente invierno serían dos osos jóvenes. Probablemente, si no les ocurría ningún percance y crecían sanos, cuando volviese el frío cada cual intentaría buscar su propia madriguera para guarecerse en solitario. O tal vez decidieran acomodarse en su refugio natal y esperar el paso de otra invernada, hasta convertirse en corpulentos machos cazadores. Los osos nunca tenían prisa para nada, ni para nacer ni para crecer o morir; ni siquiera para alimentarse cuando tenían hambre. Aunque —eso también era sabido—, cuando decidían hacer algo, era mejor no estorbar sus planes, fueran los que fuesen.

La osa no perdía de vista a sus crías. Si se alejaban demasiado, bramaba para llamar su atención, como si les advirtiera de que lejos de aquella voz poderosa no estarían a salvo. Los oseznos casi siempre obedecían. Retornaban en deslavazado galope hacia la protección de su madre.

La joven hembra tenía hambre. Mucha hambre. El invierno y la lactancia la habían enflaquecido hasta juntarle la carne y la piel con los huesos. Pronto se internaría en el bosque, en busca de raíces y, si había suerte, algún panal. Bajaría después hasta el río, mantendría paciente vigilancia en algún regato hasta que apareciesen peces desprevenidos, incautos en la frenética obsesión por aparearse. Con un poderoso zarpazo los arrebataría del agua para lanzarlos a la orilla. Los devoraría de inmediato. Lentamente, jornada tras jornada, alcanzaría de nuevo su plena fortaleza. Rastrearía entonces presas mayores, seguramente la captura conseguida por alguna manada de lobos. Si no eran muchos, les disputaría la pieza. Si le parecían demasiados, se conformaría con los despojos. Podía poner en fuga a dos lobos, a tres si el hambre urgía en su estómago. Pero una jauría completa era enemigo insuperable al que ningún animal se arriesgaba a hacer frente, y su intención no era pelear sino sobrevivir, reponerse del largo ayuno y volver a la osera con grandes bocados de carne guardados en la boca para que sus crías comiesen. Y esperar a que crecieran un poco más, y enseñarles a cazar. Esos eran sus planes. Mejor dicho: ese era el plan de la naturaleza. La poderosa hembra siempre seguía la ley: cazar y no ser cazado, comer y que no te coman. Vivir otra temporada cálida. Llegar a un nuevo invierno.

1

Los perros no servían para gran cosa, aunque mantenían la acampada limpia de excrementos, alejaban a los roedores oportunistas y durante la noche avisaban con sus ladridos si alguna alimaña merodeaba por los entornos próximos. Los hombres del clan Tiznado siempre tuvieron buen oído y excelente olfato para detectar cualquier peligro que palpitase oculto entre las sombras, aunque Ibo Huesos de Liebre reconocía que los perros eran más rápidos y despiertos en aquella tarea, y mucho más valientes en la oscuridad que cualquier humano. Los perros no temían a la oscuridad, ni sentían aprensión en la noche alejados del fuego. El único problema estaba en que los mismos perros, a veces, se inquietaban por cualquier motivo sin importancia, ladraban sin causa que justificase tanto alboroto, arrugando los hocicos y exhibiendo los colmillos intimidadores, alertados por el viento entre los árboles, la caída de una rama o el crujido de una roca al partirse, reventada por el hielo. Entonces resultaban molestos. Lo cierto era que los perros alzaban las orejas, erizaban el pelo del lomo y se ponían en guardia ante todo lo que presentían y no eran capaces de ver, mucho menos comprender; y como muy listos no eran, se ponían en guardia ante casi todo, daba igual si se trataba de amenazas ciertas o imaginadas en sus cortas entendederas. Eran demasiado inquietos y así se les consideraba: aliados útiles para algunas cosas aunque inoportunos y tragones la mayor parte del tiempo.

Ibo Huesos de Liebre no sabía desde cuándo los perros acompañaban a los cazadores. No podía preguntar sobre este asunto a los más viejos porque nadie en el poblado lo sabía, ni siquiera el anciano señalado por la sabiduría, Rag el que Ve, ni la venerable Agah la Cierva. Probablemente los perros y los hombres llegaron juntos al mundo, dispuestos los cazadores a conseguir comida y los perros a ladrar de noche y lamerles las heridas si sufrían algún percance. También servían de reserva alimentaria en épocas difíciles. Cuando el invierno se alargaba demasiado, los pastos permanecían sepultos bajo la nieve y las grandes manadas de caballos y bisontes demoraban su viaje desde las llanuras del sur, en la acampada desaparecían los perros. Ibo Huesos de Liebre estaba convencido de que eran un poco tontos, pues, en aquellas ocasiones, cada día mataban dos o tres perros para alimentarse. Los cazadores, las mujeres y los niños y los ancianos se saciaban con su carne y echaban los despojos a los supervivientes de la jauría, quienes parecían ansiosos en la espera de comida, fuera cual fuese, más preocupados en devorar aquellos tristes restos que en salvar su propio pellejo, ignorantes de que al día siguiente cualquiera de ellos —por lo general varios de ellos— acabaría asándose sobre las piedras de la hoguera. No había forma de que se espantasen ante los humanos. No se marchaban ni hacían siquiera amago de huir. Había algo en aquellos animales, una pulsión extraña, un instinto misterioso y arraigado como el musgo a la corteza de los árboles, que los mantenía fieles a la acampada, siempre junto a sus pobladores a pesar de que tarde o temprano acabarían destripados, descuartizados y clavados en una estaca sobre la hoguera, y su carne nutriría a los cazadores, sus mujeres e hijos, y su sangre y el tuétano de sus huesos mantendrían vivos a los ancianos hasta que acabaran el frío y la nieve y las grandes manadas apareciesen en busca de hierba fresca recién brotada. Sí, pensaba Ibo Huesos de Liebre: los perros eran demasiado fieles a los hombres y muy poco inteligentes. Por el beneficio de comer piltrafas e inmundicias y acurrucarse junto a las cenizas, al calor del fuego nocturno, haciendo compañía a los guardianes en la oscuridad, arriesgaban sus vidas y estaban dispuestos a entregar su carne, piel y huesos cuando el clan Tiznado los necesitase.

Naturalmente, podían haber sentido gratitud hacia ellos, estimarlos por el enorme sacrificio que hacían a cambio de tan escasa recompensa, pero el clan Tiznado apreciaba bastante más otras cualidades en los animales, como el que tuvieran mucha carne que arrancarles después de cazados, o huesos bien grandes rellenos de sabroso tuétano; también que se dejasen capturar sin demasiados esfuerzos, sin apenas defenderse y sin causar heridas a los rastreadores. Evidentemente: que su piel sirviera para abrigo y con su osamenta y tendones se pudieran fabricar armas e instrumentos útiles era otra ventaja muy apreciada. Entonces sí mostraban agradecimiento hacia el animal. Cuando bebían su sangre y comían su corazón, saludaban a su espíritu; y cuando masticaban la carne, llenándose el estómago hasta hincharlo, veneraban la generosidad de La que Existe por haberles permitido devorar a una de sus criaturas y, gracias a ello, ahuyentar el hambre y vivir un poco más, ahítos y sin miedo al mañana, en la acampada frente a la gran cueva. Incluso pintaban imágenes que representaban a aquellas presas en los techos más resguardados de la caverna, lugar sagrado al que llamaban los Cielos del Alma de la Tribu. Por eso representaban allí a los animales desde tiempos muy remotos, para dejar constancia del vínculo perpetuo entre el clan de cazadores y la generosa prodigalidad de La que Existe.

Los perros eran asunto distinto. La fidelidad ciega, sumisa para con los humanos, no era virtud que los cazadores estimasen mucho. No los despreciaban, desde luego, mas no eran sus animales preferidos. Nunca pintaron un perro en los techos ni en las paredes de la gran cueva. Todos lo habrían considerado una estupidez, incluso una ofensa a La que Existe, pues en el mundo de Arriba, el Hogar de Todos, seguramente los perros eran tan ruidosos, incordiantes y sumisos como en el Abajo de los que Aún Viven; y nadie les tendría especial aprecio. No… No tenía ningún sentido representarlos en los Cielos del Alma de la Tribu.

Ibo Huesos de Liebre, al igual que los otros cazadores, nunca tuvo buena opinión sobre los perros hasta que conoció al negro y blanco de dientes amarillos. Tampoco cambió mucho su forma de considerarlos en conjunto, pero admitía que el negro y blanco de dientes amarillos era un perro distinto, sin duda mucho más espabilado que los otros y, desde luego, muchísimo más útil. Lo había demostrado en muchas ocasiones, y en cada una de ellas se mostró resuelto, tenaz y rápido en tomar buenas decisiones. Si llegasen épocas de escasez, con el invierno azotador interpuesto entre el clan Tiznado y sus presas, sin organizar cacerías durante demasiadas jornadas, posiblemente el perro negro y blanco de dientes amarillos se libraría de acabar sobre las piedras de la hoguera.

Se fijó en él dos inviernos atrás, en la época de deshielo, cuando perseguían a un almizclero herido en el lomo por una lanza que el mismo Ibo Huesos de Liebre había arrojado. El animal logró zafarse de los cazadores que lo rodeaban, corrió cojeando hacia un desnivel de piedra desnuda, muy resbaladizo, se dejó caer y tuvo la doble fortuna de no romperse la espina dorsal y de que una extensa fronda de abetos menudos lo engullera. Desapareció ante las narices de los cazadores, quienes gritaron de rabia. No iban a dejar escapar su presa, desde luego, pero sabían que encontrar nuevamente al almizclero, volver a cercarlo y acabar con él resultaría fatigoso. Extenuarse en persecución de un animal era lo último que deseaba cualquier grupo de caza, pues todos quienes lo integraban se exponían a cualquier accidente y, en algunos casos, a perder el rastro después de dos o tres días de rastreo, quedar lejos del poblado, hambrientos y desfallecidos, expuestos al súbito ataque de cualquier depredador, quizás una furiosa jauría de lobos aún más hambrientos que los cazadores. Se habían dado casos, recordaba Ibo Huesos de Liebre, de partidas de jóvenes rastreadores, demasiado inexpertos, que salieron en busca de presas codiciadas como las manadas de bisontes o alguna nutrida familia de uros, persiguieron durante muchos días a los más fuertes y rápidos en la huida en vez de cercar a los más lentos y torpes y al final regresaron con las manos vacías; y lo peor de todo: volvieron solo unos pocos, deshechos por el cansancio y el hambre, heridos tras sufrir el acoso de animales carniceros, desesperados y con inmensa rabia en la mirada. Y con la dura lección aprendida. Cierto: volver de vacío era la peor suerte del cazador.

No era buen asunto, por tanto, que una presa escapara del primer acecho, rompiendo la lógica de una buena cacería bien organizada, donde todo estaba más o menos previsto y todo conducía al mismo fin: conseguir la mayor cantidad de carne posible con el menor esfuerzo y el mínimo riesgo.

Fue en aquella ocasión, siguiendo el rastro del almizclero, cuando el perro negro y blanco de dientes amarillos demostró para lo que valía. Nada más escapar el animal herido, se lanzó declive abajo en silencio, olisqueando y respirando con ansiedad. Enseguida localizó las huellas fugitivas del gran macho soberbiamente cornamentado. Se detuvo y solo tuvo que aullar dos veces para que los cazadores comprendieran que debían seguirle si querían alcanzar rápido y sin mayores penalidades a su presa. Todos fueron tras él. La carrera duró solo unos momentos. Poco después, las lanzas de Oun Cráneo Brillante y de Aru de Ninguna Palabra alcanzaban al almizclero y otras muchas lanzas, de inmediato, se hundían en el estómago de la captura abatida. El animal pateaba al aire como si galopase en fuga de su sufrimiento en el mundo, dispuesto a ampararse en los consuelos de una pronta agonía. Todos celebraron la habilidad del perro, y lo premiaron dejándole lamer sobre la hierba la sangre que manaba abundante mientras cortaban la dura piel de la res, abrían su cuerpo y arrancaban el corazón y los pulmones para devorarlos de inmediato, aún calientes en sus manos empapadas, goteando la misma sangre con que se regalaba el perro, embadurnados los hocicos en la cálida sangre, tintos sus colmillos en el rojo de la vida que brotaba desde las tripas satisfechas hacia su mirar gozoso, agradecido. A Ibo Huesos de Liebre le pareció que el perro, en aquellos momentos, aparte de feliz por la comida, estaba orgulloso por la cacería.

Desde ese día, Ibo Huesos de Liebre decidió llevarlo de compañero siempre que fuera a cazar. Y desde ese día, el perro negro y blanco de dientes amarillos lo seguía a todas partes.

Fue el mismo perro, el negro y blanco de dientes amarillos, quien localizó la guarida donde la osa permanecía oculta junto a sus crías.

Ibo Huesos de Liebre buscaba panales de miel. Se había equipado con un cuchillo de asta de ciervo y una aguijada con puntal endurecido al fuego, y se había provisto igualmente de útiles necesarios para encender una hoguera que alzara humo bien denso, espantara a las abejas y dejase la preciosa miel a su alcance y sin apuros. El único peligro que estaba dispuesto a correr aquel día era el de encaramarse a un árbol. Una mala caída no era asunto para considerar como incidente sin importancia. Una pierna rota o un brazo roto podían significar la muerte del cazador si no podía volver rápidamente a la acampada o no encontraba inmediata ayuda. Aunque él, desde luego, no pensaba caerse de ningún árbol. Y si se producía el percance, ya reaccionaría con suficiente agilidad para que el golpe no lo lastimase demasiado. Por algo lo llamaban Ibo Huesos de Liebre. En el mundo de los que Aún Viven, cada nombre era una premonición, la virtud de quien lo llevaba como se lleva un arma o se alimenta un fuego que nunca debe extinguirse: para utilizarlo si es necesario.

El perro olisqueó los entornos con acuciante inquietud, un nerviosismo ya conocido por el cazador: había encontrado algo e intentaba llamar su atención husmeando con avidez, entre asustado y colérico, entre los matorrales bajo la gran roca. Se detuvo unas cuantas veces mientras alzaba una pata, la otra, para orinar y marcar terreno, su recién descubierto dominio de caza. Gruñía. Al fin, se plantó ante el refugio perfectamente disimulado entre arbustos y helechos. Profirió nerviosos ladridos, renovados gruñidos cargados de furia, amenazador ante las sombras de la covacha. Así se mantuvo un buen rato, hasta que la osa, en la seguridad de la guarida, bramó enojada y con todas sus fuerzas. Ibo Huesos de Liebre comprobó una vez más que el perro era listo: fingió huir espantado por la advertencia de la osa, pero corría hacia él mientras soltaba chorros de orina, señalando el camino a la osera. El cazador compensó los afanes del perro con una palmada en el lomo. Después retrocedió unos metros, buscó matojos de licino, arrancó unos pocos tallos y se restregó el jugo de la planta por la cara, manos y cabellos. Inmediatamente, ya protegido por el olor acre y agudo del licino, se aproximó a un breve cúmulo de piedras, a la sombra de dos grandes árboles de hojas anchas, de las que brotan vigorosas tras cada invierno y anuncian el tiempo frío dejándose caer casi marchitas, moribundas en el suelo crepitante del otoño. Desde allí, a salvo, pudo observar sin ser visto, virtud y mérito primeros en un buen batidor. Solo tuvo que dar un par de golpes al perro negro y blanco de dientes amarillos, con la vara puntiaguda, para que el animal entendiese que tenía dos opciones: marcharse lejos o permanecer en retaguardia y, lo más importante de todo, sin alborotar. Ni un gruñido le permitiría. Solo completo silencio.

Ibo Huesos de Liebre esperó toda la mañana y casi toda la tarde. A la caída del sol, la osa abandonó su refugio. Tras ella marchaban los oseznos, ya bastante crecidos, juguetones y obsesionados por rastrear bayas y alguna raíz comestible entre la hojarasca. La gran hembra, por el contrario, deambulaba con precaución, muy atenta, con el lomo erizado, el hocico arrugado y los colmillos retadores. No había olvidado la presencia del perro, ni sus ladridos. Olisqueaba con fruición los rastros de orina que había dejado tras ahuyentarlo. La osa sabía que donde hay un perro hay un hombre, y que los hombres son el peor enemigo, más temibles que el lobo, más peligrosos que el lince y mucho más astutos que la serpiente. A un hombre que anduviera solitario se le podía sorprender, caer sobre él y despedazarlo. Cuando se juntaban en grupos y llevaban palos puntiagudos, eran invencibles. Lo único que podía hacerse, en aquellos casos, era intentar la huida. Pero los cazadores eran listos, más listos que las serpientes cuando ascendían entre el ramaje de los árboles en busca de nidos. Escapar era casi siempre imposible porque ellos, los astutos hombres, ya habían previsto aquel movimiento y habían cortado cada uno de los senderos que pudiesen poner a salvo a sus presas. Todo aquello lo sabía la joven, poderosa hembra, y no porque nadie se lo hubiese enseñado. Lo sabía porque los osos nacen ya advertidos sobre lo que conviene que sepan para no convertirse en presa fácil de los hombres ni de ningún otro cazador. Por eso la joven hembra desconfiaba tanto de los hombres.

Ibo Huesos de Liebre se retiró cautelosamente. Volvió a la acampada junto a la caverna, a toda prisa. Empezaba a anochecer. Tenía noticias importantes que llevar al clan Tiznado.

2

Por la noche, en torno al fuego, Ibo Huesos de Liebre relató el hallazgo de la osera. Los cazadores escuchaban absortos, en el fondo entusiasmados, porque las noticias del mundo más allá de la cueva siempre excitaban su imaginación y su codicia. El viejo Rag el que Ve decía con frecuencia que el clan Tiznado, la tribu de la caverna, era una alianza de sangre entre hombres con apetencia por la vida y rabiosos ante el misterio; y llamaba La que Existe al misterio, el orden de las cosas, el aliento de los seres humanos y el espíritu invisible de todo cuanto poblaba el mundo. Era La que Existe, por tanto, quien los convocaba en la ocasión, como tantas otras veces, reuniéndolos junto a la hoguera para que uno de ellos contara lo que había visto, lo que había presentido y lo que según su pensamiento convenía hacer.

Con los ojos muy abiertos, como asombrados y agradecidos, prestaban atención Oun Cráneo Brillante y Aru de Ninguna Palabra, expertos cazadores que solían acompañar a Ibo Huesos de Liebre en largas batidas. También observaban y callaban los jóvenes Bohob Cuello Largo, Req Ojos Saltones y Gain Uñas Rotas. Allí estaban igualmente los dos hijos de Eqra de Pieles sin Curtir, muerto el año anterior al despeñarse en los acantilados del norte mientras perseguía a una manada de caballos; el raro aunque muy valiente Dod Vigilante Solitario, quien no gustaba de la compañía de gente, siempre estaba triste y masticaba cortezas de abedul hasta alcanzar la locura y el ensueño; Iore Lanzador de Piedras y Mada Nariz Borrosa. Había algunos niños sentados en grupo, todos en silencio absoluto porque sabían que si alborotaban serían expulsados. A los cazadores no les importaba que los niños aparecieran en sus reuniones y escucharan sus conversaciones, pero no consentían que interrumpieran con juegos ni riñas ni palabra alguna. A la primera transgresión, los echaban a pedradas.

También había una mujer aquella noche junto a la gran hoguera, solo una: Agah la Cierva, la única anciana sin varón ni hijos que la mantuvieran y a la que se permitía vivir con el clan Tiznado, pues entre todos se encargaban de su sustento, le procuraban comida y la atendían para que estuviese cómoda y caliente en su rincón de la cueva. En este caso, como en tantos otros, la tradición podía más que la ley. Era Rag el que Ve quien discernía, dictaba e interpretaba la ley, pero la voz del clan Tiznado, en asamblea junto al fuego, tenía última palabra en cuanto a aplicar la misma ley. Cuando Agah la Cierva perdió al último de sus hijos, asesinado por los rastreadores del valle, lo natural habría sido que la hubieran expulsado de la acampada, o que le hubiesen dado compasiva muerte. Pero Agah la Cierva era alma madre de las mujeres del clan, y ningún cazador habría pensado ni por lo remoto en alzar su mano contra ella, mucho menos en dejarla morir de hambre y frío. La sociedad de las mujeres tampoco lo habría permitido, bajo ninguna circunstancia. Además, el viejo Rag el que Ve —otro favorecido por la exención, al cuidado del resto de la tribu— afirmaba que Agah la Cierva era tan necesaria como el cobijo de la cueva, los frutos de la caza, la pesca y la recolección, las pieles de abrigo y el fuego que ahuyentaba a los lobos. Las mujeres eran importantes para que el clan Tiznado prosperase, y Agah la Cierva era muy importante para que las mujeres se sintieran privilegiadas y más o menos felices. Fue así, por tanto, que Agah la Cierva compareció en la reunión junto al fuego, dispuesta a enterarse de todo y luego contarlo a sus hijas, sus hermanas, sus amigas protectoras.

—Una osa con dos crías es difícil. Peligroso —dijo Oun Cráneo Brillante—. Muy peligroso. Peleará con todas sus fuerzas, y no la pondremos en fuga ni conseguiremos, de esta manera, que caiga en alguna trampa. Ella sabe que, si intenta escapar, dejará atrás sus crías. Y los osos nunca abandonan a los recién paridos, ni permiten que nadie les haga daño… a menos que ellos mismos decidan comérselos.

Todos asintieron ante el criterio de uno de los cazadores más veteranos del clan.

—En cuanto aparezcamos por allí, la osa será animal acorralado, pues su mismo espíritu le prohibirá abandonar el terreno. Ya sabemos el riesgo que se corre al acometer a cualquier presa sin escapatoria. Será una lucha difícil. Habrá mucha sangre.

—Hagamos una red —propuso Ibo Huesos de Liebre.

Oun Cráneo Brillante reflexionó unos instantes sobre la idea recién expuesta por Ibo Huesos de Liebre.

—Tiene que ser una red grande —dijo en cuanto hubo acabado sus cavilaciones—, pero no tan grande que no podamos cargar con ella, o estorbe por lo tupido y pesado cuando queramos manejarla y arrojarla sobre la osa. Tiene que ser resistente, que aguante los zarpazos del animal y la fuerza de su mordida. Es difícil hacer una red así: no muy grande, no muy pesada, muy resistente.

Algunos más expusieron su parecer, aunque la decisión parecía tomada desde el principio: irían a la osera y cazarían a la osa y los oseznos. Rag el que Ve sentenció la cuestión:

—Si Ibo Huesos de Liebre ha encontrado la osera y a la osa, por alguna razón ha sido. Nada sucede lejos de la voluntad de La que Existe. Ella ha querido que nuestro buscador de miel se topara con el refugio donde el animal esconde a sus crías. La que Existe quiere que los cacemos, y nosotros vamos a hacerlo.

Ibo Huesos de Liebre indagó con la mirada a Dod Vigilante Solitario. De suyo taciturno, siempre ensimismado como si algo fuera del mundo llamase su atención con mucha más intensidad y acaso seducción que las cosas del mundo, finalmente habló. A regañadientes, asintió:

—Estaré. Si no duermo ese día, estaré.

A Ibo Huesos de Liebre también le habría gustado saber la opinión de Aru de Ninguna Palabra, lo cual era imposible porque el curtido cazador se comportaba conforme a su nombre y no hablaba jamás. Como era habitual, se limitó a asentir sin mostrar más ánimo del necesario. Ibo Huesos de Liebre había conocido a bastantes iguales a Aru de Ninguna Palabra, gente que no quería aprender a hablar y consideraba una pérdida de tiempo forzar la garganta con sonidos extraños, cuando la voz humana servía para cosas muchísimo más importantes, como gritar en alerta durante la cacería, espantar rebaños y conducirlos hasta el cerco donde caerían bajo las lanzas y flechas del clan, advertir sobre el merodeo de depredadores, responder con bramidos de amenaza a los lobos que aullaban en la noche… Hablar era una necedad, un entretenimiento para mujeres, pensaba el veterano cazador; un mal hábito adquirido por la mayoría de los seres humanos mucho tiempo atrás, aunque no por todos, pues no era el único en el mundo que pensaba y obraba de tal manera, aunque sí el único en el clan Tiznado. Y como así pensaba, siempre callaba.

La voz humana, sin embargo, era importante para el clan Tiznado. Desde tiempos que ninguno de ellos había vivido y que, evidentemente, nadie recordaba, ponían nombre a los miembros de la tribu mediante un sistema muy sencillo: de niños, les atribuían los primeros sonidos que pronunciaban entre sollozos y pompas de saliva; conforme crecían, si no morían y llegaban a edad conveniente para acompañar a los adultos en la caza, los motejaban con alguna característica física diferenciadora, alguna habilidad o cualquier otro signo de su personalidad y costumbres. De tal modo, Ibo Huesos de Liebre se llamaba Ibo de Huesos de Liebre porque la primera palabra que salió repetida de sus labios fue «ibo», y porque era muy delgado, escurridizo y flexible como ningún otro miembro del clan, una virtud que le permitía internarse en madrigueras reducidas y acosar presas pequeñas en habitáculos bajo tierra, covachuelas sinuosas y grutas minúsculas donde un cazador robusto nunca habría podido aventurarse. Además, Ibo Huesos de Liebre mostraba admirable resistencia y habilidad para tareas que exigían equilibrio y extrema ligereza, como tallar los contornos de imágenes sagradas en el techo de la segunda cúpula de la cueva —lugar al que todos conocían como los Cielos del Alma de la Tribu— y dibujar con nitidez perfiles y formas y colorearlas con atenta veneración, con la pureza y sigilo necesarios para que La que Existe no llegara a ofenderse por aquella costumbre del clan Tiznado de representar a las criaturas que habitaban el mundo; en especial, a las que cazaban. Ese era el origen de su nombre, aquella la razón por la que era llamado Ibo Huesos de Liebre, como motivo de apodar Cráneo Brillante a Oun fue su alopecia temprana, o la buena puntería de Iore para tildarlo como Lanzador de Piedras…

Así todos los hombres del clan, del primero al último.

Las mujeres no tenían sobrenombre, que se supiese. Elegían su manera de llamarse y de ser nombradas conforme a reglas distintas, las cuales, por supuesto, eran del todo desconocidas para los cazadores. Las mujeres tenían sus propios nombres y su propio mundo, y su manera de hacer las cosas. Era mejor no meterse en sus asuntos y, de esa manera, evitar una larga regañina de Agah la Cierva, quien se llamaba Agah la Cierva por razones tan desconocidas como el porqué del sol y la luna, del día y de la noche, y el porqué más grande de todos: por qué no sabían casi nada del mundo si ellos, el clan Tiznado, entre todas las criaturas eran sin duda quienes más sabían. Ellos, que casi todo lo sabían, apenas sabían nada del mundo. Y mucho menos sabían sobre sí mismos.

Además de lo práctico que resultaba poner nombre a los seres humanos, para el clan Tiznado resultaba de enorme utilidad el uso de palabras, no muchas palabras pero sí las necesarias en cada ocasión. Era la forma más sencilla y eficiente de contar unos a otros cuantiosas experiencias más allá de la caverna, la acampada y sus inmediatos entornos. Aquella información, conocer las señas del entorno con la mayor precisión posible, podía ser vital en determinadas circunstancias, cuando se avisaba de un peligro o se indicaba dónde encontrar alimentos, fuesen presas de caza, pesca, frutos, raíces o panales tejidos por las abejas. Pasar un invierno de hambre y penuria o disfrutar opíparos en la cueva, protegidos por el fuego, con comida que saciase los estómagos, dependía de la posibilidad de acaparar víveres, y esta, sin duda, de la presteza y exactitud con que se relatase dónde y cómo hallarlos. A pesar de que algunos miembros del clan despreciaban las palabras, lo cierto era que en los momentos de compartir círculo en torno al fuego y contar la historia de cada uno y su experiencia de cada día, hasta los partidarios del mutismo acudían de buen grado y escuchaban atentos, encandilados como el que más. Hablar, hablaban muy poco; alguno como Aru de Ninguna Palabra, nada; pero quedaban satisfechos con la forma de expresarse de los que sí hacían uso de la voz en aquellas ocasiones. Ibo Huesos de Liebre pensaba a menudo en aquella cuestión: hablar, contar, era muy importante. Más importante incluso que representar animales en el techo de la cueva, los llamados en viva palabra Cielos del Alma de la Tribu.

Las mujeres también hablaban. Bastante más que los cazadores. Y usaban muchas más palabras que ellos, seguramente porque su mundo era igual de complejo pero más sutil, una realidad donde escuchar a su propio interior era tan importante como permanecer atentas a las señales de la tierra. Agah la Cierva se lo había explicado muchas veces: «Si no abres bien las orejas mientras destripas peces en la charca junto al río, te rodearán los lobos y viajarás en sus estómagos hasta que te vomiten para que sus crías te vuelvan a comer; si no duermes toda la noche y continúas inquieta y vives amargada, tus pechos dejarán de dar leche, tu pequeño sin dientes morirá de hambre, quedarás preñada enseguida y tu nueva criatura también morirá, porque la tristeza mata igual que los colmillos del hambre; si no ríes, las sombras te alcanzarán…, y en las sombras viven muchas fieras con una sola idea en la cabeza: devorarte».

Agah la Cierva tenía una opinión para casi todas las cosas, y sus consejos eran agradecidos por las mujeres. También por los cazadores. Y todos la escucharon atentamente cuando impuso su palabra en la reunión junto al fuego:

—No puedes pintar a la osa en los Cielos del Alma de la Tribu —dijo a Ibo Huesos de Liebre—. No pintamos a los animales que nos cazan, solo a los que cazamos.

Ibo Huesos de Liebre asintió de mala gana. Había fantaseado con la idea, para él excitante, de tallar con buril de sílex la imagen de la osa en los techos de la segunda cúpula, y dejarla allí hasta regresar de la cacería, sujeto el espíritu del animal a la piedra protectora, siempre victoriosa como invencible es el tiempo. Se habría extasiado trazando los perfiles rotundos del dibujo con carbón sacado de la misma hoguera donde la tribu asaría la carne correosa de la hembra y la carne tierna de los oseznos. Después elaboraría tintura ocre para fijar los volúmenes de la imagen con arcilla apolvarada y grasa arrancada al cadáver, a tan valiosa captura, un animal poderoso y feroz —cuanto más si se ocupaba de proteger a sus crías— cuya muerte engrandecería la memoria del clan durante mucho tiempo y extendería su fama de valientes cazadores hasta las llanuras del sur, donde los odiados rastreadores de manadas de caballos conseguían fáciles presas y dedicaban la mayor parte del tiempo a holgar, engordar, dejar encintas a sus mujeres y reproducirse como insectos en verano.

Aquellos planes, desgraciadamente, se desvanecieron nada más pronunciar Agah la Cierva su sentencia:

—No puedes dibujar a la osa.

Todos asintieron. Ibo Huesos de Liebre no pudo evitar un reproche a la madre espíritu de las mujeres:

—Yo siempre he cuidado de ti. ¿Por qué traes amargura a mi ánimo, prohibiéndome pintar a la osa?

—Lo que haya en mi corazón no tiene importancia —replicó enseguida Agah la Cierva—. Te estoy muy agradecida porque me cuidas bien, eso es verdad. Y la gratitud me obliga y por eso te tengo en estima y haría cualquier cosa que estuviera a mi alcance y te resultase grato o de beneficio. Pero la ley me obliga como te obliga a ti y como nos obliga a todos. No puedes hacerlo. No puedes pintar a la osa.

La queja por ingratitud de Ibo Huesos de Liebre tenía un origen que todos conocían: aunque estaba prohibido pintar imágenes de seres humanos en los Cielos del Alma de la Tribu, tiempo atrás había porfiado hasta convencer a Rag el que Ve para que le permitiese dibujar una hermosa cierva, en representación de la anciana, con la imagen de un pequeño bisonte bajo su cuello y enfrentada a otro de vigorosa apariencia. Aquellas figuras, trazadas con todo esmero y mucha ilusión por Ibo Huesos de Liebre, representaban la fuerza de los dos grupos hermanados en la acampada, cazadores y mujeres; y las dos virtudes proverbiales de Agah la Cierva: el amparo y el orgullo.

—La ley no puede ignorarse salvo por la costumbre. —Rag el que Ve concluyó el debate sobre la osa—. Y no hay costumbre para lo que pretendes, Ibo Huesos de Liebre. Ni va a haberla.

Agah la Cierva sonreía porque las mujeres solían hacerlo, no por desprecio al cazador. Ibo Huesos de Liebre no se sintió humillado, sino decepcionado.

—Algún día… —susurró.

Más tarde, cuando la reunión ya había terminado y las brasas de la hoguera brillaban en íntimo rescoldo, cada cual buscaba un hueco donde dormir y descansar hasta el amanecer. Junto a la hoguera quedaron los guardianes de esa noche, Iore Lanzador de Piedras y el hijo pequeño de Eqra de Pieles sin Curtir. Alrededor de ellos, remoloneando, gruñéndose unos a otros en la disputa de míseros trozos de comida desechada por los cazadores, se agolpaban los diez o doce perros que habían decidido arrimar la panza a los rescoldos de la hoguera y esperar allí el amanecer. Los demás canes, dispersos por la acampada, vagaban y husmeaban en busca de mejor fortuna: más comida de cualquier clase con que distraer sus estómagos siempre inquietos.

Ibo Huesos de Liebre se dirigió a la cueva, en busca de Ojos Grises. Se movía cauteloso, procurando que los perros acurrucados en torno a los restos del fuego no olisqueasen su presencia, gruñeran y despertaran al hijo pequeño de Eqra de Pieles sin Curtir, quien, como era su costumbre, dormitaba confiado, sin otra preocupación que tener sueños premonitorios de buena cacería, quizás la visión de alguna hermosa mujer que se pareciese a otra de verdad, de las que vivían en la acampada y con la que le apeteciera engendrar hijos. El otro guardián, Iore Lanzador de Piedras, no dormitaba: roncaba a pleno pulmón. Los perros se encargaban de lo demás.

En cuanto llegó al acceso de la gruta, Ibo Huesos de Liebre se quitó las sandalias de piel de caballo raspada en la piedra y curtida al aire: estaba prohibido entrar en la cueva arrastrando impurezas del exterior, una costumbre impuesta por los antepasados para salvaguardar de la suciedad del mundo a los recién nacidos, los enfermos y los ancianos. Tardó un poco en deshacer los nudos de tripa de tejón, fibrosos y muy resistentes, que sujetaban los empeines y adaptaban el calzado a los pies del cazador. Ibo Huesos de Liebre era hábil en muchos trabajos, como buscar panales y conseguir miel, o ventear presas, seguirlas, sorprenderlas y abatirlas con atinados lanzamientos; y también se daba maña en dibujar animales en el techo de la segunda estancia de la caverna. Pero no tenía mucha fuerza en los dedos. Deshacer los nudos le resultaba tan difícil como atarlos. Impaciente, resopló y renegó de aquella manía, para él sin sentido, de descalzarse para entrar en la cueva. «Demasiadas costumbres y demasiadas prohibiciones», pensaba. El clan Tiznado tenía muchas normas, y había muchísimas cosas que no podían hacerse, entre ellas la que más le molestaba: no dibujar determinados animales en los Cielos del Alma de la Tribu. En la práctica, había una prohibición que los protegía de cada cosa que ignoraban del mundo. «Demasiadas prohibiciones y demasiados rastros perdidos en la verdad de La que Existe…», se dijo. Creía firmemente que si no fuesen tan ignorantes tendrían muchas menos leyes. Pero el mundo era así, esquivo para ellos; y su vida estaba dedicada al presente y solo al presente. En el transcurso de una simple vida, nadie podía desentrañar el misterio de todo, ni siquiera averiguar el sentido auténtico de unas pocas costumbres y prohibiciones. Era más sencillo y mucho más práctico acatar la ley, hacer lo mandado y no hacer lo prohibido.

Ibo Huesos de Liebre, desde hacía tiempo, sospechaba que él no era un hombre práctico.

Acabó de descalzarse.

Entró en la primera estancia de la cueva sin hacer ruido. A un lado y otro, alrededor de dos gruesas pilastras que abarcaban del suelo al techo, las mujeres de más edad, como todas las noches, habían extendido mullidas pieles de bisonte y de ciervo, sobre las que descansaban muy juntas unas de otras para compartir el calor de sus cuerpos.

La venerada Vai Madre de Once Hijos, ya casi anciana pero muy bien custodiada porque de los once hijos que había parido le vivían cuatro, abrió los ojos un instante y se quedó mirando a Ibo Huesos de Liebre con extrañeza, como discerniendo si la imagen del cazador descalzo era parte de su último sueño o realidad del mundo en la noche cierta. Entornó la mirada mientras sonreía, entre cómplice y jocosa, adormecida sin duda. Murmuró:

—No vienes a pintar. No traes la lámpara.

Antes de cerrar nuevamente los ojos y volver a lo más confortable de sus sueños, dijo:

—Vienes en busca de una mujer.

Ibo Huesos de Liebre se llevó el índice a los labios, sugiriendo silencio a la vieja Vai Madre de Once Hijos. Ella volvió a sonreír y regresó de inmediato al sopor noctámbulo. El cazador continuó avanzando cauteloso, procurando no tropezar con alguno de los utensilios esparcidos por el suelo: recipientes de madera y de piedra caliza ahuecada con laboriosa pulcritud, conchas de moluscos encontradas al azar en lugares dispersos y que servían tanto para cortar como para contener líquidos, ligeras herramientas de hueso y afilados aguijones de asta de ciervo que las mujeres usaban para tajar la carne y despellejar animales, láminas de pizarra utilizadas para calentar frutos y carne sobre el fuego, pequeños estaqueados en los que pendían pieles recién puestas a secar… Las mujeres eran sabias para manipular toda aquella utilería igual que los cazadores nacían dispuestos para seguir rastros y arrojar flechas, con la fuerza mortífera del propulsor, que abatiesen las capturas más preciadas: el ciervo, el caballo y el bisonte.

Continuó avanzando.

En el interior de la enorme gruta había también muchas gavillas de matojos secos, listos para ser masticados, sacarles el jugo y preparar ungüentos que sanaban heridas y calmaban el dolor de muelas. Agah la Cierva era experta en aquellas recetas, y todos acudían a ella en cuanto les afligía cualquier parte del cuerpo o, mucho peor, temían que la enfermedad hubiese entrado en ellos con intención de arrebatarles el aliento y obligarlos a despertar del sueño de la vida.

Siguió desplazándose Ibo Huesos de Liebre hacia la segunda estancia de la cueva, donde se encontraba el techo de las pinturas, los Cielos del Alma de la Tribu. En aquellos rincones, en lo sombrío, acogidas al calor de unas cuantas brasas tomadas de la acampada antes de retirarse a dormir, solían pasar la noche Ojos Grises y su hermana, la pequeña Aún sin Nombre. Las dos eran mujeres muy hermosas, de bonitas facciones y ágiles cuerpos, aunque Aún sin Nombre todavía no había sangrado como debe sangrar una joven antes de tener hijos y, por lo tanto, estaba prohibido acercarse a ella para ofrecerle simiente. Ojos Grises sí sangraba con la luna, como las demás mujeres del clan en edad de concebir, y aceptaba la compañía de los hombres si estaba de humor. Ibo Huesos de Liebre deseaba que Ojos Grises, aquella noche, estuviese de buen humor. La deseaba a ella.

Distinguió los breves bultos de las dos muchachas bajo la concisa bóveda que marcaba el acceso al lóbrego recinto de las pinturas. Habían sofocado la pequeña fogata arrojando puñados de tierra. No necesitaban tanto calor para dormir; y además, aquella parte de la cueva era húmeda y acogedora tanto en invierno como durante el tiempo bondadoso. Las hermanas dormían abrazadas, plácidamente entregadas al descanso.

Ibo Huesos de Liebre, con gestos despaciosos, intentando no hacer el menor ruido, se despojó de los holgados zahones de piel de ciervo, también recosidos con tripa de tejón, y el capote de lobo gris con que se cubría. Desnudo, se tumbó junto a Ojos Grises y le puso el brazo derecho alrededor. Aproximó firmemente su virilidad, ya excitada, a las nalgas de ella. Ojos Grises emitió un leve ronquido, cambió de postura y se colocó boca arriba. Desplazó la mano de Aún sin Nombre que había quedado sobre su estómago.

—Recibe mi esencia —susurró Ibo Huesos de Liebre al oído de Ojos Grises.

—Estoy cansada. ¿No puedes volver otro día? Mañana será mejor. Sí, ven mañana y te aceptaré con mejor ánimo.

—Me iré enseguida.

Aún sin Nombre gruñó perezosamente. Se dio la vuelta, dando la espalda a ambos. Con voz lenta, pegajosa en el entresueño, protestó:

—Déjale hacer y que acabe lo suyo. Así nos dejará dormir.

—Tengo sueño —volvió a quejarse Ojos Grises.

—Pues cierra los ojos si quieres —le replicó la pequeña Aún sin Nombre—. Puedes cerrar los ojos y dormir si te apetece. Solo tienes que abrir las piernas. Vamos, hermana: acaba de una vez, porque este idiota no va a conformarse y al final pasaremos la noche en vela y será mucho peor para los tres.

Ojos Grises cuidaba de su hermana. Fue por atención a ella que accedió. Arrastró las plantas de los pies pegadas al suelo, hasta que sus rodillas estuvieron alzadas, arqueadas. Entonces separó los muslos.

—Entra. No hagas ruido.

Miró hacia donde su hermana ya se había dado la vuelta y parecía dispuesta a dormir de nuevo, tranquilamente, mientras ella despachaba al incordioso cazador.

—No la despiertes.

Ibo Huesos de Liebre la poseyó en silencio, con firmes y delicadas acometidas, ahogando sus propios suspiros. Cuando estaba a punto de expeler simiente procreadora, notó cómo las manos de Ojos Grises atrapaban su hombría, la sujetaban con fuerza y la separaban de su entraña untuosa y cálida, tan acogedora.

—¿Qué haces?

—Ya lo sabes: tengo que cuidar de mi hermana. Hasta que no sea mujer del todo y algún hombre o muchos hombres cuiden de ella y de los hijos que haya parido, no puedo estar al cargo de nadie más. No quiero engendrar.

Ibo Huesos de Liebre escuchaba aquellas explicaciones con los ojos cerrados, rendido a las dulces convulsiones del deseo satisfecho, mientras su esencia se desparramaba sobre los muslos y las suaves nalgas de Ojos Grises, sobre las pieles donde descansaban las hermanas, hasta formar un charquito en el suelo de la cueva. Sofocado en el instante del placer, con voz entrecortada, protestó:

—Esto también debería estar prohibido…

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