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Agua

«Las personas normales no abundan. La autenticidad, la humildad, la espontaneidad son seres mitológicos en un mundo lleno de filtros de belleza, posturas ensayadas y exaltación del ego. Por eso, mi objetivo, y espero que también el vuestro, es descubrir la naturalidad, allá donde se encuentre, y convertirla en un sello personal. Estoy plenamente convencido de que la mejor carta de presentación es un golpe de realidad».

John Taylor.
CEO Taylor Group.
Discurso de apertura de la «Conferencia Internacional sobre Imagen y Representación».
Washington D. C.

1

La noche de mi vida

Vivo de noche. No de forma licenciosa ni por azares de un turno laboral peculiar. Vivo a oscuras porque he perdido mi luz.

Es algo que no ha ocurrido de repente. No me he levantado esta mañana y he dicho: «Anda, se me ha ido todo a la mierda y no me he dado ni cuenta». Nada de eso. Durante los últimos años he sido consciente de que algo iba mal, de que el camino por el que me arrastro cada día no es el que debería haber elegido, de que así no soy feliz…, pero no hago nada por solucionarlo. No creo que pueda hacer nada. No me veo capaz de hacerlo. He intentado convencerme de que me quejo por vicio: tengo un trabajo estable, una vivienda acogedora, amistades, familia… Pero repetírmelo no ha provocado que me sienta mejor. Lo único en lo que encuentro consuelo es el agua.

De tres a cuatro veces por semana me dejo caer por la piscina municipal, me pongo un bañador y nado un buen rato. La sensación de aislamiento, la ingravidez, estar envuelta en litros y litros de agua tibia, en silencio, me resulta mucho menos asfixiante que lidiar con mi realidad. Mi burbuja artificial es pequeña y gris, pero segura.

El problema es que, poco a poco, me he ido convirtiendo en una especie de ermitaña. Prueba de ello es que hoy, cuando he salido del polideportivo municipal y he tenido que abrigarme hasta las cejas por el frío del febrero madrileño, he pensado: «Se está quedando una noche estupenda para encerrarme en casa». Y de camino voy, iluminada solamente por las farolas de la calle, los letreros de las tiendas y los faros de los coches. Solamente.

Suspiro al llegar al portal, subo el único tramo de escaleras que lo separan de mi planta, arrastrando las zapatillas por cada peldaño, y abro con cautela la puerta. El salón, de paso, también está en penumbra. Espero hasta que se me acostumbran los ojos y miro a mi derecha. No hay nadie en el sofá. A la izquierda, en el perchero que hay cerca de la puerta de la cocina, solo está colgado uno de los abrigos de Leticia. Menos mal. Temía encontrarme con otro espectáculo erótico-festivo como el del viernes pasado.

Sin entrar en discusiones sobre la culpabilidad del suceso, resumiré diciendo que mi querida compañera de piso y yo tuvimos un pequeño problema de comunicación. Vamos, que yo le dije que cenaría en casa esa noche y ella entendió que no, y le dio por convertir nuestro saloncito en la cueva del amo Logan. Con velas, látigos de cuero, columpio sexual y todo.

Sé que no podré borrar de mi cabeza la imagen de Leticia atada de pies y manos, amordazada y ofreciéndose con el culo en pompa, pero el columpio se ha quedado. Le da un toque muy cool-underground al piso.

Hace un año habría apostado mi primer hijo a que jamás de los jamases sería testigo de algo parecido, pero…, ya veis, la vida es así de impredecible. Leticia —la típica niña bien, ojito derecho de su padre, licenciada en Psicopedagogía en Deusto y católica practicante— un día se plantó frente al espejo y se aceptó tal como era: una brillante directora de un jardín de infancia muy exclusivo, ubicado en una de las zonas más caras de Madrid, y una sumisa sexual dispuesta a satisfacer todas y cada una de las necesidades de su amo. Mi respeto hacia ella creció bastante cuando me enteré de su salida del armario de las fustas, pero ahora no gano para sustos.

Y, hablando del rey de Roma, su rubia cabecita asoma por la puerta de la cocina.

—Hola. Llegas pronto —saluda, con una voz que me resulta sospechosa.

—Dime, por favor, que no estáis… haciendo eso… ¡en la cocina! Que ya lo hemos hablado: en tu dormitorio o, como mucho, en el baño. ¡Pero en las zonas comunes no, tía, que luego lo paso fatal cada vez que me acuerdo! No porque tenga nada en contra de lo que hacéis, que quede claro, pero es que no estoy acostumbrada y…

—Vega, para —me interrumpe—. Estoy sola.

—¿De verdad?

—De verdad.

—Vaya, pues perdona. —Hago un mohín y dejo caer la mochila que llevo en el hombro—. Es que he tenido un día de perros en la oficina y salto a la mínima. No he podido ni desconectar en la piscina. Solo me apetece tumbarme en el sofá, taparme con la mantita y ver la tele hasta la hora de cenar.

—Yo he quedado con Iván. —Ilumina su bonita cara con una sonrisa—. Vamos a un club nuevo que han abierto en el centro; hoy hacen noche de impacto. —Da palmaditas, tan contenta.

—¿Noche de impacto? —Frunzo el ceño. ¿Eso no era un programa de la tele?

—Sí, de impacto. —Me mira con la boca abierta, suspira y, como si yo fuera uno de sus alumnos, me explica—: Los anglosajones llaman «juguetes de impacto» a las palas, floggers, látigos, thuddies

—Vale, vale, ya me hago a la idea. —Le corto con un gesto de mano. Demasiada información que no necesito—. Pues nada, que te diviertas, pero, por favor, no traigas más mobiliario bdsm a casa —bromeo.

—Te sorprendería lo mucho que podría ayudarte un poco de bdsm, querida.

Me deja a cuadros, me guiña un ojo y se marcha expeliendo una estela de la colonia de bebé que siempre usa.

Toma ya. Ahí va Leticia —doña «no como comida a domicilio porque a saber lo que hacen los repartidores con ella»— camino a una cita de impacto. Lo dicho: vivir para ver.

Cojo la mochila, cruzo el salón hacia el pasillo y al fondo, a la derecha, me adentro en mi templo, lo más sagrado que poseo. Bueno, y lo único, porque, por no tener, no tengo ni coche —me saqué el carnet con veinte años, por hacer algo aquel verano, más que nada, pero apenas he conducido; entenderéis que, casi ocho años después, no vea muy seguro intentarlo de nuevo. Para el resto de conductores, sobre todo—. Por norma general, mi templo es una habitación bien iluminada, ordenada, decorada al gusto de Ikea, con muebles blancos funcionales, un par de lámparas y fotos. En la esquina de la derecha, debajo de la ventana, tengo una butaca clásica con orejeras y una mesita de madera al lado. Mi rinconcito zen. Ahí es donde me relajo, leo, escucho música y me escondo de la vida.

Pero hoy mi cuarto, en vez de un templo, es más bien un mercadillo. Mis complejos se han despertado antes que yo, y he tenido que probarme medio armario antes de poder salir a la calle. Estudio el desastre que hay a mi alrededor y me da pereza extrema ordenarlo, así que suelto la mochila, me doy media vuelta y me refugio en el salón.

Me encanta estar sola en casa. Me permite no sentirme culpable por no hacer nada. Leticia es puro nervio, siempre está liada con algo. Y no es que me queje, es que la veo y pienso que debería hacer lo mismo; me pongo a ello, pero enseguida la vagancia me puede, y termino por escaquearme ruinmente, aunque, eso sí, sintiéndome fatal. Lo bueno es que Leti no para mucho por casa, por eso vivo aquí. Bueno, por eso y porque ni de broma podría encontrar una habitación tan chula y tan cerca de Atocha por la miseria que le pago. El piso es suyo, regalito de graduación de papá.

En un principio, cuando el abismo se abrió ante mí después de terminar el grado de Traducción e Interpretación y comprendí que veintidós años en Soria habían sido suficientes, decidí venirme a Madrid e instalarme con Sara, que es de mi pueblo y mi mejor amiga y que ya llevaba en la capital un par de años con buenos resultados. Lo intentamos, de verdad, durante casi tres meses, pero todo nuestro amor no fue bastante, y decidimos que debíamos separar nuestros hogares por el bien de nuestra amistad.

Por aquel entonces, Marisa, de la oficina, me comentó que su prima Leticia buscaba compañera de piso; que no es que le hiciera falta el dinero, pero no le gustaba vivir sola, «y nunca está de más que te ayuden con los gastos». En fin, que quedamos esa misma semana, y, nada más entrar en el apartamento, me sentí como en casa. El olor a suavizante, el mullido sofá y la luz que entraba por la puerta del balcón del saloncito, iluminando el cuidado parqué, terminaron de convencerme. Bueno, eso y la secadora y el aire acondicionado, para qué engañarnos.

Y aquí estoy, vegetando cual octogenaria en el mullido sofá, con mi adorada mantita —cortesía de Iberia— y tragando telebasura de forma obscena. ¡Soy casi feliz!

Suena mi móvil.

Abro los ojos, me limpio la babilla adherida a mi comisura derecha, estiro el brazo hasta la mesa y logro preguntar:

—¿Qué quieres?

—¿Estabas dormida?

—No, Sara —respondo con voz pastosa.

—¡Estabas dormida! Un viernes, a las nueve, ¡y estabas roncando! Cari, hay gallinas que se acuestan mucho más tarde. —Se ríe a carcajadas de su propia gracia.

—Eres imbécil.

—Prefiero imbécil que narcoléptica. —Sigue riéndose—. Bueno, que voy conduciendo…

—Pero ¿cuántas veces tengo que decírtelo? —Me enfado—. Cualquier día vamos a tener un disgusto. Para en doble fila si hace falta, pero no…

—¡Calla, pesada! Hay una fiesta de gq en el Dark y he conseguido que nos cuelen. Ve desempolvando el disfraz de guarrilla.

—A ver, Sara. —Me sujeto el puente de la nariz—. Punto uno: no tengo ropa de ese estilo, y lo sabes. Punto dos: no voy a salir.

Ni muerta me muevo del sofá. ¡Ni por Matt Bomer en pelotas!

Bueno, por Matt Bomer, a lo mejor sí…

—Cari, o sales por tus propios medios o te saco yo de los pelos, pero a la fiesta vas a ir. En media hora estoy en tu casa con algo de ropa. Ve espabilándote.

—De verdad que no me apetece nada, y además…

Me cuelga. Muy de Sara eso de dejarme con la palabra en la boca.

Hala, ¡ya está! Por sus santos ovarios tengo que abandonar mi burbuja esta noche y arrastrar mi trasero hasta un garito para que mi querida amiga encuentre a cualquier pringado que le haga pasar un buen rato. Y quien dice «pringado» dice «Marcos», el gilipollas al que nunca le niega nada. De verdad que, aunque lo intento, no consigo entenderla. Sara es divertida, sincera, superinteligente y muy guapa, guapísima; pero no porque sea mi mejor amiga, no, porque lo es. Es una tía de bandera de esas por las que caerían imperios. Tiene un cuerpo impresionante, estilizado y definido: ni lorzas, ni celulitis ni una triste estría. Que su trabajo le ha costado, no os vayáis a creer, pero, vamos, que yo, ni con todo el ejercicio del mundo, conseguiría semejante tipazo. Por no hablar de sus… otras cualidades; dos redondas, firmes y perfectas cualidades por las que yo mataría. Y para rematar el conjunto, una melena larga, morena, con un rizo natural que la hace parecer salvaje, y unos ojos verdes enmarcados en una cara de muñequita sexy que quita el hipo.

Sara podría hacer arrodillarse al hombre que quisiera, sin duda, pero siempre elige al más idiota. La vida sentimental de mi amiga es un desastre, justo lo contrario que su vida laboral: es la comercial más joven y con más contratos de todo su departamento. Cobrar los cheques con las mejores comisiones de su empresa es su nirvana particular, y otra de las cosas que le proporcionan felicidad mística a mi amiga es torturarme con sesiones de belleza. Me lleva utilizando como si fuera su Nancy desde que yo tenía seis años y ella ocho. Hoy llegará mosqueada, porque ya son casi las diez y no va a tener tiempo para recrearse a gusto. Sonrío malignamente y me acurruco en el sofá. Con un poco de suerte lo mismo me libro, pienso, y, justo entonces, suena el telefonillo.

Me levanto de mala gana, voy hasta el dichoso aparato, que está en la cocina, y pulso el botón de la llavecita. Antes de que pueda llegar a la puerta, mi amiga ya la está aporreando.

—¡Abre, que para cuando lleguemos ya no quedará ningún maromo decente! —dice a voces desde el descansillo.

—Voy… —Giro el pomo de la puerta y soy estampada literalmente contra la pared del recibidor—. ¡Pero bueno! ¿Estás tonta o qué? —Me froto la cabeza.

—Perdona, cari, han sido las prisas. ¡Vamos, vamos! ¡¡Que es tardísimo!!

Sale corriendo al cuarto de baño, cargada con su maletín de pintura de la señorita Pepis y una bolsa de deporte que, con seguridad, estará repleta de ropa muy pequeña que no me apetece nada ponerme.

—Si hubieras llegado cuando has dicho que lo harías, no sería tan tarde —refunfuño, arrastrando los pies por el salón.

—No seas gruñona y pasa, que te apaño en un momentito. —Sonríe.

Me peina la melena de lado, con unas suaves ondas, y me maquilla hábilmente, mientras me regaña por no hacerme limpieza de cutis más a menudo. Termina en un santiamén; me miro al espejo, y tengo que reconocérselo:

—Eres una artista. ¡Si no parezco yo!

—Anda, anda, con lo mona que tú eres…

—Mona, sí, pero de las que trabajan en el zoo. —Me río hasta que me arrea una señora colleja y me lleva a empujones a mi habitación.

Nunca me he considerado una belleza ni nada que se le acerque. Yo soy una mujer normal. Tirando a bajita. Más morena que castaña. Ojos marrones. Talla que oscila entre la treinta y ocho y la cuarenta. Tengo una cara bastante expresiva, eso sí, pero no siempre juega a mi favor, y terminaré llena de arrugas antes de los cuarenta…, cosa que no me quita el sueño. Lo único que me ha hecho pasar alguna noche en vela es pensar que, aunque no soy Quasimoda, no me gusto. Ni un poquito siquiera. Tengo la enfermiza inclinación de compararme con los demás, y yo me veo menos. ¿En qué exactamente? Pues ni idea, pero debe de ser lo que ha provocado que, a mis veintisiete años y medio, no haya encontrado a nadie dispuesto a quererme.

2

La fiesta

En contra de mi (escasa) voluntad voy montada en un taxi junto a Sara, camino de la avenida del Brasil, una zona de bares que frecuentamos poco porque somos de clase media, aunque mi amiga se empeñe en olvidarlo.

—Sonríe, cari, que ya estamos llegando.

—Si no sonrío, ¿nos prohibirán el paso?

—Nos van a dejar entrar te pongas como te pongas, pero, si no sonríes, voy a salir con una tía con cara de acelga en las fotos.

—¿Qué fotos?

El taxi se detiene. Sara paga con su Visa de empresa, pide el ticket y abre la puerta.

—¿Ves esas lucecitas? —pregunta señalando los flashes de las cámaras.

En la puerta del club hay un pequeño photocall. Un montón de caras conocidas hacen cola para posar. Parece que nadie ha querido perderse la fiesta de gq.

—Pero ¿estás flipada o qué? —le digo a Sara—. Esos están fotografiando a famosos y gente así, no a dos sorianas a las que solo conocen en su pueblo.

Sara sale del taxi con mucho estilo y yo… solo salgo.

—Perdona, pero somos dos sorianas que están invitadas a esta fiesta.

—Porque una de ellas se acostó con el camarero que nos va a colar.

Me lanza un rayo letal con los ojos y resopla.

—Quién me mandaría a mí traerte…

—Oye —levanto las manos—, que yo me piro ahora mismo y asunto solucionado…

Sara estira el dedo el índice y lo pone delante de mi cara. Por suerte, uno de seguridad nos obliga a apartarnos para que pase alguien que sí es importante, y me libro de la regañina. Solo de la regañina, porque de entrar en la dichosa fiesta no hay manera de librarme.

El Dark Light Club no me disgusta: ya hemos estado otras veces y tengo un buen recuerdo del Long Island Ice Tea que preparan, pero habitualmente no está infestado de gente tan vip, cosa que agradece mi complejo de inferioridad.

El local es muy amplio, con una pista de baile central, unos reservados de precio prohibitivo al fondo, una barra de cristal azul a la izquierda, precedida por un ropero, y una zona a la derecha, ocupada por unas plataformas destinadas a los bailarines y los espontáneos de turno. Junto a la entrada, también a la derecha, están los cuartos de baño. Ay, los baños del Dark… Cuenta la leyenda que fue allí donde se acuñó la expresión «Si las paredes hablasen…». O, al menos, eso suele decir Sara.

Es ella la que se encarga de los abrigos y de arrastrarme hasta la barra de cristal, atestada de jóvenes vestidos de firma internacional. También es ella la que intenta desabrocharme un par de botones de la blusa, porque debo «dejar respirar a las pobrecitas», pero se lo impido con un manotazo. Ella va preciosa, como siempre. Lleva un vestido de encaje negro y manga francesa, indecentemente corto, que trajo de Hong Kong. Su trabajo de comercial mola hasta ese punto. Su empresa la lleva de ferias por el mundo continuamente, mientras mi jefe me saca solo cuando es imprescindible.

Envidio a Sara, no voy a engañaros, sobre todo porque yo tengo un carácter de mierda y ella es el encanto personificado. Es una triunfadora, y prueba de ello es el carisma que va derramando siempre a su paso. Ella no desentona en ningún sitio, ni siquiera en una fiesta de alto standing como esta. Se mueve por el club como si fuera de su propiedad, segura, regalando sonrisas, atrayendo las miradas a su paso, meneando su pelazo y saludando a discreción, porque otra cosa no, pero Sara conoce a todo el mundo —o, al menos, «a los dignos de conocer», como ella dice—. Y yo la sigo, tirando del bajo de mis minishorts absurdamente, porque, por más que tiro, solo llegan a cubrirme la cachas del culo. No sabéis las ganas que tengo de sentarme…

En cuanto alcanzamos la barra, cantidad de gente se acerca a saludarla. Ella me presenta a gran parte de sus admiradores y yo me dedico a dar besos y a mantener una postura correcta hasta que empiezo a sentirme como el perrito de Paris Hilton, y, en un descuido, me escabullo hasta los baños.

Entro en una cabina libre, muy limpia, y me siento en el inodoro. Empiezo a cavilar sobre mi falta de voluntad, sobre esa insana manía mía de no saber decir que no, sobre lo bien que podría estar en casa con mi mantita, y no en un maldito aseo de un maldito club lleno de malditos pijos… Y un destello de determinación me ilumina: tengo que irme. Me tomaré una copa para contentar a Sara, saludaré con la patita otro rato más y, después, huiré hasta casa.

Me animo bastante al imaginarme con un pijama calentito y sin tacones.

Salgo del baño, cruzo con decisión la pista de baile y llego hasta el corrillo de admiradores. La sonrisa se me escurre cuando no encuentro a Sara en el centro. Pregunto por ella, pero nadie sabe decirme qué ha sido de mi amiga. Tampoco los veo demasiado preocupados…

Me recorro la barra de punta a punta, sin localizarla. Cerca del ropero, saco el móvil y veo que me ha escrito:

¿Te estás follando a alguien en el baño y por eso tardas tanto?

¡Sí, claro! Como si eso fuera típico de mí y no de ella.

No me estoy tirando a nadie, ¿y tú?
¿Dónde te has metido?

Espero la respuesta un cuarto de hora, cronometrado: quince minutos, de los cuales al menos catorce soy empujada, pisada, apretujada y manoseada. El club empieza a rozar el límite de su aforo. Me estoy agobiando un montón. Y Sara sin contestar… Pego un par de codazos para alcanzar el mostrador del ropero y recojo mi abrigo. Me voy. Mi amiga es perfectamente capaz de conseguir compañía, y yo no quiero seguir aquí ni un minuto más.

Vuelvo a sacar los codos y consigo llegar hasta la puerta. Lo de «antes de entrar dejen salir» entre la gente vip no se estila. Avanzo un paso y retrocedo dos. Y encima mi conciencia, que es muy mala, comienza a decirme que voy a dejar tirada a mi mejor amiga y, lo que es peor, que voy a tener que aguantar sus represalias por los siglos de los siglos.

Me estremezco ligeramente al imaginarme con la piel arrancada a tiras y me doy media vuelta. No se ve la barra, ni la pista ni los malditos reservados… ¿Cómo voy a encontrar a Sara? Las plataformas que se elevan a la derecha me resultan ideales para mi propósito. Es una buena idea…, y también la mejor forma de dar la nota. Cojo aire, unas diez veces, trago la bilis que me sube hasta la campanilla y saco los codos.

Recibo los primeros silbidos nada más erguirme sobre la tarima, pero los ignoro. Examino desde las alturas todo el local, inútilmente, porque no veo más que cabezas en movimiento mezcladas con los colores de los focos que, a ritmo de Guetta, iluminan el club. Al otear los reservados, un grupo de hombres, que parecen sacados de un catálogo de Burberry, llama mi atención; gritan y me señalan, pero también los ignoro. Si quieren ese tipo de espectáculo, que esperen a que aparezca Sara primero. A mí sola no me sale.

Continúo revisando cada rincón del maldito club hasta que me desespero. Aquí arriba solo estoy haciendo el ridículo. Echo un último vistazo a la barra y… me quedo muy quieta. Siento cómo algo se agarra a mi pantorrilla y se desliza hacia arriba. Dirijo la mirada hacia mi pierna para descubrir a un hombre rubio y fornido sonriéndome con una mezcla de alcohol y deseo.

No reacciono.

Le observo con los ojos muy abiertos, y él debe de considerarlo un gesto positivo —el funcionamiento del cerebro del pijus beodus sigue siendo una incógnita para la comunidad científica—, porque se sube a la plataforma de un salto, me agarra las caderas y me aprieta contra su paquete, intentando que bailemos. Un calor extraño se apodera de mi cuerpo. Mi instinto toma el relevo a mi cerebro. En un solo movimiento le arreo un megasopapo en su cara bonita y le empujo tarima abajo.

Ken cae más de un metro de espaldas.

Me llevo las manos a la boca. Me lo he cargado. Y seguramente se lo tenía merecido, pero no sé si voy a adaptarme a vivir en Soto del Real…

La gente comienza a formar un corrillo alrededor del deslomado. Uno de los de Burberry tira de él, y le veo marcharse por su propio pie. Me entra tal descanso en el cuerpo que no me doy cuenta hasta unos segundos después de que los espectadores me están vitoreando. Me aplauden y me gritan cosas como «Torera». ¡Torera! ¡A mí, que quiero a los animales más que a la mayoría de las personas! No sé dónde meterme. Con lo poco que me gusta llamar la atención…, sobria, al menos. Me bajo lo más rápido que puedo de la plataforma y corro hacia la puerta.

Empujo con toda mi alma a la marabunta que todavía intenta entrar en la fiesta y consigo alcanzar la calle. Hace un frío de muerte. El viento se cuela por debajo de mi abrigo y mis finas medias de lycra no hacen nada para impedírselo. Rescato el móvil del bolso. Sigo sin respuesta de Sara. Intento llamarla, pero lo tiene apagado. La busco en cada grupo, en cada esquina, me recorro toda la acera de punta a punta, pero no aparece ni su sombra. Estoy a punto de echarme a llorar. ¡Qué mierda de noche!

Guardo el móvil en el bolsillo del abrigo con rabia y me enciendo un cigarrillo. Le doy tres caladas seguidas que me llegan hasta el último alveolo pulmonar y que consiguen detener el temblor de mi barbilla.

Empiezo a caminar hacia el Santiago Bernabéu cuando se oye alboroto en la puerta del pub; me giro con discreción y veo al grupito Burberry de antes. Están discutiendo con los de seguridad del club, y, de pronto, uno de ellos dobla la cabeza en mi dirección, le dice algo a otro que está de espaldas y me señala.

¡Mierda! Lo que me faltaba…

Me doy la vuelta y, presa del pánico, comienzo a bajar la calle. Al llegar a la plaza del Palacio de Congresos escucho gritar a mi espalda:

—¡Oye! ¡Para, por favor!

¡Ni muerta me paro yo ahora! Este viene por lo del empujón, y yo no estoy para ir pagando indemnizaciones por lesiones medulares. Me hago la sorda y sigo andando, un poquito más deprisa, hacia el metro.

Le oigo correr detrás de mí, cada vez más cerca, hasta que me alcanza y me sujeta del brazo.

—Para, por favor —repite con voz grave.

No le miro, ni me molesto. Tiro de mi brazo con saña y sigo hacia delante. Mi perseguidor vuelve a la carga.

—Perdona, pero mi amigo necesita…

—¡Modales! —le grito sin darme la vuelta siquiera—. Lo que necesita tu amigo es un curso de buenos modales. Y un loquero, si piensa que va a sacarme un solo euro de todo esto.

—Estoy de acuerdo en que debería trabajar sus habilidades sociales, pero no entiendo una palabra acerca de… ¿loquero? ¿Qué es «loquero»?

Me giro lentamente con el ceño fruncido. ¿No sabe lo que es un loquero? ¿Está de broma?

Levanto la cabeza para mirarle a la cara y decirle cuatro verdades y lo que consigo es… alucinar. Literalmente. A-L-U-C-I-N-A-R.

3

La estrella de mi nombre

Podría ser más poética y decir que el atractivo rostro del desconocido que tengo delante me ha impactado de tal manera que acabo de descubrir que mi vida jamás será la misma, pero lo cierto es que alucino. Pepinillos. En colores. Tan agilipollada me quedo que, si una manada de elefantes sale en estampida por el paseo de la Castellana justo ahora mismo, ni me voy a dar cuenta, estoy segura.

Nunca he visto un hombre tan guapo. Ni en la tele, ni en el cine ni en Instagram siquiera. Y este no lleva ningún filtro encima. Su aspecto de empotrador consumado y sus impresionantes ojos azules son reales. O eso creo…

Pestañeo, por si todo es producto de una ensoñación. No funciona. Miro al cigarrillo que se consume en mi mano derecha, por si me he confundido y está aliñado… Nada, es Marlboro. Doy una calada, por si acaso, y el humo termina donde no debe.

Un par de convulsiones sacuden mi pecho; suelto una enorme bocanada gris y empiezo a toser. Como en mi vida. La garganta me arde, el oxígeno no entra… Tiro la colilla y me apoyo en las rodillas. El desconocido de ojos azules empieza a darme golpecitos rítmicamente en la espalda.

—Tranquila. No te vas a ahogar —me asegura con esa voz tan grave—. No intentes respirar por la boca. Solo relájate y el aire entrará por tu nariz.

La teoría parece fácil; la práctica ya es otra cosa. Termino hiperventilando agarrada a su jersey gris. Muy suave, por cierto.

—Ya está. —Me acaricia la espalda—. Ya respiras, ¿ves?

—Sí —musito, separando la cara de su pecho. En su jersey hay unos surcos negros que deben de proceder de mis pestañas—. Lo siento —digo, intentando limpiarlo con la mano. Solo consigo extender la mancha—. Creo que tengo un clínex…

—Úsalo tú, te hace más falta.

Da un paso hacia atrás mientras busco el pañuelo; me lo paso por debajo de los ojos, por las mejillas, y me sueno la nariz. Un pequeño hipo se me escapa antes de guardar el gurruño de mocos en el bolso.

—Ya me encuentro bien. —Señalo la calzada y doy un par de pasos hacia ella sin separar la vista del suelo—. Gracias por… Bueno, ya sabes… —Carraspeo. Me siento torpemente ridícula—. Voy a coger un taxi. Adiós.

—Puedo llevarte adonde quieras —dice.

—No hace falta.

—No estoy de acuerdo. Tú necesitas transporte y yo puedo aprovechar el viaje para explicarte por qué he salido a buscarte.

Le miro con el ceño fruncido.

—Espero que no pretendas que me disculpe por haber tirado a tu amigo de la tarima. Si se ha partido la espalda, es cosa suya. No tenía derecho a arrimárseme así.

Sonríe, metiéndose las manos en los bolsillos delanteros de su pantalón oscuro.

—Por eso he salido a buscarte. Es David el que debe disculparse contigo.

El nombre de su amigo le delata. Su timbre de voz es tan grave que disimula su acento natural, pero al hablar en su idioma, al articular ese «Déivid» como lo ha hecho, me ha confirmado que es guiri. Angloparlante, seguro. De dónde exactamente, ya es un misterio. Estoy licenciada en Traducción e Interpretación, no en Ciencias Ocultas.

—¿Me esperas aquí un segundo? —me pregunta.

—¿Para qué?

—Para traerte a David.

Pongo cara de asco y me doy la vuelta con el brazo en alto, preparada para detener al primer taxi que pase. Él insiste:

—Déjame que te lleve.

—Soy capaz de llegar a casa por mis propios medios.

—Lo imagino, pero quiero llevarte. ¿Tan terrible te parece?

Bajo el brazo porque su maldita voz es hipnótica, en serio, pero consigo mantenerme firme.

—No me parece terrible. —Le miro—. Me parece… absurdo.

Arquea las cejas, espesas y castañas, como su pelo.

—¿Absurdo? Vaya…, gracias. —Ladea la cabeza—. Lo recordaré la próxima vez que intente ayudar a alguien.

—Si necesitase ayuda, serías el último a quien acudiría.

En circunstancias normales no me habría acercado a un hombre como él a menos de cien metros. Su atractivo, su masculinidad y esa maldita voz grave me intimidan demasiado. Para colmo, él endurece su gesto. Sus mandíbulas angulosas se aprietan. El impresionante azul de sus ojos pierde espacio en favor del negro de sus pupilas.

—Entiendo que estés enfadada por lo que ha sucedido en el club. Siento que tu noche se haya echado a perder y que hayas pasado un mal rato, pero no me culpes a mí, ¿ok?

Miro hacia la calzada. Me cuesta unos segundos reconocerlo, pero tiene razón: él no es el culpable de mi noche de mierda. De hecho, él ha sido lo único mínimamente agradable. No es justo que lo pague con él.

—Perdona. —Devuelvo la vista a su cara—. Gracias por intentar ayudarme.

—Por eso y por llevarte. —Sonríe de medio lado.

Siento cosquillitas en varias partes de mi anatomía.

—En serio, no hace falta.

—Eso ya me lo has dicho. —Mete la mano derecha en el bolsillo trasero de su pantalón y saca el último modelo de iPhone—. Dame un segundo.

Desbloquea el teléfono, pulsa un par de veces sobre la pantalla y se lo lleva a la oreja. Mientras espera a que le contesten, echa los hombros atrás y se endereza. Qué alto es. Debe de pasar del metro noventa. Eso, para una gnoma como yo, es bastante impresionante, aunque no tanto como el volumen de sus pectorales. Y el de sus brazos. Joder. Qué bíceps… ¿Estarán tan duros como aparentan?

Alzo las cejas al darme cuenta de dónde me están llevando mis pensamientos, y él, guardando el móvil, me mira con intriga.

—Enseguida viene —me dice.

—¿Quién? —Me he perdido.

—El coche. —Sonríe.

—Ah, ¿sí? ¿Te lo traen y todo? ¿En qué parking lo has dejado?

—Ni idea —confiesa, y creo que también se había perdido. Nos sonreímos con algo de desconcierto. Él rompe el silencio—: No nos hemos presentado. Me llamo John.

—Yo, Vega.

—Vega —repite en voz baja—. Es el nombre de una estrella, ¿no? —Asiento con la cabeza—. ¿Te puedo dar dos besos sin terminar como David?

Me río y vuelvo a asentir, acercándome un poquito. Él se inclina sobre mí, nuestras mejillas se rozan un par de veces y me aparto inspirando hondo, atrapando una nube de su aroma. Refinado y penetrante. Solo puedo distinguir unas notas cítricas, pero creo que se me han grabado a fuego en la pituitaria.

Nos observamos en silencio. Yo a él, por el rabillo del ojo, y él a mí, sin disimular que me está dando un repaso. Pobre, cuando termine de evaluarme, se dará cuenta de que no debía haber abandonado la fiesta.

—Oye —musito—. ¿Y tu chaqueta?

No es que me queje de que esté a cuerpo, porque menudo cuerpo el suyo, pero me extraña que no vaya abrigado en pleno invierno.

—Espero que siga en el ropero.

—Si quieres, podemos volver a por ella… O mejor: vuelves tú y ya te quedas…

—¿Tan pesado estoy siendo? —Frunce el ceño.

—No, ¿por?

—Porque me estás sugiriendo que me largue.

—Es que… —Hago un mohín—. No quiero que te pierdas la fiesta por mí.

—¿La fiesta? —Señala calle arriba—. Te aseguro que eso no tenía nada de fiesta. Ni siquiera me apetecía salir —resopla—, pero como es mi cumpleaños…

—Anda, ¿sí? Pues felicidades. —Sonrío—. ¿Cuántos cumples?

—Gracias. Treinta y tres. Pero te juro que antes de ayer tenía veinte.

Me río.

—Te entiendo.

—Imposible. Tú no tienes más de treinta.

—No, pero estoy cerca. Ya empiezo a notar en las rodillas los cambios de tiempo y esas cosas.

Reímos los dos. Su teléfono suena durante un par de tonos y él mira hacia la calzada. En doble fila hay parado un coche negro de alta gama.

—Ahí está, ¿vamos?

—¿Ese es tu coche? —pregunto asombrada.

Él asiente.

—¿No te gusta?

—Pse… —farfullo—. Mientras funcione…

Trato de no parecer impresionada con esa bromita y consigo parecer imbécil, algo muy habitual en mí.

Echamos a andar hacia el coche. Él me abre la puerta y me invita a entrar con un gesto de la mano.

—Buenas noches —le digo al señor conductor mientras deslizo mi trasero por el cuero beis de los asientos. Me coloco junto a la puerta contraria y me abrocho el cinturón de seguridad.

—Buenas noches, señorita —contesta mirando por el retrovisor central—. Señor Taylor…

—Hola, Esteban. —Cierra la puerta, observa lo bien atada que voy y disimula una sonrisa—. Danos un segundo, por favor.

—Claro, señor.

John aprieta un botoncito que hay junto a su puerta y una mampara de cristal opaco nos aísla de Esteban.

—¿Tienes que irte a casa por algo en concreto?

Frunzo el ceño y me revuelvo en el asiento.

—No entiendo tu pregunta.

Él se gira hacia mí y se inclina un poco.

—Me apetece, mucho, tomarme algo contigo. En el club no me estaba divirtiendo, pero contigo me da la sensación de que no voy a aburrirme. —Sonríe—. Si no tienes que madrugar mañana ni a nadie que te esté esperando en casa…

Deja la frase abierta, como mi boca, que está de par en par.

—Eh… Pues… —Intento tragar saliva. No puedo—. Pero ¿tú y yo… por ahí… de copas?

Sonríe abiertamente y ladea la cabeza.

—Es mi cumpleaños…

Me río. Es jodidamente encantador. Y guapo hasta reventar. ¿Cuántas ocasiones voy a tener de tomarme una copa con un tipo así?

La respuesta es tan obvia que me da la excusa. Acepto, fingiendo que es a regañadientes. Él baja el cristal oscuro sin dejar de sonreír y me pide que elija un bar, el más diferente del Dark que conozca.

En mi defensa alegaré que él solito se lo ha buscado.

4

Hecho en Hollywood

El bar que elijo es angosto, oscuro, tremendamente ruidoso y está mal ventilado. Reconozco que no le he dado ni una pensada antes de decidirme. Estoy demasiado ocupada en intentar entender por qué John Taylor —tan guapo, tan alto, tan encantador y tan de todo— quiere tomarse algo conmigo, y, total, que he soltado la dirección del primer antro que se me ha pasado por la cabeza, y aquí estamos. Encima, nada más entrar, le dejo solo. Tengo pis. Y el baño, una pinta repulsiva, pero habrá de servirme.

John se las apaña estupendamente en mi ausencia. Cuando salgo, me lo encuentro en un lateral de la barra ¡con dos taburetes!

—Ay, qué bien —digo sentándome—. Los tacones me están matando. —John mira hacia mis pies y yo estiro las piernas, mucho más largas y esbeltas con los tacones, de acuerdo, pero hace rato que no siento los gemelos.

—Parecen dolorosos. —Tuerce la boca—. Aunque no puedo ponerme en tu lugar: nunca he usado unos tan altos.

Me río.

—Yo tampoco. Ni creo que vuelva a repetir. Mi mejor amiga, Sara, tendrá que asumirlo como pueda.

—¿Estabas con ella en la fiesta? —pregunta, llamando con la mano al camarero.

—Solo al principio. Luego la he perdido. Por eso he terminado subiéndome a las malditas tarimas… Y encima para nada, porque no he conseguido encontrarla.

—¿Crees que puede haberse ido con alguien?

—No sería la primera vez —digo pensándolo—. Además, suele actuar así: se esfuma de golpe, apaga el móvil y aparece días después como si no hubiera pasado nada. A veces, no entiendo por qué sigo siendo su amiga.

—Si te sirve de consuelo, yo tampoco entiendo la mayor parte del tiempo por qué lo soy de David.

—Normal. Es gilipollas.

John suelta una carcajada que me cosquillea por dentro, tan ronca, tan sincera… Una cálida sensación de bienestar me llena las venas.

El camarero se acerca. John me mira, sonriendo, y yo echo un vistazo a las botellas.

—Un Jägermeister con Red Bull.

John frunce el ceño.

—¿Eso está bueno?

Me encojo de hombros.

—Sabe a jarabe, pero al tercero se te olvida hasta tu nombre.

—Entonces dos —le dice al camarero sin dejar de mirarme.

Empiezo a sudar, por su intimidante mirada azul y porque llevo puesto, y abrochado, el abrigo de lana negro, el único bueno que tengo. Me da vergüenza quitármelo, por el minishort de Sara, pero, si no lo hago, incubaré pollitos debajo.

Me bajo del taburete, me salgo del abrigo con rapidez y me lo coloco en los muslos cuando vuelvo a sentarme. John se remanga un poquito el jersey.

—Siento habértelo manchado. —Señalo su pecho.

—No lo sientas. Casi te ahogas por mi culpa.

—Tendré que pensar en alguna manera cruel de vengarme.

—Me has traído aquí, ¿no es lo suficientemente cruel?

—Eso también ha sido culpa tuya. —Me río—. Me has pedido que te llevara al sitio más opuesto al Dark que se me ocurriera.

La comisura derecha de su boca se eleva un poquito, dejando asomar un hoyuelo supersexy. Apoya el codo en la barra.

—Tienes razón, pero pensaba en un lugar… distinto.

—¿Como cuál? —pregunto al tiempo que el camarero pone nuestras bebidas frente a nosotros.

Cojo la lata de Red Bull y la vacío dentro del vaso. John me imita respondiendo:

—Un sitio tranquilo, con asientos cómodos y música agradable.

—¿No te gusta el heavy español? Qué sorpresa —me burlo.

Es evidente que «Burberry» y «Reincidentes» no casan bien ni en la misma frase.

Los dos bebemos. John arquea las cejas.

—Está bueno. —Paladea la mezcla. —Y no, no me gusta esto a lo que tú llamas «heavy español».

—¿Tú lo llamarías «ruido» directamente?

—«Ruido insoportable».

—Si quieres, nos vamos.

Alza el vaso y niega con la cabeza.

—Pienso tomarme, por lo menos, otro más de estos. ¿Tienes prisa?

Me encojo de hombros.

—No, supongo…

—¿Supones?

Doy un par de sorbos con una incómoda pregunta dando vueltas en la cabeza. Suelto el vaso sobre la barra.

—No tengo prisa, pero… es que no sé muy bien qué hacemos aquí. —John va a replicarme, pero no le dejo—. Ya sé que solo estamos tomándonos una copa y todo eso, pero no paro de preguntarme por qué estoy tomándome una copa… contigo. —Le señalo—. No sé si me explico…

—¿Te refieres a que no nos conocemos de nada?

—Por ejemplo —me limito a responder.

Lo de que esté tan bueno que me extraña que me dirija la palabra prefiero callármelo por el momento.

—Bueno, es verdad que no nos conocemos —sonríe—, pero estamos poniéndole remedio, ¿no?

—Ya, ya…. El caso es que…

Intento agarrar el vaso, pero John es más rápido. Lo aparta de mi mano y la suya termina en mi barbilla. No esperaba el contacto. Ni lo mucho que me impresiona. Quiero cerrar los ojos, pero él aparece en mi campo de visión con un ligero movimiento y acaricia mi mentón antes de alejar la mano.

—¿Qué pasa? ¿Estás incómoda? ¿Quieres irte?

Su voz grave no necesita elevarse para que se le oiga por encima de la música. El que estemos a escasos centímetros ayuda también. Tengo su boca a un estornudo de distancia. Sus ojos azules me urgen a contestarle.

—Estoy incómoda, pero me pasa casi siempre. No hace falta que nos vayamos.

—De no hacer falta a querer quedarte hay mucha diferencia…

Desliza mi vaso por la barra y yo lo rescato y bebo hasta que solo quedan los hielos tintineando contra el cristal.

—Quiero quedarme —admito—. Y, también, tomarme otra.

John sonríe y apura su copa. Le pide al camarero dos más y a mí, el abrigo.

—Déjamelo. Seguro que pueden guardarlo por ahí.

—Gracias. Es como una manta —digo doblándolo—. Y casi que también dejo el bolso.

Me lo descruzo y él se apoya en la barra para sacar de un bolsillo trasero una cartera de piel negra y lustrosa. Saca dos billetes de cincuenta euros; uno termina sobre la barra y el otro, sobre mi abrigo. Cuando vuelve el camarero con nuestras bebidas, John señala el billete de la barra.

—Cóbrate de aquí, por favor. —Coge mis cosas y se las enseña al camarero con el billete reluciendo sobre ellas—. ¿Me puedes guardar esto?

—Claro, tío.

De los cien euros, John solo recupera diez. Yo solo puedo cerrar la boca a base de Jägermeister. Y ni con esas…

—Alucino con que le hayas dado cincuenta euros por guardarme las cosas.

—¿Por qué? —pregunta, acercando su taburete.

A lo tonto, nuestras rodillas empiezan a rozarse.

—Porque es mucho dinero.

—No si queremos que lo guarde bien.

—No sé…, a mí me ha parecido un poco… peliculero.

John sonríe.

—Será porque ves mucho cine made in Hollywood.

—¿Eres estadounidense? —Asiente, bebiendo—. ¿De dónde?

—Vivo en Nueva York.

—Hala… —digo a lo cateto—. Qué envidia. Tiene que ser una pasada.

—Me gusta, pero Madrid también. Es una ciudad muy viva —me sonríe—, y siempre consigue sorprenderme.

—¿Vienes mucho?

—No tanto como me gustaría.

Apoya su mano en mi muslo. Abro los ojos de par en par. Entre su palma y mi piel solo hay unos hilillos de lycra. Noto perfectamente su tacto firme y el calor que despide su cuerpo. Aprieta ligeramente mi pierna. Se me van a salir los ojos de las órbitas. Se inclina sobre mí… lo justo para sacar el móvil del otro bolsillo trasero.

—Es David, perdona —murmura antes de soltar mi muslo. Se me escapa un mohín, pero no se da cuenta—. Dime —contesta. Frunce el ceño unos segundos y luego se tapa la cara con la mano libre—. Fucking crazy man —dice entre dientes. Deja caer la mano antes de negar un par de veces con la cabeza—. No cuentes conmigo, tengo un plan mejor. I’ll call you back tomorrow. Bye.

Deja el móvil sobre la barra y coge su vaso. Me mira mientras bebe. Y no solo a la cara… No es nada excesivamente descarado, pero tampoco oculta unas intenciones que yo solo podría imaginar con un hombre como él en mis más calenturientos sueños. Me refugio en mi amigo Jäger para ignorar la vocecita que me dice que ha utilizado el spanglish con la misma intención con la que me está mirando.

—Así que tus amigos van a seguir con la juerga… —digo por romper el silencio.

—Unas chicas que han conocido en el Dark los han invitado a una fiesta en su casa.

—Y tú aquí, perdiéndotelo. Yo me lo pensaría.

Me mira a turnos los ojos.

—No creo que me esté perdiendo nada.

—Hombre…, tú querías ir a un sitio tranquilo y cómodo.

—Ya, pero iba a fallarme la compañía, así que… —Da un trago.

—El Dark estaba lleno de bellezones; seguro que con alguna congeniabas.

—Ya lo estás haciendo otra vez.

—¿El qué?

—Sugerirme, muy poco sutilmente, que me largue.

—No, no… —Suelto el vaso—. Es que… A ver…, imagino a lo que habíais salido, y conmigo, pues… como que no.

Frunce mucho el ceño.

—Estoy intentando traducirte —murmura—. Dame un segundo.

Me revuelvo en el taburete, rozando sus piernas en el proceso, y me aparto el pelo a un lado.

—Si no he entendido mal, me estás diciendo que piensas que hemos salido a ligar y que contigo no tengo ninguna posibilidad, ¿es así?

—En realidad es justo lo contrario, pero el resultado es el mismo…, o sea…, que sí.

Me mira con desconcierto.

—Ahora sí que no te he entendido.

—No te preocupes. Me pasa mucho —digo apretándole el antebrazo. Cuando me doy cuenta de lo que estoy haciendo, quito la mano como si quemara—. Tú no le des más vueltas. Nos tomamos lo que nos queda y luego ya… pues nos vamos, ¿no?

Me mira unos segundos y niega con la cabeza. Vuelve a acercar, lo poco que ya puede, su taburete. Mis piernas quedan entre las suyas y mis manos se unen sobre mi regazo. Levanto la vista despacio y, sí, está demasiado cerca. Joder. Voy a desmayarme, en serio.

—No quiero presionarte, pero necesito que me aclares lo que me acabas de decir. ¿Crees de verdad que no me interesas?

—Como entretenimiento no lo dudo, aunque sigo sorprendida.

—¿Y como algo más?

Niego con la cabeza con una sonrisa que intenta tranquilizarle.

—Tengo superclaro que entre nosotros no va a pasar nada. Vamos…, ni de coña.

—Porque tú no quieres…

—¡Porque no lo quiere el cosmos! —Me río—. La gente como tú y la gente como yo no suele mezclarse.

Bebo de mi combinado con dificultad. La conversación me está cerrando la glotis.

—Pues es una pena.

Mi ceja izquierda sale disparada hacia arriba y un borbotón de Jäger con Red Bull y babas, hacia delante. El viscoso combinado se escurre por mi barbilla y mi cuello y por la pechera de su jersey. El pobre va a tener que prenderle fuego después de esta noche. Me apresuro a coger un par de servilletas de la barra y le doy una sin mirarle a la cara.

—Joder, qué torpe soy. —Toso un par de veces, con los restos dulzones en mis vías respiratorias—. Lo siento mucho. Mira cómo te he puesto…

—No tiene importancia —dice pasando la servilleta por la lana, que se llena de partículas blancas—. Creo que lo estoy empeorando. —Arruga el papel y lo guarda en uno de los bolsillos de su pantalón, mientras yo me limpio entre tos y tos—. Tú solo trata de no volver a ahogarte, ¿ok?

—Lo intentaré, pero no te prometo nada. Ayudaría que dejaras de asustarme.

—Pero, baby…, si solo te he dicho que era una pena… Lo de que el cosmos no quiere que nos mezclemos —puntualiza, inclinándose sobre mí.

Que me llame «baby» y que prácticamente me roce los labios me desbarata entera. ¡Estas cosas no suceden! Una tía normal y corriente, tirando a rancia, no sale una noche cualquiera, conoce a un hombre de anuncio y se lo liga. A no ser que…

—Has hecho una apuesta con tu amigo el gilipollas, ¿verdad? —Pongo la mano en el centro de su pecho y le separo unos centímetros—. Habéis escogido a la más pringada del Dark y dentro de un rato os vais a estar riendo de lo lindo a mi costa.

John me mira con seriedad. Agarra la mano que tengo sobre su pecho y la aprieta contra él. Siento sus latidos, rápidos y fuertes.

—Si la deslizas hacia abajo, puedes comprobar tú misma que voy en serio.

Se me seca la boca.

—¿Te refieres a…?

—A que estoy tan duro que ya no sé cómo sentarme.

Parpadeo. Él no. Él me sigue taladrando con su mirada azul. No hay ninguna duda en ella, ni recodo o burla.

—De verdad que, aunque lo estoy intentando, me cuesta muchísimo creerme que tú…

Hasta ahí llega mi confesión. John me impide continuar al atrapar mi labio inferior entre los suyos; lo suelta con un chasquido antes de buscar mi mirada. Me da un segundo para detenerle. Pero no puedo, estoy totalmente impactada. John se asegura de que no voy a apartarme y después… Después me enseña qué se siente cuando te besan con verdadero deseo.

Seduce a mis labios, se apodera de mis mejillas con sus manos, lame mi lengua, compartimos un jadeo. Ladea la cabeza para devorarme. Y yo me dejo. Joder…, no me dejo, me entrego entera. De perdidos al río. Si todo termina siendo una cruel apuesta, por lo menos me llevaré este beso. El mejor que me han dado en la vida.