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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1991 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cortejando a Catherine, n.º 1 - junio 2017

Título original: Courting Catherine

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-143-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

 

 

A Maxine, por ser amiga

además de hermana.

N.R.

Prólogo

 

Bar Harbor, Maine

12 de junio de 1912

 

Lo vi sobre los riscos que daban a Frenchman Bay. Era alto, de pelo oscuro y joven. Incluso desde la distancia, mientras caminaba con la mano del pequeño Ethan en la mía, podía ver el ángulo desafiante de sus hombros. Sostenía el pincel como si fuera un sable, la paleta, un escudo. Ciertamente, me daba la impresión de que mantenía un duelo con el lienzo en vez de pintarlo. Tan profunda era su concentración, tan veloz e intenso el movimiento de la muñeca, que no costaba creer que su vida dependía de lo que allí creaba.

Quizá así fuera.

Me pareció un poco extraño, incluso divertido. La imagen que tenía de los artistas siempre había sido la de almas gentiles que ven cosas que nosotros, los mortales, no podemos ver, y que sufren en su búsqueda para crearlas para nosotros.

Sin embargo, y antes de que se diera la vuelta para mirarme, supe que no vería una cara gentil.

Daba la impresión de que él mismo era producto de un artista. Un escultor que había pulido un trozo de roble, tallando una frente ancha, unos ojos oscuros y velados, una nariz recta y larga y una boca plena y sensual. Hasta la caída de su pelo podría haber estado tallada en ébano.

¡Cómo me miró! Todavía puedo sentir el rubor en mi cara y el sudor en mis manos. El viento anidaba en su pelo, dulce y húmedo procedente del mar, y le agitaba la camisa amplia, manchada por la pintura. Con las rocas y el cielo a su espalda, parecía muy orgulloso, muy furioso, como si fuera el propietario de ese saliente de tierra, o de toda la isla, y yo fuera la intrusa.

Permaneció en silencio lo que pareció toda una eternidad, sus ojos tan intensos, tan penetrantes, que me quedé muda. Entonces el pequeño Ethan comenzó a parlotear y a tirar de mi mano. El destello furioso de aquellos ojos se suavizó. Y luego sonrió. Sé que en semejantes momentos un corazón no se detiene. No obstante…

Me puse a tartamudear y a disculparme por la intrusión, alzando a Ethan en brazos antes de que mi brillante y curioso pequeño pudiera corretear hacia las rocas.

—Espere —dijo él.

Tomó un cuaderno y un lápiz y comenzó a dibujar mientras yo permanecía inmóvil y temblorosa por motivos que no soy capaz de vislumbrar. Ethan no paró de sonreír, como si estuviera tan hipnotizado por el hombre como yo. Podía sentir el sol en mi espalda y el viento en la cara, podía oler el agua y las rosas silvestres.

—Debería llevar el pelo suelto… —dijo; hizo a un lado el lápiz y se dirigió hacia mí—. He pintado puestas de sol menos dramáticas —alargó la mano y tocó el brillante pelo rojo de Ethan—. Veo que comparte el color de pelo con su hermano pequeño.

—Mi hijo —¿por qué mi voz sonaba tan trémula?—. Es mi hijo. Soy la señora de Fergus Calhoun —dije mientras sus ojos parecían devorarme la cara.

—Ah, de Las Torres… —miró más allá de mí hacia el lugar en el que los tejados y torres de nuestra casa de verano se podían ver en el risco más alto—. Siempre he admirado su casa, señora Calhoun.

Antes de que pudiera contestar, Ethan alargó los brazos, riendo, y el hombre lo alzó en vilo. Solo fui capaz de mirarlo fijamente, allí de pie con la espalda al viento, sosteniendo a mi hijo, acomodándolo con facilidad en la cadera.

—Un chico estupendo.

—Y enérgico. Quise sacarlo a dar un paseo para darle un descanso a su niñera. Mis otros dos hijos juntos le dan menos problemas que Ethan.

—¿Tiene otros hijos?

—Sí, una niña un año mayor que Ethan y un bebé que aún no ha cumplido el año. Hemos llegado ayer para pasar aquí la temporada. ¿Vive usted en la isla?

—Sí, al menos por ahora. ¿Posará para mí, señora Calhoun?

Me ruboricé. Pero por debajo de la vergüenza sentí un placer profundo y soñador. Sin embargo, sabía que sería algo poco decoroso, y conocía el temperamento de Fergus. Así que me negué, esperé que con cortesía. No insistió, y me avergüenza decir que sentí una aguda decepción.

Cuando me devolvió a Ethan, no me quitó la vista de encima; tenía los ojos de un gris oscuro que daban la impresión de ver algo más que mi cara. Quizá más de lo que nadie había visto con anterioridad. Se despidió, de modo que me volví para regresar con mi hijo de vuelta a Las Torres, mi hogar y mis deberes.

Supe con tanta certeza como si me hubiera girado para mirar, que me observó hasta que quedé oculta por el risco.

El corazón me atronaba.

Capítulo 1

 

Bar Harbor

1991

 

Trenton St. James III estaba de un humor de perros. Era el tipo de hombre que esperaba que las puertas se le abrieran cuando llamaba y que los teléfonos le contestaran cuando marcaba. Lo que no esperaba, y odiaba aguantar, era que su coche se le averiara en un camino estrecho de dos carriles a quince kilómetros de su destino. Al menos el teléfono del coche le había permitido localizar al mecánico más cercano. No le había hecho mucha gracia entrar en Bar Harbor en la cabina de la grúa, mientras una música estridente sonaba por los altavoces y su rescatador cantaba, desafinando, entre bocados a un enorme bocadillo de jamón.

—Hank, simplemente llámeme Hank —le había dicho el conductor, para luego beber un buen trago de una botella de refresco—. C.C. le arreglará el coche en un santiamén. No hay otro mecánico igual en Maine, pregúnteselo a cualquiera.

Trent decidió que en esas circunstancias tendría que aceptar la palabra del así llamado Hank. Con el fin de ahorrarse tiempo y problemas, hizo que el tipo lo dejara a la entrada del pueblo, con instrucciones sobre cómo llegar al taller y una sucia tarjeta que Trent estudió mientras la sostenía con cautela con la punta de los dedos.

Pero, como con cualquier otra situación en la que pudiera hallarse, decidió aprovecharla. Mientras se ocupaban de su coche, realizó media docena de llamadas a su oficina de Boston, para atemorizar a sus secretarias, ayudantes y vicepresidentes. Eso mejoró un poco su estado de ánimo.

Comió en la terraza de un restaurante pequeño, prestando más atención a los documentos que sacó del maletín que a la excelente ensalada de langosta o a la suave brisa primaveral. Comprobó la hora a menudo, bebió demasiado café y con sus impacientes ojos castaños estudió el tráfico que subía y bajaba por la calle.

Dos de las camareras hablaron bastante de él. Estaban a comienzos de abril, faltaban semanas para la inauguración de la temporada, de manera que el local no rebosaba de clientes.

Convinieron en que era apuesto, desde su pelo rubio oscuro hasta la punta de sus brillantes zapatos italianos. Coincidieron en que era un hombre de negocios, sin duda importante, debido al maletín de piel y al elegante traje gris. Además, llevaba gemelos en los puños de la camisa. De oro.

Mientras preparaban las servilletas y los cubiertos para el siguiente turno, decidieron que era joven para el rango que ostentaba, no más de treinta años. Mientras se turnaban para rellenarle la taza de café y observarlo más de cerca, el voto unánime que dieron fue que resultaba descaradamente atractivo, con rasgos limpios y marcados, con un aire refinado que habría sido demasiado anodino de no ser por los ojos.

Eran oscuros, tristes e impacientes, lo que hizo que las camareras especularan con que quizá lo había plantado una mujer. Aunque no fueron capaces de imaginar a una mujer cuerda realizando semejante locura.

Trent no les prestó más atención que a cualquier persona que realizara un servicio pagado. Eso las decepcionó, pero la propina exorbitante que dejó lo compensó. A Trent le habría sorprendido saber que la propina habría significado algo más para las mujeres si la hubiera ofrecido con una sonrisa.

Cerró el maletín y se preparó a caminar a paso vivo hasta el taller en el extremo del pueblo. No era un hombre frío y nunca se habría considerado distante. Siendo un St. James, había crecido con criados que en silencio y con eficacia habían desempeñado la tarea de hacer que su vida fuera más sencilla. Pagaba bien, incluso con generosidad. Si no mostraba ningún agradecimiento manifiesto o interés personal, sencillamente se debía a que jamás se le pasaba por la cabeza.

En ese momento, tenía la mente concentrada en el trato que esperaba cerrar a finales de semana. Se dedicaba a los hoteles, principalmente a los hoteles de lujo y a los balnearios. El verano anterior, su padre había localizado una propiedad mientras navegaba en yate con su cuarta esposa por Frenchman Bay. Así como el instinto de Trenton St. James II en lo referente a las mujeres era conocidamente cuestionable, su instinto para los negocios jamás fallaba.

Casi de inmediato, su padre había iniciado las negociaciones para adquirir la enorme casa de piedra que daba a Frenchman Bay. Su apetito se había visto incrementado por la negativa inicial de los dueños de vender. Pero, como cabía esperar, no habían podido resistirse y el trato estaba a punto de cerrarse.

Trent tuvo que encargarse del negocio cuando su padre se vio inmerso en un complicado divorcio.

Pensó que la esposa número cuatro había durado casi dieciocho meses. Dos meses más que la número tres. Con fatalismo aceptaba que no tardaría en aparecer una quinta. El viejo tenía tanta adicción al matrimonio como a los negocios inmobiliarios.

Estaba decidido a cerrar el trato de Las Torres antes de que se hubiera secado la tinta de la última sentencia de divorcio. En cuanto sacara el coche del taller, iría a echarle un vistazo a aquel lugar.

Debido a la época del año, muchas de las tiendas estaban cerradas, pero pudo ver las posibilidades mientras atravesaba el pueblo. Sabía que durante la temporada, las calles de Bar Harbor se hallaban atestadas de turistas con tarjetas de crédito y cheques de viaje listos para usar. Y los turistas necesitaban hoteles. Llevaba las estadísticas en el maletín. Calculaba que con una sólida planificación, en quince meses Las Torres podrían acaparar un buen porcentaje de ese negocio turístico.

Lo único que tenía que hacer era convencer a cuatro mujeres sentimentales y a su tía a aceptar el dinero.

Al girar por la esquina que conducía al mecánico, volvió a mirar la hora. Le había dado exactamente dos horas para ocuparse de la avería que pudiera haber sufrido el BMW. Estaba convencido de que eso era suficiente.

Podría haber tomado el avión de la empresa desde Boston. Habría sido más práctico, y Trent era un hombre pragmático. Pero había querido conducir. «Lo necesitaba», reconoció. Había necesitado esas pocas horas de tranquilidad y soledad.

El negocio florecía, pero su vida personal se iba al garete.

¿Quién habría imaginado que Marla iba a lanzarle de repente un ultimátum? Matrimonio o nada. Era algo que todavía le desconcertaba. Desde el principio de la relación ella había sabido que el matrimonio nunca había sido una opción. Trent no tenía intención de subirse a la montaña rusa que tanto le gustaba a su padre.

No era que no le hubiera tenido cariño. Marla era hermosa y de buena cuna, inteligente y triunfadora en su campo del diseño de ropa. Jamás tenía un pelo fuera de lugar, y Trent apreciaba ese tipo de meticulosidad en una mujer. Del mismo modo que había apreciado la actitud práctica que había mostrado hacia la relación.

Ella había afirmado que no quería matrimonio, hijos o juramentos de amor eterno. A Trent le parecía una traición personal que de pronto hubiera cambiado su discurso y le exigiera todo.

Y, como era de esperar, él no había sido capaz de dárselo.

Dos semanas atrás se habían separado, rígidos como dos desconocidos. Ella ya estaba comprometida con un jugador de golf.

Dolía. Pero también le convencía de que había tenido razón en todo momento. Las mujeres eran criaturas inestables y caprichosas, y el matrimonio era una especie de suicidio sin derramamiento de sangre.

Ella ni siquiera lo había amado. Gracias a Dios. Simplemente había querido «compromiso y estabilidad», según sus propias palabras. Complacido, Trent creía que no tardaría en descubrir que el matrimonio era el último sitio en el que encontrar esas dos cosas.

Como sabía que era poco productivo demorarse en los errores, permitió que los pensamientos de Marla desaparecieran de su mente. Decidió que se tomaría unas vacaciones de las mujeres.

Se detuvo en el exterior del edificio de madera blanca con coches en el aparcamiento. El letrero sobre las puertas abiertas del taller ponía Automoción C.C. Justo debajo del título, que a Trent le resultó ostentoso, había un ofrecimiento de grúa las veinticuatro horas, reparación completa de vehículos extranjeros y nacionales y presupuesto sin compromiso.

A través de las puertas le llegó el sonido de música de rock. Suspiró al entrar.

Su BMW tenía el capó levantado y un par de botas sucias se asomaban por debajo del coche. El mecánico movía los talones de las botas al ritmo de la estruendosa música. Con el ceño fruncido, Trent miró alrededor de la zona dedicada al taller. Olía a grasa y a madreselva, una combinación ridícula. El lugar era un caos sucio de herramientas y repuestos.

En la pared había un cartel que estipulaba que no se aceptaban cheques.

Otros carteles exponían los servicios que proporcionaba el taller y sus precios. Trent supuso que eran razonables, pero no tenía vara con qué medirlos. Contra una pared había dos máquinas expendedoras; una ofrecía refrescos y la otra comida basura. Una lata de café contenía cambio que los clientes tenían libertad para recurrir o contribuir a él.

«Un concepto interesante», pensó.

—Perdón —dijo. Las botas siguieron marcando el ritmo—. Perdón —repitió, más alto. La música incrementó el tempo, imitada por las botas. Trent tocó una con el zapato.

—¿Qué? —la respuesta que le llegó era amortiguada e irritada.

—Me gustaría saber cómo va mi coche.

—Póngase a la cola —se oyó el golpe de una herramienta y una maldición.

Trent enarcó las cejas y luego las frunció de un modo que sabía siempre hacía temblar a sus subordinados.

—Al parecer ya soy el primero.

—En este momento se encuentra por detrás del coche de este idiota. Dios me salve de los esnobs ricos que compran un coche como este y no se molestan en averiguar la diferencia entre un carburador y una llave para cambiar ruedas. Aguarde un minuto, amigo, o hable con Hank. Anda por alguna parte.

Trent aún iba varias oraciones por detrás de «idiota».

—¿Dónde está el dueño?

—Ocupado. ¡Hank! —la voz del mecánico se alzó en un rugido—. Maldita sea. ¡Hank! ¿Adónde diablos se habrá ido?

—No lo sé —Trent se acercó hasta la radio y la apagó—. ¿Sería mucho pedirle que saliera de debajo del coche y me informara del estado en el que se encuentra mi coche?

—Sí —desde su sitio bajo el BMW, C.C. estudió los zapatos italianos y de inmediato le desagradaron—. En este momento estoy ocupada. Si tiene tanta prisa, puede echarme una mano o dirigirse hasta el taller de McDermit, en Northeast Harbor.

—No puedo conducir, ya que usted está bajo mi coche —aunque la idea era tentadora.

—¿Es suyo? —C.C. ajustó unos pernos. El tipo exhibía un acento refinado de Boston a juego con los zapatos—. ¿Cuándo fue la última vez que le hizo una puesta a punto?

—Yo no…

—¡No me cabe ninguna duda! —en la voz ronca se notó una satisfacción seca que crispó a Trent—. ¿Sabe una cosa?, no se compra simplemente un coche, sino una responsabilidad. Mucha gente no gana al año lo que cuesta el suyo. Con un cuidado y un mantenimiento razonables, este cacharro podría llegar hasta sus nietos. Los coches no son artículos desechables. La gente los hace de esa manera porque es demasiado perezosa o estúpida para ocuparse de lo básico. Tendría que haberle cambiado el lubricante hace por lo menos seis meses.

Los dedos de Trent tamborilearon sobre el costado del maletín.

—Joven, se le paga para ocuparse de mi coche, no para darme discursos sobre la responsabilidad que tengo hacia él —en un hábito tan arraigado como respirar, miró la hora—. Y ahora me gustaría saber cuándo lo voy a tener listo, ya que me esperan varias citas.

—El discurso es gratis —C.C. impulsó el carrito sobre el que estaba tumbado fuera de debajo del coche—. Y no soy su «joven».

Eso le resultó bastante obvio. Aunque la cara estaba manchada y el pelo oscuro cortado con un estilo varonil, el cuerpo enfundado en un peto grasiento era decididamente femenino. Cada centímetro.

Rara vez Trent no sabía qué decir, pero en ese instante se quedó quieto, mirando fijamente a C.C. cuando esta se levantó del carrito para encararlo mientras hacía oscilar una llave inglesa en la mano.

Yendo más allá de las manchas negras en la cara, pudo ver que tenía una piel muy blanca en contraste con su pelo de color ébano. Bajo el flequillo, lo observaba con unos ojos verde bosque entrecerrados. Los labios, sensuales y sin pintura, estaban fruncidos en lo que, en otras circunstancias, habría sido un mohín muy sexy. Era alta para ser mujer, con una complexión como la de una diosa.

Trent comprendió que era ella quien olía a aceite y a madreselva.

—¿Algún problema? —preguntó C.C. Era bien consciente de que la había recorrido de arriba abajo con la mirada. Estaba acostumbrada. Pero no tenía por qué gustarle.

La voz surtía un efecto completamente distinto cuando un hombre se daba cuenta de que aquellos tonos roncos pertenecían a una mujer.

—¡Es usted el mecánico!

—No, soy la decoradora de interiores.

Trent miró en torno al taller, con el suelo manchado de aceite y los bancos llenos de herramientas.

—Desempeña un trabajo muy interesante —comentó, sin poder resistirse.

Con un suspiro, ella arrojó la llave sobre un banco.

—Hubo que cambiar el filtro de aceite y el del aire. El carburador necesitaba unos ajustes. Sigue necesitando el cambio de aceite y habría que limpiar el radiador.

—¿Funcionará?

—Sí, funcionará —sacó un trapo del bolsillo y comenzó a limpiarse las manos. Lo juzgó como el tipo de hombre que cuidaba más de sus corbatas que de su coche. Se encogió de hombros y volvió a guardarse el trapo. Se dijo que no era asunto suyo—. Venga a la oficina y podremos echar cuentas.

Lo condujo a través de la puerta que había al fondo del taller, hacia un pasillo estrecho que giraba y desembocaba en una oficina con paredes de cristal. Estaba llena con un escritorio atestado, catálogos de repuestos, un bote de chicles por la mitad y dos sillas giratorias anchas. C.C. se sentó y, con la sorprendente precisión de las personas que acumulan papeles sobre su mesa, acertó a sacar las facturas.

—¿En efectivo o con tarjeta? —preguntó.

—Tarjeta —distraído, Trent sacó la billetera. Se aseguró que no era sexista. Con meticulosidad se había cerciorado de que en su empresa las mujeres recibieran la misma paga y las mismas oportunidades de ascenso que cualquier hombre. Jamás se le ocurrió preocuparse de que sus empleados fueran mujeres u hombres, siempre y cuando fueran eficientes, leales y de confianza. Pero, cuanto más miraba a la mujer que rellenaba la factura, más convencido estaba de que no encajaba con la imagen que pudiera tener alguien de un mecánico de coches—. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí? —se sorprendió al oírse. Las preguntas personales no formaban parte de su estilo.

—Con más o menos intensidad desde los doce años —le clavó los ojos verdes—. No se preocupe. Sé lo que hago. Cualquier trabajo que se lleve a cabo en mi taller está garantizado.

—¿Su taller?

—Sí, mi taller —extrajo una calculadora y comenzó a sacar el total con dedos largos y elegantes que aún estaban sucios. Definitivamente, aquel hombre le crispaba. «Quizá son los zapatos», pensó. «O la corbata». Había algo arrogante en una corbata marrón—. Estos son los daños —giró la factura y se puso a detallarla punto por punto.

Trent no prestaba atención, algo inusual. Era un hombre que leía cada palabra de cada papel que pasaba por su escritorio. Pero en ese momento solo la observaba a ella, sinceramente fascinado.

—¿Alguna pregunta? —ella alzó la vista y se encontró con sus ojos. Casi pudo oír el clic.

—¿Usted es C.C.?

—Exacto —se vio forzada a carraspear. «Es totalmente ridículo», se dijo. Ese hombre tenía ojos corrientes. Quizá fueran un poco más oscuros e intensos de lo que había notado en un principio, pero seguían siendo corrientes. No había ningún motivo por el que no pudiera dejar de mirarlos. Pero siguió mirándolo.

—Tiene grasa en la mejilla —musitó él, y le sonrió.

El cambio fue asombroso. Pasó de ser un hombre arrogante y molesto a cálido y abierto. La boca se le suavizó al curvarse, la impaciencia en los ojos desapareció. En ese momento en ellos se veía un humor campechano que resultaba irresistible. C.C. no pudo evitar devolverle la sonrisa.

—Es parte del trabajo —«quizá he sido un poco brusca», reflexionó, y se esforzó por corregirlo—. Usted es de Boston, ¿verdad?

—Sí. ¿Cómo lo ha sabido?

Ella no dejó de sonreír al encogerse de hombros.

—Entre la matrícula de Massachusetts y su acento, no ha sido difícil adivinarlo. Viene mucha gente de Boston. ¿Está aquí de vacaciones?