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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1985 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tentando al destino, n.º 10 - junio 2017

Título original: Tempting Fate

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-152-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los MacGregor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 1

 

No estaba segura de por qué lo estaba haciendo. Diana estudió las formaciones de nubes que se extendían bajo ella e intentó decidir si aquel viaje era producto de un impulso o de un razonamiento calculado. Aunque solo le faltaba media hora para aterrizar, todavía no estaba segura.

Habían pasado casi veinte años desde la última vez que había visto a su hermano. Cuando pensaba en él, se lo representaba como un adolescente distante, emocionable y un tanto afectado. Diana lo había querido con toda la intensidad con la que una niña de seis años podía querer a un chico de dieciséis.

La imagen de aquel joven se había quedado congelada en el pasado, se trataba de un chico alto, moreno, atractivo y de fríos ojos verdes. Recordaba su orgullo y su autosuficiencia. Y también que era un chico solitario. Con solo seis años, Diana ya había sido capaz de darse cuenta de que Justin Blade hacía las cosas a su manera.

Con una sonrisa carente de humor, se recostó en el cómodo asiento del avión. Nadie podría negar que Justin había hecho las cosas a su modo veinte años atrás. Tras la muerte de sus padres, había intentado consolarla. O al menos eso suponía ella. Porque entonces era demasiado pequeña para comprender lo que ocurría. Pensaba que sus padres la habían dejado por culpa del alboroto que montaba para ir al colegio. Creía que si se portaba bien y atendía en clase, sus padres regresarían. Después había llegado su tía Adelaide y Justin se había marchado.

Durante meses, Diana había vivido convencida de que se había ido al cielo, cansado de sus lágrimas y sus preguntas. Su tía se la había llevado al este, a un mundo completamente diferente. Y ni una sola vez durante dos décadas Justin había vuelto a ponerse en contacto con ella. Así que estaba casado, reflexionó. Quizá porque todavía lo veía como un adolescente, le resultaba imposible imaginárselo en el papel de marido. Serena MacGregor. Diana repitió mentalmente aquel nombre. Le resultaba extraño ir al encuentro de su cuñada cuando apenas conocía a su hermano.

Oh, sabía algunas cosas sobre los MacGregor. Su tía Adelaide no habría considerado completa la educación de Diana si no la hubiera puesto al corriente del pasado de una de las principales familias del país, particularmente porque vivían suficientemente cerca de Boston como para considerarlos vecinos. Al fin y al cabo, las dinastías adineradas eran la única forma de aristocracia que América conocía.

Daniel MacGregor era el patriarca, un escocés de los pies a la cabeza y un mago de las finanzas. Anna MacGregor, su esposa, era una reconocida cirujana. Alan, el hijo mayor, era uno de los senadores de los Estados Unidos más señalados por su labor. Y Caine MacGregor…

Cuando llegó a aquel nombre, Diana se detuvo. Aunque Caine apenas tenía treinta años, era constantemente nombrado en la facultad de Derecho de la Universidad de Harvard. Tanto ella como Caine habían elegido la misma carrera y de esa forma Diana había podido estudiar los mismos libros, aprender con los mismos profesores y recorrer los mismos pasillos que él. Incluso se había divertido en el mismo bar. Caine se había graduado un año antes de que ella ingresara en la universidad y ya había iniciado una brillante carrera.

En una ocasión, durante el primer año de universidad, Diana había oído a dos mujeres hablando sobre él. Y, recordó con una sonrisa, no era de su mente privilegiada de lo que hablaban. Era evidente que MacGregor no se había pasado todos sus años universitarios con la cabeza enterrada entre libros.

Después estaba Serena. Una mujer tan brillante como el resto de los MacGregor. Se había graduado con buenas notas en la universidad y había pasado varios años más coleccionando títulos. Parecía una extraña pareja para el Justin Blade que Diana recordaba.

Por un momento, se preguntó si habría ido a la boda de su hermano si no hubiera estado entonces en París. Sí, decidió. Era demasiado curiosa para no haberlo hecho. Al fin y al cabo, era principalmente la curiosidad el motor de aquel viaje a Atlantic City. Además, pensó con pesar, habría sido difícil rechazar la invitación de Serena sin parecer maleducada. Y si algo le había inculcado su tía Adelaide era que si quería ser tratada en aquellos ambientes como una igual, era imprescindible ser educada. Diana relegó a un rincón de su mente los criterios de Adelaide y desdobló la carta de Serena.

 

Querida Diana:

Fue una gran desilusión saber que no podrías asistir a la boda. Durante muchos años, les pedí a mis padres que me dieran una hermana, pero nunca me hicieron caso. Y ahora que por fin tengo una, me resulta frustrante no poder disfrutar de ella. Justin habla mucho de ti, pero no es lo mismo que poder conocerte cara a cara, sobre todo porque él solo te recuerda de cuando eras una niña. Después de todos estos años creo que nada le gustaría más que conocer a la mujer en la que te has convertido.

Por favor, utiliza el billete de avión que te envío y sé nuestra invitada en el Comanche durante el tiempo que gustes. Justin y tú os tenéis que poner al corriente de muchas cosas y yo tengo que conocer a mi hermana.

 

Rena.

 

Diana arqueó una ceja mientras doblaba la carta. Cariñosa, abierta y amable, pensó. No era el tipo de mujer que ella habría elegido para su hermano. Rio en silencio. En realidad, ni siquiera sabía cómo era Justin Blade.

Y si alguna parte de ella echaba de menos conocerlo, la había enterrado hacía mucho tiempo. Había tenido que hacerlo para sobrevivir en el mundo de su tía. Incluso en aquel momento, si su tía descubriera que pensaba pasar unos días con Justin en un hotel-casino, se quedaría horrorizada. Y nada habría podido evitarle una regañina sobre dónde y con quién debía ser vista una dama.

Volvió a prestar atención a las nubes. En realidad no le importaba. Conocería a su hermano, a su cuñada, y después se iría. La niña que había idealizado a Justin durante años ya no existía. Ella tenía su propia vida, su propia carrera. Y ambas llevaban demasiado tiempo estancadas. Comenzaba un nuevo año, se recordó Diana a sí misma. El momento perfecto para empezar de nuevo.

 

 

Probablemente no aparecería, pensó Caine mientras se dirigía a la terminal. Diana no había contestado a la carta de Serena y no era capaz de comprender por qué su hermana estaba tan segura de que llegaría en el avión. Y todavía comprendía menos por qué había terminado él haciendo de chófer.

Rena habría ido al aeropuerto si no hubiera estado tan ocupada en el hotel, se recordó a sí mismo. Y por culpa del infierno por el que habían pasado solo unos meses atrás, Caine se había descubierto a sí mismo deseando satisfacer todos los caprichos de su hermana. En caso contrario, en aquel momento estaría esquiando en Colorado en vez de paseando por la playa durante un frío enero.

Un golpe de viento se filtró por el cuello de su abrigo cuando llegaba a la entrada de la terminal. Justo en ese momento, salía una mujer rubia, con un abrigo de piel de zorro, que se detuvo para recorrer con la mirada el cuerpo y el rostro de Caine. Caine aceptó aquella rápida inspección con una media sonrisa y esperó a que la joven pasara.

Poseía un rostro de facciones fuertes, contrarrestadas por unos cálidos ojos de color violeta. A primera vista, podía ser confundido con un estudiante, pero al observarlo atentamente, cualquiera podría adivinar que hacía ya tiempo que había abandonado la universidad. Como aquel día no llevaba sombrero de ningún tipo, el viento había revuelto su pelo rubio, que le caía desordenado sobre la frente. Su sonrisa añadía una nueva dosis de encanto a sus facciones aceradas, casi feroces. Caine era un hombre consciente y satisfecho de su aspecto.

Entró en la terminal caminando a grandes zancadas, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Había pasado suficiente tiempo en los aeropuertos para ignorar el bullicioso ajetreo de la multitud que los poblaba. Miró brevemente el monitor, comprobó la puerta por la que saldrían los pasajeros del vuelo de Boston y se sentó a esperar a una mujer a la que realmente no esperaba.

Cuando anunciaron la llegada del vuelo, se recostó en el asiento y encendió un cigarrillo. Esperaría hasta que saliera el último pasajero y después regresaría al hotel. Serena se daría por satisfecha y él se habría quedado sin ir aquella tarde al gimnasio. Desde que había montado su propio despacho, apenas había tenido tiempo para relajarse, y mucho menos para pasar toda una semana de vacaciones.

Durante los siete días siguientes, se prometió, iba a dedicarse a no hacer nada. Se olvidaría del caos del despacho, de los casos que iba a tener que rechazar por la sencilla razón de que los días no tenían suficientes horas y de todo el papeleo atrasado.

Caine supo que era ella en cuanto la vio. Aquellos pómulos altos y marcados eran demasiado parecidos a los de Justin, al igual que la piel casi cobriza. La herencia india que ambos compartían quizá fuera incluso más evidente en ella. Sus ojos no contaban con el inesperado iris verde de su hermano, sino que eran de un aterciopelado color castaño. Eran como los ojos de una gacela, pensó Caine mientras se levantaba. Los rodeaban unas pestañas tan largas y espesas que les daban un aspecto casi somnoliento. La nariz era recta y aristocrática y la boca, apasionada. Y obstinada, reflexionó. Aquel no era un rostro que un hombre pudiera clasificar fácilmente: bello, atractivo, sensual…, pero no era fácil de olvidar. El propio Caine era consciente de que había memorizado ya cada uno de sus rasgos.

Al tiempo que se colocaba una de las bolsas de viaje en el brazo, el pelo azabache de Diana, que apenas rozaba sus hombros, ocultó parte de su rostro. Lo llevaba suelto y muy liso, con las puntas ligeramente metidas hacia dentro y algunos mechones cortados en flequillo. Era un estilo que le sentaba perfectamente, un corte de aspecto natural, pero meticulosamente pensado, al igual que aquel vestido burdeos engañosamente sencillo.

Caine deslizó la mirada por aquella figura esbelta de caderas estrechas, cintura delgada y hombros de nadadora. Diana se movía como una bailarina, tenía un andar confiado y casi rítmico. Y en el momento en el que Caine se interpuso en su camino, se detuvo a media zancada sin mostrar ningún signo de timidez. Al contrario que la mujer del abrigo de pieles, lo miró brevemente, sin mostrar interés en él.

–Disculpe –dijo en un tono perfectamente educado, pero mostrando de manera inconfundible que era Caine el que se había interpuesto en su camino.

Interesante, pensó Caine, y sin molestarse siquiera en sonreír, preguntó:

–¿Diana Blade?

Diana arqueó las cejas.

–¿Sí?

–Soy Caine MacGregor, el hermano de Rena –sin apartar los ojos de su rostro, le tendió la mano.

Así que aquel era el irresistible MacGregor, se dijo Diana, aceptando la mano que le ofrecía.

–Encantada –contestó.

Esperaba encontrarse con una piel suave y la sorprendió descubrir la aspereza de la palma de su mano. Un ligero cosquilleo de placer se extendió por su brazo. Diana lo reconoció al instante, interrumpió el contacto y lo olvidó.

–A Rena le habría encantado venir –continuó Caine, estudiando su rostro minuciosamente–, pero han surgido algunas emergencias en el hotel –mientras hablaba, le tomó la bolsa del hombro–. Yo no esperaba que vinieras.

–¿No? –Diana se aferró a su bolsa, negándose a soltarla–. ¿Y su hermana?

Caine consideró la posibilidad de darle un tirón a la bolsa. Había algo en aquellos ojos que le hacía desear enfadarla. Pero se encogió suavemente de hombros y dejó caer la mano.

–No, mi hermana estaba segura de que vendrías. Rena cree que todo el mundo siente los lazos familiares con tanta fuerza como ella –una sonrisa suavizó sus facciones justo antes de que la agarrara del brazo–. Vamos a buscar tu equipaje.

Diana permitió que la escoltara hasta el concurrido pasillo, pero por detrás del aspecto perezoso de su mirada, su mente estaba activa y plenamente alerta.

–No le gusto, ¿verdad, señor MacGregor?

Caine arqueó las cejas ligeramente, pero ni siquiera la miró.

–No te conozco. Pero puesto que podría decirse que somos familia, ¿por qué no prescindes de las formalidades?

Bastó aquel breve discurso para que Diana comprendiera otra de las razones por las que Caine MacGregor tenía tanto éxito en su trabajo. Su voz era profunda y agradable, pero sabía imprimirle la dureza del acero.

–De acuerdo. Dime, Caine, si no me esperabas, ¿cómo has sabido quién era?

–Tu tipo y el color de tu piel son muy parecidos a los de Justin.

–¿Ah sí? –murmuró mientras se detenían frente a la cinta transportadora.

Caine la estudió con la misma intensidad que anteriormente. Estaba intentando identificar la fragancia que desprendía Diana, era un perfume silvestre más que floral, y con un toque muy francés.

–El parecido familiar es innegable –comentó–. Aunque creo que sería menos evidente si estuvierais juntos.

–Algo que, por cierto, he tenido muy pocas oportunidades de hacer –respondió Diana secamente y señaló sus maletas con un gesto.

Así que estaba acostumbrada a tener servicio, concluyó Caine mientras levantaba dos maletas de cuero. Aunque le gustaba ser autónoma, añadió recordando su batalla silenciosa por la bolsa de mano.

–Estoy seguro de que Justin se alegrará de verte después de tantos años.

–Posiblemente. Pareces conocerlo muy bien.

–Lo conozco desde hace diez años. Era amigo mío antes de convertirse en mi cuñado.

Diana deseó entonces preguntarle cómo era su hermano, pero reprimió la pregunta. Ella ya tenía su propia opinión. Y si había habido cambios, quería adivinarlos sin la influencia de nadie.

–¿Tú también te alojas en el Comanche?

–Voy a pasar allí una semana.

Cuando salieron al frío glacial de enero, Diana sacó automáticamente los guantes del bolsillo. El cielo estaba intensamente azul y las calles, sucias y resbaladizas por culpa de la nieve a medio derretirse.

–¿No crees que es una época un poco extraña para pasar las vacaciones en la playa?

–Quizá para algunos –el viento empujaba el flequillo hacia sus ojos, aunque no parecía notarlo–, pero hay mucha gente que viene a jugar. Y el clima no es relevante cuando se está en el interior de un casino.

Diana inclinó la cabeza para mirarlo a los ojos.

–¿A eso has venido tú?

–No especialmente –bajó la mirada y descubrió que el sol hacía brillar algo dorado en el interior de sus ojos–. Me gusta jugar de vez en cuando, pero la jugadora de la familia es Rena.

–Entonces debe hacer buena pareja con Justin.

Caine dejó las maletas en el suelo y se sacó una llave del bolsillo.

–Dejaré que eso lo decidas tú misma –sin decir nada más, metió las maletas en el maletero y lo cerró–. Diana… –posó la mano en su brazo antes de que la joven se deslizara al interior del vehículo.

Diana no sabía que su nombre pudiera sonar así… tan suave y vagamente exótico. Cuando volvió sus asombrados ojos hacia él, Caine le apartó el flequillo de la frente con un gesto completamente natural para él. Y si aquel gesto la sorprendió o la desconcertó, Diana no dijo nada.

–Las cosas no siempre son lo que parecen –terminó Caine quedamente.

–No te comprendo.

Por un momento, permanecieron los dos frente a frente, bajo el atronador ruido de los aviones y el olor a humo del aparcamiento. Diana pensó que casi podía sentir la áspera textura de la mano de Caine a través de la tela de su abrigo. Sus ojos, se dijo, resultaban extrañamente delicados en un rostro de facciones tan duras.

Por un instante, se olvidó de su reputación de demonio tanto en los tribunales… como en los dormitorios. Y se descubrió a sí misma deseando buscar en él ayuda, consejo, consuelo… cuando ni siquiera era consciente de que los necesitaba.

–Tienes un rostro hermoso –murmuró Caine–. ¿Eres compasiva?

Diana frunció el ceño.

–Me gusta pensar que lo soy.

–Entonces dale una oportunidad.

La mirada perpleja y vulnerable de Diana fue sustituida al instante por un gesto frío y alerta. Aunque ella no lo supiera, aquella era una expresión que su hermano Justin adoptaba con frecuencia.

–Cualquiera consideraría mi llegada como un signo de buena fe.

–Cualquiera, sí –se mostró de acuerdo Caine mientras rodeaba el coche para ocupar el asiento del conductor.

–Pero tú no –replicó Diana, cerrando de un portazo.

–Si tuviera que decir un motivo, yo diría que has venido principalmente por curiosidad.

–Supongo que es gratificante tener razón tan a menudo.

Caine le dirigió una sonrisa radiante, pero desapareció tan rápidamente que, por un momento, Diana se preguntó si se la habría imaginado.

–Sí –el Jaguar rugió cuando Caine giró la llave–. Por el bien de nuestros parientes, ¿por qué no intentamos ser amigos? ¿Cómo está París?

Estaba buscando un tema de conversación intrascendente, decidió Diana. Así que había llegado el momento de dejar de devanarse los sesos y recurrir a respuestas recurrentes.

–Para empezar, muy frío –comenzó a decir.

–Hay un pequeño café en un callejón de la rue du Four –recordó Caine mientras sacaba el coche del aeropuerto–. Allí hacen los mejores suflés del otro lado del Atlántico.

–¿Te refieres al Henri’s?

Caine la miró con curiosidad.

–Sí, ¿lo conoces?

–Sí –con una ligera sonrisa, Diana volvió la cabeza hacia la ventana.

Henri’s era un establecimiento tan pequeño como bullicioso. Su tía Adelaide habría preferido morir de hambre antes de poner un pie en él, pero Diana lo adoraba y, cada vez que iba a París, procuraba pasar allí al menos un par de horas para disfrutar de la comida y el ambiente. Era curioso que también fuera uno de los lugares favoritos de Caine MacGregor.

–¿Vas muy a menudo a París?

–No, no mucho.

–Mi tía se va a ir a vivir allí y yo he estado ayudándola a instalarse en su apartamento.

–Tú vives en Boston, ¿no? ¿En qué parte?

–Acabo de mudarme a Charles Street.

–Una vez más, el mundo demuestra ser un pañuelo –musitó Caine–. Al parecer somos vecinos. Y en Boston, ¿a qué te dedicas?

Tras apartarse un mechón de pelo de la mejilla, Diana se volvió y lo miró atentamente.

–A lo mismo que tú –Caine la miró con expresión inquisitiva–. ¿Te acuerdas del profesor Whiteman? Habla muy bien de ti.

Caine sonrió.

–¿Los estudiantes continúan llamándole profesor Hueso?

–Por supuesto.

Caine soltó una carcajada y sacudió la cabeza.

–Así que has estudiado Derecho en Harvard. Parece que tenemos muchas cosas en común, además de la familia: un alma máter y una carrera. ¿Estás ejerciendo?

–Trabajo con Barclay, Stevens y Fitz.

–Mmm, un despacho con mucho prestigio –la miró–. Y muy serio.

Por primera vez, las facciones de Diana se relajaron en una sonrisa.

–Llevo casos fascinantes. La semana pasada, por ejemplo, defendí al hijo de un concejal incapaz de respetar los límites de velocidad –ironizó.

–De aquí a unos quince años podrás mejorar tus casos.

–Tengo otros planes –musitó Diana.

Para cuando tuviera treinta años, había calculado, podría dejar aquel trabajo. Después de cuatro años trabajando con una firma tan respetada, tendría la experiencia suficiente para instalarse por su cuenta. Montaría un despacho elegante, con una secretaria competente y…

Diana volvió rápidamente al presente. No le gustaba poner siempre todas sus cartas sobre la mesa.

–¿Cuáles?

–Quiero especializarme en derecho penal.

–¿Por qué?

–Por sed de justicia, derechos humanos… –soltó una carcajada–. Y porque me encantan las buenas peleas.

Caine asintió en silencio. Quizá Diana no fuera tan refinada como su traje indicaba. Debería haber prestado más atención a la elección de su perfume.

–¿Y eres buena?

–Un estudiante de segundo podría atender los casos de los que me estoy ocupando en este momento. Soy capaz de mucho más… y pretendo llegar a ser la mejor.

–Una ambición admirable –comentó Caine mientras giraba hacia el Comanche y detenía el coche–. Yo me he propuesto la misma meta.

Diana le dirigió una larga y fría mirada.

–Ya veremos quién llega primero, ¿no?

Caine se limitó a sonreír a modo de respuesta.

Sin decir una sola palabra, Diana salió del coche. No iba a dejarse intimidar por sonrisas lobunas o miradas desafiantes. Si había un terreno en el que se sintiera completamente segura, era su trabajo. Y estaba segura de que Caine MacGregor iba a oír su nombre durante años.

–Las maletas de la señorita Blade están en el maletero –le dijo Caine a uno de los botones mientras le tendía una propina y las llaves del coche–. Estoy seguro de que Rena está deseando verte cuanto antes –continuó diciendo mientras agarraba a Diana del brazo–. A menos que prefieras pasar antes por tu habitación.

–No –Rena, no Justin, advirtió Diana. Sintió una punzada de nerviosismo en el estómago que decidió ignorar.

–Estupendo. Entonces vamos a verla inmediatamente.

–Todo esto… –Diana miró a su alrededor, reparando en la elegancia del vestíbulo–, ¿esto es de Justin?

–En realidad él solo es propietario de la mitad del hotel –la corrigió Caine mientras se dirigían al ascensor–. Rena le compró la otra mitad el verano pasado.

–Ya entiendo. ¿Y así es como se conocieron?

–No –soltó una carcajada y Diana volvió la cabeza para mirarlo con curiosidad–. Es una complicada historia familiar. Estoy seguro de que Rena te lo explicará todo… aunque quizá tendrías que conocer a mi padre para comprenderlo de verdad –le dirigió una larga mirada y tomó un mechón de su pelo entre los dedos–. Aunque, pensándolo bien, quizá sea mejor que no lo conozcas, o probablemente terminaría encontrándome yo mismo en una situación similar –mantenía los ojos clavados en los suyos, conmovido por la fragancia seductora y salvaje que envolvía a Diana–. Eres realmente hermosa, Diana –musitó.

Era su manera de decir su nombre, se dijo Diana, la que le causaba aquel extraño y casi desagradable cosquilleo en la piel. Justin era un experto en hacer que las mujeres se sintieran incómodas, se recordó. Lo miró con firmeza.

–Tienes una gran reputación en Harvard, Caine –replicó–. Y no solo en el aspecto intelectual.

–¿De verdad? –aparentemente divertido, le tiró suavemente del pelo–. Tendrás que contarme lo que dicen de mí.

–Hay cosas que es preferible no decir –cuando las puertas del ascensor se abrieron, Diana salió y miró por encima de su hombro–. Aunque a menudo me he preguntado si… la anécdota de la biblioteca está basada en hechos reales.

–Humm –Caine se pasó la mano por la barbilla y se acercó a ella–. Creo que voy a pedir inmunidad diplomática, abogada.

–Cobarde.

–Oh, sí –comenzó a meter la llave del ático en la cerradura, pero de pronto se detuvo–. ¿De verdad se continúa hablando de eso?

Diana intentó dominar una sonrisa mientras estudiaba su rostro. Caine no parecía particularmente avergonzado, pensó con curiosidad.

–La historia contaba con todos los elementos para convertirse en leyenda –le explicó–. Champán y pasión entre un criminalista y una especialista en procedimientos de divorcio.

Caine se encogió de hombros mientras abría la puerta.

–En realidad era cerveza. Ese tipo de detalles tienden a exagerarse con el tiempo –le dirigió la más encantadora de sus sonrisas–. Pero tú no creerás todo lo que oyes, ¿verdad?

Diana le devolvió la sonrisa.

–Sí –contestó y, sin más, empujó la puerta que Caine acababa de abrir y entró en el ático.

No sabía lo que en realidad la esperaba. Pero fuera lo que fuera, tenía muy poco que ver con la cálida elegancia de aquella suite. Los tonos apagados del mobiliario contrastaban con detalles de intenso color; unos inmensos ventanales ofrecían una panorámica maravillosa del Atlántico. Había esculturas, acuarelas en las paredes y todo el mobiliario estaba colocado sobre una mullida alfombra de algodón.

¿Sería aquel el gusto de su hermano?, se preguntó, sintiéndose de pronto más distante de él que nunca. ¿O sería el de Serena? ¿Quién sería aquel hombre con el que había compartido unos padres? ¿Y qué hacía ella allí, abriéndose a sentimientos de los que se había protegido durante la mayor parte de su vida? Tenía que controlarlos de nuevo, se dijo frenéticamente. Aquello era una cuestión de supervivencia. En un momento de pánico, se volvió hacia la puerta, pero se encontró inmediatamente frente a Caine.

–¿De quién quieres escapar? –le pregunto este agarrándola del brazo–. ¿De Justin o de ti?

Diana se tensó.

–No creo que sea asunto tuyo.

–No –se mostró de acuerdo, y bajó la mirada hasta su boca.

Diana estaba rígida, con todos los músculos en tensión. Caine se descubrió preguntándose por lo que sentiría al liberarla de aquella tensión, al traspasar la imagen de control y de elegancia en la que se refugiaba. Él siempre había preferido a mujeres más llamativas. Mujeres que sabían reír y amar sin recelos. Pero aquello sería un reto… en el imposible caso de que llegaran a tener algún tipo de relación.

Por un instante, la tentación de satisfacer su curiosidad se hizo insoportable. Quería acercarse a ella, probar su sabor. Y el hecho de que su respuesta pudiera ser desde la furia a la pasión hacía que le resultara mucho más difícil resistirse.

Diana sintió la llegada del deseo inesperadamente… De pronto, quería ser abrazada, acariciada, poseída. Y, de alguna manera, sabía que Caine podría darle todo eso. No habría preguntas sin respuesta, no habría inseguridades…, solo torrentes de placer y de pasión. No habría que dar razones, ni justificaciones… Con solo quererlo, podría disfrutar de aquel mundo prohibido. Y de Caine.

Por un momento, se debatió entre la tentación y la racionalidad. Sería tan fácil… Un sonido metálico la hizo volverse. Giró la cabeza hacia las puertas de un ascensor en el que ni siquiera había reparado. Sin decir nada, Caine posó las manos en sus hombros y le quitó el abrigo mientras las puertas se abrían.

Diana observó a la mujer que entraba en la habitación. Una mujer no demasiado alta, rubia, vestida con un sencillo traje violeta, a juego con sus ojos.

–Diana –Serena se acercó hasta ella y la envolvió en un cariñoso abrazo–. ¡Me alegro tanto de que hayas venido! –le tomó las manos y la observó–. ¡Eres preciosa! –dijo con una enorme sonrisa–. Y te pareces mucho a Justin, ¿verdad Caine?

–Mmm –Caine permanecía tras ellas, observando el encuentro mientras se encendía un cigarrillo.

Un poco intimidada por aquel recibimiento, Diana retrocedió.

–Serena, quiero agradecerte la invitación.

–Será la última formalidad que recibas de mi parte –le dijo Serena–. Ahora somos familia. Caine, ¿te apetece una copa? Diana, ¿qué quieres beber?

Diana miró a su cuñada y se encogió de hombros.

–Un vermut –nerviosa e incapaz de sentarse, se acercó a la ventana–. El hotel es precioso. Caine ya me ha contado que Justin y tú sois socios.

–De este hotel y de otro que estamos construyendo en Malta –Serena aceptó la copa que Caine le tendía y se sentó en el sofá.

–He descubierto que Diana y yo somos vecinos –Caine cruzó la habitación con otro vaso que le tendió a Diana.

–¿De verdad? –Serena estaba sorprendida.

Por fin había pasado aquel extraño momento, se dijo Diana. Y habían sido los nervios, no el deseo, los responsables de aquella rara sensación, pensó mientras tomaba su copa. Se miraron a los ojos y sus dedos se rozaron. Y Diana deseó sentirse más segura de lo que pensaba.

–Sí –se apartó deliberadamente de Caine para mirar a su hermana–. Ha sido toda una coincidencia.

Caine sonrió lentamente mientras deslizaba la mirada por la espalda de Diana.

–Y no ha sido la única –comentó mientras se acercaba de nuevo al mueble-bar–. Tenemos la misma profesión.

–¿Eres abogada? –Serena observó a Diana. Al parecer, su hermano no había perdido el tiempo.

–Sí. Estudié en Harvard unos cuantos años después que Caine –Diana miró su bebida, deseando no haberla pedido–. Pero en la facultad todavía se habla de él.

Serena echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

–Oh, no lo dudo. Y estoy segura de que la mayor parte de lo que se cuenta es bastante sabroso. Caine… –se interrumpió de pronto y le dirigió a su hermano una provocativa sonrisa–, siempre he tenido curiosidad por todas las cosas que no nos has contado.

–Tu fe en mí es conmovedora –musitó Caine.

Esos dos tenían una relación muy estrecha, pensó Diana. Habían compartido años de convivencia y sabían cientos de cosas el uno del otro. Continuaba con la mirada clavada en su bebida, sin saber muy bien lo que estaba haciendo allí.

–Serena –comenzó a decir–, quiero que sepas que te agradezco mucho tu invitación, pero me pregunto… –Diana se interrumpió un instante e intentó darse fuerzas bebiendo un sorbo de vermut–. Me pregunto si Justin se siente más cómodo que yo con toda esta situación.

–Él no sabe que estás aquí –cuando Diana levantó la mirada, Serena continuó rápidamente–. No estaba segura de si vendrías, y no quería que sufriera si rechazabas su invitación.

–¿De verdad crees que sufriría? –musitó Diana, elevando su vaso otra vez.

–No lo conoces –respondió Serena–. Yo sí –la fría y silenciosa mirada que Diana le dirigió fue tan parecida a la de Justin que a Serena se le encogió el corazón–. Diana, creo que sé cómo te sientes. Y por favor, trata de comprenderlo. Él es…

Al oír el ascensor, Serena se interrumpió. Maldita fuera, ¡habría necesitado unos minutos más! Observó a Diana y vio que su cuñada permanecía en un tenso silencio. Miró impotente a Caine y este se encogió de hombros en respuesta. En ese momento se abrieron las puertas.