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FERNANDO PÉREZ-BORBUJO (ED.)

 

 

 

 

IRONÍA Y DESTINO

 

 

LA FILOSOFÍA SECRETA DE SØREN KIERKEGAARD

 

 

 

 

 

 

 

Herder

 

 

Esta obra ha contado para su edición con una ayuda del proyecto de investigación «Schelling-Kierkegaard. La génesis de la angustia contemporánea» (FFI2008-00402), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación.

 

 

Diseño de la cubierta: Ana Yael Zareceansky

Maquetación electrónica: José Luis Merino

 

© 2013, edición, Fernando Pérez-Borbujo; capítulos individuales, los autores

© 2013 Herder Editorial, S.L., Barcelona

 

© 2013, de la presente edición, Herder Editorial, S. L.

 

ISBN: 978-84-254-3087-9

 

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los títulos del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

 

 

Herder

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ÍNDICE DE CAPÍTULOS

 

 

Introducción

 

Quellenforschung y la relación de Kierkegaard con Hegel: algunas consideraciones metodológicas

 

El espejismo de la inmediatez: lo estético en Søren Kierkegaard

 

Kierkegaard: una filosofía de la acción ética

 

La búsqueda de dios en Kierkegaard

 

La crítica al orden establecido

 

 

 

 

INTRODUCCIÓN

 

Fernando Pérez-Borbujo

 

 

Nos encontramos en plena celebración de los 200 años del nacimiento de Søren Kierkegaard (1813-1855). Teólogo, filósofo, pensador religioso, personalidad inclasificable y controvertida que sigue siendo referencia obligada para casi todos los pensadores contemporáneos.[1] ¿Por qué este interés por la figura y la obra del pensador danés? Quizá el interés radique en que aún hoy, 200 años después de su nacimiento, el significado de la obra kierkegaardiana sigue siendo un misterio, como si fuera imposible desentrañar su secreto. Más aún, podríamos afirmar que la filosofía kierkegaardiana es una «filosofía del secreto». Kierkegaard, mejor que nadie, entendía la dimensión crítica de toda obra. Sabía cómo funciona la relación texto-lector, manejaba perfectamente los hilos de la recepción, y ejerció, con plena conciencia, una filosofía hermética, cerrada, como un puerco espín, a la curiosidad morbosa de lectores, estudiosos e intérpretes.

Esta, que pudiera parecer, a primera vista, la gran virtud del corpus kierkegaardiano, constituye también su gran debilidad. El gran Heráclito pasó a la historia de la filosofía con el sobrenombre de «el oscuro», dada su escritura fragmentaria, hermética, refractaria e imposible de descifrar, y esa oscuridad ha dado lugar a una hermenéutica infinita. De igual modo, el corpus kierkegaardiano ha reunido en torno de sí una ingente producción hermenéutica e interpretativa, o, por decirlo con palabras de un filósofo francés, gran lector de Kierkegaard, un «conflicto de interpretaciones».[2] Encontramos en torno a la figura de Kierkegaard las más variadas, y a veces contrapuestas, interpretaciones. Para unos el autor danés era un ser atormentado, egoísta, esquizofrénico; un claro caso para el psicoanálisis y la terapia. Para otros, era una especie de Don Juan literario-musical, hedonista y libertino. Para otros, el padre de la filosofía existencial, el gran descubridor de la condición frágil, voluble, finita, histórica y cambiante de la condición humana. Para los demás, el gran adalid de la filosofía anti-hegeliana y el defensor a ultranza del individuo y la singularidad; un verdadero defensor del liberalismo. Otros lo consideran el primer crítico de la Iglesia danesa y del cristianismo de la época, en el que puede leerse una implícita crítica a la emergente «sociedad de masas», en la línea de otro pensador tan aparentemente alejado de él como Friedrich Nietzsche.[3] Unos creen encontrar en Kierkegaard al padre de la filosofía asistemática y excéntrica, mientras que otros no ven en él sino a un epígono coherente y terminal de la gran filosofía del idealismo alemán.

En fin, la lista que glosaría esta hermenéutica infinita sería prolija y abarcaría todas las esferas de la existencia humana, desde la ética, la estética y la religión hasta la crítica social, la poética, la política, etcétera. Lo cierto es que hay algo en Kierkegaard que sigue despertando el interés, incluso en una sociedad descristianizada, descreída, atea y nada idealista como la actual. La mirada contemporánea ha sabido encontrar en Kierkegaard nuevos aspectos, antes ocultos o relegados a un segundo término. Kierkegaard parece mostrar una polifonía de voces capaz de abarcar al público[4] más amplio, sin dejar nada al margen, fuera de sí. Su mirada, universal y polifónica, es cercana a amplios sectores de la humanidad, de ideología e índole diversas. Kierkegaard quizá podría haber dicho de sí mismo lo que aquel demonio a Jesús de Nazaret cuando se disponía a expulsarlo: «Legión es mi nombre».[5] Tal vez este extraño caso de «demonismo» pueda explicar el interno secreto de una filosofía que sigue vigente, con toda su fuerza y frescura, hasta el día de hoy.

 

 

1. KIERKEGAARD AYER Y HOY

 

La primera recepción del pensamiento de Kierkegaard se produjo en fecha temprana y, con la aparición de Ser y tiempo (1927) de Martin Heidegger, se proclamó a Kierkegaard el padre de la filosofía existencial por haber descubierto la más profunda realidad humana: la angustia. Esta angustia constituye sin duda un elemento esencial en la producción kierkegaardiana, como lo muestran sus obras El concepto de la angustia y La enfermedad mortal —escritas bajo los seudónimos de Vigilius Haufniensis y Anti-Climacus, respectivamente—. En realidad, en pleno período de entreguerras, la cuestión de la libertad humana y de la muerte como elementos de una concepción angustiada y angustiante de la existencia humana encuentran un eco y una aceptación inmediatos. En este ambiente, la recepción del pensamiento kierkegaardiano en el ámbito de la filosofía española se produce mediante la controvertida figura de Unamuno.[6] En tierras mediterráneas Kierkegaard evocará siempre la angustia de la existencia como elemento determinante del vivir humano confrontado con el vértigo de la libertad y la realidad ineludible de la muerte. Ese ethos es bien acogido por un pueblo que posee un sentimiento trágico de la vida.[7] Todos los comentaristas hispánicos posteriores se harán eco de esta dimensión.[8]

En este primer estadio de la recepción de su obra, Kierkegaard es calificado, erróneamente, de «padre del existencialismo».[9] Dicha concepción viene unida, indesligablemente, a su preocupación por la dimensión teológico-religiosa. En ella se debate la cuestión del fideísmo y el irracionalismo en el famoso «salto de la fe». Un iluminismo suprarracional, que va más allá de cualquier concepción racional de la fe, o que intenta armonizar fe y razón, parece ser la base de un decisionismo sentimental que continúa la línea abierta por Jacobi y Schleiermacher en el ámbito del pensamiento alemán.[10] La figura emblemática del «caballero de la fe», ese Abrahán obligado por un Dios cruel a sacrificar a su hijo, personaje que simboliza una forma religiosa de existencia sustentada en la fe en la paradoja, que tanto predicamento ha tenido en tierras dadas al quijotismo como la nuestra,[11] encarna la presencia de instancias suprarracionales, o infrarracionales, en la propia experiencia vital. Existencialismo y absurdo o paradoja han abierto una línea fecunda que ha llegado hasta pensadores como Sartre o Camus en el siglo XX, aunque la diferencia con ambos sea significativa.

Tras esta recepción del pensamiento kierkegaardiano en época de entreguerras, tuvo lugar la lectura de Kierkegaard como crítico de Hegel y del idealismo alemán. Esta interpretación, que apareció en torno a los años cincuenta y sesenta, coincide con la crítica de Hegel que se realizó en Francia en la misma época, con la emergencia del pensamiento de Schelling, el psicoanálisis y el posestructuralismo, este último de inspiración nietzscheana. En realidad, la crisis del marxismo, el positivismo y el cientificismo condujo a una visión crítica del auge del pensamiento sistemático hegeliano, tan en boga durante los años treinta, cuarenta y cincuenta. En este sentido empiezan a descubrirse los puntos críticos del pensamiento kierkegaardiano respecto a Hegel y el idealismo alemán. «Existencia» y «sistema» serían instancias irreconciliables. Todo pensamiento especulativo, reflexivo, de carácter lógico, debía conducir a fabulosas construcciones conceptuales en las que, según afirma Kierkegaard, refiriéndose al sistema hegeliano, era imposible habitar. Dicha concepción enfatizó el carácter individual, singular, del sujeto reflexivo frente a la dimensión comunitaria del espíritu absoluto hegeliano, que acabaría en la realidad estatal como forma de su realización histórica. En esta línea Thulstrup sería uno de los grandes incentivadores de la investigación que relaciona las propuestas de Hegel y de Kierkegaard.[12]

Ese carácter lógico-sistemático de la reflexión absoluta hegeliana va acompañado además de una teoría de la historia. La historia, entendida como historia universal, ámbito del desarrollo de un único sujeto, el espíritu absoluto, en su camino a la autoconsciencia de sí, constituye la aportación más rica de la filosofía hegeliana. El existencialismo kierkegaardiano se vería, pues, como una crítica a cualquier forma de absolutización de la esfera histórica como ámbito necesario para que el individuo devenga consciente de sí.[13] Kierkegaard encarnaría la visión de un pensamiento poético, intuicionista, anti-ilustrado y no historicista. El individuo no seguiría el devenir histórico como espacio privilegiado de autoconocimiento. La verdadera autognosis estaría regida por la visión irónico-socrática de la historia, la propia de un período de acabamiento y crisis,[14] en la que el desenmascaramiento, el desdoblamiento y la ocultación muestran una carencia de identidad.

Pero será en una tercera etapa de la recepción de la obra kierkegaardiana —la correspondiente a una conciencia madura del papel del lenguaje en la vertebración del pensamiento humano, que se corresponde con los años sesenta y setenta, o sea, con la pragmática lingüística y el nacimiento de la posmodernidad— cuando se ponga de manifiesto la importancia de la estrategia de los seudónimos en Kierkegaard,[15] su autoconsciencia lingüística en el distinto papel de los heterónimos y las estrategias de comunicación indirecta. En ellas aparece un Kierkegaard en el que las conexiones entre filosofía y literatura, en la línea de Derrida y la deconstrucción, o de los epígonos de la hermenéutica ricœuriana, se multiplican especularmente. La figura del «poeta», no en el sentido romántico del término, sino en el posmoderno, se impone cuando se considera a Kierkegaard como una suerte de precedente de la metaliteratura, tal como cabe encontrarla en Pessoa, Calvino o Borges. Esta consideración de Kierkegaard se halla simbolizada por la imagen del «laberinto», tan cara a la posmodernidad.[16]

Esta línea coincide con la de la reivindicación de los aspectos psicoanalíticos de la biografía de Kierkegaard.[17] De acuerdo con ella, la relación del padre de Kierkegaard con una criada poco antes de la muerte de su primera esposa, la muerte sucesiva de los hermanos de Kierkegaard, el juramento contra Dios del padre en un momento de desesperación, la malformación física de Kierkegaard y su cojera dejan de ser anécdotas para elevarse al nivel de verdaderas categorías filosóficas. Sin duda, este gusto por los aspectos autobiográficos del pensamiento kierkegaardiano coincide con el auge, no tanto de Freud, como de Lacan y sus seguidores en la filosofía francesa de la época, con su peculiar hermenéutica de las autobiografías.

Será, empero, en la década de los noventa cuando los estudios críticos de Kierkegaard empiecen a alcanzar suficiente madurez, cuando lleguen las retractaciones y las correcciones. En este período se revisará la imagen de Kierkegaard como crítico del hegelianismo e incluso se llegará a la conclusión de que el conocimiento que Kierkegaard tenía de Hegel era insuficiente y de que muchas de sus críticas se dirigían contra pensadores y teólogos daneses de su época, cuya asunción de cierto hegelianismo o racionalismo dogmático en la esfera teológica poco o nada tenían que ver con los asertos de Hegel. El descubrimiento del papel que la Edad de Oro danesa ha tenido en el pensamiento de Kierkegaard, la reivindicación de un cierto localismo y de la necesidad de una correcta contextualización histórica del pensamiento de su pensamiento se inició bajo la figura señera de Thulstrup y los estudios promovidos por la Sociedad Kierkegaard de Copenhague.[18]

Esta revisión del antihegelianismo de Kierkegaard ha coincidido con la reivindicación de la filiación de Kierkegaard con el idealismo alemán, a través de las figuras de Schelling y Hamann.[19] En el caso de Schelling, se ha puesto de manifiesto la influencia de las Lecciones de Berlín en la elaboración del proyecto kierkegaardiano,[20] y sobre todo en su concepción de la angustia y la desesperación en relación con un concepto absoluto de libertad de raíz luterana.[21] De esta manera se modifica la visión de un Kierkegaard «revolucionario» y «rupturista» por la de uno epigonal y continuista, que ya fue adelantada en cierto modo por Adorno en su clásico estudio.[22] Esta línea concibe que, a pesar de las críticas y diferencias patentes en torno a la paradoja de la fe y la reivindicación del individuo y la existencia, en Kierkegaard se puede apreciar una filosofía sistemática que se configura al modo de un Bildungsroman, similar a La fenomenología del espíritu, en la que el individuo realiza su aprendizaje transitando por las diferentes esferas o estadios existenciales (estético, ético y religioso) y en la que se puede identificar claramente una psicología evolutiva de carácter espiritual.[23]

Sin duda la historia de la hermenéutica infinita que rodea el secreto kierkegaardiano ha de proseguir en el futuro, produciendo una fecunda labor. Quizá ajustando nuestra visión simple a la extraordinaria riqueza polifónica desplegada por su autor en época ya lejana y remota en el tiempo histórico, pero muy cercana en el tiempo existencial, podríamos llamar a Kierkegaard, sin temor a equivocarnos, «nuestro contemporáneo».[24]

 

2. EL PRESENTE VOLUMEN

 

Con la intención de dar a conocer algunos de los nuevos aspectos analizados en la obra de Kierkegaard en la última década, se ha confeccionado el presente volumen que el lector tiene en sus manos. En él, algunos de los estudiosos de la obra kierkegaardiana actualmente más reconocidos nos abren los ojos a una concepción poliédrica del genio danés.

En el primer ensayo, Jon Stewart —profesor catedrático del Centro de Investigación Søren Kierkegaard en la Universidad de Copenhague, presidente de la Sociedad Kierkegaard y uno de los más grandes editores y críticos del pensamiento kierkegaardiano— nos hace algunas advertencias metodológicas para evitar los graves errores de interpretación y los tópicos que dominan la lectura de la obra de Kierkegaard. Para ello, nada mejor que aplicar el método de la Quellenforschung: la investigación histórica de las fuentes. Esta metodología nos permite contextualizar históricamente el pensamiento de Kierkegaard, al conocer los verdaderos referentes de sus escritos polémicos, sus interlocutores reales y sus genuinas preocupaciones. El autor denuncia los tópicos a los que han dado lugar los equívocos, que ponen de manifiesto el desconocimiento del background histórico. De ese modo, con cuatro ejemplos concretos (Martensen, Adler, Heiberg, Grundtvig) nos muestra cómo los investigadores han confundido en muchos casos a los interlocutores reales de los escritos polémicos de Kierkegaard por ignorar el contexto histórico danés. En el primer caso, el de Martensen, Stewart señala que la polémica en torno al «De omnibus dubitandum est» nada tiene que ver con una disputa antihegeliana, como se había creído originariamente, sino con Martensen, obispo de Zelanda, objeto de numerosas críticas por parte de Kierkegaard y uno de los más importantes receptores de Hegel en Dinamarca.

Un caso análogo encontramos en la introducción a El concepto de la angustia (1844) —concebido como un ataque directo a La ciencia de la lógica de Hegel—, donde su autor seudónimo, Vigilius Haufniensis, se opone a que una categoría existencial como la de realidad efectiva o actualidad (Virkelighed) sea empleada para cerrar un tratado de lógica. De hecho, dicho texto de Hegel no finaliza con el tratamiento de esa categoría existencial, de la que se ocupa en la sección segunda de la obra, pero sí lo hacen así Las conferencias populares sobre la lógica objetiva de Hegel, impartidas por el pastor Adolf Peter Adler, contra las cuales va dirigida en realidad la crítica kierkegaardiana. Su autor también fue blanco de las invectivas de Kierkegaard en El libro de Adler, por pretender que la divinidad lo había hecho objeto de una revelación particular.

Todavía más flagrante resulta la crítica que el seudónimo Nicolaus Notabene dirige en sus Prefacios (1844) a la idea de «sistema». En cuanto leían el término «sistema» los estudiosos de Kierkegaard pensaban inmediatamente en Hegel, cuando lo cierto es que la obra va dirigida contra J. L. Heiberg, crítico acérrimo de O lo uno o lo otro y de La repetición, que durante treinta años estuvo prometiendo un sistema, formado por una estética, una ética y una dogmática, que nunca llegó a realizar (cf. infra pp. 65s.).

El último ejemplo que viene a ilustrar esta historia equívoca de la recepción de Kierkegaard es el Post scriptum no científico y definitivo a las Migajas filosóficas, en el que Climacus nos plantea la necesidad de aprehender subjetivamente la verdad histórica del cristianismo, para lo cual lleva a cabo una crítica del método histórico y del historicismo, así como de cualquier intento de aproximarse por vía histórica a una verdad universal y trascendente. El profesor Stewart argumenta, con numerosas pruebas, que dicha polémica tenía que ver en realidad con el Manual de historia del mundo, con el que Grundtvig se embarcó en un proyecto verdaderamente megalómano: elaborar una historia del mundo que debía culminar con el florecimiento del cristianismo en Escandinavia. El tono irónico de Climacus y las múltiples referencias a esa obra muestran de manera contundente que el escrito se dirige contra dicho proyecto.

Con estos ejemplos el profesor Stewart evidencia que los elementos que se han considerado siempre como parte de la crítica kierkegaardiana a Hegel (el carácter totalizador, lógico, sistemático e histórico), en realidad iban dirigidos más bien contra la asimilación de un hegelianismo disperso y popular, presente en muchos de sus coetáneos. Como vemos, este método histórico de investigación tiene muy en cuenta la importancia de los Papeles (Papirer) y los Diarios (Journalen), escritos que proporcionan un ingente material sobre el contexto histórico en el cual se mueve la reflexión kierkegaardiana. De un modo claro, esta metodología es heredera del descubrimiento llevado a cabo sobre las relaciones del pensamiento de Kierkegaard con la Edad de Oro danesa.[25]

En el segundo ensayo, el profesor Jacobo Zabalo nos sumerge en las líneas difusas de lo que en Kierkegaard se ha venido denominando «esfera estética», como veremos, teñida siempre de trascendencia o preñada de una dimensión religiosa. Dicha esfera se caracteriza, según Zabalo, por la vivencia melancólica, verdadera enfermedad del alma,[26] que hará afirmar al mismo Kierkegaard: «Mi pena is my castle». Esa esfera estética es indesligable también de la ironía, de la vivencia de la contradicción entre la idealidad del lenguaje y la realidad sensorial. La ironía señala los límites en ese juego entre verdad y ocultación, entre lo que se quiere revelar y lo que no se puede desvelar. En este juego de ocultación y revelación, de enmascaramiento, se incardina el papel de la seudonimia, auténtico coro de heterónimos en el que el poeta se verá envuelto y deglutido.[27]

Para ilustrar esa figura del melancólico que vive entre la ocultación y la verdad, entre el deseo y su escenificación, Zabalo analiza el personaje de don Giovanni, encarnación del deseo imposible de colmar, de la imposibilidad del goce como autocontradicción misma de la esfera estética que marca su dimensión tragicómica. En ese mito se escenifica el tema del extravío, en el que el melancólico busca el consuelo en el goce de la carne prometido por una música más celestial que terrestre, por una extraña forma de «erotismo musical»[28]. Plenamente emparentada con Fausto, como ya indica el propio Kierkegaard, el alma del esteta puede afirmar: «Peca todo aquel que, haciendo abstracción de lo eterno, quiere vivir en el instante».

De un modo claro puede hablarse de una angustia del esteta, una «espina en la carne» del poeta, que nada tiene que ver con la desesperación espiritual que aboca a la trascendencia de estadios ulteriores, sino más bien con el problema de lo eterno femenino como reverso siniestro de una existencia melancólica y desgraciada en la que el anhelo de salud se ve continuamente burlado y frustrado.

El melancólico cierra el círculo con la recreación rememorativa de un amor frustrado, imposible, un amor de lo que podría haber sido como origen de la eterna melancolía rememorativa que lo corroe. Tal es el tema central de O lo uno o lo otro y de La repetición, ejes vertebradores de la esfera estética, marcada por la ruptura sentimental con Regina Olsen, con quien Kierkegaard estuvo comprometido. El rechazo de la vía matrimonial supone asumir un pathos sacrificial que tiene que ver con la renuncia a la inmediatez, con la asunción ad litteram de una theologia crucis, en la que la elección se verifica para la conciencia creyente mediante el sufrimiento libremente asumido de una existencia que encuentra su alegría en el dolor.[29]

Será en el tercer ensayo, el de María J. Binetti, donde nos elevemos a la esfera ética: el reino de la libertad. Pero dicha libertad es entendida, en continuidad con el planteamiento idealista, como realidad absoluta,[30] razón por la cual la autora nos habla de la polisemia de lo ético en Kierkegaard, que posee, no obstante, un profundo denominador común: «La puesta en acto y en finitud de una libertad infinita» (infra, p. 155).

Con su noción de libertad, Kierkegaard critica la concepción romántica,[31] ya denunciada previamente por Hegel, en la cual la infinitud de la libertad subjetiva es puramente negativa: la pureza del alma bella que no se liga a nada concreto y huye de todo compromiso con la finitud y con el momento histórico. Esta concepción romántica de la infinitud es, en el fondo, netamente nihilista y destructiva, solo busca una falsa reconciliación mediante el arte, ya que no ha asumido el desgarro y la escisión internos que implican para lo infinito concretizarse.

La libertad infinita que se revela a la subjetividad debe encarnarse, realizarse en la circunstancia concreta, modalizarse con la ocasión. Para ello la libertad infinita se le aparece a la conciencia humana como idea, como el contenido formal-posible de la elección.[32] En este concepto de idea referida a la libertad infinita que ha de realizarse en el momento concreto, en el cual resuenan nociones como la interpretación idealista del carácter, o la neoplatónica del alma humana conectada con el alma del mundo, la filosofía de la libertad de Kierkegaard se acerca a la filosofía hegeliana del espíritu en la que la Idea originaria se encarna en la finitud porque es dinámica en sí y ha de devenir consciente de sí, para sí. Por eso el problema de la libertad no consiste en querer el bien o el mal, sino en elegir el querer originario por el cual ambos se encuentran afirmados. Se trata de la elección del sí mismo, la ligazón apasionada con el yo esencial como fundamento de la necesidad de la acción propia en la que se integra lo casual, lo contingente y lo azaroso en la propia autoconstitución; de esta unión con uno mismo que se va realizando en el curso de la historia.[33]

La dimensión ética, que es una decisión fundante, creadora de un orden nuevo, nace con la muerte a lo inmediato, con el deslindamiento de lo que es y la búsqueda de la solitudo, para el encuentro del yo consigo mismo, con su fuente originaria. La manera en que se relaciona el yo esencial con el yo accidental tiene que ver con el deber, con la eternidad que caracteriza a lo ético. Este deber es universal, lo cual muestra la igualdad de todos los hombres en tanto que en ellos inhabita una única esencia que es la potencia infinita de poder devenir espíritu.

No obstante, el gran problema de la libertad es superar el carácter abstracto de la ley vacía, asumiéndola en el pathos de la intimidad. Pero aquí Kierkegaard, según la autora, rompe con la visión horizontal de la Sittlichkeit hegeliana, en la que la libertad individual es subsumida en la moral del Estado, para poner al individuo en relación con la otredad trascendente de la esfera religiosa. Será Abrahán, el padre de la fe, personaje central de su obra Temor y temblor, quien protagonice el pasaje de lo universal a lo absoluto, mediante la suspensión teológica de lo ético, con una acción comprometida por la pasión de la fe.

Vemos cómo para la autora lo ético se encuentra en las tres dimensiones o esferas del existir humano (estética, ética y religiosa), y que, por ello, la libertad es un fenómeno que atraviesa todo el existir humano y no puede limitarse a una única esfera.

Rompiendo con esta visión continuista de Kierkegaard, el profesor Francesc Torralba nos introduce en la dimensión religiosa. Partiendo de la clave teológica, analiza uno de los escritos llamados de «comunicación directa»[34] de Kierkegaard, cuyo título es bastante revelador: «Con ocasión de una confesión», recogido en Tres discursos concretamente circunstanciales (1845). En él Kierkegaard habla directamente, sin presupuestos filosóficos, de la búsqueda de Dios en el género humano, la cual se desarrolla en tres fases: la mitológica-politeísta, en la que los dioses se identifican con cosas materiales, con ídolos; la del monoteísmo judío, en la que aparece la figura de un Dios espiritual, creador e invisible, que rechaza toda forma de representación sensible; y, para finalizar, la del cristianismo, con un Dios encarnado en la persona de Cristo, con toda la tensión y ambigüedad que implica el estatuto de este Hombre-Dios, su doble naturaleza y su unidad internas.

Esta búsqueda de Dios que se da en la historia humana tiene lugar también en la interioridad de cada ser humano. Tan solo un encuentro personal del individuo con la divinidad en lo interno de su corazón puede propiciar el reconocimiento del propio pecado y de la debilidad, y el desvelamiento de la infinita perfección de Dios. Solo en la unión dialéctica entre la bajeza y la humillación del hombre y la exaltación de Dios, expresada en el ideal espiritual de pureza de corazón, se puede gozar de la experiencia de Dios. Así lee Kierkegaard la bienaventuranza más enigmática: «Porque solo los puros de corazón verán a Dios».[35]

Frente al Dios racionalista, reducido al estatuto de mera Idea autoevidente, Kierkegaard aboga por un Dios misterioso, imprevisible, que sorprende continuamente al hombre: «Mis caminos no son vuestros caminos». Un Dios que no se deja reducir a idea pasiva e inactiva, un Dios que toma la iniciativa, es un Dios de la Revelación. Es mediante la Revelación (Offenbarung) que participamos del conocimiento que Dios tiene de sí mismo. Esta relación paradójica implica que el conocimiento que el hombre tiene de Dios es a la vez negativo (finito) y positivo (participa del conocimiento que Dios mismo tiene de sí mismo).

Esta doble relación del ser finito, inhabitado por la divinidad, constituye la condición a priori, trascendental, que se manifiesta en la disposición natural del hombre a la plegaria, a la oración.[36] Kierkegaard ha emprendido una verdadera reflexión en torno a la oración y, en consonancia con la más antigua tradición, ha llegado a la conclusión de que la verdadera plegaria no consiste en pedir mucho a Dios, sino en llegar a entender lo que Dios quiere de uno. Esta verdadera inversio cuore que tiene lugar en la oración fue identificada por los místicos como el vaciamiento o el desprendimiento interiores que posibilitan la revelación interna de Dios en la vivencia mística.

El propio Kierkegaard define este nivel último de conocimiento en el cual la razón choca con sus límites y entra en una posición extática cuando se refiere a los niveles o grados de conocimiento (mitológico, imaginario, conceptual, científico y absurdo). La lógica del absurdo es la de los límites de la ciencia en tanto que descubre que comprende que no comprende. Cuando la razón sale de sí misma aparece la fe como revelación interior, como sensorium anterior a toda comprensión teológica: credo ut intelligam.

En una segunda parte de su ensayo, Torralba aborda el clásico tema teológico-filosófico de la demostración de la existencia de Dios, y no es de extrañar que en el pensamiento kierkegaardiano se produzca una inversio de todas las categorías ontológicas tradicionales. De este modo la diferenciación entre ser y existencia, idealidad y realidad es entendida como la diferenciación entre ser posible (en cuanto ser ideal) y ser real (en cuanto existente). Estas distinciones entre el quid y el quod, entre Was y Dass tienen que ver con la crítica que Schelling realizó del pensamiento hegeliano, cuando aquel intentó identificar esencia y existencia. Pero, con su planteamiento, Kierkegaard cae en una extraña paradoja, mejor dicho, en una clara contradicción, pues afirma que Dios es pero no existe y que adquiere existencia tan solo por la fe del creyente. Dios sería un mero ser ideal, omniposible, tan solo conceptual, presente en el pensamiento humano en cuanto idea, que adquiere existencia por la fe del creyente (cf. infra, pp. 237s.).

No es de extrañar, por tanto, que Kierkegaard desconozca las pruebas a posteriori del argumento de la existencia de Dios (las cinco vías de santo Tomás) y que retome tan solo el argumento ontológico de san Anselmo, tal como fue leído por Descartes, Leibniz o Kant, de modo que, desde esa lectura de la esencia divina como omniposibilidad, la existencia de Dios en la figura de Cristo (el misterio de la Encarnación) se vuelva paradójica, tal como la formula Anti-Climacus en Ejercitación del cristianismo.[37]

Finalmente, en el último ensayo, abandonamos esta esfera de la pura interioridad, propia de la religiosidad protestante entendida en clave agustiniano-paulina, para abordar un aspecto menos conocido o menos atendido por la crítica: la dimensión social. Siempre se ha visto a Kierkegaard como el baluarte de la filosofía individualista, interiorista y singular. Sin embargo, Luis Guerrero aborda en su ensayo esa olvidada dimensión de su producción: la de la crítica social e histórica, su profundo compromiso ético-religioso con su tiempo y su análisis del espíritu de la época (Zeitgeist). Para ello parte de las anotaciones realizadas por Kierkegaard en su primer escrito, su tesis doctoral, Sobre el concepto de ironía, en las que se analiza la ironía en la figura de Sócrates como un fenómeno propio del final de una época. Precisamente en los momentos históricos de crisis, de cambio, de transición, aparecen las tres figuras más complejas de la historia: el profeta, el héroe trágico y el ironista. El profeta mira hacia el futuro para prever lo nuevo que ha de advenir; el héroe trágico lucha denodadamente para su implantación; y el ironista mira al pasado para mostrar su contradicción interna, su falta de vigencia y validez y su derrumbamiento.

La diferencia entre la concepción kierkegaardiana de la ironía socrática y la hegeliana es que Hegel cree que la actitud de Sócrates no es una posición existencial real, ligada al momento histórico, sino una pose, un método retórico. Por el contrario, Kierkegaard cree que Sócrates encarna la vivencia trágica de una época de crisis, en la cual toda mirada melancólica al pasado se ve anulada por el poder corrosivo de la crítica socrática. Ni el consuelo de una filosofía de la naturaleza, ni la ingenua creencia en los viejos dioses y el poder del mito —causa de su condena por impiedad y corrupción de los jóvenes—, ni la sabiduría tradicional son ahora suficientes. Irrumpe, pues, la verdadera conciencia individual como camino solitario de un buscador sediento para el cual se han cerrado las puertas del pasado. Dicha irrupción coincide con la emergencia de la conciencia individual en la tragedia, para la que el destino se ha vuelo incomprensible y que se enfrenta a él y a la norma social con un verdadero acto de rebeldía.[38]

Es en El concepto de la angustia (1844) donde se encuentra la peculiar filosofía de la historia de Kierkegaard, según Guerrero. En su indagación en torno a la realidad del mal y su herencia en la especie humana, Kierkegaard elaborará un concepto de historia en el que el individuo es simultáneamente el individuo y la especie,[39] o sea, adelantándose una década a las tesis darwinistas, se percibe que es imposible deshacer la relación dialéctica existente entre individuo y especie, que al mismo tiempo habla de la interacción entre la historia del individuo y la historia de la especie como tal. Será aquí donde emerja, con fuerza inusitada, el concepto de «espíritu» que define la angustia como tendencia histórica y como herencia genética que impiden una concepción aislada del individuo al margen de la historia y de la genealogía. De ahí la preocupación creciente de Kierkegaard por el efecto de la herencia biológica de sus padres en él, pero sobre todo por las señales y los signos del tiempo histórico que le tocó vivir.

En La época presente, reseña de un libro publicado por la madre de Heiberg, alude a una crítica de su tiempo como época romántico-reflexiva, que se pierde en el ámbito de la fantasía, de la pura posibilidad en la que no hay necesidad, realidad o actualidad. Esta exaltación de una fantasía libre que se desvincula de la realidad marca la falta de compromiso, de implicación y de apasionamiento. Tales son los rasgos que Kierkegaard presentará en La enfermedad mortal como elementos propios de la desesperación, que consiste en la pérdida del yo. Esa pérdida de la individualidad se produce paradójicamente por un aumento del asociacionismo, por la ausencia de proyectos propios, porque el poder de la masa sustituye a la realidad comprometida del individuo.[40]

 

 

3. KIERKEGAARD: FILÓSOFO DE LA CRISIS

 

Tras este recorrido por la diversidad de recepciones y por el carácter poliédrico de la figura de Kierkegaard, favorecido por su estrategia comunicativa y por su estilo literario, no queda más remedio que preguntarse: ¿queda algo que descubrir tras este carrusel de máscaras?, ¿existe alguna unidad en el marco de una obra tan fragmentaria y escurridiza?, ¿es posible desvelar el misterio de ese pensamiento, adentrarse en su secreto?

La lectura «meditada» de los escritos kierkegaardianos nos puede acercar a verdades profundas y estables sobre la condición humana. Son numerosas, y en esta breve introducción solo quisiéramos señalar algunas de las más sobresalientes:

 

 

3.1 El malestar en la cultura del fin du siècle: la crisis

 

En toda la producción kierkegaardiana se deja sentir, de un modo palpable, lo que Freud denominó «el malestar de la cultura». Como ya dejó claro en su Nota sobre literatura y en su análisis en La época presente, así como en la polémica de El corsario, Kierkegaard tematiza en carne propia un período de crisis sin precedentes. De un modo palmario esta crisis es, para él, una crisis espiritual en la cual se produce la descristianización de la cristiandad, lo que Nietzsche, el pensador más cercano a Kierkegaard, llamaba la «muerte de Dios». Dicho proceso espiritual tiene unas consecuencias psicológicas y sociológicas profundas: el advenimiento del hombre-masa, la pérdida de la individualidad, la huida de la realidad mediante la fantasía, la profunda escisión entre pensamiento y convencimiento, la caída en formas de sensualismo que se corresponden con un espiritualismo degradado, la insensibilidad de las conciencias ante la grandeza de la paradoja, el decaimiento de la conciencia ética. Sin duda, esta dimensión de crítica social, análisis histórico y filosofía de la crisis presenta un gran interés para nuestro tiempo presente.[41]

 

 

3.2 El imperativo interior de la subjetividad el décalage con la exterioridad

 

No obstante, el planteamiento kierkegaardiano ante la crisis se distancia de cualquier intento de solución social o colectiva. La crisis responde, antes que nada, a una dimensión ético-religiosa, apela a un imperativo de la conciencia individual, la cual ha de responder de manera singular. Por eso la vía para la solución de un tiempo histórico en crisis es la interioridad,[42] la profundización en el conocimiento propio, el uso y la responsabilidad de la libertad propia. Ese camino viene marcado para Kierkegaard por la soledad, la incomprensión y el padecimiento. Es la vía de la autenticidad, como luego la analizaría Martin Heidegger en su obra Ser y tiempo, al hablar de la confrontación con la muerte propia, la asunción de la finitud y la necesidad del compromiso ético, pero prescindiendo del elemento principal para el pensamiento kierkegaardiano, la trascendencia.[43]

Ese camino se encuentra plagado de obstáculos, de pruebas y de engaños que el sujeto ha de ir superando paulatinamente para llegar al encuentro con la divinidad que lo inhabita. Ese proceso interior es un proceso de lucha contra los propios demonios interiores, contra las faltas y las carencias de uno mismo, contra los deseos errados. Auto-conocimiento y autodisciplina van aquí de la mano en un proceso ascético que pretende confrontar al individuo consigo mismo, evitando que se escude en la masa, que se pierda en la vorágine social o que se ampare en las instituciones, las costumbres o la moral de su tiempo.

Es aquí donde una idea gozosa de la angustia, como señal y signo de la lucha interior que ha de conducir a la salvación y la reconciliación personales, se alía con una concepción agustiniana, paulina y luterana de la libertad como camino de sufrimiento y crucifixión en el que el individuo experimenta la elección y la identificación con la divinidad.[44]

 

 

3.3 Mentira y pedagogía: la imposibilidad ética de la mentira piadosa (white lie)

 

Sin duda el aspecto más trágico del pensamiento kierkegaardiano tiene que ver con la pedagogía de la verdad. La gran cuestión que acucia a Kierkegaard es que todo período de crisis supone un extravío para la humanidad, un yerro, un «salirse del camino».[45] El engaño, la ceguera, la obstinación, la oscuridad[46] son los efectos espirituales de la crisis en la conciencia humana. Por eso Sócrates, el personaje irónico que intenta desenmascarar la ignorancia de sus contemporáneos, su afirmación radical en un mal que los ciega, en pleno proceso de crisis de la polis griega, ha de desarrollar una nueva pedagogía para enseñar la verdad, para iluminarla individualmente. Esa pedagogía, que conocemos bajo el concepto de mayéutica, implica una labor previa de deconstrucción, un enmascaramiento por parte de Sócrates, que se presenta como el ignorante, que acepta las definiciones al uso de su época como moneda corriente para desenmascararlas y destruirlas.

Kierkegaard ensayó dicha pedagogía con su estrategia de la comunicación indirecta, que le llevó a desarrollar una amplia polifonía de voces en su seudonimia,[47] con el afán de rebajarse al nivel de sus coetáneos y descubrir, irónicamente, la falsedad de sus convicciones. No obstante, este uso pedagógico de lo que podríamos definir como «mentira piadosa» (white lie) se volvió contra él mismo. La pluralidad de personalidades, el profundo juego de espejos, la encarnación de personajes que se movían entre el estadio estético y el ético sin poder elevarse a la verdad del cristianismo, pasando de Víctor Eremita, Vigilius Haufniensis a Frater Taciturnus, o los más emblemáticos de Climacus y Anti-Climacus; todo ello hizo que el propio Kierkegaard, más allá de sus papeles y diarios, se viera encerrado en su producción literaria y en este juego de espejos. Ni siquiera la publicación póstuma de su escrito Mi punto de vista consiguió despejar las razonables dudas sobre la finalidad y los significados reales de su obra seudónima.[48] Quizá Kierkegaard debería haber advertido irónicamente que tal fue el destino de su propio modelo, Sócrates, quien, secuestrado por su máscara del ignorante que inquiere a los demás para ponerlos en evidencia, fue condenado a muerte por atentar contra la piedad de los padres y por corromper a los jóvenes. Se trata del amargo descubrimiento de que la veracidad, como transparencia de la conciencia hacia la exterioridad, es una exigencia ineludible del testimonio de la verdad[49] que no permite el juego de desdoblamientos, ni tan siquiera con fines pedagógicos. El verdadero secreto no nace del «enmascaramiento» pedagógico, ni de la falsa apariencia, ni de la mascarada, sino de la imposibilidad de que la interioridad se desvele por completo hacia el exterior, y de que una manifestación exterior pueda acabar revelando la verdad interior. Por eso, verdad, transparencia y buen ejemplo son totalmente compatibles con un sentido ético del secreto que rechaza toda doblez, todo fingimiento y enmascaramiento, incluso cuando estos son estrategias para supuestamente desvelar la verdad. De aquí que Kierkegaard acabe coincidiendo trágicamente con Kant, quien se oponía a toda forma de mentira, incluso la mentira piadosa (white lie).

 

 

3.4. La resignación «kierkegaardiana»: hacia un nuevo concepto de piedad

 

Mucho se ha hablado de la aportación final de Kierkegaard a su propio momento histórico. Mucho también sobre la enseñanza que se puede extraer de su vida y de su obra. Uno de los más finos comentadores de Kierkegaard, Hirsch, en el segundo volumen de sus Kierkegaard Studien, constata que, tras el período de crisis de juventud de 1843, «entra en una fase intermedia de resignación en la cual no ha irrumpido aún con fuerza ni la salvación cristiana en el dolor, ni la theologia crucis paulina. En esa última fase de su vida, la que coincide con la polémica de El corsario en 1846 y 1847, el tema central es la obediencia cristiana, drama que constituye el centro de la cristología».[50]

Una de las corrientes más importantes de la tradición occidental, el estoicismo,[51] filosofía adecuada a los momentos de crisis, enseñó al hombre a elevarse a un plano superior en el cual fuera capaz de enfrentarse a la adversidad, la ceguera, el error, desde una visión más amplia y universal, aceptando el destino con toda su inexplicable fatalidad, desde una actitud reconciliada con uno mismo: la ataraxia. Páginas inmortales de Marco Aurelio, Séneca[52] o Epicteto nos recuerdan la futilidad de las cuestiones humanas, lo arbitrario de la fortuna, lo volátil y cambiante del poder político y de las estructuras humanas y la necesidad de recogerse en la interioridad, con la confianza de que hay una ley superior que rige el destino de los hombres y los pueblos.

El cristianismo, ya con los Padres de la Iglesia, y de un modo claro con san Agustín, elevó dicha ataraxia a un concepto extraño de «resignación», una resignación en la que se producía un descanso de la libertad humana en la providencia divina. La resignación no era tan solo la aceptación de la fatalidad como algo querido por la divinidad; no suponía la renuncia a la voluntad libre individual ni a la lucha por intentar cambiar el mundo desde las propias creencias y convicciones. Más bien, dicho concepto de «resignación» tenía que ver con el descubrimiento de que, a pesar de la buena voluntad, el conocimiento humano distaba mucho de comprender los misterios de la voluntad divina manifestada en el curso de la historia. Por tanto, la «resignación» era el movimiento final de un combate heroico por realizar lo que uno cree que es bueno y justo; la pacificación de una voluntad heroica, de una intención recta que, a pesar de todo, ha de reconocer, al final de su vida, que ha errado el camino. Tal es la emblemática enseñanza que encontramos, en clave humorística, cuando nuestro inmortal caballero don Quijote de la Mancha, uno de los iconos del pensamiento idealista y romántico alemán, recupera la cordura.[53]

Pues, más allá de este concepto de «resignación cristiana» acuñado por la tradición, podríamos hablar, de un modo impropio, de una «resignación kierkegaardiana», cuya nota principal sería la manera peculiar en que uno entiende lo que ha vivido. Toda crisis lo es de los fundamentos. Toda crisis indica que en la edificación hay una base insuficiente, que las creencias se vuelven lábiles y revisables. Cuando la creencia ya no se puede creer —por eso cualquier crisis es una crisis de fe—, en el sentido más general y omniabarcador del término, es necesario buscar un nuevo suelo, una nueva roca para poder seguir viviendo. Ya el joven Kierkegaard, desde Berlín, formuló este deseo de encontrar un punto arquimédico desde el cual proceder a la construcción de su propio punto de vista.[54] No sabemos si ese puntal tiene que ver con el imperativo de autenticidad que guiaba su vida, con la voz de un daimon o espíritu tutelar, con su profunda formación religiosa y pietista que lo impelía a una búsqueda agustiniana de Dios como absoluto en el cual descansar. Lo cierto es que la producción kierkegaardiana da buena cuenta de que desde ese lugar nunca formulado ni explicitado, desde ese «punto fijo», Kierkegaard ejerció, como Nietzsche, la mayor y más profunda crítica de su tiempo. Ese rigor que Kierkegaard aplicaba hacia el exterior era tan solo un pálido reflejo del que ejercía en el interior, y la crítica social era solo una visión suavizada y aminorada de su autoexigencia ético-religiosa.

El descubrimiento tardío de Kierkegaard está relacionado, quizá, con la falta de fundamento de su punto fijo. La famosa polémica en torno al Postscriptum y la Apostilla, junto con las Migajas filosóficas, que tanto debate ha generado,[55] tiene que ver con este descubrimiento de la fragilidad del fundamento que propone, con lo errado y lo equivocado de su posicionamiento vital. Kierkegaard denomina a esta dimensión «pecado». Pero pecado no quiere decir, en términos luteranos, una infracción del decálogo, una ofensa a las prescripciones divinas, sino una visión errada del existir propio, una ofuscación y una ceguera congénitas. En este sentido, una equivocada orientación existencial hace que «toda la vida sea pecado». Es la verdad más profundamente enclavada en el Barroco español, como ya la formulara de un modo nítido Calderón de la Barca con su afirmación de que el «pecado mayor del hombre es haber nacido».[56]

Esa experiencia abismática, la del desvelamiento de la errancia congénita de un ser humano que posee tan buena predisposición como ignorancia, se produce a la par que el desvelamiento del amor verdadero. El amor es la clave de todo este proceso pedagógico, consistente, precisamente, en elevarnos de la oscuridad a la luz, de la mentira a la verdad, haciéndonos experimentar la infinita distancia que existe entre nuestra experiencia y nuestra vivencia de lo divino, de su lógica y de su sentido y su realidad.[57] Esa experiencia, que va más allá del reconocimiento de la falsedad o la mentira del conocimiento y que establece la naturaleza caída, errante, hecha pecado del propio existir, produce en esa dialéctica de lo humano y lo divino, que requiere la buena voluntad, la intención recta que es connatural a la vida ética y la base para la vivencia religiosa, el «reconocimiento del propio ser en falta».[58] De un modo extraño Kierkegaard afirma que el mismo acto radical que supone el reconocimiento del pecado propio, de la errancia congénita, implica la verbalización de dicho reconocimiento como petición de perdón y la apertura de la subjetividad a la Verdad en un único y mismo acto. Así Kierkegaard pretende solucionar la vieja cuestión, no resuelta por Hegel, de acercar el lenguaje del perdón a su inicial concepción vitalista del amor como comunión, formulada en su etapa de Jena.[59]

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