WATERLOO

 

 

 

BERNARD CORNWELL

 

Traducción de Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar

Notas

1 La voz original es «private», soldado raso. (N. de los t.)

2 Traducción de Montserrat Batista Pegueroles, Edhasa, Barcelona, 2002. (N. de los t.)

3 La que habría de enfrentarse a Napoleón en la campaña de los Cien días, de la que Waterloo es parte destacada. La integraban, entre otros, Reino Unido, Francia, Prusia, Rusia, Países Bajos, Suecia, España y Portugal. (N. de los t.)

4 A través de la Casa de Welf, o de los Güelfos. (N. de los t.)

5 La «niebla de la guerra» es una expresión utilizada en la ciencia militar para designar la incertidumbre que rodea las circunstancias asociadas con una operación bélica. La acuñación del término se atribuye a la obra de Carl von Clausewitz titulada De la guerra. (N. de los t.)

6 En otras palabras, Wellington intenta apoyarse aquí en lo que en otros libros de estrategia militar se denomina el «efecto loma». (N. de los t.)

7 Alusión a una tradicional canción de cuna inglesa titulada así: The Grand Old Duke of York. Su letra parece perfectamente apropiada al caso y explica el comentario del autor: «Oh, The grand old Duke of York, / He had ten thousand men; / He marched them up to the top of the hill, / And he marched them down again. / And when they were up, they were up, / And when they were down, they were down, / And when they were only half-way up, / They were neither up nor down». «El gran duque de York, / tenía diez mil hombres, / Los llevó a la cima de la montaña / y después los hizo bajar de nuevo. / Y cuando estaban arriba, estaban arriba, / y cuando estaban abajo, estaban abajo, / y cuando se encontraban a medio camino / no estaban ni arriba ni abajo.» (N. de los t.)

8 Llamados así porque los había concebido y desarrollado el inventor inglés sir William Congreve, pese a que ya los usaran desde antiguo las brigadas de artillería del reino indio de Mysore. Los cohetes consistían por lo general en un tubo de hierro, cerrado en un extremo y atado con una correa a una vara de bambú de más de un metro de largo. El canuto de metal actuaba a modo de cámara de combustión y contenía una apretada carga de pólvora negra. Los artilleros que los manejaban calculaban el ángulo de lanzamiento basándose en el diámetro del cilindro y la distancia al objetivo. Con medio kilo de pólvora el alcance de los misiles rondaba los mil metros. (N. de los t.)

9 Traducción de Fernando Miranda López, Editorial Al-Ándalus y el Mediterráneo, Granada, 2008. (N. de los t.)

10 Nombre que se daba, en origen, a los soldados de la infantería montada capaces de combatir a pie y a caballo. Sin embargo, con el tiempo acabarán siendo indistinguibles de la caballería ligera convencional. Su denominación, aunque controvertida, deriva posiblemente del arma de fuego que utilizaban las unidades del ejército francés, llamada justamente así: dragón. (N. de los t.)

11 A lo largo de todo el siglo XVII y principios del XVIII era muy raro que los países ajustaran las armas de fuego a una norma concreta. Por regla general, los oficiales las adquirían por partidas fabricadas ad hoc para cada regimiento, y muy a menudo se ajustaban a los gustos del comprador. A medida que los mosquetes fueron cobrando importancia en el campo de batalla, la falta de estandarización comenzó a dificultar cada vez más el suministro de municiones y piezas de reparación. Para evitarlo, los ejércitos adoptaron «pautas» estándar. «Brown Bess» es un apelativo de origen incierto que se daba a todos los mosquetes de avancarga y alma lisa del ejército británico y otros parecidos. Se ha dicho que podría aludir a la reina Isabel I de Inglaterra, pero se trata de una especulación. (N. de los t.)

12 Pequeño agujero a través del cual se inserta una boquilla que entra en contacto con la carga de pólvora para su posterior encendido. (N. de los t.)

13 Regimiento británico de caballería creado en 1707. El nombre se debe a que montaban caballos de capa gris, razón por la que también se les conocería, tras diversas fusiones con otros cuerpos, con el nombre de dragones grises. (N. de los t.)

14 Nombre dado a una sucesión de calles que forman la avenida principal del casco antiguo de esa capital. El nombre alude al hecho de que la vía tiene una longitud aproximada de 1,8 km, o lo que es lo mismo, de una milla escocesa. (N. de los t.)

15 Jueces, 7, 20. (N. de los t.)

16 Bandido, pícaro, malandrín... (N. de los t.)

17 Sus otros dos componentes eran la Vieja Guardia y la Guardia Media, denominadas así en función del número de campañas en el que hubieran participado sus integrantes. (N. de los t.)

18 Salmos, 91, 7. (N. de los t.)

19 «Boney», término jergal para referirse a una persona flaca o esmirriada. Tanto la brevedad del nombre como la displicencia con la que permite aludir al Emperador, determinaría que los británicos se acostumbraran a llamarle así, aunque en la madurez de Waterloo, Napoleón no sea ya el enjuto general de mirada febril que cruzara los Alpes en la primavera de 1800, y que obviamente hubiera sido más acreedor al apodo. (N. de los t.)

20 El tercer asedio de Badajoz se saldó con una de las más sangrientas victorias británicas de las guerras napoleónicas, con más de 4800 soldados aliados muertos en pocas horas, sobre todo cerca del final, el día 6 de abril de 1812, al asaltar los ejércitos sitiadores, por orden de Wellington, las tres grandes brechas abiertas en el muro de cortina que protegía la ciudad. (N. de los t.)

21 Es decir, de 2,75 metros por cada 1600. (N. de los t.)

22 La residencia que Wellington tenía en Londres, próxima a «Hyde Park Corner», actualmente convertida en museo. (N. de los t.)

Título original: Waterloo

Ilustación de cubierta: «Scotland forever», Lady Butler, 1881, Leeds Gallery

Diseño de la cubierta: Salva Ardid Asociados

Primera edición impresa: junio de 2015

Primera edición en e-book: julio de 2017

Original published in the English language by Harper Collins Publishers Ltd. under the title «Waterloo»: The History of Four Days, Three Armies and Three Battles

Ilustration © individual copyright holders

Mapas creados por Martin Brown

Diseño de Tom Cabot/Ketchup

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© de la traducción: Tomás Fernández Aúz, 2015

© Bernard Cornwell, 2014

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ISBN: 978-84-350-4631-2

Para John y Sharon Martin

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The Waterloo Journal, edición a cargo de Ian Fletcher. Tanto la Association of Friends of the Waterloo Committee (www.waterloocommittee.org.uk) como la asociación sin ánimo de lucro Pour Les Études Historiques de la Bataille de Waterloo publican con periodicidad cuatrimestral el Waterloo Journal. Tengo contraída una gran deuda de gratitud con esta revista por los numerosos y estimulantes artículos que ha venido sacando a la luz a lo largo de todos estos años.

Agradecimientos

No hay autor que pueda vanagloriarse de escribir algo acerca de Waterloo sin utilizar el esforzado fruto de los textos de otros historiadores. En mi caso, debo decir que he contraído una especial deuda de gratitud con Mark Adkin, cuyo libro, titulado The Waterloo Companion, resulta indispensable. Es un magnífico compendio en el que se recoge prácticamente todo cuanto pueda desear saber una persona acerca de esa batalla. Se trata además de un libro lujosamente ilustrado que cuenta con unos mapas soberbios, una investigación realmente exhaustiva y un conjunto de opiniones muy juiciosas. Siempre que me he sentido confuso –por lo general a causa de las contradicciones en que incurren los relatos de los testigos oculares del acontecimiento–, he terminado descubriendo que Mark Adkin ya había desbrozado el camino y discernido la realidad más verosímil entre el cúmulo de desacuerdos. Quiero darle desde aquí las gracias.

En la actualidad, el campo de batalla aparece dominado por la enorme colina del León, un monumento conmemorativo erigido por el padre de Guille el Flacucho en el punto exacto en el que resultó herido su hijo. Al ver el montículo artificial, el duque de Wellington observó: «Han arruinado mi campo de batalla», y así era, en efecto, dado que para levantar ese monstruoso montón de tierra hubo que extraer varias toneladas de material de la cresta de la loma en la que habían resistido los ingleses, de modo que los actuales visitantes no pueden contemplar el aspecto que tenía el terreno en el momento en que la Guardia Imperial francesa lanzó su último ataque. Con todo, el teatro de operaciones merece claramente una visita, y la mejor guía para recorrerlo es la que ha escrito David Buttery con el título de Waterloo Battlefield Guide, cuyo texto no sólo orienta al visitante y le lleva a recorrer los puntos principales en que sucedieron los hechos de la campaña, sino que ofrece al lector un relato de cuanto aconteció en aquellas trascendentales jornadas. Este libro es un compañero verdaderamente esencial para todo aquel que visite los diversos escenarios del choque.

No hay nada que pueda aproximarnos tanto al fragor de aquella batalla como los testimonios de los hombres que la vivieron, y nadie ha contribuido tanto como Gareth Glover a preservar esas crónicas de guerra. He encontrado la mayor parte de las citas que he plasmado en este libro en las compilaciones de Glover, tanto en sus Letters from the Battle of Waterloo como en los tres volúmenes de The Waterloo Archive. Me siento enormemente agradecido por tener la gran suerte de utilizar su concienzudo trabajo.

Tuve la fortuna de conocer al difunto Jac Weller, lo que me permitió disfrutar del privilegio que supuso escuchar sus tajantes opiniones sobre Wellington, Napoleón y la batalla de Waterloo. Las ideas de Peter Hofschröer sobre todos estos extremos son igualmente categóricas, y el debate que ha desencadenado con sus escritos ha conseguido acrecentar cuanto conocemos sobre la batalla. Tengo una deuda de gratitud con él, así como con todos los autores cuyo trabajo ha permitido que el mío quede tan notablemente allanado.

También he tenido la inmensa fortuna de haber contado con el mismo editor a lo largo de toda mi carrera literaria. El apoyo que he recibido de Susan Watt, Helen Ellis, Liz Dawson, Kate Elton, Jennifer Barth, Jonathan Burnham y Myles Archibald ha sido extraordinario: ¡muchísimas gracias! Y gracias también a mi agente, Toby Eady, que lleva a mi lado desde que escribí mi primer libro, ya que sin él es muy posible que jamás hubiera conseguido publicar ninguno.

De lo que no hay duda es de que sin el respaldo de mi esposa ninguno de mis libros habría alcanzado a ver la luz. Judy ha sido una magnífica fuente de inspiración a lo largo de toda mi carrera. De ella podría decirse, como observara Wellington refiriéndose al comportamiento de la infantería británica en Waterloo, que es «el mejor de todos nuestros instrumentos», y en verdad lo es.

WATERLOO

1

Preámbulo

¿Por qué otro libro sobre Waterloo? Buena pregunta. La verdad es que no faltan crónicas de esta batalla. De hecho es uno de los choques militares más estudiados y que más ríos de tinta han hecho correr a lo largo de la historia. Desde el momento mismo en que bajara el telón de los acontecimientos vividos aquel espantoso día de junio de 1815, todos cuantos habían participado en la carnicería tuvieron claro que acababan de sobrevivir a un hecho extraordinariamente relevante, y en consecuencia esa certeza se materializó en la aparición de centenares de memorias y cartas consagradas a describir lo ocurrido. Sin embargo, es muy probable que el duque de Wellington estuviera en lo cierto al señalar que un hombre puede referir con tanta pasión lo que sucede en un baile como los pormenores de una batalla. Todas las personas que asisten a un baile nutren recuerdos distintos de lo acontecido, unos dichosos y otros decepcionantes (¿y cómo podría nadie, inmerso en el remolino de la música, el frufrú de los vestidos y el roce de los coqueteos, abrigar seriamente la esperanza de ofrecer un relato coherente y exacto de los hechos, del momento en que se produjeron y de a quién afectaron?). Sin embargo, la batalla de Waterloo es el acontecimiento decisivo con el que arranca el siglo XIX, y hombres y mujeres tratan desde entonces de brindarnos esa exposición congruente.

Hay un hilo conductor en el que todos concuerdan. Napoleón embiste contra el flanco derecho de Wellington en un intento de atraer las reservas de efectivos del duque a esa zona del campo de operaciones, y después lanza un ataque masivo contra el costado izquierdo de las fuerzas inglesas. Pero esa ofensiva fracasa. El segundo acto es el del tremendo asalto de la caballería napoleónica sobre el centro derecha del ejército del duque, y el tercer acto, en el que irrumpen por el lado izquierdo de la escena los prusianos, es ya una última acometida a la desesperada cuyo protagonista es la hasta entonces imbatida Guardia Imperial. A esta trama principal pueden añadirse los argumentos secundarios de la arremetida contra la granja de Hougoumont y la toma de la Haie Sainte. Como marco narrativo, esta estructura tiene cierto mérito, pero la batalla fue mucho más compleja de lo que alcanza a sugerir esta sencilla sucesión de episodios. A los hombres que intervinieron en ella no les pareció en modo alguno simple, ni explicable, así que una de las razones que me han impulsado a escribir el presente libro ha sido la de tratar de transmitir al lector la sensación que debieron de tener ese confuso día todos cuantos se hallaban en el campo de batalla.

Quienes lograron sobrevivir a ese maremágnum debieron de quedar sin duda pasmados ante el argumento de que, en realidad, el choque de Waterloo no había sido tan importante, y de que, aun en el caso de que hubiera ganado, Napoleón habría seguido teniendo enfrente a un abrumador bloque de enemigos y sucumbido en último término a su empuje. Esto es probablemente cierto, aunque no podamos abrigar la certeza de que ése tuviera que haber sido por fuerza el curso de los acontecimientos. Si el Emperador hubiera conseguido abrirse paso y superar la cresta del Mont-Saint-Jean, rechazando a Wellington y obligándole a emprender precipitadamente la retirada, todavía habría tenido que vérselas con los poderosos ejércitos de Austria y Rusia, que ya marchaban sobre Francia. Y sin embargo, no fue eso lo que sucedió. Napoleón se vio frenado en Waterloo, y eso es justamente lo que confiere significación a la batalla. Constituye un punto de inflexión histórico, de modo que decir que la historia habría seguido en cualquier caso su curso no reduce la trascendencia del instante en el que se verificó ese vuelco. Hay batallas que no cambian nada, pero Waterloo lo modificó prácticamente todo.

La historia militar puede resultar desconcertante. Los números romanos (IV cuerpo del ejército) desfilan junto a los arábigos (3.ª división), y esas denominaciones tienden a adquirir un perfil borroso en la mente de las personas ajenas a la formación marcial. He tratado de no provocar una excesiva confusión, aunque es posible que la haya terminado aumentando al emplear las palabras «batallón» y «regimiento» como voces sinónimas, cuando está claro que no lo son. El regimiento era una de las unidades administrativas del ejército británico. Había regimientos integrados por un único batallón, aunque la mayoría constaban de dos, siendo muy pocos los que disponían de tres o más. Resultaba extremadamente raro que dos batallones británicos pertenecientes al mismo regimiento combatieran hombro con hombro en una misma campaña, y de hecho en Waterloo sólo dos regimientos habrían de poder esgrimir esa peculiaridad. El primer regimiento de la Guardia de infantería envió al combate a su primer y su segundo batallones, mientras que el 95.º regimiento de fusileros puso sobre el terreno a sus tres batallones. En todos los demás casos, cada batallón era el único representante de su regimiento, de manera que si hago alusión al 52.º regimiento me estoy refiriendo en realidad al primer batallón de dicha unidad. A veces empleo el término «guardia» para mayor claridad, aunque en 1815 los integrantes de la tropa de base que pertenecían a la Guardia británica seguían recibiendo el nombre «soldados».1

Los tres ejércitos enemigos de Napoleón que se encontraban presentes en Waterloo se hallaban divididos en cuerpos, lo que significa que el ejército anglo-holandés y el ejército prusiano se repartían en tres cuerpos. Los franceses tenían cuatro, puesto que la Guardia Imperial, pese a no recibir el nombre de cuerpo, era efectivamente eso mismo. Un cuerpo de ejército puede ser cualquier contingente de tropas constituido por un número de soldados comprendido entre los diez mil y los treinta mil hombres, e incluso más, y se entendía que era una fuerza independiente, capaz de desplegar de manera autónoma su caballería, su infantería y su artillería. En los cuerpos se distinguían a su vez diferentes divisiones, y de ese modo el primer cuerpo del ejército francés constaba de cuatro divisiones de infantería –integrada cada una de ellas por unos cuatro mil o cinco mil efectivos– y de una división de caballería compuesta por poco más de mil jinetes. Cada división poseía una unidad propia de apoyo artillero. Por su parte, las divisiones podían comprender varias brigadas, así que la segunda división de infantería del primer cuerpo del ejército constaba de dos brigadas, una formada por siete batallones y otra por seis. Los batallones se subdividían en compañías: los batallones franceses tenían ocho compañías y los británicos diez. El término que habrá de aparecer empleado con mayor frecuencia en este libro será sin duda el de «batallón» (aunque en ocasiones lo asimilemos al «regimiento»). El mayor batallón de la infantería británica presente en Waterloo se hallaba compuesto por más de mil hombres, pero los batallones normales contaban con unos quinientos hombres (y esto es válido para los tres ejércitos). En resumen, la jerarquía encadena los siguientes contingentes: ejército, cuerpo, división, brigada, batallón y compañía.

Es posible que a algún lector le ofenda el uso de la expresión «ejército inglés» cuando es obvio que se está haciendo referencia al ejército británico. Sólo he utilizado el término «ejército inglés» cuando éste aparece así en las fuentes originales, ya que he preferido no traducir la voz «Anglais» por «británico». No existía ningún ejército inglés, pero a principios del siglo XIX era una locución muy habitual en el habla común.

Las batallas de los días 16 y 18 de junio de 1815 ofrecen material más que suficiente para elaborar un magnífico relato. Es raro que la historia se muestre propicia a los escritores de novela histórica, ofreciéndoles un argumento claro con personajes que no sólo se revelen espléndidos, sino que además actúen en el marco de un período de tiempo bien acotado, de modo que no nos queda más remedio que manipular la historia a fin de elaborar tramas por cuenta propia y conseguir así que funcionen desde el punto de vista narrativo. Sin embargo, cuando escribí Sharpe en Waterloo,2 el argumento que construí quedó casi enteramente desvanecido bajo el abrumador peso del fabuloso episodio de la batalla misma. Esto se debe sencillamente a que es un acontecimiento perfectamente literario, no sólo por los actores que combaten, sino por su estructura misma. El suspense es máximo. Por muy a menudo que lea relatos de lo sucedido ese día, el final es siempre de una intriga desbordante. La Guardia Imperial, jamás doblegada por nadie, trepa montaña arriba hasta superar el borde rocoso que la separa del punto en el que las maltrechas fuerzas de Wellington combaten prácticamente exhaustas. Al oeste, los prusianos desgarran el flanco derecho del ejército napoleónico, pero si la guardia logra quebrar las filas de Wellington, Napoleón tendrá tiempo suficiente para volver grupas y plantar cara a las tropas de Blücher que se les echan encima. El día es prácticamente uno de los más largos del año, quedan dos horas de luz, y eso debería bastar para que uno de los dos ejércitos termine aniquilado (o incluso para que perezcan ambos). Puede que ya conozcamos el final, pero como ocurre con todo buen relato, merece la pena releerlo.

Por eso me atrevo a presentar, una vez más, los lances de una batalla.

Prólogo

En el verano de 1814, su excelencia el duque de Wellington viajó de Londres a París para tomar posesión de su cargo como embajador británico en la corte del nuevo régimen de Luis XVIII. A primera vista, lo lógico habría sido esperar que optara por la ruta más corta, la que separa Dover de Calais, pero en lugar de eso, un bergantín de la Marina Real británica, el HMS Griffon, le llevó por el mar del Norte hasta Bergen op Zoom. Quería visitar el recién creado Reino de los Países Bajos (una extraña invención, parcialmente francesa, holandesa, católica y protestante, situada al norte de Francia). Las tropas británicas se hallaban acantonadas en la nueva nación en calidad de garantes de su existencia, y se le había solicitado al duque que inspeccionara las defensas que jalonaban la frontera con Francia. Le acompañaba en su misión Guille el Flacucho, conocido también como Renacuajo (el príncipe Guillermo, de veintitrés años, heredero del nuevo reino de Holanda que, debido a haber formado parte del Estado Mayor del duque en la península, se consideraba dotado de un cierto talento militar). Wellington dedicó quince días a recorrer las zonas fronterizas, sugiriendo que se restauraran las fortificaciones de un puñado de ciudades, pero es difícil pensar que se tomara verdaderamente en serio los vaticinios que auguraban la reanudación de la guerra con Francia.

A fin de cuentas, Napoleón había sido derrotado y enviado al exilio a la isla mediterránea de Elba. Francia volvía a ser una monarquía. La guerra había terminado, y en Viena los diplomáticos se afanaban ya en pergeñar un tratado concebido para rehacer las fronteras europeas y garantizar así que no estallasen nuevas contiendas capaces de asolar el continente.

Y es que Europa había quedado devastada. La abdicación de Napoleón había puesto fin a un conflicto de veintiún años iniciado a raíz de la Revolución francesa. Los viejos regímenes de Europa, las monarquías, se habían sentido horrorizados al conocer los acontecimientos ocurridos en Francia, conmocionados ante las ejecuciones de Luis XVI y su reina, María Antonieta. Y por eso, por temor a que las ideas de la revolución pudiesen prender en los países que ellos mismos gobernaban, los soberanos de Europa habían ido a la guerra.

Tenían la expectativa de una rápida victoria sobre los andrajosos ejércitos de la Francia revolucionaria, pero en lugar de un triunfo relámpago habían hecho saltar la chispa de una conflagración mundial en la que tanto Washington como Moscú habían sido pasto de las llamas. Se había combatido en la India, Palestina, las Indias Occidentales, Egipto y Sudamérica, pero la peor parte se la había llevado Europa. Francia logró sobrevivir a la masacre inaugural y del caos de la revolución surgió un genio, un caudillo militar, un Emperador. Los ejércitos de Napoleón destrozaron a los prusianos, a los austríacos y a los rusos, y marcharon desde el Báltico hasta las costas meridionales de España, con una traca de victorias que acabó elevando a los tronos de media Europa a los incapaces hermanos del Emperador. Habían muerto millones de personas, pero habiendo transcurrido ya dos décadas desde aquellos estallidos, ahora todo había acabado. El jefe militar había sido arrojado a una prisión.

Napoleón había dominado Europa, pero existía un enemigo al que nunca se había enfrentado y al que por tanto no había logrado derrotar: el duque de Wellington, cuyo prestigio militar únicamente cedía ante el del mismísimo Napoleón. Arthur Wesley, pues así se llamaba, era el cuarto hijo del conde y la condesa de Mornington. La familia Wesley formaba parte de la aristocracia anglo-irlandesa, así que Arthur había pasado buena parte de su juventud en Irlanda, su tierra natal, aunque habría de recibir prácticamente toda su educación en Eton, institución en la que no fue feliz. Su madre, Anne, se desesperaba con él. «No sé qué voy a hacer con mi desmañado hijo Arthur», se lamentaba, pero la respuesta –como ocurría con muchos de los benjamines de la nobleza– pasaría por conseguirle un puesto en el ejército. Se iniciaba así una carrera extraordinaria, ya que el inepto Arthur no tardó en descubrir que poseía un peculiar talento para la vida soldadesca. El ejército reconoció rápidamente esas dotes y supo recompensarlo. Su primera misión consistió en capitanear una unidad en la India, país en el que conseguiría una pasmosa serie de victorias. Poco después se le reclamaba desde Gran Bretaña para confiarle el mando de la pequeña fuerza expedicionaria que intentaba evitar que los franceses ocuparan Portugal. El reducido contingente inicial creció hasta convertirse en la poderosa tropa que liberó a Portugal y a España de la dominación gala e invadió el sur de Francia. Cosechó victoria tras victoria. Arthur Wellesley (la familia había transformado así el apellido «Wesley») terminaría convirtiéndose en duque de Wellington y sería reconocido como uno de los dos militares más relevantes de la época. El zar de Rusia (Alejandro I) dio en llamarle «Le vainqueur du vainqueur du monde», es decir, el conquistador del conquistador del mundo, y ese conquistador del mundo, como es obvio, era Napoleón. Lo curioso era que en veintiún años de guerra el duque y el Emperador no se hubiesen enfrentado nunca.

Se producían constantes comparaciones entre el duque de Wellington y Napoleón. Sin embargo, en 1814 le preguntaron si lamentaba no haber entrado nunca en batalla con Napoleón, a lo que el inglés respondió: «En absoluto, me alegra mucho no haberlo hecho». Wellington despreciaba a Napoleón como hombre, pero le admiraba como soldado, y admitía que la sola presencia del Emperador en el campo de batalla proporcionaba al ejército el empuje de cuarenta mil hombres. Por otra parte, el duque de Wellington era consciente de no haber perdido nunca una batalla –cosa que también le diferenciaba de Napoleón–, pero sabía que un enfrentamiento con el corso podía perfectamente significar la pérdida de tan extraordinaria marca.

No obstante, en el verano de 1814 nadie podía reprocharle al duque que pensara haber dejado definitivamente atrás sus días de lucha. Sabía que los empeños bélicos se le daban bien, pero, a diferencia de Napoleón, él nunca se había deleitado con los combates. La guerra era una lamentable necesidad. Si se revelaba preciso librarla, lo lógico era hacerlo con la máxima eficiencia, pero el objetivo de toda guerra era la paz. Ahora había pasado a ser un diplomático, así que no se consideraba ya un general. Sin embargo, como ya se sabe, es muy difícil desprenderse de las viejas costumbres, así que mientras recorría con la comitiva que le acompañaba el recién creado Reino de los Países Bajos, el duque de Wellington no dejaba de consignar en su libreta un gran número de emplazamientos que, según señala, ofrecían una «buena posición para un ejército». Una de esas buenas posiciones era la de un valle que a los ojos de la mayor parte de la gente presentaba simplemente el aspecto de una extensión de tierras de cultivo totalmente anodina. Wellington siempre había tenido buen ojo para elegir el terreno en el que librar una batalla, para saber juzgar acertadamente la ayuda o las dificultades que podían plantear a un hombre que se hallara al frente de un contingente de tropa las pendientes, los valles, los ríos y los bosques, y algo en esa vaguada situada al sur de Bruselas le había llamado la atención.

Era un valle ancho y sus laderas no mostraban una inclinación excesivamente pronunciada. En la cresta montañosa que constituía la linde meridional del valle se levantaba una pequeña taberna de carretera llamada La Belle Alliance, algo así como «La hermosa amistad». En casi toda su longitud, la altura de esa cresta era superior a la del caballón montañoso del extremo norte de la hondonada, que se elevaba unos treinta metros por encima del suelo del valle, aunque la pendiente no era en ningún caso fuerte. Ambas crestas no corrían en direcciones paralelas. En algunas zonas se hallaban bastante próximas, aunque en el punto en el que la carretera enfilaba al norte, pasando de un borde de la escarpadura al otro, la distancia entre las dos era de unos mil metros, algo más de media milla. Se trataba de un kilómetro de buena tierra de labranza, y en el verano de 1814, fecha en la que el duque pudo contemplar por primera vez el valle, debía de hallarse cubierta de los altos tallos del centeno que se cultivaba a ambos lados de la carretera, enormemente frecuentada por las carretas que transportaban el carbón procedente de las minas situadas en los alrededores de Charleroi y lo llevaban hasta los hogares de Bruselas.

Pero el duque vio mucho más que eso. La carretera era una de las principales vías de conexión entre Francia y Bruselas, de modo que, si volviera a estallar una guerra, podría ser una potencial ruta de penetración para el enemigo. Un ejército francés que se dirigiera al norte por esa carretera tendría que atravesar la cresta meridional a la altura de la taberna y desde allí podría contemplar el valle que se extiende ladera abajo. También podría ver las anfractuosidades septentrionales de la vaguada. Sin embargo, las palabras «cresta» o «anfractuosidad» son demasiado fuertes en este caso: lo que habrían podido ver sería una carretera recta que desciende suavemente hasta el fondo del valle para ascender después, de forma igualmente suave, por el vasto pedazo de tierras de labranza que parchea la ondulación geográfica del norte. Imaginémonos que esa ondulación fuera un muro y coloquemos ahora tres bastiones a lo largo de ese muro. Al este había una aldea de casitas de piedra acurrucadas en torno a una iglesia. Si un contingente de tropa ocupara esas casas, junto con las granjas adyacentes al pueblecito, la tarea de expulsarlo de ahí resultaría titánica. Más allá de las construcciones de piedra, el terreno comenzaba a mostrarse más rugoso, las colinas se empinaban y los valles dibujaban una hendidura más profunda, de modo que no quedaba espacio para que un ejército pudiese maniobrar, lo que convertía la aldea en una especie de fortaleza anclada en el extremo oriental de la ondulación de marras. En el centro de la eminencia montañosa, ladera abajo y a medio camino del hondón del valle, se avistaba una granja llamada La Haie Sainte. Era un conjunto de edificios consecuente, también de piedra, y la vivienda, los graneros y el patio aparecían ceñidos por una elevada tapia pétrea. La Haie Sainte bloqueaba todo ataque que pudiera llegar directamente por la carretera. Por otra parte, más lejos, al oeste, se elevaba una gran mansión provista de un jardín custodiado por una verja: el Château Hougoumont. Esto significaba que el reborde rocoso del límite norte del valle constituía en realidad un obstáculo dotado de tres bastiones en su periferia: la aldea, la granja y la residencia señorial. Supongamos ahora que un ejército procedente de Francia se propusiera tomar la ciudad de Bruselas. En tal caso, esa elevación montañosa, con sus bastiones, se interpondría en su avance y lo frenaría. El enemigo se vería ante un dilema: o bien se animaba a conquistar esos baluartes o bien optaba por hacerles caso omiso. Ahora bien, en esa segunda eventualidad, las tropas del ejército invasor quedarían comprimidas entre los tres parapetos mencionados cuando atacaran el ascenso de la cresta norte en su arremetida, exponiéndose peligrosamente a los efectos de un fuego cruzado.

Los ocupantes podrían ver la cresta y sus fortines, pero tan importante como lo que divisaban era lo que permanecía oculto a sus ojos, es decir, todo cuanto se hallaba al otro lado de la cresta rocosa del borde septentrional del valle. Podrían detectar las copas de los árboles que hundían sus raíces en la campiña situada más allá de ese límite norte, pero el suelo de las tierras que se extendían a ese lado de la cresta quedaría invisible, de modo que si ese ejército francés decidiera atacar a un contingente de tropa acantonado en la rugosidad septentrional del valle, se vería obligado a hacerlo sin tener ni idea de lo que pudiera suceder en esa lejana pendiente escondida. ¿Estaban los defensores trasladando tropas de refuerzo, haciéndolas bascular de un flanco a otro? ¿Habían decidido gestar un reagrupamiento de efectivos con vistas a lanzar un ataque? ¿Se hallaba la caballería aguardando para intervenir sin que el enemigo tuviera noticia de su presencia? Pese a ser bastante baja y de suave pendiente, la cresta constituía un obstáculo engañoso. Ofrecía enormes ventajas a un ejército que deseara defender su posición. Como es obvio, el enemigo no tenía por qué mostrarse solícito con los planes de su oponente y efectuar por tanto una simple arremetida frontal. Podía tratar de rodear el costado oeste de la cresta, ya que en esa zona el terreno era más llano, pero, aun así, el duque de Wellington tomó mentalmente nota del emplazamiento. ¿Qué le indujo a hacerlo? Hasta donde le era dado saber –de hecho, hasta donde alcanzaba el conocimiento del conjunto de Europa–, la guerra había terminado. Napoleón se hallaba en el exilio y en Viena los diplomáticos se afanaban por establecer las claves de la paz... Sin embargo, el duque consideró oportuno guardar en la memoria este lugar en el que un ejército invasor que partiera de Francia con intención de dirigirse a Bruselas tendría que enfrentarse a un sinfín de circunstancias estratégicamente dispuestas para hacerle la vida terriblemente difícil. No era en modo alguno la única ruta que podía elegir un ejército invasor, y desde luego tampoco sería la única posición defensiva que el duque habría de anotar en las dos semanas que iba a dedicar al reconocimiento del terreno, pero lo cierto es que aquella cresta y sus bastiones se hallaban en una de las rutas de penetración que podía seguir un hipotético contingente francés.

Wellington continuó cabalgando y pasó al otro lado de La Haie Sainte hasta encontrar una encrucijada en lo alto de la cresta y, un poco más allá, una aldeíta. Si el duque hubiera preguntado por el nombre de aquel lugar le habrían dicho que se le conocía como el Mont-Saint-Jean, lo cual resultaba un tanto divertido, dado que el susodicho monte no era más que la suave ondulación que acababa de percibir entre los extensos campos de centeno, trigo y cebada. Al norte del pueblecito, la carretera desaparecía en la espesura del gran bosque de Soignes, y un par de kilómetros más adelante había una pequeña población, un caserío anodino más, pese a contar con una iglesia provista de una espléndida cúpula, además de una buena cantidad de posadas para los sedientos y asendereados viajeros. En 1814, la ciudad apenas contaba con dos mil almas, aunque eso no había impedido que sus habitantes perdieran a veinte jóvenes en las largas guerras padecidas, todos ellos caídos por Francia, puesto que se trataba de la zona francófona de la provincia de Bélgica.

No sabemos si en el verano de 1814 el duque se detuvo o no en la localidad. Lo que sí sabemos es que se fijó en las características del Mont-Saint-Jean. Ahora bien, ¿reparó en la vecina población de magnífico templo y lujosas tabernas? ¿Grabó ese lugar en la memoria?

Con el tiempo iba a recordarlo para siempre.

Se llamaba Waterloo.

2

 

Capítulo 1

¡Fantásticas noticias! ¡Napoleón ha vuelto a desembarcar en Francia! ¡Hurra!

«¡Mi isla es muy pequeña!», dicen que exclamó Napoleón al verse reducido a la condición de dominador de Elba, un diminuto pedazo de tierra situado entre Córcega e Italia. Había sido Emperador de Francia y regido los destinos de cuarenta y cuatro millones de personas, pero ahora, en 1814, no gobernaba más que un espacio de doscientos veintidós kilómetros cuadrados en el que únicamente disponía de once mil súbditos. Sin embargo, estaba decidido a ser un buen gobernante, de modo que nada más llegar a su nueva residencia empezó a promulgar una larga serie de decretos destinados a reformar la industria minera de la isla y su producción agrícola. Apenas habrá nada que escape a su atención: «Informe al intendente de lo mucho que me disgusta el desaseado estado de las calles», dice en uno de sus escritos.

No obstante, sus planes iban mucho más allá de la simple limpieza de la vía pública. Quería construir un nuevo hospital y añadir escuelas y carreteras a su reino, pero nunca había dinero suficiente para sus proyectos. En Francia, la recién restaurada monarquía se había avenido a conceder a Napoleón un subsidio de dos millones de francos anuales, pero pronto quedó claro que jamás se le iba a pagar esa suma, y sin metálico nunca podría ver materializados ni sanatorio, ni colegios ni calzadas. Frustrado por la impotencia a la que se le condenaba, el Emperador se encerró en un hosco ensimismamiento, pasándose el día entero jugando a cartas con sus ayudantes y divisando al mismo tiempo los buques de guerra británicos y franceses que vigilaban las costas de Elba para asegurarse de que no le diera la ventolera de abandonar sus liliputienses dominios.

El Emperador se aburría. Echaba de menos a su mujer y a su hijo. Añoraba también a Josefina de Beauharnais, y cuando llegó a Elba la noticia de su muerte el guerrero se mostró inconsolable. La pobre Josefina, con sus estropeados dientes, sus ademanes lánguidos y su cuerpo flexible, era una mujer que no sólo terminaban adorando todos los hombres que la conocían, sino que, pese a haber sido infiel a Napoleón, siempre había logrado que este la perdonara. Aunque por razones dinásticas se hubiera visto en la tesitura de divorciarse de ella, él la quería. «Te he amado todos los días de mi vida», escribirá el Emperador en las cartas que le dedica tras su muerte como si la desaparición no se hubiese producido. «No ha habido una sola noche en que no te estrechara entre mis brazos [...], ¡jamás ha habido una mujer a la que se haya idolatrado con tanta entrega!»

Napoleón se sentía abrumado por el tedio y la cólera. Le enfurecían la actitud de Luis XVIII, que no le estaba abonando el subsidio acordado, y el comportamiento de Talleyrand, su antiguo ministro de Asuntos Exteriores, que ahora se dedicaba a negociar en el Congreso de Viena en nombre de la monarquía francesa. Talleyrand, hombre tan taimado como astuto y falso, estaba advirtiendo al resto de las autoridades europeas enviadas a la capital austríaca que resultaba totalmente imposible recluir con garantías a Napoleón en una pequeña isla mediterránea tan próxima a Francia. El político francés quería que el Emperador fuese recluido en un lugar mucho más lejano, en algún paraje remoto como el de las Azores, o mejor aún en uno de aquellos islotes de las Indias Occidentales devastados por la fiebre amarilla, o quizás incluso en algún puntito perdido en los mapas de los más distantes océanos, como Santa Helena.

Y Talleyrand tenía razón, todo lo contrario de lo que puede decirse del comisionado inglés enviado a Elba con el encargo de no perder de vista a Napoleón. Sir Neil Campbell estaba convencido de que Napoleón había aceptado su destino, y así se lo haría saber en sus cartas a lord Castlereagh, el ministro de Asuntos Exteriores británico. «Empiezo a pensar», señala, «que está prácticamente resignado a abrazar este retiro».

Inconstant