Sanar el corazón

Krzysztof Wons

Sanar el corazón

Escucha de la Palabra
y acompañamiento espiritual

NARCEA, S.A. DE EDICIONES

Al Padre Mieczyslaw S.J.

© NARCEA, S.A. DE EDICIONES, 2017

© Wydawnictwo Salwator. Polonia

Imagen de la portada: IngImage

ISBN papel: 978-84-277-2227-9

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ÍNDICE

Introducción

El camino hacia la profundidad y la sanación del corazón

Secretos que desearíamos compartir. La Palabra que ilumina nuestra historia. El corazón que necesita curación. La necesidad de un acompañamiento espiritual. ¿Cómo encontrar el camino del corazón?

Encuentro con el sufrimiento.

Del rencor al lamento

Antes de ponernos en camino. El corazón que sufre necesita nuestra amistad. La tentación de huir. Reconciliarse con el propio sufrimiento. Tenemos necesidad de Alguien.

Es necesario dejarse ayudar.

De la destrucción a la escucha creadora

Primera observación: Tú dolor y el mío son parecidos. Segunda observación: Incapaces para escuchar. Tercera observación: Vivir en un mundo propio. Escuchar confiadamente para obtener un bien.

La curación por la fuerza de la Palabra.

Del bloqueo del corazón al poder de la Palabra

La fuerza irreemplazable de la Palabra. Momentos esenciales en el reencuentro con la Palabra. De la escucha a uno mismo a la escucha de la Palabra. De la escucha humana a la escucha creyente. La Palabra escuchada con fe modifica el pensamiento. El proceso de la Palabra. La Palabra de Dios reconstruye psíquica y espiritualmente.

Madurar hasta la independencia.

De la huida hasta la decisión de cambiar

La escucha que alienta el deseo. De la Palabra nace elegir el deseo. La ampliación del espacio de libertad. Del deseo a la decisión.

Señales de la vuelta a la vida.

De la curación al compartir la vida

El arte de “alejarse de la sombra”. El asombro. Alegría y entusiasmo. Seguridad y determinación. Volver a la vida y compartirla. La vuelta a casa.

Introducción a la oración por la Palabra de Dios

Establecer el diagnóstico del estado del corazón. Abrirse a la ayuda. Creer en la Palabra que abre y sana el corazón. Madurar con nuevas decisiones. La vuelta a la vida.

INTRODUCCIÓN

Uno de los ejes fundamentales que vertebran el evangelio de Lucas es el que se refiere al camino. Jesús instruye a sus discípulos mientras suben a Jerusalén, la ciudad santa. Jesús veía acercarse su hora para cumplir la voluntad del Padre y, según van de camino, les va revelando su destino, mientras crece en ellos la inquietud e incertidumbre al escuchar de labios del Maestro lo que le espera. En Jerusalén será rechazado por los fariseos y los ancianos del pueblo, morirá y resucitará al tercer día. Aunque ya anteriormente les había ofrecido pistas, es ahora cuando intuyen que en el Gólgota todo acabará, dejando en sus corazones un reguero de dolor, vacío y desesperanza que los incapacitará para seguir caminando en medio de la oscuridad, marcados por el aparente fracaso de la cruz. Esperaban, sin embargo, que, cumpliendo su promesa, la Resurrección iluminaría y transformaría. Esa luz sería la que alcanzaría a los discípulos de Emaús que, como otros, huyeron de Jerusalén con el corazón devastado y triste.

El episodio evangélico de los discípulos de Emaús y su experiencia en el encuentro con el Resucitado, es una experiencia inagotable para los creyentes. Lucas resumió en este episodio una experiencia de fe sin la cual no es posible vivir con autenticidad. A menudo hay en nuestras vidas momentos de sufrimiento físico o psíquico que nos marcan profundamente, como puede ser el caso de la muerte de alguien querido y cercano. Aunque el misterio de la Resurrección se entiende en el ámbito del entendimiento como verdad de fe revelada, sin embargo, en lo más profundo de cada uno, el corazón permanece insensible. Dios parece ausente, el vacío nos envuelve y las palabras que recibimos de consuelo de quienes tenemos cerca, no llenan el vacío que, aparentemente, ha dejado la presencia de Dios, aumentando nuestro propio sufrimiento. La cuestión es cómo y de qué manera, Jesucristo resucitado puede acercarse en ese momento a un corazón herido.

Este es el hilo conductor de este libro del padre Krzysztof Wons, SDS. Jesús resucitado se hace sobre todo escucha: escucha a Cleofás y al otro discípulo. Y lo hace sin prisa, posibilitando que expresen lo que en ese momento anida en sus corazones. No será hasta más tarde, recorrido ya un buen tramo del camino, cuando, al referirse los dos discípulos al sufrimiento de sus compañeros, menciona a la Escritura que, aunque ellos bien conocen hace tiempo, no han logrado comprender en lo que se refiere al Mesías, ahora “compañero desconocido ante sus ojos”. Sus palabras lograron con paciencia y serenidad, transformar sus corazones doloridos en corazones ardientes de ilusión y alegría. Cuando Jesús les manifiesta su deseo de dejarlos y continuar el camino, le piden que se aloje esa noche en su casa y comparta con ellos la cena.

En 1606, Caravaggio representó este episodio en su cuadro La cena de Emaús; en él vemos cómo en la oscuridad de la habitación emergen tres personajes alrededor de una mesa. A un lado observamos dos sirvientes, atentos a las palabras de Jesús que en ese momento levanta la mano derecha sobre el pan con un gesto de bendición. La luz rompe la oscuridad por el lado derecho del rostro de Jesús; la parte izquierda permanece invisible. ¿Qué quiso representar Caravaggio con esa manera de presentar al Señor resucitado? ¿Querría expresar que a pesar de la figura de Jesús que se nos revela por el camino de la fe, siempre queda algo nuevo por descubrir? O bien, ¿esa cara de Jesús medio escondida, indica su manera de estar presente entre nosotros, doblados bajo las cruces de nuestras vidas? Por otro lado, el gesto de bendición de la mano del Resucitado adquiere una significación novedosa: ¡Felices quienes, en medio del dolor, son capaces de reconocer esta otra cara del Resucitado, escondida, aunque no menos real! Que nuestro corazón se inflame cuando, en el camino de Emaús, nos encontremos con Jesús resucitado que, con el poder de su Palabra, nos revelará el sentido de una etapa importante de nuestra vida y de nuestra vocación.

PIOTR ÉLECZKA, SDB

EL CAMINO HACIA
LA PROFUNDIDAD Y
LA SANACIÓN DEL CORAZÓN

Secretos que desearíamos compartir

Todos guardamos en nuestro corazón secretos íntimos, cada uno único en su género, de los que no hablamos públicamente. Los tenemos reservados para nosotros mismos y los protegemos de personas incompetentes. Lo hacemos así, en primer lugar, porque tenemos derecho al respeto de nuestra intimidad. Tenemos el derecho de no compartirlos con las personas con las que no tenemos confianza; pero también tenemos la necesidad de compartirlos porque a menudo son un misterio para nosotros mismos. Enmascaran sucesos que, hoy todavía, no comprendemos su significado. Intentamos descubrir el sentido de estos secretos íntimos, pero sin cesar surgen nuevas preguntas. Forman en la historia de nuestra vida un dominio sombrío como una tumba, aunque son tan claros como el horizonte de la resurrección. Cualquiera que sea nuestra edad, los hemos vivido desde hace algún tiempo. Nos lo recuerda el Qohélet cuando dice:

Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y otro tiempo para arrancar lo plantado; un tiempo para matar y otro tiempo para curar; un tiempo para destruir y un tiempo para edificar; un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para lamentarse y otro tiempo para danzar (Qo 3,2-4).

Cuando leemos este texto, sentimos como si Quoelet adivinara los secretos de nuestra historia personal, como si nos conociera a fondo.

Los secretos conservados en nuestro corazón pertenecen a un pasado que no ha desaparecido y que no desaparecerá jamás totalmente, sino que, por el contrario, seguirá influyendo en el presente de cada uno, esperando y buscando encontrar “su significado actual”1. A veces tenemos la necesidad de compartirlos, aunque no siempre estamos dispuestos a hacerlo e incluso creemos que es mejor dejarlos ahí y no tocarlos. Sin embargo, en alguna ocasión, intentamos conocerlos mejor y descifrarlos en profundidad, buscando así comprenderlos. Aprendemos a aceptar lo que nos ha sucedido en el pasado. No es tarea fácil, porque hay en nuestra historia lugares bellos, parecidos a un campo de trigo preparado para la cosecha, pero hay también campos repletos de malas hierbas en donde solo creció la tristeza y el dolor, y que necesitan limpiarse. Hay en nuestra vida días alegres que quisiéramos revivir y otros tristes que buscamos olvidar pues nos recuerdan sucesos penosos. Preferimos, a menudo, permanecer como enfermos crónicos, aunque en el fondo de nuestra alma, deseemos curarnos.

Con frecuencia interpretamos equivocadamente ese íntimo “acontecimiento secreto”. Mezclamos vida y muerte, esperanza y fatalismo, realidad e ilusión. ¿Es posible equivocarse así? Sí, lo es. ¿Cuántas veces allí donde nosotros no vemos más que muerte nos espera la vida? Por el contrario, ¿cuántas veces, estamos ciegos creyendo que vamos por el camino correcto, mientras que nos dirigimos hacia la muerte? ¿Cuál es la causa de estos errores? Puede haber muchas; una de ellas, la más frecuente tiene su base en el “sufrimiento existencial”, capaz de crearnos tal confusión y debilitamiento hasta hacernos perder de vista el horizonte de la vida. El sufrimiento proviene de las heridas de nuestra vida, que nos focalizan en nosotros mismos (aunque tendemos a negarlo): centrados en nuestras heridas nos “cegamos” y nos “encojemos”. Estas heridas continúan sangrando durante años y oprimiendo los ojos de nuestro corazón. Como hipnotizados, nos las fijamos al mismo tiempo que tememos ocuparnos de ellas. Las situamos en el inconsciente –donde nos hacen sufrir aún más– y al mismo tiempo, nos creemos ser “un modelo de buena salud”. Cuando nos preguntan cómo estamos, respondemos automáticamente, sin pensarlo, que “estamos muy bien” para no enternecernos. Esta “buena” respuesta está sólidamente inscrita en nuestras vidas. Sin embargo, es preciso ocuparse de esas heridas sin prisas, pero con la suficiente sensibilidad como para que dejen de hacernos sufrir y podamos vislumbrar la mañana de la Resurrección. Todo cuanto en nuestra historia nos impide vivir es como una losa que pesa sobre nosotros y que no nos deja salir.

– Necesitamos alguien que nos libre de esa losa.

– Necesitamos resucitar a una vida nueva.

– Necesitamos curación. No se trata solo de mejorar nuestro bienestar, sino de curar nuestro interior profundamente.

– Necesitamos una presencia, un buen acompañamiento, una mirada que nos devuelva la autoestima, una palabra que nos toque hasta el fondo y nos cure.

La Palabra que ilumina nuestra historia

Solo una Persona es capaz de llegar a los rincones más recónditos de la intimidad del hombre, respetando sus secretos sin atentar contra su libertad. Él nos conoce mejor que nosotros mismos; incluso conoce esos rincones ocultos y olvidados. Y es capaz de conducirnos a ellos y lograr que nos abramos, que reencontremos nuestros secretos para alcanzar un nuevo nacimiento. Dios no solo se acerca a nuestro corazón, sino que llega hasta sus profundidades. El autor de la carta a los Hebreos escribió:

La Palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas, y discierne sentimientos y pensamientos del corazón (Hb 4,12).

Por esta razón, en nuestra reflexión, siguiendo el camino que conduce hasta lo más profundo de nuestro corazón, ponemos en el centro la Palabra de Dios.

Entre las numerosas páginas de la Biblia, hemos elegido el texto evangélico de los discípulos de Emaús. ¿Hay un vínculo entre ese pasaje y cada uno de nosotros? En efecto, él resume nuestra propia historia. En él podemos encontrarnos cada uno de nosotros con nuestros misterios, nuestras preguntas, nuestras luchas y nuestros descubrimientos. La Palabra de Dios está siempre viva. Vive y “palpita” con las historias humanas. Esto significa que no solo las cuenta, sino que revela su sentido. No solo revela sino que hace que tengan un sentido. La Palabra de Dios tiene tal fuerza productiva que se introduce en nuestras vidas, reforzando lo sano, sanando lo que está enfermo, resucitando lo que está muerto. Ella “orienta y da forma a la existencia”. Esto es lo que sucede en el episodio evangélico que describe Lucas.

Es habitual vernos reflejados en estos dos discípulos que solo han entendido una parte de la verdad, la noticia de la muerte de Jesús. No comprenden las noticias, el hecho de que suceda lo que suceda, la vida siempre tiene un sentido, pues la última palabra no la tiene la oscuridad. A veces, nuestros pensamientos nos alejan de la vida, retrotrayéndonos a sucesos que nos han hecho sufrir, hurgando en la herida y provocándonos un dolor aún mayor. Entonces, nuestro corazón se contrae y se llena de tristeza. Fuertemente amarrados a los detalles, reafirmándonos en nuestras miserias, no advertimos que el anuncio de salvación que nos habla de la vida no nos llega. Es algo que sucede no solo en nuestras conversaciones con los otros, sino también en nuestra relación con Dios. Celebramos la Eucaristía, escuchamos el Evangelio, pero entendemos solamente los fragmentos de lo que se transmite; no escuchamos hasta el fondo y no vemos ahí signo alguno de vida. Nos quedamos pensando en nuestro ilusorio “Emaús” que nos promete una apariencia de paz, sosiego y de olvido momentáneo. En el camino de Emaús encontramos a nuestros hermanos que son parecidos a nosotros en sus comportamientos.

Comencemos por una lectura atenta del pasaje evangélico:

(Lc 24,13-35).