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LOS NOMBRES DE DIOS EN LA SAGRADA ESCRITURA

ESTUDIOS TEOLÓGICOS

Andrew Jukes

Editorial CLIE

C/ Ferrocarril, 8

08232 VILADECAVALLS (Barcelona) ESPAÑA

E-mail: clie@clie.es

Internet: http://www.clie.es

LOS NOMBRES DE DIOS EN LA SAGRADA ESCRITURA

Andrew Jukes

Título original en inglés: The Names of God

© 1988 por CLIE para la presente versión española

ISBN: 978-84-7645-304-9

eISBN: 978-84-8267-788-0

índice

Introducción

1.Dios, o Elohim

2.Señor, o Jehová

3.Dios Todopoderoso, o El Shaddai

4.Dios Altísimo, o El Elyion

5.Señor, o Adonai

6.Eterno Dios, o El Olam

7.Señor de los ejércitos, o Jehová Sabaot

8.Padre, Hijo, y Espíritu Santo

9.Participantes de la naturaleza divina

10.Apéndice

Introducción

¿Qué significa toda la enseñanza y la predicación que, por mandato del Señor, se imparte y se lleva a cabo día tras día tanto en la iglesia como fuera de ella? Significa que hay algo que no conocemos, que es muy importante que lo conozcamos, y que somos muy lentos para aprenderlo. Pero ¿qué es eso que no conocemos, que debemos conocer, y que tardamos tanto en aprender? Sólo dos cosas: ni nos conocemos a nosotros ni conocemos a Dios. Así, pues, toda enseñanza y predicación tiene por objeto el que nos conozcamos a nosotros mismos y a Dios.

¿Nos conocemos realmente? Muchos de nosotros hemos recorrido escuelas y colegios, y hemos aprendido ésta o aquella lengua o estudiado una u otra ciencia; además podemos también haber dado la vuelta al mundo, y haber visto a sus gentes, sus ciudades y paisajes, sin que por ello, como en el caso del hijo pródigo, hayamos «vuelto en nosotros». Pero incluso si hemos «vuelto en nosotros» y, así, «ido a nuestro Padre» (Lc. 15.17, 20), puede que aún no conozcamos nuestra especial debilidad, ni lo que hemos de hacer si somos tentados, ni nuestra fuerza en Cristo, que es nuestra verdadera vida, cuando él se manifiesta en nosotros. Pedro, el jefe de los apóstoles, es uno de los muchos ejemplos que las Sagradas Escrituras presentan para demostramos cómo los verdaderos discípulos, aunque amen a Cristo y hayan dejado todo por seguirle, pueden, no obstante, permanecer ignorantes de su propia debilidad y de que el hombre se perfecciona verdaderamente sólo por medio de la muerte y la resurrección. ¿Quién entiende las asombrosas contradicciones que hacen finalmente al hombre ser lo que es?: a veces, casi un ángel y, a veces, casi una bestia o un diablo; ora con altísimas y nobles aspiraciones, ora con egoísmo, envidias, y todo tipo de sentimientos bajos y ruines. ¿Quién sabe ni siquiera la forma en que su vecino le conoce? Bien dice el viejo aforismo pagano, «Conócete a ti mismo»; e igualmente dice bien el salmista cuando pregunta, «Señor, ¿qué es el hombre?»

En cuanto a Dios, ¿le conocemos? ¿Tenemos en realidad una clara conciencia de nuestra verdadera relación con él? ¿Qué pensamos de él? ¿Está por nosotros o contra nosotros? ¿Es nuestro amigo o nuestro enemigo, un extraño o nuestro Padre? ¿Podemos confiar en él de la forma en que confiamos en un amigo de este mundo? ¿Tienen razón los agnósticos cuando afirman que no sólo no conocemos a Dios sino que ni siquiera podemos conocerle? Es triste, pero los hombres no le conocen. Sin embargo, éste no es el estado propio del hombre ni esto es lo que Dios quiere para nosotros.

¿Puede ese libro que llamamos la Biblia arrojar alguna luz sobre nuestra presente ignorancia de Dios y de nosotros mismos? ¿Ofrece algún remedio para eso? Una de sus primeras lecciones es decirnos cómo y por qué el hombre es ahora un ser caído y temporalmente separado de Dios, aunque no abandonado por él. ¿Quién no ha oído del relato, aun cuando no sea muy entendido, acerca de una criatura inferior que tejió una mentira con respecto a Dios y al hombre, diciendo a este último que fue por envidia, y no por salvarlo de la muerte, que Dios le prohibió comer de aquello que le sería agradable a los ojos y bueno como alimento, y asegurándole que sería como Dios, conociendo el bien y el mal, tan sólo con que actuara de su propia voluntad y desobedeciera? ¿Quién no ha oído igualmente que, como resultado de haber creído esa mentira, el hombre aprendió que estaba desnudo, que se ocultó de Dios, que trató de cubrir su desnudez con hojas de higuera y su desobediencia con excusas, y que, a pesar de todo, Dios lo buscó con un llamamiento, una promesa y un don? Un llamamiento que todavía resuena en los oídos de todos, preguntando al hombre dónde está ahora y por qué no ha vuelto aún a su Creador; una promesa que también incluía ser salvado de su enemigo, y un don para afrontar su necesidad presente (Gn. 3:1-21). ¿Debemos considerar este relato como algo propio de un libro viejo y sin valor para la actualidad? De ningún modo, ya que el «viejo hombre» que hay en cada uno de nosotros repite a diario el desatino de Adán. Los hombres de todas partes creen la mentira, se ocultan de Dios, y se esfuerzan en cubrir su vergüenza con pretextos, sin que por ello puedan evitar seguir tan desnudos como antes. El resultado natural es que el hombre se forma una opinión mezquina de Dios y elevada de sí mismo. El carácter de Dios ya no es perceptible en el hombre, porque éste ahora tiene más fe y agrado en las criaturas que en el Creador. Lo que el hombre piensa de Dios se puede ver en los ídolos que ha erigido para representarlo —como el monstruoso Moloc, que puede contemplar impasible la destrucción de sus criaturas. Hasta una pantomina puede complacernos más que Dios, como dice Agustín. No prescindiríamos de un saco de dinero, si pudiéramos tenerlo, porque obtendríamos ciertos placeres por medio suyo; pero podemos pasar sin Dios mañana, tarde y noche, porque no esperamos beneficio ni agrado alguno de él. Vivimos perfectamente sin Dios y, si nos fuera posible, moriríamos gustosamente sin él. Pues, ¿acaso no nos restringe, nos frustra, y nos castiga a lo largo de esta vida terrena y fugaz para enviarnos después, como miserables criaturas, al infierno, donde el fuego y el dolor nunca se acabarán? Tal es la obra de la mentira de la serpiente, que siempre está ocupando un puesto en el fondo del corazón, hasta que el remedio, tan cercano a nosotros como la mentira, nos sea aplicado por el Espíritu de Dios.

Porque, gracias a Dios, hay un remedio; y ese remedio está en Dios mismo. Dios sigue siendo Dios, a pesar de la caída de sus criaturas y de sus descabellados pensamientos acerca de él. Todo cuanto necesitamos es conocer a Dios, como verdaderamente es, y la relación que tiene con sus criaturas. Esto es el único remedio para el mal, y no otro.

La revelación de Dios, es decir, su descubrimiento o desvelización (pues la mentira de la serpiente y sus amargos frutos nos lo han ocultado casi completamente) o, en otras palabras, la automanifestación de Dios justo hasta donde la podemos sobrellevar, es el medio que nos trae paz, nos lleva a él y nos rehace a su imagen. Así como el sol cambia todo sobre lo que luce, y la luz, cuando incide sobre los campos, los hace participar de sus variados matices y resplandores, así la revelación de Dios a sus criaturas caídas restaura en ellas su semejanza. Llegamos a ser como Dios en la proporción exacta en que le vemos como él es.

Pero ¿cómo se ha revelado Dios al hombre? Simplemente como el hombre aún se revela, porque el hombre fue hecho a imagen de Dios. El hombre se revela por medio de sus palabras y obras, y Dios lo ha hecho de forma semejante. Su palabra es la imagen expresa de su persona y del resplandor de su gloria; y a través de esa palabra, que es la perfecta verdad, ha contestado y todavía contesta la falsa palabra de la serpiente que ha ocasionado nuestra ruina. Por su palabra en la naturaleza, pues «los cielos cuentan la gloria de Dios» (Sal. 19:1), aunque para el hombre caído no parece haber «voz ni lenguaje» en ellos; por su palabra hablada por medio de sus siervos, «de muchas maneras y en otro tiempo» (He. 1:1), viniendo a nosotros de afuera y en la letra, porque no podíamos sobrellevar su espíritu; y, sobre todo, por su palabra hecha carne en Cristo nuestro Señor (cfr. Jn. 1:14). Dios nos ha mostrado lo que es, y así con palabra y obra ha contestado la mentira de que es envidioso y falso y de que el hombre puede ser como Dios independientemente de él. ¿No ama Dios? ¿No es veraz? Cristo es la respuesta. Dios es tan amante que, aunque su criatura, el hombre, haya caído, se ha hecho semejante a él para levantarlo de nuevo y hacerle llevar su imagen. Dios es tan veraz que, si el hombre peca, ciertamente debe morir. Pero Dios, por medio de la muerte, puede destruir al que tiene el poder de la muerte y decirle: «Yo seré tu plaga, tu infierno y tu destrucción» (Os. 13:14). Es más, ya lo ha hecho por nosotros en Cristo Jesús, nuestro Señor. Cristo nos muestra al hombre condenado y, a la vez, justificado. Dios ha habitado en el hombre, nacido de una mujer, pero conservando la plenitud de la Deidad, corporalmente (Col. 2:9); y el hombre, que ha sufrido y muerto, ahora habita en Dios con toda la autoridad en el cielo y en la tierra para destruir las obras del diablo y reconciliar para siempre todas las cosas con Dios (Col. 1:20). Tal es la respuesta de Dios a la mentira de la serpiente. El Verbo se ha hecho carne (Jn. 1:14). Dios ha tomado sobre él la maldición para que el hombre sea bendecido y lleve su imagen eternamente.

La perfecta revelación de Dios es, pues, en Jesucristo, nuestro Señor. Pero la mismísima plenitud de la revelación, como ocurre con el deslumbrante resplandor del sol, puede privarnos temporalmente de ver todas sus maravillas. No obstante, podemos aprender incluso de la revelación en la letra, es decir, tal como se da en las Sagradas Escrituras (especialmente por medio de los diversos nombres bajo los cuales ha placido a Dios revelarse al hombre desde el principio), cosas concernientes a su naturaleza y magnificencia, las cuales, a pesar de ser infinitamente mejor reveladas en Cristo, posiblemente trascenderían nuestra visión de no ser por la ayuda que aun las sombras de la letra pueden prestarnos. Así la vieja revelación que Dios nos ha dado de sí mismo en las Sagradas Escrituras, tal como «Dios» o «Señor» o «Todopoderoso» o «Altísimo», aunque es «en fragmentos» (He. 1:1), como dice el apóstol, puede ayudamos a ver su plenitud; justamente como las muchas cifras que las mismas Escrituras nos dan con respecto a los sacrificios, tal como aparecen reguladas por la ley ceremonial, nos ayudan a ver los diversos y aparentemente contradictorios aspectos del único, perfecto y gran Sacrificio. Todavía no podemos ver las cosas de los cielos en toda su magnitud. Por lo tanto, Dios nos las revela hasta el punto en que las podamos sobrellevar, y lo hace con la exactitud del que las ve como son y en la forma en que pueden ser vistas y entendidas por nosotros. Necesitamos, pues, toda la instrucción de Dios, incluso las revelaciones parciales, que lo representan bajo diversos nombres, con lo cual nos prepara a su debido tiempo para que lo veamos como él es (Jn. 3:2) y para conocer cómo somos conocidos (1ª Co. 13:12).

Mi propósito es, por lo tanto, y si Dios lo permite, prestar atención a los nombres bajo los cuales Dios se ha revelado al hombre en las Sagradas Escrituras. Los primeros cuatro los encontramos en algunos de los capítulos más primitivos de Génesis, y son: «Dios» (en hebreo, Elohim), «Señor» (o Jehová), «Todopoderoso» (El Shaddai) y «Altísimo» (El Elyon). Todos ellos revelan algún atributo distintivo o alguna característica del mismo bendito Dios. Además de éstos, tenemos tres nombres más que describen la relación de Dios con ciertas cosas o personas más bien que con su naturaleza, y son «Señor» (en hebreo Adonai),1 el «Eterno» (El Olam), y «Señor de los ejércitos» (Jehová Sabaot). Los cuatro primeros nombres nos dicen lo que Dios es. En todo tiempo, estos cuatro nombres han sido el descanso, refugio, y consuelo de su pueblo. En el libro de los Salmos, los encontramos constantemente repetidos. En un lugar aparecen los cuatro dentro de una oración: «El que habita al abrigo del Altísimo, y mora bajo la sombra del Omnipotente, dice a Jehová: Esperanza mía y castillo mío; mi Dios (es decir, mi Elohim), en quien confío» (Sal. 91:1-2; véase también Sal. 77:7-11). Todos estos nombres no son sino variantes de ser él lo que es, tan maravilloso y polifacético, que ningún simple nombre puede expresar adecuadamente lo que el apóstol llama su «plenitud» (Ef. 3:19; Col. 1:19; 2:9). Similarmente, en los Evangelios se requieren cuatro diferentes presentaciones del mismo y único Señor, tales como el león, el buey, el hombre, y el águila, para mostrar a Cristo en sus diversos aspectos o relaciones, algunas de las cuales, por la forma en que las hemos captado debido a las limitaciones de nuestra naturaleza caída, parecen chocar a veces con los títulos que certeramente lo definen como Hijo de Dios e Hijo del Hombre. Pues bien, así como en cada una de estas presentaciones podemos detectar ocultos indicios de que Cristo contiene dentro de sí todas las características aparentemente variables (que los otros Evangelios o Caras Querúbicas revelan más particularmente) (véase Four Views of Christ, págs. 2-14), así es con la revelación que con anterioridad Dios dio de sí mismo. Dios no puede hablar de lo que él es en toda su plenitud bajo un simple nombre o título. Y, sin embargo, cada uno de los nombres contiene algo de las virtudes especiales que los otros nombres destacan más particularmente (pues las perfecciones de Dios son inseparables). Esto podemos verlo incluso en un hombre dotado con diversos talentos. Para conocer a David se nos debe decir que era pastor, guerrero, rey, profeta, poeta, y músico, todo lo cual revela una profunda y rica naturaleza. ¿Tiene entonces algo de extraño que Dios, el Hacedor, Juez, y Salvador de todos, que es en sí amor, poder, y sabiduría, revele su naturaleza a los que no lo conocen y su relación con ellos mediante una serie de nombres que manifiesten aspectos distintos de su gloria? Sea como fuere, Dios se ha revelado así al hombre: aquí un poco y allí otro poco: y sus hijos, a medida que van creciendo en su semejanza, lo mejor que pueden hacer es alabarlo por tal revelación.

Mi deseo, pues, al considerar los nombres bajo los cuales Dios se ha revelado, es guiar, hasta donde sea posible, a algunos de sus hijos y criaturas a que lo conozcan mejor. Pero, indirecta e incidentalmente, nuestro presente estudio puede también contestar a las objeciones de ciertos críticos que, sobre las bases de los diversos nombres de Dios en Génesis, arguyen que el libro es una composición meramente humana, es decir, una compilación de varias tradiciones en conflicto cuyas diferencias y divergencias demuestran que son únicamente las ideas o especulaciones de mentes falibles concernientes al carácter de Dios. Si estos críticos (de cuyas deducciones puedo decir que se están destruyendo continuamente), en vez de juzgar con tanta ligereza este asunto, hubieran tan sólo considerado con mayor profundidad cómo puede Dios revelarse al hombre caído y si éste en realidad se encuentra ahora en condiciones de asimilar la revelación del ser de Dios en toda su plenitud; e incluso más, si hubieran sido discípulos de Cristo antes de hacerse maestros, habrían aprendido la razón por la que Dios se reveló en la forma que dicen las Sagradas Escrituras. Seguramente ya desde el principio, Dios, viendo en lo que el hombre se había convertido, debió haber deseado darse a conocer, y el método que escogió para hacerlo fue sin duda el mejor, porque Dios es todo amor y, además, omnisciente. Pero, ¿cómo podía darse a conocer al hombre, siendo éste lo que es? ¿Qué podemos mostrar de nuestra naturaleza a un bebé? ¿Qué podemos hacer comprender a una bestia de nuestros pensamientos y sentimientos más profundos? ¿No requería verdaderamente el caso que Dios se manifestara bajo diversas formas y de acuerdo con las limitaciones de la criatura a quien quería revelarse? ¿No era necesario que la revelación fuera en forma de criatura y creciera paso a paso, como incluso Cristo (la palabra de Dios, cuando fue hecha carne por nosotros) creció en sabiduría y en gracia hasta ser el hombre perfecto (Lc. 2:52)?

Por tanto, suponiendo que sea un hecho el que aquellas porciones del Génesis que hablan de «Elohim» fueran parte de tradiciones anteriores o posteriores a las que hablan de «Jehová», eso no probaría que tanto el Génesis (en su forma y orden presentes) como el resto de la Escritura no tienen su origen en Dios. En un mosaico muy elaborado, las piececitas de piedra han venido de diferentes canteras, pero el modelo o figura que se ha formado con ellas demuestra que la obra no es una mera colección de partículas discordantes, sino que una mente rectora lo ha dispuesto y planeado con un propósito especial. Similarmente, el hecho de que la química haya probado que las sustancias que forman nuestra carne y nuestros huesos estaban en la tierra y en formas animales y vegetales ya antes de que formaran parte de nuestros cuerpos no desaprueba que dichos cuerpos no sean la obra de Dios de acuerdo con un propósito. Así ocurre con la Biblia. Repetimos, pues, que diferentes tradiciones con diferentes orígenes no prueba nada en contra de la unida y divina inspiración de las Sagradas Escrituras tal como ahora las tenemos, sino que únicamente mostraría lo que la Escritura misma afirma: que Dios ha hablado al hombre por medio de revelaciones parciales que pudo obtener un conocimiento más perfecto de la verdad a través de Cristo y de su Espíritu.

Por supuesto que si el hombre no es consciente de su condición de caído de Dios, y, por ello, de su incapacidad de verle como es, resulta fácil objetar que una presentación parcial de Dios o revelación se contradice o choca con otra. Pero toda naturaleza está llena de aparentes y similares contradicciones, las cuales acaban no siéndolo a medida que se nos van revelando sus secretos. ¿No está hecha la luz blanca de siete colores y rayos diferentes? ¿No es el orden de los cielos, tan sereno y firme, el resultado de fuerzas centrífugas y centrípetas aparentemente antagonistas? No es preservado el equilibrio de la vida del corazón por los movimientos sístole y diástole? ¿No consta la unidad de la humanidad de hombre y mujer? En el mundo moral ocurre lo mismo. A menudo parece que la verdad se opone al amor, y, sin embargo, verdad y amor son consecuencias y manifestaciones del mismo y único bendito Dios. Cristo, la perfecta imagen de Dios, nos revela la unidad de todos los aparentes antagonismos. Mientras permanezcamos en la carne, podemos «conocer sólo en parte» (1ª Co. 13:12), y para que obtengamos dicho conocimiento, Dios, cuya plenitud llena todas las cosas, se ha revelado de una forma que los hombres pueden llamar imperfecta. Pero su misma imperfección (si es que podemos llamarla así) es su perfección, por cuanto muestra su impecable adaptación al fin previsto. Tan sólo con que podamos ver lo que los diferentes nombres de Dios declaran, estoy seguro de que seremos compelidos, como todos aquellos que tuvieron esta gran visión, a postramos ante él y exclamar: «Santo, santo, santo, Señor, Dios, Omnipotente, Altísimo, el cielo y la tierra están llenos de la majestad de tu gloria.»

Sólo añadiré que como estos nombres de Dios hablan de su naturaleza, nadie que no participe de esa naturaleza podrá ver jamás su sentido; «pues ¿quién conoce las cosas del hombre, salvo el espíritu del hombre? Así las cosas de Dios no las conoce el hombre, sino el Espíritu de Dios». Por lo tanto, el mero intelecto nunca podrá descubrir lo que esos nombres contienen, ni siquiera el deseo de obtener luz, a menos que tal deseo vaya acompañado de fe, oración y humildad. Por otra parte, un caminar en fe, una vida de amor, un diario esperar el Espíritu de Dios, un humilde atesoramiento de sus palabras, incluso cuando a primera vista parezcan oscuras y misteriosas, todo esto, porque viene de Dios, conducirá a él y a un mayor conocimiento de su plenitud, tal como ha sido revelado en su palabra escrita y encarnada. El nos ha hecho para conocerle y amarlo, y para llevar su imagen, y así revelarle a un mundo que no le conoce. Y a medida que esa imagen es restaurada en nosotros por gracia, cuando recibimos en nuestra vida a Aquel que es la imagen del Dios invisible, podemos ver lo que ojo no vio, y oír lo que oído no oyó, y todo lo que Dios revela por su Espíritu. hay ciertamente una etapa en nuestra experiencia en que la única pregunta que ocupa nuestra alma es: ¿Cómo puede un pecador ser traído a la justicia y a la paz? Pero hay también otra etapa en que el alma anhela a Dios, en que ansía conocer sus perfecciones, en el sentido profundo de que conocerle es la única forma de poder conformarse a él. Los nombres de Dios sirven a ambos fines. En la visión beatífica Dios será el todo. Incluso aquí, en la proporción en que sus redimidos lo ven, son hechos como él. ¡Sirvan nuestras meditaciones sobre los nombres de Dios para este fin, para su gloria y para nuestra bendición eterna!

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1. Tanto para Jehová como para Adonai el autor usa la palabra “Lord”; la única diferencia es que en el primer caso escribe las letras «o», «r», «d», con mayúsculas de inferior tamaño al de la «L». Si esta diferencia connota algo, en el texto no se explica (N. del T.).

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Dios, o Elohim

Habiendo visto, pues, que en la Sagrada Escritura se habla de Dios bajo diferentes nombres, cada uno de los cuales con el propósito de resaltar diferentes virtudes o características de su naturaleza, debemos ahora prestar atención al primer nombre bajo el cual es revelado: «Dios», —en hebreo, «Elohim».

Éste, y sólo éste, es el nombre por el cual se nos presenta a Dios en el primer capítulo del libro de Génesis. Ahí lo encontramos repetido en casi cada versículo. Bajo este nombre vemos a Dios trabajando con una especie de materia primigenia, envuelta en oscuridad y confusión, hasta que todo fue puesto en orden de acuerdo con su voluntad y por medio de su palabra para hacerlo «muy bueno». Este es el nombre que debemos conocer antes que cualquier otro. Por lo tanto, éste es el primero revelado en las Sagradas Escrituras, y nos habla de Uno que, cuando todo está perdido, en oscuridad y confusión, reintroduce en la criatura primeramente su luz y vida y, después, su imagen, haciendo así todo nuevo y muy bueno.

Ahora bien, hay ciertas peculiaridades conectadas con este nombre, las cuales debemos considerar si queremos entender todo lo que el Creador nos enseña por medio de él.

Este nombre (en hebreo, «Elohim», o «Alehim») es un plural que, aunque primero y principal se usa en las Sagradas Escrituras para describir al único Dios verdadero, nuestro Creador y Redentor, también se usa de forma secundaria con referencia a los «muchos dioses y muchos señores» (1ª Co. 8:5), a quienes los paganos primitivos temían y adoraban. Veamos, entonces, el uso primario de este nombre, mediante lo cual aprenderemos su significación más alta. Entonces estaremos en mejores condiciones de entender cómo pudo ser aplicado a los dioses de los paganos o a los ídolos que lo representaban.

Así pues, primeramente, este nombre, aunque en plural, cuando se usa con referencia al único Dios verdadero va constantemente acompañado por verbos y adjetivos en singular. Por tanto, ya desde el principio se nos prepara para el misterio de la pluralidad en Dios, el cual, aunque dice «no hay dioses conmigo» (Dt. 32:39) y «no hay Dios fuera de mí» (Is. 45:5, 22), también dice «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza» (Gn. 1:26); «el hombre es como uno de nosotros» (Gn. 3:22); «descendamos y confundamos allí sus lenguas» (Gn. 11:7); y, otra vez, «¿A quién enviaré y quién irá de nuestra parte?» (Is. 6:8). Y este mismo misterio, aunque incomprensible para un lector inglés o español, aparece una y otra vez en muchos otros textos de la Escritura. Pues «Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud» es literalmente «Acuértade de tus Creadores» (Ec. 12:1). Similarmente, «Y ninguno dice: «¿Dónde está Dios mi Hacedor?» es en hebreo, «Dios mis Hacedores» (Job 35:10). Y, otra vez, «Alégrese Israel en su Hacedor» es, en hebreo, «en sus Hacedores» (Sal. 149:2). Igualmente en Proverbios, «La inteligencia es el conocimiento de los Santos» (Pr. 9:10) Asimismo donde el profeta dice «tu marido es tu Hacedor», ambas palabras están en plural en el texto hebreo (Is. 54:5). Muchos otros pasajes de la Escritura tienen precisamente la misma peculiaridad. Por tanto, en los cielos, los querubines y serafines exclaman continuamente: «Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos» (Is. 6:3; Ap. 4:8), mientras que en la tierra, enseñados por el Espíritu del Señor, decimos, «Padre, Hijo y Espíritu Santo» (2ª Co. 13:14). La forma plural del primer nombre de Dios, «Elohim», está envuelta en el mismo misterio. Mientras que el verbo, e incluso el adjetivo, concuerdan con él en el singular (como «el Viviente» en 2ª Ro. 19:4, o «el Justo» en Sal. 7:9), «Elohim», aunque plural, significa un Dios.

Además, este nombre, como cualquier otro nombre hebreo, tiene un significado preciso, lleno de sentido. La palabra «Elohim» proviene de «Alah», «jurar», y describe a alguien que está bajo un pacto que debe ser ratificado mediante juramento. Parkhurst, en su bien conocido Lexicon, explica así el nombre: «Elohim»: «Un nombre que se da usualmente en las Sagradas Escrituras a la bendita Trinidad, por medio del cual se representa a las tres Personas como estando bajo la obligación de un juramento... Este juramento (mencionado en el Salmo 110:4, “Juró Jehová, y no se arrepentirá”) fue anterior a la creación. De acuerdo con esto, “Jehová” es llamado «Elohim» al principio de la creación (Gn. 1:1), lo cual implica que las divinas Personas se habían conjurado ya antes de crear; y, a la luz de Gn. 3:4, 5, es evidente que tanto la serpiente como la mujer conocían a Jehová por este nombre, “Elohim”, antes de la caída.» Aquí la naturaleza del ser de Dios es como un maravilloso abismo que se abre ante nuestros ojos. Bendito sea su nombre, porque por medio de su Hijo y de su Espíritu ha arrojado alguna luz a este abismo insondable para la carne y la sangre.

Así, pues, esta relación de pacto que expresa «Elohim» es primeramente una relación en Dios. Dios es uno, pero, como su nombre declara, en él hay también pluralidad, y las relaciones implicadas en esta pluralidad, por ser precisamente en él y con él, nunca pueden disolverse ni romperse. Por lo tanto, como Parkhurst dice, este nombre contiene el misterio de la Trinidad. Para la perfecta revelación de este gran misterio, el hombre debió de hecho esperar hasta que fue declarado por el Unigénito del Padre, y aun así esto no courrió hasta después de su resurrección, cuando lo dio a conocer a los que había llamado para ser sus discípulos. Pero, desde el principio, el nombre «Elohim» lo contenía e indicaba vagamente, y las visiones y palabras de los profetas lo insinuaban todavía con mayor claridad.

Sin embargo, no penetro en este misterio. Como máximo, digo con san Agustín que, si Dios es amor, entonces en Dios debe haber un Amante, un Amado y el Espíritu de amor, porque no puede haber amor sin amante y sin amado. Y si Dios es eterno, entonces debe haber un Amante eterno, un Amado eterno y un eterno Espíritu de amor que une al Amante eterno con el Amado eterno en un vínculo de amor eterno e indisoluble. La relación en Dios, en él y con él mismo, es una unidad sin brechas; inquebrantable. Dios es «Elohim» desde el principio, y lo es en una unión de pacto con él mismo desde siempre y para siempre.

Pero la verdad de la relación de pacto implicada en el nombre «Elohim» aún va más lejos, pues el Amado es el Hijo, «el Verbo», «por quien todas las cosas fueron hechas» y «en quien todas las cosas subsisten». «Todas las cosas fueron creadas por él y para él» (Jn. 1:3). Por lo tanto, Dios, o «Elohim», al estar bajo pacto con el amado Hijo, debe estar igualmente bajo pacto con todas las cosas creadas por él, las cuales subsisten y se mantienen en él. Como Pablo dice, él es el Dios que no miente, que prometió vida eterna desde antes de los tiempos eternos (Tit. 1:2), (palabras estas que de nuevo se refieren al pacto en Cristo antes de la caída del hombre), «el fiel Creador», como Pedro añade, a quien debemos encomendar nuestras almas (1ª P. 4:19); porque «de él, y por él, y para él, son todas las cosas» (Ro. 11:36). Y en virtud de esta relación de pacto (porque él es «Elohim»), aunque sus criaturas fallen y caigan, «nunca nos dejará ni nos abndonará».

Podemos preguntar si cuando este nombre fue revelado por primera vez, los receptores de la revelación pudieron entender todo cuanto implica y enseña. Probablemente, no. Cuando Dios habla por primera vez, los hombres raramente le entienden por completo —si es que, en realidad, le han entendido algo. Es gradualmente, y justo en la proporción en que sus siervos y discípulos atesoran las palabras que reciben, que tales palabras desvelan su contenido, cosa que a menudo ocurre lentamente. Todas nuestras primeras percepciones de Dios y su verdad con imperfectas y están mezcladas con las falacias y los errores que producen los sentidos. No obstante, sus palabras, aun siendo poco entendidas, conllevan una auténtica bendición para quienes las reciben y aceptan, aunque la profundidad de la divina sabiduría que contienen esté más o menos oculta. ¿Quién puede abarcar y asimilar de una todo cuanto la naturaleza nos dice? ¿Quién puede entender de primeras todo lo que el Evangelio o los sacramentos del Evangelio contienen y anuncian? Así ocurre con los nombres de Dios. Aun cuando no se comprendan muy bien, desde el principio han estado diciendo lo que es la plenitud de Dios, y, por su gracia, el hombre caído ha sido capaz de recibirlo y aprovecharlo. Exactamente en la proporción en que los hombres caminaban con Dios, sus nombres y palabras se les abrían, pero, si le abandonaban, las mismas palabras se tornaban primeramente oscuras y después se pervertían para representarlo falsamente. Pues la palabra de Dios, si no es obedecida, se convierte en una maldición y una trampa hasta el punto de confirmar a los hombres en sus errores y engaños.