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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

AMOR FINGIDO, N.º 71 - noviembre 2011

Título original: Wedding His Takeover Target

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-065-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

–Dijiste que era urgente y aquí estamos –Gavin Jarrod entró con su hermano mayor, Blake, en la oficina de Christian Hanford el lunes por la mañana.

Y no era una buena manera de empezar la semana.

El abogado que administraba el legado de su difunto padre señaló las sillas que había frente a su escritorio.

–Os agradezco mucho que hayáis venido. Pero, desgraciadamente, no tengo buenas noticias.

Gavin miró a su hermano como diciendo: «¿y ahora qué?».

–Como ninguna de las noticias que hemos recibido tras la muerte de mi padre ha sido buena, no me sorprende. Empezando por esa petición de que dejásemos nuestras carreras en suspenso para pasar un año en Jarrod Ridge o perderíamos nuestra parte de la herencia.

Christian Hanford asintió con la cabeza.

–Esto tiene que ver con los permisos necesarios para construir el nuevo bungaló que has diseñado para el hotel.

Gavin intentó disimular su frustración. Sólo su padre podía intentar controlar sus vidas desde la tumba.

–¿Cuál es el problema? Estamos a primeros de noviembre y necesitamos que empiecen a hacer el movimiento de tierras antes de que el suelo se congele.

–No podemos conseguir los permisos porque esas tierras no le pertenecen a tu padre.

–¿Qué? –exclamaron Gavin y su hermano al mismo tiempo.

Blake se echó hacia delante en la silla.

–Esa parcela está en medio de la propiedad, ¿cómo no va a pertenecer a la familia?

Christian sacó un mapa de Jarrod Ridge y después de extenderlo sobre el escritorio hizo una X en una zona marcada en rojo.

–Aquí es donde queréis construir. Pero cuando investigamos la escritura, descubrimos que vuestro abuelo transfirió la propiedad de esta parcela a Henry Caldwell hace cincuenta años.

Gavin intentó recordar ese nombre pero no le decía nada. Claro que, aunque había pasado los primeros dieciocho años de su vida en Aspen, no había ninguna razón para que recordase a la gente de allí. Había escapado del pueblo y de su dominante padre cuando terminó la carrera, diez años antes, y sólo había vuelto porque no tenía más remedio que hacerlo.

Y decir que su padre y él no se habían llevado bien sería decir poco.

–¿Quién demonios es ese Caldwell?

–El propietario del Snowberry Inn, un hostal que lleva tantos años en Aspen como Jarrod Ridge.

–¿Y por qué le vendió nuestro abuelo esa parcela… con una mina condenada en el centro de la propiedad, además?

La vieja mina había sido uno de los escondites favoritos de Gavin cuando era niño. Sus hermanos y él habían pasado incontables horas recorriendo sus túneles y, en la época del instituto, Gavin solía llevar allí a sus novias.

–La cuestión es por qué querría nadie comprarla –intervino Blake–. No hay suficiente plata como para que la extracción dé beneficios.

–Ésa es la parte interesante. He descubierto que vuestro abuelo no vendió la parcela, la perdió en una partida de póquer –respondió el abogado.

Gavin y Blake lo miraron, sorprendidos.

–Muy bien, entonces se la compraremos –dijo Gavin.

Christian Hanford hizo una mueca.

–Buena suerte. Según las cartas que hemos encontrado en el archivo, vuestro padre intentó convencerlo para que vendiera en múltiples ocasiones, pero Caldwell siempre se ha negado a vender.

Blake se echó hacia atrás en la silla, más relajado de lo que debería después de haber recibido una noticia que se cargaba todos sus planes.

–El proyecto básico para un bungaló totalmente privado y de alta seguridad ya está hecho. Hemos contratado a la constructora y hemos pedido los materiales porque no esperábamos tener este problema, pero habrá que buscar otra parcela…

–No, de eso nada –lo interrumpió Gavin–. No estoy dispuesto a perder el único sitio de la finca que tiene buenos recuerdos para mí. Convenceré a Caldwell para que venda.

Blake esbozó una sonrisa.

–Quieres hacer lo que papá no pudo.

Gavin sonrió también. Su hermano lo conocía mejor que nadie y sabía de su naturaleza competitiva. Él nunca se arredraba ante un reto.

–No me importaría nada ganarle la partida. Y seguramente se revolverá en su tumba cuando lo consiga.

–Si lo consigues –dijo su hermano.

–Lo haré.

Tener dos hermanos mellizos que a menudo se unían contra él le había dado a Gavin una vena obstinada, pero esa misma vena lo había llevado a lo más alto en su trabajo como ingeniero.

Blake sacó un billete de cien dólares de la cartera que dejó sobre el escritorio. Y, al hacerlo, Gavin vio algo dorado en el dedo anular de su hermano…

¿Qué demonios era eso? No podía ser lo que él pensaba.

Pero lo primero era lo primero: la mina. Hablarían de ese anillo cuando salieran del despacho de Christian.

–Te apuesto cien dólares a que no lo consigues –lo retó Blake–. Papá era un estirado y un tirano, pero también un hombre de negocios extraordinario. Si hubiese habido alguna forma de recuperar la parcela, él la habría encontrado.

Gavin sacudió la cabeza mientras sacaba un billete de cien dólares de la cartera.

–Acepto la apuesta. Si algo me ha enseñado la ingeniería es que hay una solución a todos los problemas. Es cuestión de si estás dispuesto a pagar el precio que te pidan. Lo único que tengo que hacer es descubrir cuál es el precio de Caldwell y la parcela será nuestra.

–¿Se puede saber qué demonios llevas en el dedo, Blake? –le preguntó Gavin cuando salieron de la oficina de Christian.

Su hermano sonrió con una expresión tan satisfecha como si acabara de tomar un almuerzo de cinco platos.

–Samantha y yo nos hemos casado en Las Vegas.

Gavin lo miró, perplejo.

–Pensé que habías ido a Las Vegas para trabajar en tu hotel.

–No, esta vez no. Fuimos allí a casarnos y a pasar la luna de miel. Pensábamos contárselo a la familia esta noche.

–¿Te has vuelto loco?

Blake lo miró a los ojos.

–Pues sí. Loco de felicidad.

–Samantha lleva años con nosotros y nunca te habías fijado en ella. De hecho, siempre dices que no se deben mezclar los negocios con el placer a menos que quieras que el placer te acabe dando la patada.

Su hermano carraspeó.

–¿Qué puedo decir? Tardé un poco en darme cuenta.

–Lo has hecho porque no quieres perderla como ayudante, ¿verdad?

–Nuestra relación empezó así, pero ahora es mucho más que eso. Estoy enamorado de ella.

Gavin soltó una carcajada, pero enseguida se dio cuenta de que su hermano no estaba bromeando. La expresión de Blake era muy seria.

–Lo dirás de broma.

–No, hablo en serio. El amor es la única razón para dar ese paso.

En el mundo de Gavin, no. En su mundo, el amor era algo que había que evitar a toda costa. Algo tan peligroso como colocarse delante de un tren en marcha o tirarse desde un puente.

–¿Estás diciendo que quieres a Samanta hasta que la muerte os separe y todo eso?

–Exactamente.

Blake parecía muy contento en lugar de infeliz. ¿Cómo era posible? En fin, daba igual, la euforia no duraría demasiado. Su hermano era un adicto al trabajo como él y las mujeres odiaban eso. Y cuando se cansaban de estar solas, hacían la maleta y se marchaban.

–¿Está embarazada?

–No que yo sepa, pero no me importaría nada que así fuera.

–¿Has firmado un acuerdo de separación de bienes?

–No me preocupa eso.

–Blake, no sabía que fueras tan tonto –exclamó Gavin.

–Y no lo soy. De hecho, creo que estoy viendo las cosas con claridad por primera vez en mi vida. Samantha es la única mujer en la que confío por completo.

«Pobre idiota».

–¿Lo has arriesgado todo aun sabiendo que papá se volvió loco cuando perdió a mamá?

–Yo me volvería loco si fuese tan cobarde como para no intentar que esto funcionase.

–¿No puedo convencerte para que anules ese matrimonio?

–No –respondió Blake, fulminándolo con la mirada–. Y sugiero que te olvides del asunto. Si no recuerdo mal, a ti te cae bien Samantha.

–Como tu ayudante, por supuesto. Es muy buena en su trabajo, seguramente la mejor que has tenido nunca. ¿Pero casarte con ella? –Gavin fingió un escalofrío.

–Sí, casarme con ella. Y tú deberías probarlo, por cierto.

No, de eso nada. Trevor y él eran los únicos a los que no habían echado el lazo en los últimos meses. Afortunadamente, él no era tan susceptible.

–Entonces, lo único que puedo hacer es desearte suerte y decirte que estaré ahí cuando me necesites.

–¿Para recoger los pedazos? No creo que necesite tus servicios.

–Eso esperas.

–No, estoy seguro. Samantha es la mujer de mi vida, la única.

Gavin abrió la boca para seguir con la discusión pero se tragó sus palabras. Blake estaba encandilado con Samantha y probablemente tenía el cerebro hecho agua con tanto sexo. No iba a conseguir que cambiase de opinión y lo único que podía hacer era esperar que cuando el matrimonio se rompiese, Samantha no se llevara con ella una porción de Jarrod Ridge.

El hostal Snowberry Inn era tan acogedor como el hotel Jarrod Ridge opulento, decidió Gavin mientras observaba el edificio de estilo victoriano. Situado casi en el centro del pueblo, tenía un encanto que recordaba al boom minero de 1880, mientras el hotel de su familia atendía a clientes adinerados que exigían un servicio de primera clase.

Gavin bajó de uno de los lujosos Cadillac de la flota de Jarrod Ridge y fue recibido por unos martillazos. Sorprendido, miró alrededor; el frío del otoño en las montañas le congelaba el aliento. El hostal estaba en una zona inmejorable, donde el metro cuadrado valía miles de dólares, y los clientes podían ir paseando al distrito de galerías de arte, boutiques de diseño y restaurantes de cinco tenedores con vistas al río Fork. Y tenía una parcela relativamente grande detrás de la estructura principal.

Gavin recorrió un camino flanqueado por desnudos álamos y acebos cubiertos de hojas, cuyos frutos rojos brillaban bajo los últimos rayos del sol. Parecía como si hubiera pasado una eternidad desde que sus hermanos y él usaban esas bayas como munición para sus tirachinas cada vez que podían escapar de su padre.

Aunque la estructura del hostal parecía sólida, al exterior le iría bien una mano de pintura, pensó. La barandilla crujió cuando apoyó en ella la mano para subir los escalones que llevaban al porche. Y habría que arreglar esa barandilla también, pero con la oferta que pensaba hacerle, Caldwell tendría dinero con el que cubrir los gastos para las reformas.

En lugar de llamar al timbre, Gavin siguió el sonido de los martillazos hasta la parte de atrás, esperando encontrar a Caldwell o a alguien que le dijese dónde localizarlo. Pero lo que encontró fue a una mujer con un parka rojo, de espaldas a él, con unos rizos oscuros que escapaban de su gorro de lana.

No, definitivamente, no era Henry Caldwell.

–¡Maldita sea! –exclamó ella entonces, soltando el martillo de golpe.

–¿Se ha hecho daño?

La mujer se volvió, sujetándose el pulgar de la mano izquierda con la mano derecha y mirándolo con unos enormes y brillantes ojos azules.

–¿Quién es usted?

–Gavin Jarrod. ¿Necesita ayuda?

–¿Ha venido buscando habitación? –le preguntó ella.

–No, he venido a ver a Henry Caldwell.

Gavin, automáticamente, inspeccionó a la chica: unos veinticinco años, piel clara, más bien alta y probablemente delgada bajo ese enorme parka rojo. En resumen, guapísima. No estaría mal conocerla un poco mejor, pensó.

Luego examinó su problema: un clavo torcido en la barandilla del porche. No era un trabajo fácil para un aficionado.

–Espere, deje que la ayude.

Gavin se inclinó para tomar el martillo, demasiado pesado para una mujer, y hundió el clavo de un solo golpe.

–Ya está.

–Gracias –dijo ella. Apretando la mano izquierda contra su cuerpo, tomó el martillo con la derecha.

–Deje que le eche un vistazo a ese dedo –Gavin tomó su muñeca para inspeccionar el enrojecido pulgar. La uña estaba intacta y no había sangre debajo.

Pero el calor de su piel calentó la suya, haciendo que su pulso se acelerase. ¿Soltera? No llevaba alianza, comprobó, mientras pasaba un dedo por el suave dorso de su mano…

Pero ella la apartó de inmediato.

Una pena. No había reaccionado así con una mujer en mucho tiempo.

–No es nada, pero debería usar guantes de trabajo.

Tenía unas pestañas larguísimas, observó. Y no llevaba ni gota de maquillaje.

–No podía sujetar el clavo con los guantes –dijo ella–. ¿Henry lo espera? No me ha dicho que tuviera una cita con nadie.

–No, no me espera –respondió Gavin. Quería pillarlo por sorpresa y tal vez conseguir que vendiera por impulso.

–¿Vende algo? –le preguntó la joven.

–No. Por cierto, no me ha dicho su nombre…

–No, no se lo he dicho –ella tomó del suelo una caja de clavos y le hizo un gesto con la mano–. Sígame.

Gavin tuvo que sonreír mientras entraban por la cocina, donde fueron recibidos por un delicioso aroma a asado y pan recién hecho que lo hizo salivar.

–Espere aquí –dijo la joven cuando llegaron al salón–. ¿Puede decirme sobre qué quiere ver a Henry?

Gavin carraspeó.

–Sobre una antigua apuesta.

Ella frunció el ceño.

–¿Le debe dinero?

–No, no –se apresuró a decir él. Y eso era todo lo que iba a sacarle. Por atractiva que fuese, no pensaba contarle nada sobre el asunto… a menos que fuera mientras cenaban.

Ella lo miró sin disimular su curiosidad.

–No parece uno de sus colegas de póquer.

–No lo soy.

–¿Entonces?

–Es un asunto personal.

–Muy bien, voy a ver si mi… Henry está disponible.

Gavin no había salido con nadie desde que llegó a Aspen y aquella chica tan guapa le recordaba que llevaba algún tiempo solo. Sin poder evitarlo, se quedó mirándola hasta que salió del salón.

Sí, definitivamente, tendría que invitarla a cenar. Y con un poco de suerte… Su corazón empezó a latir con más fuerza, como aprobando el plan.

Gavin se desabrochó la chaqueta de esquí y miró alrededor. Aunque los muebles eran antiguos, no era uno de esos sitios donde uno temía romper algo. Predominaban el terciopelo y las telas de colores, pero no tanto como para que su masculinidad se viese amenazada. No estaba mal, tuvo que reconocer. Pero, por supuesto, no era competencia para el Ridge.

–¿Es usted pariente de los Jarrod de Jarrod Ridge? –escuchó la voz femenina tras él.

No la había oído regresar. Se había quitado el parka y debajo llevaba un jersey de cuello vuelto en color malva que se ajustaba a su torso… con curvas en los sitios adecuados. Muy agradable, desde luego.

–Sí.

Ella frunció los labios, como si esa respuesta no le complaciera, y Gavin se dio cuenta de que se había puesto un poco de brillo. Ah, buena señal. Si no estuviera interesada, no se habría molestado.

–Mi abuelo vendrá enseguida.

–¿Su abuelo?

–Sí.

Esa revelación mataba cualquier posibilidad de acabar en la cama con ella, pensó Gavin. No podía arriesgarse a malograr la compra del hostal. Los negocios eran lo primero, especialmente los negocios familiares. Pero tal vez cuando hubieran finalizado la transacción…

No podía imaginar estar un año sin sexo, pero había roto con su última novia dos meses antes de la muerte de su padre y, por el momento, ninguna de las mujeres que había conocido en el hotel lo había tentado como aquélla.

–No es usted de aquí, ¿verdad? –le preguntó.

Aunque, en realidad, había pocos nativos de Aspen; el pueblo estaba lleno de turistas o celebridades que iban allí para ser fotografiados en las pistas de esquí.

–No –respondió ella, cruzando los brazos sobre el pecho en un gesto protector, desafiante y delicioso.

«Cuidado, chico».

–He viajado por todo el mundo, pero no podría decir de dónde es su acento.

–Mejor.

Vaya, parecía enfadada con él.

–¿He hecho algo que la haya molestado, señorita Caldwell?

–Taylor.

Gavin levantó una ceja.

–Mi apellido es Taylor –le aclaró ella.

Pero no dijo nada más. Aparentemente, la señorita Taylor era, como él, muy discreta con sus revelaciones.

–¿Casada?

Ella apartó la mirada, pero no tan rápido como para que Gavin no viera un brillo de dolor en sus ojos azules.

–No, ya no. ¿Quiere algo? ¿Un café, un té? Normalmente tomamos el té a las cuatro.

Eso le daría una excusa para salir de la habitación y Gavin no estaba dispuesto a dejarla escapar.

–No, gracias. ¿Ha venido a visitar a su abuelo?

–No –respondió ella–. Me encargo de llevar el hostal.

–¿Lleva mucho tiempo haciéndolo?

–Algún tiempo, sí.

Gavin estuvo a punto de reír ante tan sucinta respuesta. Nunca había conocido a una mujer tan poco dispuesta a dar información sobre sí misma. Él estaba acostumbrado a chicas que charlaban sin descanso y tendría que emplear una estrategia diferente si quería sacarle algún detalle.

–Yo nací aquí, pero me marché hace años. Y sólo estaré en Aspen durante… algún tiempo.

–Sí, me lo habían dicho.

–¿Ah, sí?

–No se emocione. No he estado haciendo averiguaciones sobre los Jarrod. En un pueblo de seis mil habitantes, donde la mayoría de ellos sólo están de paso, los rumores corren como la pólvora. La muerte de su padre y las estipulaciones de su testamento son temas calientes. Por cierto, mi más sentido pésame.

–Gracias –dijo Gavin, mientras intentaba digerir esa respuesta–. Pero si los rumores corren como la pólvora, imagino que también sabrá que mi padre y yo no nos llevábamos bien.

–No, eso no lo sabía

–Sólo estaré aquí siete meses más y luego me iré.

–Usted se lo pierde. Aspen es precioso.

Él la miró de arriba abajo.

–Precioso, desde luego, pero no tan cálido como a mí me gustaría.

La joven irguió los hombros de nuevo. Evidentemente, sabía que se refería a ella y no al clima.

–Es usted lo bastante mayorcito para saber que uno no siempre consigue lo que quiere.

Un carraspeo interrumpió la conversación. Un hombre alto y delgado de espeso pelo blanco y los mismos ojos azules que su nieta acababa de aparecer en la puerta del salón.

–Jarrod, ¿eh?

–Soy Gavin Jarrod, sí. Y me gustaría hablar con usted…

Caldwell levantó una mano.

–Sabrina, sé un ángel y tráeme un café. Cuando despierto de mi siesta siempre tengo la cabeza abotargada.

Gavin contuvo el deseo de mirarle el trasero a la morena mientras salía de la habitación.

–Disculpe si lo he despertado, señor Caldwell.

El hombre hizo un gesto con la mano.

–No, me dormí viendo las noticias. Son deprimentes… todo son desgracias, aunque las cuenten chicas rubias con minifalda y tacones. Además, era hora de despertar. No puedo pasar dormido lo que me queda de vida. ¿Qué puedo hacer por ti, Gavin Jarrod?

–Me gustaría comprar la propiedad que mi abuelo perdió en esa partida de póquer.

–Debería haber imaginado que intentarías retomar lo que dejó tu padre –Henry Caldwell sacudió la cabeza–. Molestarme con eso parece ser lo único que interesa a los Jarrod. Pero al menos tú tienes redaños para venir a hacerlo en persona en lugar de a través de abogados. No se puede respetar a un hombre que no hace el trabajo sucio.

Gavin intentó digerir esa animosidad.

–Como sin duda usted sabrá, la mina no tiene valor.

–Eso depende de lo que uno considere valioso.

«Críptico el viejo».

–Pero la parcela está en medio de la propiedad Jarrod.

–Y que yo sea el propietario es como un grano en el trasero, ¿verdad? A tu padre también lo volvía loco –el hombre sonrió, mostrando una telaraña de arrugas alrededor de sus perceptivos ojos azules.

–Mi hermano mayor y yo querríamos construir un bungaló en esa propiedad.

–¿No tenéis suficiente? Ya hay muchos, y hoteles por todas partes, aparte de la casa principal.

–Éste sería un alojamiento diferente… para clientes que necesiten más privacidad y más seguridad de la que hay en los hoteles normales.

Henry hizo una mueca.

–Actores de Hollywood que vienen a pasar una semana con quien no deberían, claro.

–Nosotros estábamos pensando más bien en políticos y jefes de estado.

–Me da igual, como si viniera el presidente. Esa parcela no está en venta.

Gavin intentó contener su frustración.

–¿Para qué le sirve a usted, señor Caldwell? No hay carretera de acceso, de modo que no puede construir. Ni siquiera puede llegar allí sin obtener un permiso para cruzar nuestra propiedad.

–¿Tú crees? Hijo, llevo cincuenta años visitando esa mina… y sé que tú eras uno de los que solía acampar allí por las noches.

Interesante. Hasta que volvió por allí, Gavin no había visto señales de que nadie, aparte de sus hermanos y él, hubieran pasado por la mina. La entrada estaba bien escondida.

–Sí, es cierto. Mis hermanos y yo solíamos ir allí, pero seguramente yo pasaba más tiempo que mis tres hermanos juntos.

–Y luego lo dejabas todo limpio.

–Nuestro padre nos tenía prohibido ir allí y no queríamos dejar rastro.

–Os lo prohibió porque la mina no es vuestra.

–Un hecho del que no nos dijo nada y que nos encantaría rectificar. Estoy dispuesto a ofrecerle…

–Da igual lo que me ofrezcas –lo interrumpió Henry Caldwell–. No voy a vender. ¿Cuál de ellos eres tú, el arquitecto, el ingeniero, el director de marketing o el restaurador?

Caldwell parecía saber mucho sobre los Jarrod, pensó Gavin. Pero considerando que llevaba en Aspen toda la vida, no era sorprendente.

–Soy ingeniero. Mi hermano Blake es arquitecto… él es quien ha diseñado el bungaló que nos gustaría construir. Y nuestra oferta es más que generosa.

–No me importa el dinero.

–A su hostal le vendría bien una reforma.

Caldwell soltó un bufido.

–Ya la haremos.

–Pero sólo faltan unas semanas para que abran todas las pistas de esquí.

–¿No me digas?

A Gavin no le gustaba mezclar asuntos personales con temas profesionales porque eso le daba al oponente cierta ventaja, pero no tenía más remedio que hacerlo.

–Señor Caldwell, usted no lo sabe pero esa mina tiene valor sentimental para mí. Pasé gran parte de mi juventud allí y guardo muy buenos recuerdos.

Esos intensos ojos azules se clavaron en los suyos.

–No habías vuelto a venir por aquí, pero parece que tienes muchos lazos con este sitio. Podría ser que la montaña te hubiera clavado sus garras. Algunos dicen que cuando eso pasa, no puedes librarte nunca.

No, en realidad Gavin quería marcharse de allí en cuanto hubiera cumplido con las obligaciones impuestas por el testamento de su padre.

–Nuestros planes preservarían la mina y su valor histórico. El bungaló se mezclaría totalmente con el paisaje…

–No estoy interesado en vender.

–¿Y qué puedo hacer para que cambie de opinión? ¿Le gustaría ver los planos?

–No estoy interesado en los planos.

Gavin apretó los dientes con tal fuerza que tuvo suerte de no romperse una muela. Debía encontrar la manera de llegar a aquel hombre y en ese momento tenía la mente en blanco, de modo que sacó un sobre del bolsillo y se lo ofreció.

–Eche un vistazo al precio que estamos dispuestos a ofrecer.

Cuando Caldwell no se molestó en aceptar el sobre, él mismo lo dejó sobre la mesa de café.

–Piénselo. Y gracias por su tiempo.

Gavin se dirigió a la puerta.

–¿Qué te ha parecido Sabrina? –le preguntó Caldwell entonces.

Él se dio la vuelta, sorprendido.

–¿Perdone?

–Te ha gustado, ¿verdad?

¿A qué estaba jugando el viejo?

–Su nieta es muy atractiva.

Caldwell asintió con la cabeza.

–Sí, es guapa, eso seguro. Como su abuela, mi Colleen. Cierra la puerta.