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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Laura Wright

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Un fin de semana especial, n.º 1183 - marzo 2015

Título original: Cinderella & the Playboy

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5817-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Necesitas una esposa.

El consejo era tan ridículo que C.K. Tanner apenas levantó una ceja antes de responder:

–Estás despedido.

–No puedes despedirme –rio Jeff Rhodes–. Soy demasiado valioso… como gerente y como amigo –añadió, mostrándole un fax–. Y hablando como tal, no veo otra salida. Hay otras dos firmas dispuestas a comprar y los propietarios están casados. A mí me parece que Frank Swanson busca un hombre tradicional, alguien como él, casado y con hijos. Si estás empeñado en adquirir la empresa de chocolates Swanson, tienes que empezar a pensar en una esposa inmediatamente.

Tanner se dio la vuelta en el sillón. Podía ver toda la ciudad de Los Ángeles desde su ventana en el piso treinta y uno. Era una clara mañana de octubre, sin polución, con un sol maravilloso, pero apenas lo veía. Estaba buscando otra solución al problema. Quería esa empresa. Qué demonios, quería cualquier empresa que fuera un reto para él. Esas adquisiciones parecían llenar el vacío que había en su interior… aunque solo fuese de forma temporal.

Pero Jeff tenía razón. Comprar la firma Swanson requería algo más que una estrategia inteligente.

El viernes por la mañana iría a Minneapolis. Era el último de los competidores y, como los demás, pasaría un fin de semana con los Swanson. Una oportunidad para ver cómo llevaban la empresa, visitar la nave industrial y conocer a la familia que llevaba años fabricando chocolatinas.

–He hablado con Harrison esta mañana –dijo Jeff, interrumpiendo sus pensamientos.

Tanner dejó escapar un suspiro. Mitchell Harrison era un duro hombre negocios. También él quería comprar la empresa Swanson y estaba dispuesto a pagar el precio que hiciera falta para eliminar la competencia del mercado. Pero se había divorciado tres veces y era un notorio mujeriego. Por lo visto, Swanson no quería saber nada de su oferta y Tanner estaba seguro de que era a causa de su reputación.

Jeff se aclaró la garganta.

–Está dispuesto a pagarte lo que digas una vez le hayas comprado la empresa a Swanson.

–Sigo considerándolo.

Tanner apretó los dientes. ¿Qué estaba considerando? Comprar y vender. Eso era lo que hacía. Pero en aquel caso, comprar el trabajo de toda una vida para venderlo al mejor postor, a alguien que solo quería desmantelar la empresa… por alguna razón, no le gustaba la idea.

Durante cuarenta y dos años, Frank Swanson lo había puesto todo en su firma, creada desde abajo con el apoyo de su familia. Quería retirarse y sus dos hijas, casadas, no tenían interés en seguir con el negocio. Estaba dispuesto a vender, pero parecía claro que quería elegir un comprador con los mismos valores tradicionales que él.

Tanner se pasó una mano por el mentón. Por qué un hombre decidía casarse y tener hijos era algo incomprensible para él. Todo inversión y ningún beneficio. Quizá si uno pudiera leer en el corazón de la otra persona, entender sus motivaciones… así podría funcionar. Pero eso era imposible.

Él tenía opiniones muy claras al respecto, pero si necesitaba una esposa para comprar la empresa Swanson, la tendría.

–Entonces, la cuestión es quién.

–¿Qué tal Olivia? –preguntó Jeff.

–No.

–¿Karen?

–Demasiado agresiva.

–¿Y esa actriz con la que estás saliendo?

Riendo, Tanner se levantó del sillón.

–¿Y reducir toda conversación a liposucciones y gramos de grasa? No, gracias –sonrió, acercándose al bar–. Esa mujer no puede ser alguien de mi círculo. No quiero que mis amigas piensen que estoy dispuesto a casarme. Necesito una mujer sencilla, dulce y elegante. Educada, pero no cursi. Y nada de chicas alegres.

Jeff soltó una risita.

–Esto es Los Ángeles, Tanner. ¿Dónde vas a buscar, en alguna biblioteca?

–¿Por qué no? –preguntó él, sirviéndose un vaso de agua mineral–. Puedo convertir un gorrión en un cisne si es necesario.

–Si quieres un gorrión, ¿por qué no buscas en el departamento de correo?

–¿Qué hay en el departamento de correo?

–Mi secretaria dice que las chicas del correo son de tu club de fans. Todas menos una, aparentemente.

Tanner se sentó en el borde del escritorio, fascinado por los conocimientos de Jeff sobre las maquinaciones de sus empleados.

–¿Ah, sí? ¿Y quién es?

–Abby no sé qué.

Una pelirroja de ojos verdes y labios jugosos, recordó vagamente Tanner. Amable y tímida, una chica muy guapa que le llevaba el correo todos los días, pero nunca intentaba llamar su atención. Llevaba ropa clásica y discreta, como si quisiera esconder lo que había debajo… y tenía la sensación de que lo que había debajo merecía la pena.

Pero nunca lo sabría. Aquella pelirroja era de las que buscan un marido y un hogar. Y Tanner se alejaba todo lo posible de chicas como ella.

–Sería perfecta, jefe –sonrió Jeff, con un brillo travieso en los ojos.

–¿Perfecta para qué?

–Para hacer el papel de tu esposa. Creo que es muy dulce y muy sencilla. Desde luego, no es alguien a quien vayas a encontrarte en las fiestas. Y tampoco pedirá nada más de ti porque, según los rumores, no le caes nada bien –rio su gerente–. Nunca pensé que una mujer pudiera resistirse a los encantos del gran C.K. Tanner. Creo que acabo de enamorarme yo mismo.

Tanner hizo una mueca.

–¿Qué tal si te doy dos minutos para volver a tu despacho antes de despedirte?

Jeff se levantó, riendo.

–Muy bien, muy bien. Solo era una idea. Pero supongo que no necesitas mi ayuda para buscar esposa. Las mujeres siempre se te han dado bien.

–Desde luego que sí –suspiró Tanner.

Sin embargo, la idea seguía dando vueltas en su cabeza.

¿Qué tal una mujer a la que no le gustase? Sin ataduras, sin llamadas después. Solo un acuerdo comercial. Eso facilitaría las cosas cuando llegase el momento del «divorcio».

Entonces miró el archivo de Swanson que estaba sobre la mesa. Los retos hacían que la vida fuera más interesante. Si el primer reto era convencer a Frank Swanson para que le vendiera la empresa, ¿por qué no aceptar el reto de buscar una esposa que lo ayudase a llevar a cabo su objetivo?

Con una sonrisa de satisfacción, Tanner echó un vistazo al archivo mientras esperaba la llegada del correo del día con inusual expectación.

 

 

Las notas de un merengue resonaban en la sala de correo de la empresa Tanner. Abby McGrady, moviendo rítmicamente el trasero, se dirigía al ascensor con un carrito lleno de paquetes y cartas.

–Saluda a mi novio –rio Dixie Watts–. Dile al señor Tanner que puede esperarme a las siete en el muelle, como habíamos quedado.

Janice Miggs puso su granito de arena:

–Y como cambia de novia cada semana, dile que yo estoy libre el viernes.

–¿Cada semana? –rio Mary Larson–. Cada hora dirás. Dile que yo estoy libre dentro de dos horas. Puede llamarme cuando quiera.

–No le toméis el pelo –las regañó Alice Balton–. Ya sabéis que a Abby no le cae bien.

Dixie levantó una ceja.

–Y ella sabe que a nosotras nos cae pero que muy bien.

Abby se volvió, con una sonrisa en los labios.

–Estoy aquí para salvaros de vosotras mismas, queridas. C.K. Tanner no os merece.

Pero cuando las puertas del ascensor se cerraron, la sonrisa desapareció.

Realmente, C.K. Tanner era uno de los hombres más guapos que había visto en toda su vida, pero también el más arrogante. Apenas reconocía a alguien que no tuviera un título unido al apellido y seguramente no le había dicho más de tres palabras en los catorce meses que llevaba trabajando en la empresa.

Pero su mala opinión sobre él estaba basada en algo más que en su falta de comunicación. C.K. Tanner era una versión madura de Greg Houseman, el niño rico que le había robado el corazón cuando era una adolescente; el primer chico con el que hizo el amor y que la dejó plantada después.

Sabía por experiencia que los hombres como C.K. Tanner podían ser Sir Lancelot un día y Barbazul al siguiente.

Abby dejó escapar un suspiro. Tenía cosas más importantes en qué pensar que en el insoportable rey Midas que ignoraba a sus empleados. Como por ejemplo, cómo iba a abrir una escuela de arte con su salario. Ganaba bastante en el departamento de correo de la empresa Tanner y tenía un horario flexible… estaba fuera de la oficina y delante de un caballete a las tres de la tarde, pero sus ahorros no le daban para abrir la escuela.

Cada día recibía más y más llamadas de padres que querían dar una educación artística a sus hijos, pero no podían permitirse pagar las clases en ninguna escuela oficial. El centro cultural en el que trabajaba no tenía programa para niños y la dirección le había dicho enfáticamente que si quería organizarlo debería ser en otro sitio. De modo que tenía una lista de espera interminable y muy pocas posibilidades de organizar los cursos.

El ascensor se detuvo y Abby salió empujando su carrito. En la planta ejecutiva no había música, solo el susurro de contratos firmados tras las puertas cerradas.

Suspirando, se detuvo frente al despacho del señor Tanner y se pasó una mano por el pelo, maldiciendo en voz baja a sus antepasados irlandeses por darle el pelo más rojo y más rizado del mundo. Después, llamó suavemente a la puerta.

–Pase –oyó una voz ronca al otro lado; una voz que llevaba catorce meses oyendo cada mañana.

–Buenos días, señor Tanner.

–Buenos días –sonrió él, levantando la cabeza.

Abby vaciló un momento, sorprendida. Era la primera vez que la miraba. Y, desde luego, la primera vez que le sonreía. Tragando saliva, dejó su correo en la bandeja, intentando ignorar el suave aroma de su colonia masculina que, como todos los días, la ponía un poquito nerviosa.

–Su correo, señor.

–Gracias, Abby.

¿Abby? No sabía que C.K. Tanner supiera su nombre. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Y por qué la miraba de esa forma… con esa sonrisa tan turbadora, tan de Sir Lancelot?

«Barbazul, Abby. Recuerda a Barbazul».

–Que tenga un buen día, señor –murmuró, dándose la vuelta.

Pero la manga de su blusa se enganchó en la bandeja del correo. Riendo nerviosamente, dio un tirón para soltarse, pero la tela estaba enganchada. Y cuando tiró más fuerte solo consiguió hacer volar bandeja y correo por los aires. Y hacerse un siete en la blusa.

Con el corazón acelerado, Abby tomó la bandeja del suelo y la dejó firmemente sobre la mesa… o más bien sobre su taza de café.

El líquido marrón empezó a extenderse por el escritorio y C.K. Tanner apartó los papeles a toda prisa, fulminándola con la mirada.

–Ay, Dios mío… no se preocupe, lo limpiaré enseguida.

–No pasa nada –dijo él, pulsando el intercomunicador–. Helen, llama a alguien de mantenimiento. Hemos tenido un pequeño accidente.

Entonces dio la vuelta al escritorio y la tomó por los hombros. Así, como si lo hiciera todos los días.

Olvidando quién era ella y quién era él por un momento, Abby levantó los ojos para admirar a aquel hombre de casi un metro noventa. Pelo oscuro ligeramente ondulado, piel morena, facciones marcadas, labios generosos y ojos de color chocolate.

Era un rostro arrogante, pero increíblemente atractivo. Parecía un modelo, una fantasía femenina. Y el traje de raya diplomática le quedaba de miedo.

Abby entendía por qué todas las mujeres que trabajaban en la empresa Tanner estaban locas por él. Y por qué debía marcharse de allí lo antes posible.

Pero no se movió.

–¿Te encuentras bien?

–Lo siento, señor Tanner. No sé cómo ha podido pasar.

Por fin la soltó y Abby pudo respirar de nuevo.

–No te preocupes. Lo limpiarán enseguida.

Una mujer de la limpieza entró entonces en el despacho y limpió la mancha de café con papel de cocina. Unos segundos después desapareció y Abby se dio la vuelta con el carrito.

–Por favor, quédate un momento –dijo Tanner, sentándose de nuevo en el sillón.

Cuando se volvió, Abby vio que estaba mirándola otra vez con aquella sonrisa en los labios. «Debe de besar de maravilla», pensó tontamente.

–Si me dices el nombre de la boutique donde sueles comprar, dentro de una hora tendrás aquí otra blusa.

Ella contuvo una carcajada. Primero, porque le habría salido como una risita histérica y segundo porque no pensaba decirle que la había comprado en las rebajas por diez dólares.

–No hace falta. Tengo otra camisa en la taquilla, gracias.

Por supuesto, en la taquilla solo tenía un paquete de chicles, pero no pensaba decírselo. Lo que tenía que hacer era largarse de allí antes de que le diera quince días para encontrar otro empleo.

–¿Desde cuándo trabajas aquí, Abby?

«Oh, no. Se acabó. Va a despedirme».

–Desde hace poco más de un año, señor Tanner.

–¿Por qué no te sientas un momento?

–Muy bien, señor.

–Quiero hablarte de algo.

Abby se sentó al borde de la silla, nerviosa.

–¿Va a despedirme? Siento mucho lo del café. Y el incendio en el departamento de correo la semana pasada no fue culpa mía…

Le pareció ver cierta burla en los ojos oscuros del hombre, pero enseguida disimuló.

–No, no es eso. Voy a pasar el fin de semana en Minnesota, en casa del propietario de cierta empresa que estoy interesado en comprar.

¿Por qué demonios C.K. Tanner le contaba eso? A ella precisamente, la chica del correo.

–Pues me alegro mucho, señor. Espero que sea una buena inver…