Nota del autor

Isla de Lobos no es lugar y, al mismo tiempo, es todos los lugares posibles: un pedazo de tierra volcánica en medio del inmenso Atlántico, igual que nuestro mundo es una partícula no demasiado importante, por más que nosotros la apreciemos, en la magnitud del cosmos, un universo que se expande conforme a leyes (¿quizás un propósito?) cuyo sentido es el enigma más apasionante al que se ha enfrentado la humanidad.

Quienes pueblan Isla de Lobos son personajes que encuentran la razón de su ser en aquel reducido ámbito, mas desorientan su pertenencia al mundo en cuanto se alejan de la isla y extravían su destino en la mar incógnita. Así nosotros, humildes habitantes de una realidad que denominamos «nuestro entorno», el cual se manifiesta de muchas formas y con multitud de atributos, excepto, justamente, el de ser «nuestro».

La época en que se desarrolla la acción de la novela es un improbable, fabulario siglo xviii, período que siempre me ha fascinado por aquella pretensión de las naciones, las grandes corporaciones navieras y las sociedades científicas de abarcar, recorrer, catalogar y racionalizar una geografía vastísima, siempre indómita ante la entrañable pretensión de conocer en detalle lo que, por naturaleza, perpetuamente ocultará la esencia de su misterio; entre otras razones, porque el misterio forma parte de la esencia del mundo.

Isla de Lobos es, por tanto, una novela ambientada en un siglo que no existió y en un territorio imposible. Los personajes que la habitan nunca fueron y por eso mismo quise creerlos apasionadamente humanos, y como tales caracterizarlos y presentarlos a lo largo de la narración.

Sé bien llegado pues, amigo lector, a esta Isla de Lobos, una tierra de maravillas y desazones que se encuentra donde siempre estuvo a cobijo el latir sincero de la literatura: en la verdad más allá de las cosas. Al menos en eso creo.

I. El contador de olas

Cuando llegaron noticias del náufrago en Playa Grande, hubo estupor y sigilo bajo un temor de rumores y acechantes vaticinios en casa de los Rivero. El ama doña Esmeralda, vieja como la mansión, seca como las arenas y visionaria en misterios sepultados en lo antiguo, gimió un lamento de sombras que heló el ánimo y los pulsos a criadas y braceros: «Sabía que estaba cerca, lo predijo Sanaperros».

Doña Aguas Santas Rivero, señora de Isla de Lobos y más dueña que los mares de aquella esquina del mundo, recibió la mala nueva en la sala de bordados, donde solía acogerse para conversar en calma con la memoria fragante de su fallecido esposo: aquel Augusto Rivero, capitán de exploradores y hombre de genio implacable, que arrebató Isla de Lobos a los piratas franceses cuando el mundo aún era plano y cualquier mujer amaba a los marinos que olían a pólvora y sacrificio. «A tal marido, tal hembra», decían todos en casa. Y ninguno erró en el juicio.

Doña Aguas Santas Rivero, sentada en sillón de mimbre, erguida como una flor orgullosa de su eterno, más anciana que el alisio y arrugada como un pliego con letras de enamorado que acude a batirse en duelo, recibió en el bordador al vigilante Ramiro, destocado por respeto y la mirada tan gacha que el brillo de las baldosas punzó sus ojos cerrados, hasta un poco mareados por la costumbre de otear los horizontes océanos, no a sentirse en la prisión de aquellas salas y mármoles que tajaban su ver libre igual que se encierra a un grillo entre barrotes de aguja.

—A ver, calamidad… Despierta y cuéntame bien lo que sucede —ordenó impaciente y un poco desabrida Doña Aguas Santas Rivero, tal como acostumbraba a dirigirse a sus sirvientes.

—Poco y mucho hay que relatar, mi señora ama —contestó Ramiro sin descomponer el gesto de recato, como de culpa, por ser llevador de noticias que no resultarían gratas, ni para la dueña de la casa ni para nadie.

—Habla de una vez, hombre de Dios.

—Pues le digo, mi señora, y ni miento ni exagero, que estaba por la mañana en mis faenas de siempre, en Cabo Jurado, bajo el muro a medio arruinar y a medio comer por el salitre del faro pequeño, que ya sabe mi señora que ese faro no luce desde el Año que Llovió Arena, y a lo dicho: estaba vigilando la costa como siempre, contando los lobos por si alguna hembra de las preñadas hubiera tenido crías, o dos machos peleones se hubiesen mordido en riña de amanecer, lo que sucede con frecuencia, y uno de ellos, como también es corriente, se hubiera retirado al mar para poner las heridas a mojo, lo que mucho les sana y conviene en estos casos de luchas por el apareo y abundancia en la progenie; y también iba echando la vista al horizonte de rato en rato, tal como me tiene mandado la señora y llevo cumpliendo desde que era niño y mi padre me enseñase el oficio de pastorear lobos marinos y vigilar las aguas, un aguardo del océano que, como la señora sabe, ha sido completamente inútil hasta hoy, pues a las costas benditas de nuestra isla nunca llegaron navíos ni barcas ni más cosa mojada que las olas…

—¿Vas a ir al grano o tengo que llamar al polaco Jaruzelski para que te espabile con dos buenos estacazos? —amenazó doña Aguas Santas Rivero al charlatán Ramiro.

Titubeó aún más el añoso guardacostas. Sabía que su ama nunca hablaba en vano y mucho menos advertía de castigos si no pensaba cumplirlos. Entreabrió los ojos y alzó un poco el semblante. Su mirada verdinegra espejeó como remota, flotando en la distancia sin medida a la que desde siempre estuvo acostumbrada, siempre ante el océano y los cielos y las nubes que abultan la barriga de los cielos, y ante el más allá de un horizonte que era, justo y preciso, el nada más.

—Perdóneme la señora, se lo ruego —balbucía—. Comprenda la señora que en razón de mis deberes y el esmero que en ellos aplico, paso mucho tiempo sin hablar con nadie. El silencio no es mala cosa de por sí, también eso he aprendido con los años, a base de soledad, en Cabo Jurado. Pero, claro está y parece lógico: cuando me encuentro con alguien, máxime si es persona principalísima como la señora, se me desata la lengua y las palabras me salen a caudal, igual que a un enfermo de fiebres le surten toses sin que pueda reprimirlas.

Se estiró un poco más hacia arriba el ama de aquellas mansiones, lo que causó gran asombro en el viejo farero sin faro del que cuidar. Cómo una dama tan anciana y tan arrugada podía rebrotar y crecer sobre sí misma, auparse sin despegar las honorables nalgas del sillón de mimbre, y agrandarse hasta verla emperatriz del Atlántico en la sala de bordados, era un misterio que ni él ni nadie en Isla de Lobos podrían nunca entender. Más que un misterio, un milagro. Uno de aquellos prodigios que escondía la señora en su poder y reserva para admirar a muchos y atemorizar a todos cuando más le conviniese.

—El primer perdón, concedido —dijo ella, clavando su mirada azul como fuego de Santelmo en la de Ramiro.

Permanecieron un instante cara a cara quienes, dejando aparte el ama Esmeralda, eran sin duda los habitantes más ancianos de la isla.

—Para la segunda absolución vas a tener más complicaciones, Ramiro, zoquete, holgazán, viejo charlante y liante. O hablas y me cuentas ahora mismo la pe y la pa de este asunto o acabas molido a bastonazos. Tú verás lo que haces.

—Voy súbito —se apresuró Ramiro en contestar—. No desvele, que resumo en dos parpadeos lo que conviene saber. Escuche la señora…

—Escucho —concedió y ordenó al mismo tiempo poderosa doña Aguas Santas Rivero.

—Es el caso que hace apenas cuatro horas, mientras ejercía de lo que soy, vigilante de mares, y estando en eso mismo, la vigilancia, me pareció ver flotar en lo lejano, sobre la comba del medio horizonte, un madero grueso. Y lo más sorprendente: agarrado al madero, un personaje. Aclaro a la señora que llamo personaje a la aparición porque no sabía aún si era persona verdadera, hombre o mujer, animal o a saber de que otra naturaleza. Lo cierto es que lo vi. Y como ver, veo, pero de vista no estoy muy bien desde hace un montón de años, corrí a mi casucha en los abrigos del faro para buscar el catalejo, un utensilio muy útil en estos trabajos míos de escrutar los masallases pero que no suelo cargar a todas horas por dos prudentes razones: primero porque me estorba, y segundo y más principal, porque en todo el tiempo que llevo observando y contando las olas que llegan a Isla de Lobos, jamás me había hecho falta.

—Pues ya ves —lo interrumpió la señora—. Siempre hay una primera ocasión para todo. Y todo llega, Ramiro. Todo llega.

—Cuánta razón lleva la señora en lo que ha dicho y en lo próximo que vaya a decir —respondió obsecuente el farero.

—Continúa.

Obedeció Ramiro sin demorarse.

—De vuelta a la peñasca desde la que había divisado el fenómeno, extendí el artilugio, orienté la oteada y… ¡Vive Dios! Me entró como un tembleque de piernas y una aspereza al respirar, como de gran agobio. Qué nervios me poseyeron, señora, pues tal cual era auténtico: a nuestras costas llegaba un náufrago, agarrado a lo que quedaba del mástil de una embarcación de las grandes. Creo que el tal palo era de mesana. Si bien fuera mesana o trinquete, o mayor… Aunque no creo que mayor, en fin… Ese mismo palo ha salvado la vida al náufrago.

—Entonces, entiendo y deduzco que lo recogiste en la playa. En Playa Grande.

—Más o menos.

—Explícate mejor y farraguea menos, Ramiro —advirtió la señora en tono de poca paciencia.

—No en la playa, pues ya sabe la señora, y si no lo sabe yo se lo indico, que en Cabo Jurado apenas hay arenal y, encima, el escaso espacio suele estar ocupado por manadas de lobos. Playa Grande, por muy grande que se diga, es muy pequeña. Lo que hay en cantidad son rocas, demasiadas para arribar en las condiciones que acudía aquel desgraciado sin sufrir daños, romperse algún hueso, tajarse la piel con filos de la escollera y otras desgracias. A pesar de estos pesares me propuse rescatarlo de peligros, sin que él padeciera estropicios ni yo me mojase mucho, pues me tienen ya bastante molido las humedades océanas como para encima darme baños de sopetón, muy traidores para los huesos.

Sonrió Ramiro con discreto orgullo.

—Conseguí mi propósito, señora.

—¿Rescatar al náufrago o no mojarte?

—Ambas cosas.

Un halo de tristeza empezó a tenderse con delicada lentitud por la expresión de doña Aguas Santas Rivero. Lanzó un breve bostezo, como disimulando y tejiendo el camuflaje del tedio para escamotear su disgusto.

—¿Dónde está ahora ese náufrago?

—En mi cuchitril de Cabo Jurado, reponiéndose. Quedó sin sentido nada más asirlo yo entre brazos y arrastrarlo lejos del agua. Dijo: «Ayuda, ayuda…», y se privó del todo.

—¿Dijo esas palabras en nuestro idioma?

—En el mismo que usamos la señora y yo en este momento.

—Continúa, no te detengas —acuciaba doña Aguas Santas Rivero al vigilante de la costa.

—Prosigo. Lo llevé bajo techado, le quité las ropas mojadas y lo envolví entre dos mantas. Después he volcado poco a poco el borde de un vaso de agua sobre sus labios resecos. En dos ocasiones ha hecho amago de despertar, pero en cuanto abrevaba un poco, volvía a su letargo. Por fin, conocedor de la importancia de estas nuevas, he decidido dejarlo a la buena de Dios, en manos de su misericordia y providencia, y llegarme ante usted, señora ama mía, para enterarla de lo sucedido. Y aquí estoy.

—Has hecho bien —concedió doña Aguas Santas Rivero.

—Yo que me alegro de complacerla.

—¿Qué edad tiene? —preguntó ella enseguida.

—¿El náufrago?

—No, la hermana esa tuya que trabaja de puta en un barracón del puerto.

—Disculpe la señora mi torpeza. No había entendido la pregunta.

—¿Qué edad tiene? —insistió doña Aguas Santas Rivero.

El anciano Ramiro supo que cualquier vacilación al contestar sería replicada con un grito de su ama, llamando al forzudo Jaruzelski, para que lo varease hasta cansarse.

—Sobre los cuarenta años.

—¿Estás seguro? Mira que la gente de mar suele aparentar más años de los verdaderos, por la rudeza que el sol y el salitre de los mares ponen en su piel, las muchas arrugas que les salen antes de tiempo, y parecidos estragos.

—Pero es que este, nuestro hallado en las aguas, no es hombre de mar.

Quedó pasmada doña Aguas Santas Rivero. Por primera vez en la vida, que ella supiese y los demás recordasen, permitió que su barbilla afilada como un acertijo pequinés se descolgase, quedando con la boca abierta. Tal su asombro.

—¿Cómo dices, viejo chiflado? —interrogó al farero cuando se hubo repuesto a medias del primer estupor.

—Digo, y no me equivoco, señora mía, mi ama, que el náufrago no es hombre de mar.

—¿Cómo lo sabes?

—Precisamente por lo mismo que ha dicho la señora hace un momento: porque tiene la piel quemada por el sol, cierto, lo que es del todo normal tras andar perdido en las aguas, agarrado a un madero; pero no la tiene, la piel… no la tiene ennegrecida como es propio de la marinería, sea cual sea su empleo y graduación; y tampoco la luce encurtida por el salitre, ni los vientos de babor y estribor, de popa y proa, le surcaron la cara con arrugas. Ni siquiera tiene callosas las manos, señora…

Quedó pensativa un instante doña Aguas Santas Rivero. Parecía reflexionar sobre la complicación grande entre las más grandes de un náufrago que, sobre serlo, añadía a su fastidiosa condición el misterio, acaso la amenaza, de ser hombre ajeno a los mares. En Isla de Lobos nadie se fiaría nunca de quien no hubiese nacido entre el rumor de olas rompientes por los cuatro puntos cardinales. El santero y medio mago Sanaperros solía advertirlo a cuantos acudían a su chozo en busca de consuelo y remedio para toda aflicción: «Dios nos puso en este sitio porque lejos del mar no hay alma, sino tripas vacías y muertos que gimen esperando su turno»; afirmación lapidaria y tenazmente sostenida por Sanaperros a pesar de las largas, a menudo aparatosas controversias teológicas que el aserto le acarreaba con don Manuel de Garceses, sacerdote único en la isla y presbítero de la iglesia de san Atila, también única.

—¿Cuál es tu opinión, Ramiro? —preguntó doña Aguas Santas Rivero al vigilante de mares, tras concluir la cavilación y componerse de nuevo en su figura impecable de anciana señorial y en pleno ejercicio de sus autoridades.

—Yo creo, señora, que el náufrago viajaba en el pasaje de alguna nave comercial, la cual acabó yendo a pique; que se salvó de milagro y ha llegado a nuestras costas por designio del Altísimo, o del destino, o de ambas instancias a la vez, quién sabe.

—¿Y sobre su persona?

—Habría que esperar a que despertase para conocer detalles… Si es que despierta, claro está, y si no ha perdido la memoria o se le fue la cabeza, que es mucho lo que se tiene oído sobre quienes sufrieron el rigor de la deriva durante demasiado tiempo. Sin embargo…

Alargó un poco el cuello doña Aguas Santas Rivero, para escuchar bien claro y no perder detalle de las conjeturas del farero.

—… por las ropas que llevaba, que bien lucidas debieron de ser aunque ahora estén hechas una pena, y por lo blancuzca que observé su piel cuando lo desnudaba para abrigarlo, y la fineza de sus manos, así como también, cabe añadir, el garbo de sus facciones y el tallado gracioso de su nariz, yo estimo, señora mía… Es una suposición… Creo que allá de donde venga debía de ser hombre en acomodo, de esos que, cuando mueren, todos hablan bien de ellos, a excepción de los legatarios, quienes reniegan por envidias y disputas en el reparto de la herencia.

—¿Un hombre acomodado? ¿Como qué, por ejemplo? —apresuraba el ama al farero.

—No sabría decir… Escribano en la fortaleza de algún margrave, o profesor de música, o jugador de naipes. Algo así.

—¿Estás seguro?

—¿Cómo iba a estarlo, señora? —se atrevió a protestar el viejo Ramiro—. Si nada hemos conversado y él nada ha dicho, salvo las palabras idénticas: «Ayuda, ayuda…», nada cierto puedo saber. Tan solo de dos cosas estoy convencido: ni es hombre de mar ni se dedica a un oficio viril como es debido, de los que ponen las manos ásperas y ensanchan los hombros del abnegado.

—Está bien —concedió finalmente doña Aguas Santas Rivero, al parecer resignada a la contrariedad, dispuesta a hacer lo debido y con urgencia.

El vigilante en Cabo Jurado volvió a humillar la mirada, en espera de las providencias que dictase su ama.

—No me gusta… En absoluto me gusta este enredo —se quejó ella antes de disponer. Ramiro no dijo una palabra, esperanzado en que se desahogase a gusto y olvidara más recriminaciones—. Vas a volver a Cabo Jurado, donde cuidarás del náufrago hasta que despierte. Y en cuanto así sea, enciende la hoguera grande sobre las ruinas del faro, para que yo me entere de la nueva y ordene lo que haya de ser.

—Como diga la señora.

—Antes de marchar para tu casa, quiero que hagas dos cosas.

—Escucho con atención y mucha devoción —dijo Ramiro, temeroso.

—La primera, te presentas ante Jaruzelski y le dices que, de mi parte, te arree dos buenas bofetadas, como reprimenda por todo el tiempo que me has hecho perder con tus divagaciones y zarandajas.

—Sí, señora… —se mordió Ramiro el labio inferior.

—La segunda, al mismo Jaruzelski, también de mi parte, le encargas que convoque de inmediato al geógrafo don Sebastián y al santero Sanaperros… Sí, a esos dos… Al sacerdote Garceses lo dejaremos fuera de estas primeras deliberaciones. Que acudan al atardecer, sin demora ni excusa ni pretexto, a la Sala de Riñas y Tumultos, en el tercer piso. El lugar es adecuado, tal como requiere la ocasión, mucho más solemne que este cuarto de bordar.

—Lo que diga la señora —repitió Ramiro.

—La señora ha dicho todo lo que tenía que decir. Ahora ve tú a lo tuyo y cumple bien lo mandado, sin olvidar un detalle.

Ramiro, reverente en la despedida, inclinó tanto la cabeza que vio nítido el trenzado de sus chanclos y algunos cercos que le parecieron lo que eran: lo negro de las uñas de los pies entre agujeros de su humilde calzado.

II. Esmeralda

El ama doña Esmeralda y su hija Albabella llegaron a Isla de Lobos el año conocido como el de Antes del Inglés. De eso hacía tanto tiempo que no quedaba en la isla nadie que recordase verlas bajar del barco donde las habían transportado desde Ultramar de Occidente, y a muy pocos les acudía a la memoria alguna difusa, antiquísima imagen del posterior inmediato a su llegada, cuando Esmeralda, joven, muy linda y abundantemente encinta de Albabella, penaba sus pasos por el puerto y arrabales en busca de quien la compadeciese y le diera algo de comer, no digamos el gran lujo de un techo bajo el que pasar la noche. Bien cierto era, pues, que Esmeralda y su hija llegaron juntas a aquel rincón del Atlántico, aunque dice el relato, y confirma el sentido común, que Esmeralda caminaba por propio pie y la niña iba aún metida en la barriga de su madre.

Un contador de oro al servicio de la corona portuguesa había comprado a Esmeralda en Pernambuco, dieciséis meses antes. Pagó justiprecio por la negra con intención de llevarla a Lisboa y ponerla al servicio de su esposa, dama algarvina de muchos apellidos y guapa de cara, aunque echadora de mal aliento por culpa de un enjuague de intestinos que le quedó atravesado de por vida; el achaque amargaba su vivir tanto como los regustos de su lengua, dulce aunque fatalmente macerada en los jugos hediondos que destilaba la misma razón de su dolencia. Las criadas y ayas y demás personas del servicio torcían el gesto para esquivar los vahos más bien pestilentes de cada una de sus frases. Aunque intentasen disimular la repugnancia, al final todo se sabe y todo se nota. Por más que el matrimonio echaba a la calle a los impertinentes criados que mostraban su asco ante la señora, y llevasen gente nueva para las tareas domésticas y atención personal de la triste dama, todo resultaba inútil. La condena a soledad y rechazo de la bella algarvina se convirtió en auténtico drama para el matrimonio. No ayudaron los remedios recetados por muchos médicos: la masticación de ramitas de mirto y tallos tiernos de palodulce, gargarismos con agua de Gaia curada con vino de San Bernardo de Galafura y otras medicinas que no viene a cuento enumerar, pues esta narración versa sobre la vida y gentes en Isla de Lobos, no sobre el mal de la halitosis y su tratamiento. Vale.

Tampoco ayudó a resolver aquellos desasosiegos que el contador áureo, hombre cabal y muy serio en sus obligaciones, se propusiera cumplir con el débito conyugal sirviéndose, por precaución y delicadeza, de un pañuelo de algodón bastante basto con el que se cubría boca y nariz, cual si fuese un bandolero, tras verter sobre el mismo chorreones de colonia marsellesa y algunas gotas de perfume de Mizorán, esencia que costaba una fortuna, por lo que alguna vez se quejó el contador; pues, decía, más caro le salía yacer con su esposa que ir a los burdeles y fornicar a culo desnudo y cara destapada con hembra que le fuese de agrado.

La algarvina recibía al marido como era su deber, pero lloraba nada más verlo empañolado como asaltante de haciendas y honras. Lloraba durante el acto y tras el acto en sí; y de tanto llorar y tanto disgusto, la infeliz no concebía ni en otoño ni en primavera, épocas del año en que, por tradición, suelen quedar encintas las damas decentes portuguesas, como todo el mundo sabe. Al final, un poco desesperado, concibió el contador de gualdos y canudos la idea de aprovechar un viaje inaplazable que debía emprender al Brasil, en servicio a su rey, para comprar a la esposa un par de esclavas negras que la atendieran personalmente y en condición vitalicia. Suponía que aquellas mujeres, por su natural acostumbradas a la vida penosa, no harían dengues ni se quejarían ni amagarían siquiera un mal gesto por la halitosis de la esbelta desafortunada algarvina. También conjeturaba que si la dama de fétidos hablares lograba al fin sentirse cómoda entre sus criadas, aunque fuesen solo dos negras bajadas de un barco con pasaporte de esclavas, quizás se le atemperaría el carácter, recuperaría un poco la ilusión y, feliz propósito, quedaría al fin encinta y le daría un heredero; todo ello a pesar de las aprensiones y quejas con que lo recibía en el tálamo, cubierto el tenaz consorte como se explicase en párrafo anterior, presuroso cual bandido que hiere acá y huye como rabo de demonio para librarse de la horca.

En resumen, que así hizo el contador. O mejor dicho: a medias lo hizo, porque después de costearse el viaje, cobrar derechos, redactar y diligenciar informes, liquidar réditos y volverse a Portugal, solo le quedó dinero para comprar una esclava, no las dos que pretendía.

Aquella esclava fue Esmeralda.

Lo que sucedió en el periplo de regreso es un misterio. Solo sabemos, y se sabe porque los asuntos de Isla de Lobos se conocen todos por la parte que redacta estas líneas, que Esmeralda resultó preñada, que la barriga empezó a crecerle nada más partir el barco rumbo a Lisboa desde Salvador de Bahía, y que el contador portugués, un amanecer de niebla en el mar de Cabo Verde, redactó dos líneas en trazos gruesos sobre un pliego de vitela: «Contra um tal infortúnio não pode lutar»[1]. Y se ahorcó en el camarote con su cinturón de cuero antofagasto. Aquel imprevisto marcó la suerte de Esmeralda y de su hija Albabella, para toda la vida.

El navío se llamaba Circe, y de su capitán se ignoró siempre el nombre, por lo que en este mismo instante lo motejamos «El Capitán del Circe». Escrito queda. Pues resultó que el capitán del Circe era hombre muy cumplidor de la ley pero muy contrario a la esclavitud de cristianos, fuesen negros, indios, amarillos o de cualquier otra raza a medio colorar. No le parecía propio ni mucho menos honesto que un hijo de Dios, nacido en el seno de la iglesia como era el caso de Esmeralda, pues ya sus padres y abuelos ejercieron el oficio de esclavos en Pernambuco, donde recibieron las aguas del bautismo nada más nacer, igual que ella… Decíamos, no consideraba ni humano ni cristiano que tales gentes, con tales prendas personales y sacramentos marcados en el alma, fuesen vendidas, compradas y degradadas a esclavitud. Cuestión diferente eran los infieles, consideraba el capitán del Circe, sobre todo si se les había ofrecido la posibilidad de convertirse y la habían rechazado, lo que era usual entre la morería, tan afecta al Corán y otras supersticiones; pero entre cristianos… No era moral, ni siquiera debería ser legal. Así lo afirmaba y de ello estaba más que convencido.

Una vez muerto y entregado a las aguas el cadáver del contador, decidió el capitán del Circe ocuparse de su propia alma. Se había convertido en responsabilidad suya transportar a Esmeralda y lo que de Esmeralda naciese a Lisboa, y entregar ambos seres humanos a la autoridad aduanera para que, una vez censadas y asentadas en la contabilidad imperial de esclavos y otras gentes sin lucro ni herencia, marchasen a servir en la mansión de la viuda del suicida. Pero todo aquello le repugnaba. Tanto le alteraba la conciencia y removía sus ánimos que llamó en un aparte al contramaestre del Circe y le dijo:

—Por lo que a mí respecta, la infeliz negra preñada murió el mismo día que su amo, de fiebres, igual que él… Lo del suicidio no hace falta pregonarlo, por cristiana consideración a los deudos de ese locario, cuya alma haya acogido el Altísimo a pesar del horrendo pecado que cometió, empeñado en abrirse él mismo las puertas de ultramundo.

—¿Qué piensa hacer mi capitán con la negra? —preguntó el contramaestre.

—Dejarla en Isla de Lobos, donde atracaremos en una semana para proveer de agua y condumio las bodegas del navío.

—¿Y abandonarla a su suerte?

—Mejor hembra libre en isla océana que esclava en Lisboa, bajo férula de una viuda amargada. ¿No te parece?

No hubo más discusión. Esmeralda, encinta de seis meses y medio, quedó en Isla de Lobos sola y en desamparo, aunque libre del todo. Cuando, parada en el puerto, con los ojos llenos de lágrimas, veía partir al Circe camino de Portugal, se decía entre sollozos:

—¡Carajo! ¡Con lo bien que estaba yo en Pernambuco!

En aquella época nadie tenía muy claro quién mandaba en la isla, aunque constaba a inventario de Portugal y sus posesiones ultramarinas. Por ser tan pequeño el dominio, de poco más de once leguas terrestres de norte a sur, y poco menos de ocho de este a oeste, ni siquiera aparecía en los mapas de la Real Casa de Geografía, ni en los tapices con mucho dibujo y color que exaltaban el poder colonial lusitano y ornamentaban las salas imperiales de Su Majestad en Lisboa. Solo figuraban los contornos de Isla de Lobos, con sus calas y escolleras y su faro y su puerto único y por tanto principal, en las cartas de marear a la minucia que usaban los oficiales de navíos transatlánticos, tanto de comercio como de guerra. Por lo demás, Isla de Lobos era un grano de mostaza sobre los blancos manteles de una mesa para cien comensales, un trozo de rocas volcánicas, arena a medio apolvarar, escolleras con más filo en su pedriza que una compañía de lanceros hesianos, alguna playa minúscula donde se agrupaban los lobos marinos, estrechos plantíos, dos pozos de los que surtía agua potable aunque no muy fresca, diez o doce granjas, medio centenar de casas, una iglesia, un almacén de efectos, una taberna al aire libre y un prostíbulo construido con tablones de deshecho y trozos de velamen inservibles, recosidos con maña marinera. Y entre aquella parca habitación de granjas, huertecillos de enjuto provecho, casuchas que crujían sacudidas por el viento, iglesia, almacén de buena guarda y taller de putear, hormigueaban de día y de noche marinos y gente brava de muchas naciones. Entre los emporios de Cabo Verde y las Islas Canarias no existía otro remanso donde descansar y aprovisionarse, lo que era de todos sabido y por todos aprovechado: gente holandesa de tez lechosa y cabellos rojos como pelambre de mazorca, aventureros de Hamburgo y Malmöe, algunos de cuyos jefes se ufanaban de haber acompañado al normando Betancourt en la conquista de Lanzarote y El Hierro, cosa que ninguno creía, y si alguno diera crédito a la historia por loco lo tomarían; piratas de Mauritania y la Berbería que siempre acudían en son de paz, comerciaban oro y plata, compraban unas cuantas mujeres del burdel y disponían partir con ellas en sus naves, para estar entretenidos entre pillaje y pillaje o para matarse unos a otros por líos de hembras; navegantes sin bandera que llegaban extenuados, sedientos, con hambre rabiosa en las tripas, desde todas las costas allende el mar a Occidente, de Portoalegre y Recife, de Paramaribo y Caracas. Incluso desde Cuba y Trinidad arribaban deseosos de avituallar, singlando hacia Santiago y Boa Vista, donde, decían, se ajustaba buen comercio de tabaco, mostaza y chiltepín. Casi siempre eran tripulaciones y barcos fletados en consorcio por algunas compañías de trajín ultramarino, las cuales pagaban patente y se arriesgaban por su cuenta al libre cambio en el mar. Y casi siempre aquellos azares terminaban en desastre, con muchos marinos muertos por el hambre, las fiebres y el hierro de los piratas.

Había también notable número de franceses en Isla de Lobos. Un teniente de la armada borbónica, La Párouse de nombre, había amarrado su flota dos años antes: una corbeta de dieciséis cañones y una carraca con los bajos repletos de especias americanas. Todos en la isla creyeron que se mantendría un par de semanas abrigado en el puerto, un mes como mucho, pero el tiempo pasaba y pasaba y el francés no daba señas de pensar en la partida. Por lo visto y observado y lo que entre unos vecinos y otros se cuchicheaba, La Párouse aguardaba noticias acerca de la situación en Francia, donde los asuntos de la revolución volvían impredecible la suerte de sus barcos, sus marinos y de él mismo en cuanto atracaran en destino, la hermosa y añorada La Rochelle.

—Igual los reciben como héroes que los ahorcan —decía el farero Ramiro cada vez que visitaba la taberna—. Las cosas de la política, ya se sabe. Hacen muy bien en pensárselo.

—A buenas horas iba yo a pensármelo —le replicaba alguno—. Con una embarcación de dieciséis cañones, cuarenta hombres curtidos y esa barcaza cargada hasta los mástiles de buena mercancía, seguro que los acogen de buena gana, mande quien mande en su país.

—Pues ellos no están tan seguros.

—Es que los franceses, de por sí, son gente de poco confiar unos en otros.

—Sus razones tendrán —sentenciaba Ramiro.

Por el motivo que fuese, allá quedaron los barcos de La Párouse, y en Isla de Lobos adornaban el mismísimo Año del Inglés. Pues sucedió entonces, ese mismo año referido, que surcó aguas próximas a la isla un bergantín con bandera de su majestad británica, con rumbo a Praia, donde tenía órdenes de unirse a la flota que zarparía en dirección a las costas de Malé, para conquistar el Camerún o alguna otra empresa bien difícil y bien descabellada, de las que solían acometer los ingleses a falta de mejor provecho en los trabajos del mar; y también, como decían los rubicundos holandeses, «con tal de mantenerse a distancia del clima horrible y las feísimas damas que abundan en su país como las avispas en los viñedos italianos».

Pasó el bergantín a unas cuatro leguas marinas de Isla de Lobos, y fue tierra avistada por el vigía de la nao. A nadie extrañó que cambiasen derrota los ingleses, dirigiéndose a puerto para intercambiar algo de plata por agua y provisiones. Lo raro fue que, en efecto, dirigieron su nave hacia la isla, mas no con propósito de escalar, sino de conquistarla. Acaso navegaban menguados de bolsa, o el capitán del bergantín era un redomado avaricioso. Nunca se supo el porqué de aquella decisión. Los hijos de Britania han sido complicados de entender ya desde tiempos de los césares, y no digamos tras la conquista normanda bajo estandarte del implacable Guillermo. Gente rara.

Como cargaban poca cañonería en el bergantín y no iban pertrechados para iniciar un asedio, tomaron los ingleses por estrategia desembarcar todos sus hombres hábiles, treinta fusileros y veintidós marinos armados y en condiciones de luchar a degüello, en la estrada pequeña llamada Playa Grande, donde se agolpaban los lobos marinos, justamente en época de celo. La intención de los invasores era formar unas cuantas columnas de avance, atravesar la isla, dar quemarropa a toda resistencia y plantar su bandera en el humilde campanario de la iglesia de san Atila.