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SUEÑO PROFUNDO

Sueño profundo

Título original: Sleepy Head

© 2001 Mark Billingham. Reservados todos los derechos.

© 2019 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción, Jentas A/S.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-7107-577-9

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

PRÓLOGO

Roger Thomas. F.R.C. Path

Dra. Angela Wilson

HM Coroner

Southwark

26 de junio de 2000

Estimada Angela,

Según lo acordado en nuestra reciente conversación telefónica, le escribo para enumerar ciertos aspectos que quizá le interesaría incluir, como apéndice de mi informe de la autopsia (PM2698/RT) de la Sra. Susan Carlish, la víctima de apoplejía descubierta en su casa el 15 de junio.

La autopsia se realizó en el hospital de St. Thomas el 17 de junio. La difunta murió a consecuencia de un infarto cerebral causado por la oclusión de la arteria basilar, a resultas de lo que parece ser una disección espontánea de la arteria vertebral. El examen se realizó doce horas después del óbito y me fue imposible comprobar si había deficiencias en la proteína C y la proteína S. Dejando a un lado esta observación y, teniendo en cuenta que la Sra. Carlish era fumadora ocasional, todo hace indicar que sigue habiendo ausencia de factores convencionales de riesgo de apoplejía. También he descubierto un trauma menor en el cuello con daños en los ligamentos vertebrales en los niveles C1 y C2, aunque esto podría ser consecuencia de un traumatismo cervical o lesión deportiva. Se han descubierto restos de benzodiacepina en la sangre. Una investigación posterior revela la prescripción de Valium a la compañera de piso de la Sra. Carlish hace dieciocho meses.

Aunque me mantengo firme en mi convicción de la causa de la muerte y reconozco que las investigaciones policiales han sido estériles. Estoy consultando, sin embargo, a bastantes colegas y les estoy enviando copias de esta carta a todos los departamentos de patología y juzgados de instrucción en el área metropolitana de Londres. Me resultaría de gran interés entrar en contacto con cualquier profesional que haya atendido el cuerpo de una víctima de apoplejía (preferentemente, de edad comprendida entre los 20 y 30 años) que presente las siguientes particularidades:

Ausencia de factores de riesgo convencionales.

Ligamentos del cuello fracturados.

Presencia de benzodiacepinas en el torrente sanguíneo.

Si le interesa discutir mis conclusiones, con la posibilidad abierta de una segunda autopsia, estaría encantado de mantenerme en contacto con usted en el futuro.

Saludos cordiales,

Roger Thomas

Dr. Roger Thomas FRC Path,

Especialidad en Patología.

P.S. Como ya le comenté, las extrañas condiciones en las que se encontraba el cuerpo (que, al tacto, emitía un sonido parecido al de unas botas de goma recién lavadas), que no llamaron la atención de las autoridades pero deleitaron a los forenses me parecen, cuando menos, algo desconcertantes.

PRIMERA PARTE

EL PROCEDIMIENTO

«Levántate, dormilona...»

Y luces, voces y una máscara y la sensación del fresco oxígeno en la nariz...

¿Y antes de eso?

Las chicas y yo unimos nuestros brazos para cantar a grito pelado Sobreviviré y ahuyentamos a todos esos Casanovas de Camberwell, con sus medias blancas, que quedan en el club...

Y de pronto me encuentro bailando sola, ¡junto a un cajero automático, por el amor de Dios! Irremediablemente borracha. Vaya una noche.

Y lucho por meter la llave en la cerradura.

Y observo a un hombre, sentado en un coche, con una botella de champán. ¿Qué estará celebrando? Un trago más no me va a hacer daño, después de beberme un cubo de tequila.

De pronto estamos en la cocina. Huelo algún tipo de sopa. Y hay algo más, algo que me sugiere desesperación.

El hombre está detrás de mí y yo estoy de rodillas. Si no me estuviese sujetando me desplomaría en el suelo. ¿Estoy tan pasada de copas?

Tengo la cabeza y el cuello entre sus manos. Es muy delicado, me dice que no me preocupe.

Entonces..., la nada...

UNO

A Thorne le fastidiaban los polis curtidos. Un poli curtido era inútil, como la pintura atemperada, simplemente... resignado. Resignado a un vagabundo con el cráneo fracturado y la palabra «basura» tatuada en su pecho, a media docena de chicas decapitadas bajo un puente, por cortesía de un conductor de autobuses. Y lo peor: resignado a mirar a los ojos a una mujer que acaba de perder a su hijo, royéndose el labio inferior, con ojos vidriosos, mientras se prepara un té con aire ausente. Thorne se había resignado a todo eso y, también, se había resignado a Alison Willetts.

—Un golpe de suerte, señor.

Se había resignado a tener que pensar en esta cosa, con forma de mujer joven, embutida en un kilómetro de spagheti médico; un gran descubrimiento para la medicina, un caso de buena fortuna, un golpe de suerte. Y ella apenas se encontraba ya entre nosotros. Lo que sería innegablemente afortunado era que ellos la hubiesen encontrado en primer lugar.

—Entonces, ¿quién la ha jodido? —el detective David Holland había oído hablar de que Thorne iba siempre al grano, pero no estaba preparado para responder a esa pregunta justo al llegar junto a la cama de la chica.

—Bueno, para serle franco, señor, la chica no cumplía con el perfil. Quiero decir, estaba aún viva y era tan joven.

—La tercera víctima sólo tenía veintiséis años.

—Sí, lo sé, pero échele un vistazo.

Tenía veinticuatro años y parecía tan desamparada como una chiquilla.

—En principio, se trataba simplemente del caso de una persona desaparecida, hasta que los chicos empezaron a seguir la pista de un novio —Thorne levantó una ceja.

Holland cogió instintivamente su cuaderno de notas:

—Hum... Tim Hinnegan. Es lo más cercano a un pariente que hemos encontrado. Tengo una dirección, vendrá más tarde. Creo que la visitaba todos los días; llevaban juntos dieciocho meses. Ella se mudó aquí desde Newcastle hace dos años para tomar posesión de un puesto de puericultora.

Holland cerró su libreta y miró a su jefe, que mantenía los ojos fijos en Alison Willetts. Se preguntaba si Thorne sabía que el resto del equipo le llamaba el Wíbol y era fácil suponer por qué. Thorne medía... ¿cuánto?, ¿uno cincuenta y cinco?, ¿uno sesenta? Y tenía el centro de gravedad tan bajo y una anchura tal que parecía imposible que se cayera si se tambaleaba. Había algo en sus ojos que indicaba inequívocamente que nada conseguiría hacerle caer.

Su viejo había conocido a algunos polis como Thorne, pero él era el primero de ese tipo con el que Holland trabajaba. Decidió que sería mejor no soltar el cuaderno todavía; parecía que Wíbol tenía muchas más preguntas que hacerle. Y ese puñetero tenía la manía de formular las preguntas sin apenas abrir la boca.

—Ah, así que volvía a casa después de una noche de juerga... hum, el martes de hace una semana... y acaba en el ala de Accidentes y Emergencias del Hospital Royal London.

Thorne se estremeció. Ya conocía ese hospital. Recordó el dolor que siguió a su operación de hernia de hacía seis meses y que todavía estaba desagradablemente fresco. Se quedó observando cómo una enfermera, con un uniforme azul, asomaba la cabeza por la puerta; les miró y luego echó un vistazo al reloj. Holland fue en busca de su identificación pero la enfermera ya se había retirado cerrando la puerta tras de sí.

—Cuando llegó parecía un caso de sobredosis, entonces se encontraron con la extraña circunstancia del coma y la transfirieron aquí. Pero incluso cuando descubrieron que era una apoplejía no vieron una relación obvia con Backhand. Tampoco consideraron necesario buscar benzodiacepinas, ni avisarnos.

Thorne seguía contemplando a Alison Willetts. Necesitaba que le recortaran el flequillo. Parecía que los ojos se habían dado la vuelta dentro de las cuencas. ¿Se daría cuenta de que estaban allí? ¿Podría escucharles? ¿Y podría recordar?

—Señor, si quiere mi opinión, el único tipo que está bien jodido es el asesino.

—Trae un par de tazas de té, Holland.

Thorne mantenía su mirada fija en Alison Willetts y sólo el crujido de la puerta le indicó que Holland se había marchado.

El inspector Tom Thorne no había deseado trabajar en la operación Backhand, pero estaba contento de que lo hubieran transferido de la pomposa recién creada Brigada Criminal. La reestructuración tenía a todo el personal desorientado; así que, al menos, la operación Backhand se trataba de un típico caso policial a la antigua usanza. De todas formas, no lo ambicionaba aunque, evidentemente, era un caso muy llamativo; pero él era uno de esos tipos que nunca se hacía cargo de un caso que no supiera, a ciencia cierta, que podía resolverse. Y este caso era bastante raro, eso seguro. Por lo que sabían hasta entonces, había ya tres víctimas de asesinato, todas a causa de una fuerte presión ejercida sobre la arteria basilar; había algún maníaco suelto que se estaba dedicando a seguir a las mujeres a sus casas, atiborrarlas de drogas y provocarles un derrame cerebral.

Provocarles un derrame cerebral.

Hendricks era uno de los patólogos más accesibles del laboratorio hasta hacía una semana. A Thorne no le hizo demasiada ilusión que Hendricks le aprisionara la cabeza y el cuello con sus manos para demostrarle la técnica del asesino.

—¿Qué diablos crees que estás haciendo, Phil?

—Apagarte la cara, Tom. Tu cara está desconectada por los tranquilizantes, puedo hacer contigo todo lo que quiera. Puedo doblarte la cabeza así y aplicar presión sobre este punto de aquí, para pinzar la arteria. Es un procedimiento delicado, se necesita un conocimiento experimentado... No sé. ¿El ejército? ¿Artes marciales, quizá? Además, es un cabrón muy listo no deja marcas que puedan identificarle. Es virtualmente indetectable.

Virtualmente.

Christine Owen y Madeleine Vickery presentaban factores de riesgo: una era de mediana edad y la otra era una fumadora empedernida y tomaba la píldora. Ambas se encontraban en sus casas, en extremos opuestos de Londres. Ambas se habían lavado recientemente con jabón carbólico, como pudieron comprobar más tarde los patólogos y, aunque el marido de Christine Owen y la compañera de piso de Vickery lo habían considerado bastante extraño, nada podía negar o explicar la presencia de una barra de carbólico en el baño. Se encontraron restos de tranquilizantes en ambas víctimas y se atribuyeron, en el caso de Owen, a una prescripción en un caso de depresión y en el de Vickery a un hábito ocasional de drogadicción. No se encontró conexión alguna entre estas muertes trágicas aunque aparentemente naturales.

Pero en el caso de Carlish no se daban factores de riesgo de apoplejía y, los tranquilizantes que se encontraron en el apartamento de una sola habitación, en Waterloo, en una botella sin etiquetar, constituían todo un misterio. Sólo gracias a la fractura de los ligamentos del cuello y a un patólogo jodidamente listo pudieron empezar a tener alguna idea de la causa de su muerte. Ni siquiera Hendricks podía evitar sentir admiración por esa particular línea de trabajo. Un trabajo muy fino.

Pero no tan fino como el trabajo del asesino.

—Está jugando a un juego de porcentajes, Tom. Hay un montón de gente ahí fuera con un alto factor de riesgo de derrame cerebral. Tú, por ejemplo.

—¿Qué quieres decir?

—¿Todavía tienes la tarjeta dorada de ese club de amantes de los vinos?

Thorne había empezado a protestar pero se lo pensó mejor. Ya había estado cabreado con Hendricks demasiadas veces.

—Elige tres áreas diferentes de Londres, sabiendo que las posibilidades de que las víctimas se conozcan sean mínimas. Hace su trabajo y nosotros aquí pasmados sin tener ni idea de lo que ocurre.

Thorne escuchaba ahora el resoplido persistente del aparato de ventilación artificial de Alison. Lo llamaban síndrome de bloqueo. No podían estar completamente seguros, pero pensaban que no podía oír, ver o sentir nada. Alison era, casi con toda probabilidad, consciente de todo lo que pasaba a su alrededor y, era total y definitivamente incapaz de moverse. Ni el músculo más insignificante.

Denominarlo síndrome no era del todo apropiado. Era más bien una sentencia. ¿Y quién era el bastardo que había dictado esa sentencia? ¿Un colgado de las artes marciales? ¿Un miembro de los cuerpos especiales? Esa era la posibilidad que consideraban más lógica, era la única posibilidad con que contaban, no tenían ni idea...

Tres áreas distintas de Londres. Vaya follón se había montado. Tres comandantes sentados alrededor de una mesa, jugando al juego de «¿quién está más perdido de los tres?» y tratando de coordinar la operación Backhand.

Thorne no tenía dudas en lo que concernía al equipo. Tughan era, al menos, eficiente y Frank Keable era un buen detective, aunque demasiado prudente a veces. Debería tener unas palabras con él acerca de Holland y su libreta. Nunca soltaba la maldita libreta. ¿Es que no había en toda la división un oficial de policía que tuviese algo más de memoria retentiva que un pescadito de colores?

—¿Señor?

El chico pescadito volvía a la sala, con el té.

—¿Quién nos avisó de lo de Alison Willetts?

—Fue el especialista en neurología... el doctor...

Holland carraspeó y tragó saliva. Tenía una taza de té en cada mano y no podía sacar su libreta. Thorne decidió ser amable y le cogió una de las tazas. Holland se apresuró a sacar la libreta.

—Doctora Coburn. Anne Coburn. Hoy imparte una clase práctica en el Royal Free. Le he concertado una cita para esta tarde.

—Otro médico al que tendremos que estar agradecidos.

—Sí y otro golpe de suerte. Resulta que su marido es especialista en patología, un tal David Higgins. Hace algo de trabajo forense. Ella le cuenta cosas de Alison Willetts y él le responde: «Eso es muy interesante, porque...»

—¿Qué es eso? ¿Y él dice? ¿Y ella dice? ¿Es esa su chachara informal después de echar un polvo o qué?

—No lo sé, señor, eso tendrá que preguntárselo a ella.

Thorne se echó a un lado para permitir que una enfermera de pelo anaranjado le cambiara la sonda a Alison y decidió que ese era el mejor momento para su cita. Entonces, le devolvió la taza de té intacta a Holland.

—Quédate aquí y espera hasta que aparezca Hinnegan.

—Pero, señor, la cita no es hasta las cuatro y media.

—Mejor, así llegaré temprano.

Recorrió una maraña de pasillos, buscando el camino más rápido hasta la salida y procurando escapar de aquel olor que él, y cualquier persona en sus cabales, detestaba tanto. La Unidad de Cuidados Intensivos estaba situada en un ala nueva del Hospital Nacional de Neurología y Neurocirugía, pero conservaba ese olor. Lo tenía perfectamente identificado: desinfectante. Usaban un producto parecido en los colegios y eso le trajo a la memoria la visión de gimnasios olvidados y el horror de la Educación Física en calzones. Este olor era diferente.

Diálisis y muerte.

Tomó el ascensor para bajar hasta la recepción donde observó el impresionante contraste de su arquitectura victoriana con el estilo moderno de las partes recién construidas del hospital. Perduraba cierto aire de grandeza decadente en las planchas de piedra de las paredes y en las inscripciones en placas de madera con los nombres de los especialistas del hospital. El orgullo del lugar se concentraba en un retrato a tamaño real de Diana, la princesa de Gales, antigua patrona del hospital. El retrato estaba bastante logrado, a diferencia del busto de la princesa que habían colocado cerca de allí en un pedestal. Thorne se preguntaba si no sería obra de un paciente.

Al acercarse a la salida, el murmullo de palabrotas y los paraguas empapados que se acercaban, le hizo comprender que el verano había terminado. Una semana y media de agosto y se acababa el verano. Permaneció unos instantes bajo el elaborado pórtico rojo de ladrillo del hospital y entrecerró los ojos para intentar distinguir, entre la lluvia, el lugar en donde había aparcado el coche, junto a la verja de hierro de Queen Square. La gente corría bajo la lluvia, con la cabeza gacha, cruzando los jardines o dirigiéndose a la estación de metro de Russell Square. ¿Cuántos de ellos serían doctores o personal sanitario? Había una docena de hospitales y centros de salud en el radio de un kilómetro. Desde allí podía ver el gran hospital infantil de Ormond Street, el lugar donde nació.

Se subió el cuello del abrigo y se preparó para salir corriendo de allí.

Al principio pensó que se trataba de un tique del aparcamiento y lo quitó bruscamente del limpia parabrisas. En cuanto quitó la cuartilla de tamaño A4 de la bolsita de plástico que la contenía y la desplegó, se dio cuenta de que aquello era algo distinto. La volvió a introducir cuidadosamente en la misma bolsa protectora, le sacudió las gotas de lluvia y comenzó a leer el mensaje cuidadosamente mecanografiado. Después de las primeras cuatro palabras ya no era consciente del agua que le resbalaba por el cuello.

QUERIDO INSPECTOR THORNE. ¿QUÉ PODRÍA DECIRLE? LA PRÁCTICA CONDUCE A LA PERFECCIÓN, ¿NO SIENTE ENVIDIA POR ELLA, A ESA PERFECTA... DISTANCIA? LE INVITO A CONSIDERAR EL CONCEPTO DE LIBERTAD. LA AUTÉNTICA LIBERTAD. ¿LO HA CONSIDERADO SERIAMENTE ALGUNA VEZ? SIENTO MUCHO LO DE LAS OTRAS. SINCERAMENTE. NO INSULTARÉ A SU INTELIGENCIA CON CHÁCHARA SOBRE EL FIN Y LOS MEDIOS, PERO COMO COMPENSACIÓN, LE OFREZCO MI REFLEXIÓN ACERCA DE QUE LAS GRANDES TAREAS, A MENUDO REQUIEREN UN APROPIADO MARGEN DE ERROR. TODO ESTÁ RELACIONADO CON LA PRESIÓN, INSPECTOR THORNE, YA SABE USTED LO QUE ES ESO. EN SERIO, TOM, QUIZÁ LE LLAME UN DÍA DE ESTOS.

Presión...

Thorne miró a su alrededor, sintiendo los fuertes latidos de su corazón. Quienquiera que hubiese dejado esa nota debía estar muy cerca, el coche no llevaba allí demasiado tiempo. Todo lo que veía eran caras sombrías, empapadas por la lluvia y a Holland que se dirigía hacia él sorteando los charcos de la calle.

—Señor, el amigo acaba de llegar. Debe haberse cruzado con él cuando salía.

El gesto desencajado de Thorne lo dejó plantado en el sitio.

—Lo de Alison no ha sido una cagada, Holland.

—Por supuesto que no, señor. Yo sólo me refería a...

—Escucha. Esto es lo que quiere conseguir —dijo señalando hacia el hospital—, ¿comprendes?

Tenía la camisa pegada al cuerpo, empapada de lluvia y sudor. Casi no podía entender lo que él mismo trataba de decir. Apenas podía creer las palabras que luchaban por salir de su boca. Holland se quedó mirando a Thorne, con la boca abierta, como ayudándole a pronunciar esas palabras que le estaban costando tanto esfuerzo. Palabras que, nada más formarse entre sus labios, le revelaban que nunca debía haber accedido a trabajar en este caso.

—Alison Willetts no es el primero de sus errores. Ella es la primera víctima en la que todo ha salido de acuerdo a sus planes.

Tim no está llevando esto demasiado bien. Tenía esa extraña sequedad en la garganta mientras hablaba con Anne. ¿Anne? Ese es su nombre del colegio y nunca nos hemos visto. De todas formas, parece una chica agradable. Me gustan nuestras charlas de la tarde. Obviamente es una apreciación parcial pero, al menos, alguien sabe que algo pasa aquí, todavía hay alguien que sigue aquí.

A propósito, ¿he mencionado lo de las pruebas? Absolutamente excelentes. Bueno, alguna de ellas. Básicamente, existe un juego de herramientas, tal como suena, que vienen recogidas en un estuche especial y sirven para comprobar si eres o no un completo vegetal. Para probar si estás en Estado Vegetativo Crónico. EVC. Que, constantemente, confundo con el VPL, aunque el EVC es bastante más serio. Examinan todos tus sentidos, golpeando entre sí pequeñas piezas de madera, para comprobar si puedes oír, si reaccionas. Yo no estoy completamente segura de todo lo que he hecho pero parecían bastante satisfechos. Podrían haber prescindido de los pinchazos y de esa mierda que te hacen respirar por la nariz, que se parece a eso que se inhala cuando tienes un buen resfriado. Pero la prueba del gusto es la mejor. Te dan whisky, varias gotas de whisky en la lengua. Este es mi hospital favorito.

Anne hizo las pruebas. Parece bastante atractiva para su edad. No puedo verla bien, pero esa es la imagen que me he formado de ella. En serio, ni siquiera puedo distinguir las siluetas. Es más como la sombra de las siluetas. Y algunas de esas sombras de siluetas son, sin duda, de policías. Tim parecía bastante nervioso mientras hablaba con uno de ellos. Calculo que debe ser bastante joven.

El hombre de fuera de la casa, con la botella de champán, hizo... ¿qué? Me había convertido en una conversadora bastante aburrida, pero, ¿y qué más podía hacer? Puedes herirme donde quieras pero nada puede hacerme sentir la herida.

Podo mi cuerpo parece una cicatriz.

¿Qué si me tocó? ¿Será la última persona que me toque?

Vamos, Tim. Estoy viva. Sigo siendo yo, más o menos. Tú te estás viniendo abajo y a mí me toca cantar La chica del Coma en solitario...

Me ha alegrado que hayan venido Carol y Paul. Por Dios, espero que este asunto no haya arruinado la boda.

DOS

—¿Estamos tratando con un médico?

En cuanto hizo la pregunta Thorne ya se imaginaba lo que Holland estaría pensando. Era innegable que Anne Coburn era el tipo de doctora a la que muchos hombres no podían dejar de mirar. A la que muchos hombres dedicaban molestos chistes sobre sus manos expertas y sus habilidades en la cama. Era alta y delgada. Elegante, pensó Thorne, como esa actriz que aparecía en Los Vengadores, haciendo de mala en algún episodio. Thorne calculó que tenía unos cuarenta años, quizá uno o dos más que él. Aunque sus ojos azules sugerían que su pelo había sido rubio alguna vez, en el pasado, a ella le gustaba más así, corto y plateado. Allí, sentada sobre el borde de una pequeña mesa, tomando una taza de café, parecía casi relajada. Por lo menos, comparándola con el día anterior.

Le había obligado a salir del Royal Free, con las orejas gachas. Thorne podía oír todavía la risa de los treinta estudiantes de medicina mientras se retiraba por el pasillo. Evidentemente, era todo un lujo interrumpir la disección de los cráneos para contemplar cómo la profesora dejaba absolutamente planchado a un oficial de policía de alto rango. A Anne Coburn no le gustaba que la interrumpiesen. Se disculpó del incidente por teléfono, cuando Thorne la llamó para arreglar su cita en Queen Square, donde trabajaba; donde estaba tratando a Alison Willetts.

Tomó otro sorbo de café y repitió la pregunta de Thorne. Su discurso era ágil, eficiente y fácil de oír. Sin duda, era una voz que hechizaba a los impresionables estudiantes de medicina y que asustaba a los policías de mediana edad.

—¿Que si estamos tratando con un médico? Indudablemente, se trata de alguien que posee un alto grado de experiencia médica. Para bloquear la arteria basilar y provocar un derrame cerebral se requiere cierto conocimiento de los procedimientos médicos. Pero causar el tipo de apoplejía que induce al síndrome de bloqueo, es ir mucho más lejos. Incluso si alguien supiera lo que hace, es muy difícil que pudiera conseguirlo. Podrías intentarlo una docena de veces sin éxito. Estamos hablando de fracciones de un centímetro.

Estas fracciones le habían costado la vida a tres mujeres. A Thorne se le pasó de repente por la cabeza la imagen de Alison Willetts. Ella hacía la número cuatro. Quizá deberían considerar las consecuencias y dar gracias a Dios por la pericia de este lunático. O, más bien, preocuparse de que, ahora que pensaba que había depurado su técnica, estaría dispuesto a intentarlo de nuevo. La doctora Coburn no había terminado.

—Además, por supuesto, hay que considerar los detalles del traslado de la víctima.

Thorne asintió con la cabeza. Ya había empezado a considerarlos. Holland parecía desconcertado.

—Según la información de que dispongo, supongo que Alison sufrió el derrame cerebral en casa, en el sureste de Londres —dijo Coburn—. El asesino tuvo que mantenerla viva hasta que pudo trasladarla al Royal London que está al menos...

—A ocho kilómetros de allí.

—Cierto. Tuvo que pasar por delante de otros hospitales durante el trayecto. ¿Por qué quiso traerla precisamente al Royal London? —Thorne no tenía ni idea, pero había hecho algunas comprobaciones—. De Camberwell a Whitechapel tuvo que pasar, al menos, por tres grandes hospitales, incluso si hubiera tomado el camino más directo. ¿Cómo pudo mantenerla viva todo ese tiempo?

—Una bolsa y una máscara parece el método más obvio. Tendría que haber parado cada diez minutos para presionar la bolsa media docena de veces, pero es bastante factible.

—Entonces, ¿se trata de un médico?

—Sí, eso creo. Posiblemente, un estudiante de medicina frustrado; un quiropráctico, quizá... un fisioterapeuta bien documentado y con muy mala leche. No tengo ni idea de por dónde podrían empezar.

Holland dejó de escribir en su libreta.

—¿Cómo buscar una aguja hipodérmica en un pajar?

La expresión en la cara de Coburn le indicó a Thorne que había encontrado el comentario tan gracioso como él.

—Será mejor que empieces a buscarla entonces, Holland —le dijo Thorne—, te veré mañana. Vuélvete en un taxi.

Cada paso que recorría junto a la doctora Coburn hacia la habitación de Alison, llenaba a Thorne de algo parecido al terror. Era un pensamiento terrible, pero le habría resultado mucho más fácil si Alison hubiera sido uno de los pacientes de Hendricks.

No podía evitar preguntarse si habría sido mucho más fácil también para Alison. Entraron en el ala Chandler del hospital y tomaron el ascensor hasta la UVI, en la segunda planta.

—No le gustan mucho los hospitales, ¿verdad, inspector?

Una pregunta muy extraña. Thorne no podía entender que a alguien pudieran gustarle los hospitales.

—He pasado demasiado tiempo en ellos.

—¿Profesionalmente, o... ?

No terminó la pregunta porque no se le ocurrió cómo hacerlo. ¿Cuáles serían las palabras apropiadas? ¿Como amateur?

Thorne la miró unos instantes.

—Sufrí una pequeña operación el año pasado —pero eso no era todo—. Y mi madre estuvo mucho tiempo hospitalizada, antes de morir.

Coburn sacudió la cabeza:

—Derrame cerebral.

—Tuvo tres. Hace dieciocho años. ¿Y realmente sabes cómo funcionan los cerebros?

Ella sonrió y él le devolvió la sonrisa. Después, salieron del ascensor.

—A propósito, era una hernia.

Los carteles de las paredes dejaron fascinado a Thorne: «Movimiento y Equilibrio», «Senilidad», «Demencia». Incluso había una Clínica de la Cefalea. El lugar estaba atestado, pero la gente entre la que se abrieron paso no correspondía con la imagen del paciente convencional. No vio sangre, ni vendas, ni cédulas de escayola. Los pasillos y salas de espera parecían repletos de personas que se movían deliberadamente despacio. Parecían perdidos o desorientados. Thorne se preguntaba qué impresión le causaría a ellos.

Muy similar, casi seguro.

Siguieron caminando en silencio por delante de la cafetería, repleta de la cháchara informal que Thorne hubiera asociado con una gran fábrica o un edificio de oficinas. Se preguntaba si la comida siempre olía igual allí.

—¿Qué pasa con los doctores? ¿Es que no aparecemos en su lista negra?

Por un ridículo instante, se preguntó si ella estaba procurando ser complaciente con él. Entonces recordó las caras de esos malditos estudiantes de medicina. Esta no era una mujer con la que se pudiera dar nada por supuesto:

—No, al menos, de momento. Muchos doctores son responsables de haber aportado cierta luz sobre el caso. Como usted, para empezar.

—Creo que mi marido tiene parte de responsabilidad en eso —dijo con tono enérgico, sin un ápice de falsa modestia.

Coburn observó que Thorne miraba de reojo hacia donde debería haber un anillo de compromiso.

—Mi futuro ex marido, debería decir. Es la costumbre. Fue durante uno de los pocos momentos civilizados de una maldita sesión de a ver-cómo-vamos-a-solucionar-este-divorcio.

Thorne siguió mirando al frente, sin decir nada. ¡Por Dios, era tan inglés!

—¿Qué hacemos con la porcelana china? ¿Quién se va a quedar con el gato? ¿Te has enterado de lo del lunático que está provocando apoplejías a las mujeres por todo Londres? Ya sabes, ese tipo de cosas...

Fobia, muerte, divorcio. Thorne se preguntaba si quizá debería cambiar de tema y hablar de la crisis en Oriente Medio.

—Cuarenta y ocho horas después de que la trajeran, sometimos a Alison a una resonancia magnética. Encontramos un edema en los ligamentos del cuello, señalados como manchas blancas en el escáner. Se suelen encontrar en las lesiones de latigazo cervical, pero en el caso de Alison, me pareció bastante inusual, teniendo en cuenta lo que mi marido me había dicho sobre el tema...

—¿Y qué se ha descubierto del Midazolam?

—¿Sobre el tipo de benzodiacepina que se eligió? Fue una elección muy acertada, especialmente si tenemos en cuenta la alta probabilidad de que fuera la misma droga que le suministraron cuando ingresó en el ala A/E. ¿Qué, esto complica un poco más las cosas?

Thorne se detuvo. Estaban ya frente a la puerta de la habitación de Alison.

—¿Podemos comprobar eso?

—Ya lo he hecho y es correcto. Conozco al anestesista que estaba de guardia esa noche en el Royal London. El informe toxicológico mostraba Midazolam en el torrente sanguíneo de Alison, pero hubiera aparecido de cualquier manera: es la sustancia que se usó para sedarla tras su ingreso en el hospital. Pero también tomamos muestras de sangre rutinariamente al admitir un nuevo paciente, así que estudié la muestra. También aquí se apreciaban rastros de Midazolam. Fue entonces cuando decidí llamar a la policía.

Thorne asintió con la cabeza. Un médico. Tenía que serlo.

—¿Para qué más se utiliza el Midazolam?

La doctora meditó la respuesta unos instantes:

—Es un fármaco bastante especializado. Se utiliza en la Unidad de Cuidados Intensivos, en el ala A/E, como anestésico y poco más.

—¿De dónde cree que lo habrá obtenido? ¿De algún hospital? ¿Se pueden conseguir este tipo de sustancias por Internet?

—No en esas cantidades.

Thorne era consciente de que esto conllevaría contactar con todos los hospitales del país para pedir información sobre algún robo de Midazolam en el pasado.

No estaba seguro del margen de tiempo transcurrido que deberían investigar: ¿Seis meses? ¿Dos años? El exceso de cautela podía conducirle a error y, por otra parte, estaba convencido de que Holland no le ayudaría demasiado a tomar esa decisión.

Coburn abrió la puerta de la habitación de Alison.

—¿Puede oírnos? —preguntó Thorne.

La doctora le apartó delicadamente el pelo de la cara y sonrió a Thorne indulgentemente:

—Pues, si no puede, no será porque tenga algún problema con sus oídos.

Thorne sintió cómo se ruborizaba, se sintió un poco idiota. ¿Por qué la gente siempre susurra junto a las camas de los hospitales?

—Si le soy franca, no estoy segura. Los síntomas que muestra son positivos. Parpadea cuando se produce algún sonido brusco pero, todavía tenemos que hacerle muchas pruebas. De todas formas, yo siempre hablo con ella y ya sabe qué funcionario es un alcohólico y qué médico especialista se lo está haciendo con tres de sus estudiantes.

Thorne levantó una ceja inquisitivamente. Coburn se sentó y cogió la mano de Alison.

—Lo siento, inspector, son conversaciones de mujeres.

Thorne no podía hacer otra cosa que observarla entre el entramado de cables y maquinaria. Cables y maquinaria conectados a una chica joven. Escuchó el resoplido de la ventilación asistida de los pulmones de Alison y sintió la vibración de su pulso computerizado y pensó en que había un médico, en alguna parte, que definitivamente sí estaba en su lista negra.

Se sentó en el asiento del metro, intentando adivinar cuánto tiempo de vida le quedaba al hombre de negocios que se había sentando frente a él. Era un juego que le divertía mucho.

Aquel momento del día anterior, en que Thorne le había mirado directamente, había sido maravilloso. En realidad no le había visto: ocurrió en poco más de medio segundo y él no era más que un paseante con una capucha, pero había sido plenamente gratificante. La cara del policía le indicó que había entendido la nota. Ahora podría relajarse y disfrutar de lo que tenía que hacer. Cuando llegase a casa, se sumergiría en el baño y pensaría un poco más en ello. Pensaría en la cara de Thorne y echaría unas horas de sueño; después, había trabajo por hacer.

El hombre de enfrente parecía agobiado. Otro mal día en la oficina. Tenía la típica cara de un fumador, pálida y con manchas en la piel. Las venas rotas de las mejillas indicaban, seguramente, una mala circulación y exceso de alcohol. Las pequeñas placas grasicntas bajo los párpados hinchados, Xantelasma, revelaban una alta tasa de colesterol y que sus arterias se estaban colapsando.

El hombre de negocios apretaba los dientes mientras pasaba las hojas de su periódico.

No le daba más de diez años de vida.

Su Mondeo azul, curtido ya en mil batallas, inició la marcha suavemente entre el tráfico matutino de la carretera de Marylebone. Thorne introdujo la cinta de Massive Attack en el radiocasete y se reclinó sobre el asiento. Si hubiera querido relajarse y desconectar, hubiera puesto algo de Johnny Cash o, Gram Parsons o Hank Williams; pero no había nada como el hipnótico ritmo machacón, del que se había pasado ya veinticinco años de la edad, para poder concentrarse en sus pensamientos. Como siempre, cuando el ritmo electrónico de Unfinished Sympathy empezaba a retumbar por los altavoces, se imaginaba la mirada atónita de la dependienta en la tienda de música. La jovencita imbécil petulante se le había quedado mirando, como si fuera un viejo sádico que pretendía hacer creer que seguía teniendo mucha marcha.

De repente, la cara llena de granos de la adolescente se transformó en el rostro, infinitamente más atractivo, de Anne Coburn. Se preguntaba qué tipo de música le gustaría. Clásica, probablemente, pero seguro que guardaba uno o dos discos de Hendrix entre los de Mozart y Mendelssohn. ¿Qué pensaría de su afición al trip-hop y al speed-garage. Seguro que ella se sumaría a la teoría del viejo sádico. Se detuvo en el semáforo y bajó la ventanilla para inundar de ritmo machacón a una rubia pija, a bordo de un Saab, junto a su coche. Thorne se le quedó mirando y, cuando el semáforo se puso en verde, le guiñó un ojo y reemprendió suavemente la marcha.

¿Qué ocurriría cuando volviese a la comisaría central? El gorgojeo convincente de voces, supuestamente eficientes, el trasiego de informes y los timbres y zumbidos de faxes y módems. Thorne seguía el ritmo, aporreando el volante. El seguimiento de todo este montaje de procedimiento efectivo se llevaría en la pared: una pizarra con todos los nombres, fechas y ACCIONES; debajo de estos, una fila alineada de fotografías: Christine, Madeleine y Susan. Mostrando el mismo tono de inerte palidez en sus rostros; pero, cada una de ellas, según apreciaba Thorne, con la impronta de un trágico instante final, evidenciando una extraña emoción, confusión, terror, remordimiento. Todo llevado al extremo. Subió un poco el volumen de la música. En las fábricas y las oficinas de todo Londres, los trabajadores dedicaban miradas furtivas a las chicas del calendario: a la descarada Sandra, la traviesa Nina, la picara Wendy. Los días, semanas y meses que seguían, se contarían, para Thorne, con las caras de reproche de la muerta Christine, la muerta Madeleine y la muerta Susan.

—¿Qué tal va eso, Tommy?

Christine Owen, de treinta y cuatro años de edad, tirada sobre los escalones...

—¡Dales fuerte, Tom, por lo que más quieras!

Madeleine Vickery, de treinta y siete años de edad. Muerta sobre el suelo de la cocina. Una sartén de espaguetis resecos al fuego...

—Por favor, Tom...

Susan Carlish, de veintiséis años de edad. Su cuerpo se descubrió en un sofá, viendo la televisión...

—Cuéntanos qué piensas hacer, Tom.

Harían muchas listas, sin duda, largas listas que se cruzarían entre sí. Los detectives harían las mismas preguntas a cientos de personas y mecanografiarían sus anotaciones, que se cotejarían y se clasificarían y que quizá, tras recopilar material suficiente para empapelar la comisaría, podrían dar algo positivo...

—Lo siento, chicas, de momento no tenemos nada.

No conseguirían coger a este tipo usando el procedimiento convencional. Thorne estaba seguro de ello. Sabía que esto no se iba a solucionar con un oportuno presentimiento del típico policía de una novela de suspense. Cabía la posibilidad de que el asesino se dejase atrapar. Sí, había posibilidades de que eso ocurriese. Los expertos en estudiar perfiles psicológicos coincidían en que, en el fondo, estos sujetos querían que los atrapasen. Tenía que preguntar a Coburn su opinión al respecto, la próxima vez que la viese, no le molestaría que eso ocurriese más pronto que tarde.

Thorne se metió en el aparcamiento y cortó la música. Se quedó mirando el sucio edificio marrón que se había convertido en la sede de Backhand. La antigua comisaría de Edgeware Road estaba destinada al cierre desde hacía meses y estaba ahora lejos de parecer desierta. Las oficinas vacantes de arriba eran perfectas para albergar una operación como Backhand. Perfectas para los afortunados que no tenían que trabajar allí cada día. Una gigantesca planta diáfana; una enorme pecera para los pececitos de agua dulce con unas cuantos recipientes, situados en los extremos, para los peces gordos.

De repente, le embargó un profundo miedo a entrar allí. Se apoyó en el capó del coche hasta que pasó ese difícil momento.

Al acercarse vacilante hacia la puerta, tomó una decisión. No iba a permitir que nadie pusiera una foto de Alison en la pared.

Catorce horas después, Thorne llegó a casa y telefoneó a su padre. Hablaban tan a menudo como Thorne podía pero se veían poco. Jim y Maureen Thorne habían cambiado North London por St. Albans hacía diez años pero, desde que su madre murió, Thorne sentía que la distancia entre su padre y él aumentaba constantemente. Ahora los dos vivían solos y sus conversaciones telefónicas eran siempre desesperadamente triviales. Su padre estaba siempre dispuesto a contarle las historias más sucias o los chistes del pub y Thorne siempre se mostraba encantando de escucharlos. Le gustaba dejar que su viejo le hiciera reír y le gustaba oírle reír. Aparte de la forzada alegría de estas conversaciones, sospechaba que su padre no se reía demasiado a menudo. Su padre sabía bastante bien que no lo hacía.

—Te voy a contar dos bien buenos, Tom.

—Vamos a por ellos, papá.

—¿Qué es lo que tiene un gancho de un centímetro y cuelga boca abajo?

—No sé.

—Un murciélago.

No era uno de sus mejores chistes.

—¿Qué es lo que tiene un gancho de quince centímetros y se cuelga boca arriba?

—Ni idea.

Su padre colgó el teléfono.

Se sentó y, durante algunos minutos, permaneció allí sin decir nada. Comenzó entonces a hablar muy suavemente

—Quizá, ahora que lo pienso, la nota del parabrisas era un poco jactanciosa. No es mi estilo, en realidad. Yo no soy ese tipo de persona. Supongo que, únicamente, quería disculparme por las otras. Bueno, si soy sincero, debo admitir que una parte de mí quería vanagloriarse un poco. Y creo que Thorne es un hombre con el que se puede hablar. Parece el tipo de hombre capaz de entender lo orgulloso que me siento de haber hecho las cosas bien. La perfección lo es todo, ¿no es cierto?, ¿no es lo que me han enseñado desde siempre? Puedes estar segura, me han enseñado muy bien. Ha sido un esfuerzo muy grande y no pretendo decir que no voy a volver a cometer más errores; aunque la difícil tarea que realizo me da el derecho de errar, ¿no crees? Lo único que me frustra es que sólo puedo imaginarme qué se siente conectado a esas máquinas. Seguridad y limpieza. Libertad para relajarse y dejar volar la imaginación. Sin complicaciones. Y si me siento orgulloso de liberar un cuerpo de la tiranía de lo zafio y lo mezquino, nadie puede condenarme por ello, eso es seguro. Es la única y auténtica libertad por la que vale la pena luchar. Sentirnos libres de nuestros torpes movimientos, de nuestras heridas, de nuestra sensibilidad. Libres de la monotonía del día a día, debidamente aseados y alimentados, observados y cuidados. Liberados de todos nuestros repugnantes fluidos corporales. Y, por encima de todo, la sensación de saber. Ser consciente de que todas esas maravillas están sucediendo. ¿Qué sabe un cadáver de su lavado y cuidados? Debe ser maravilloso conocer y sentir todas esas cosas.

Dios, ¿en qué estoy pensando? Lo siento mucho. No debería contarte todo esto ¿No crees, Alison?

Ayer vinieron a verme Sue y Kelly, de la guardería. Mí visión ha mejorado ya bastante. Pude distinguir que Sue llevaba puesto más contorno de ojos de lo habitual. Se cuentan muchos cotilleos. Obviamente, no se cuentan tantos cuando estoy yo delante, pero aún así, me he enterado de algunos muy buenos. Mary, la encargada, tiene a todo el mundo cabreado. Planta su culo en la silla y se dedica a corregir los mensajes de todos los niños. Daniel sigue siendo un poco diablillo. Dicen que estuvo llorando por mí la semana pasada. Le contaron que me había ido a España de vacaciones. Me contaron que, en cuanto saliese, iríamos todos a emborracharnos y que preferirían quedarse aquí cada día que seguir cambiando pañales cagados a tres libras sesenta la hora...

No pasó mucho más después de eso.

Y, por fin, un poco de auténtica agitación. Una especie de palangana o escupidera, o algo así, se atascó. Sí, ya sé que no es un acontecimiento impresionante, pero todo se llenó de agua y las enfermeras se cabrearon muchísimo.

Supongo que la agitación es relativa.

Soñé con mi madre. Ella era muy joven, como cuando yo iba al colegio. Me estaba vistiendo y yo discutía con ella sobre la ropa que quería llevar y ella lloraba y lloraba...

Y soñé con el hombre que me hizo esto. Soñé que estaba en esta habitación, hablándome. Reconocí enseguida su voz. Era también la voz que reconocí después de que todo pasara. Mi mente está hecha papilla. Se sentó en mi cama, me cogió de la mano y trató de explicarme por qué me había hecho esto. Pero no le entendí demasiado bien. Me decía que debía sentirme feliz. Es la voz que me dijo que me divirtiera, mientras me pasaba la botella de champán y yo le daba un buen buche.

Debí invitarle a que pasara. Seguro que lo hice. Supongo que la policía lo sabe. ¿Se lo habrán dicho a Tim?

Ahora que los sueños son lo más cercano que tengo a las sensaciones, se han vuelto bastante intensos. Sería fantástico que pudieras pulsar un botón y elegir el sueño que te gustaría tener. Obviamente, alguien debería presionar el botón por mí, pero me encantaría que eligiese una selección de familia y amigos, con una buena dosis saludable de historias picaronas.

En serio, una vez que te han jodido hasta este extremo, un buen polvo es del todo irrelevante, ¿no es cierto?