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A Blanca Villaseñor, que con su ejemplo,
su palabra y su trabajo con los menores migrantes,
me enseñó el rostro de la entrega, de la compasión y de la lucha
por los pobres, y el rostro femenino de Dios.

INTRODUCCIÓN

Jesús fue un hombre libre y enseñó la libertad. No solamente la libertad en sí, sino en relación con los ritos y con las prácticas religiosas y sociales, con las ideas recibidas, con los valores imperantes, con las mentalidades instituidas, con los lazos de la sangre, con los vínculos del parentesco, con el Estado y con los sentimientos nacionales, con la religión establecida.

No despreció el sábado, el ayuno y las demás prácticas religiosas. Conoció su valor y su importancia. Él mismo se sometió. Pero enseñó que son sólo medios. Sirven para el hombre, para humanizar y para liberar al hombre. No es el hombre para el sábado, para la ley, para los ritos, para los medios, sino al contrario. El hombre no debe esclavizarse a lo que debe liberarlo.

Fueron claras su ruptura y el escándalo que produjo en aquellos que se esclavizan a sus propios absolutos, así fueran los dogmas, las leyes, las normas, la autoridad. La crítica de Jesús, sus palabras y su comportamiento hicieron vacilar todo eso y lo desacralizaron. Sólo Dios es absoluto.

Es lo mismo que pasa con la moral, con eso que se ha dado en llamar la “moral”. El Evangelio de Jesús no se puede reducir a una “moral”. Jesús se distancia de las normas de la moral enseñada y recibida y no se inmuta cuando trastorna los hábitos y las mentalidades.

Porque él parte de otra concepción. Es cierto que la moral consiste, en su última instancia, en obedecer a Dios. Pero la experiencia moral y religiosa de Jesús nos enseña que no se trata de obedecer a Dios por ley o por mandato, sino como algo asimilado que se hace natural. Es decir, por transformación, por asimilación del amor de Dios, de tal manera que se vuelva connatural, como lo fue en Jesús, proceder como Dios es y, por tanto, como Dios quiere. Por eso el Evangelio es un modo de ser. No es la historia de Jesús, sino el modo como Jesús fue y nos enseñó a ser, que debemos ir labrando en nosotros, poco a poco, en el aprendizaje de la vida.

Eso es lo que significa irnos haciendo hijos, ir asimilando el modo evangélico de ser y de relacionarnos. La moral es la vida del hombre que se va haciendo hijo de Dios al hacerse hermano de los hombres.

Por eso, Jesús se distancia del legalismo, del puritanismo, de la casuística. Se mueve entre las gentes comunes, no en el mundo del moralismo puritano que imponen las autoridades religiosas.

Su misión es el hombre. Su misión es sanar, regenerar, recrear. La moral se ocupa de establecer leyes universales de conducta. Jesús se ocupa de regenerar a seres humanos concretos, a todos, y en especial a los más necesitados.

La justicia es una vida y no se alcanza a través de la ley moral. Jesús invirtió todos los valores admitidos en las sociedades humanas. Los que tienen intereses en el orden de las ideas recibidas y de los valores admitidos no aman la radicalidad del mensaje y de la vida de Jesús y no aceptan su enfoque antropocéntrico. Pero la realidad es que esos intereses, esas ideas y esos valores constituyen finalmente la racionalidad y ponen las bases de la moral que prevalece en nuestras sociedades occidentales.

Los que no tienen intereses en el sistema de los valores vigentes, los que no tienen nada que perder están más cerca del Reino. Eso significa que hay una divergencia entre los valores morales del Evangelio y los valores morales de la sociedad. Son dos concepciones.

Jesús habla de una Nueva Alianza: “Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre”. Es hebreo. La referencia es obvia. Relaciona esta Nueva Alianza con la Antigua Alianza que Dios pactó con su pueblo en el monte Sinaí. Dijo —y dijo claro— que no pretendía abolir la ley de Moisés vigente en Israel, sino cumplirla hasta la última tilde y elevarla a una perfección no conocida hasta entonces. Conservó el espíritu y los puntales de la Alianza sinaítica y con su muerte y con su resurrección les dio otra dimensión.

Pero esa Alianza —la antigua y la nueva—, fundamentada en una concepción del hombre, de la sociedad y de las relaciones que deben establecerse y vivirse, produce un comportamiento humano y, por tanto, una concepción moral muy distinta —un sistema, si así se quiere llamarla— de la que nosotros vivimos y a la que estamos acostumbrados, que se fundamenta, a su vez, en otra concepción de hombre, de sociedad y de relaciones. Ley, conciencia y libertad son el fundamento de la maduración humana y de la ética cristiana.

El Evangelio, muy al contrario de la ética filosófica griega y de la ética actual que fundamentan la ética en la razón humana, fundamenta la moral en la Alianza con Dios, al igual que el Antiguo Testamento; en la intencionalidad, en la que radica su verdadero valor. El sentido central de la moral bíblica es el sentido de comunidad. Ése es su fundamento moral, su concepción de moralidad.

De todas estas ideas, de la diferencia clara que existe entre el sistema moral que prevalece en nuestras sociedades y el vivir moral que se desprende de muchas escenas y pasajes de la narración bíblica y del Evangelio, surge la necesidad de reflexionar sobre el concepto de hombre que tiene la Biblia y, por consiguiente, sobre la moral que de allí se deriva. Ése es el verdadero rostro del hombre. De ahí también que los diferentes sentidos de moralidad, las diferentes concepciones de una vida moral, sobre todo a partir de la razón humana, muestren rostros diferentes, que corresponden a los diferentes conceptos de moralidad que se fundamentan en la razón y no en la comunidad, no en la relación humana.

Son dos concepciones de hombre. Para la mentalidad occidental, de acuerdo con la definición aún prevalente de Aristóteles, el hombre es un animal racional. Es decir, está compuesto de dos partes separables y contradictorias entre sí, un cuerpo hecho por el hombre —animal— y un alma —racional— creada directamente por Dios para cada hombre, que es espiritual e inmortal. Estos dos componentes constituyen la esencia del hombre.

Para la Biblia el hombre, unidad indivisible, es relación. Es un cuerpo viviente, efímero, necesitado, fortalecido, pensante. Su esencia es la relación, a tal grado que muere cuando su capacidad de relación se acaba, aunque sus órganos sigan palpitando. Es, sobre todo, relación con Dios, traducida en su relación con el hombre. Se hace persona en la relación.

De estas dos concepciones de hombre se derivan, por necesidad, dos conceptos de moral distintos, aunque tengan innumerables puntos de contacto. Son dos enfoques, dos rostros de la vida y del hombre.

De ahí la idea de reflexionar, de manera simple, sin pretensiones de tratado ni de investigación, en lo que podría llamarse la concepción bíblica del hombre y de la moral —que por lo común nos es más lejana y desconocida—, a sabiendas de que en la Biblia no hay una concepción única ni una moral fija. No se trata tampoco de comparar la moral que viven algunos hombres de la Biblia, o que se desprende de algunos de sus pasajes, con la moral occidental, para dictaminar cuál es mejor. Tampoco se trata de comparar la moral del Antiguo y del Nuevo Testamento con la moral que se funda en la filosofía escolástica. Sería pretender un concurso entre conceptos morales o unjuicio sobre diferentes sistemas morales o éticos.

Si me refiero al “hombre bíblico”, no pretendo decir que la Biblia tiene una concepción única del hombre y que lo definió con exactitud —y menos desde un principio— ni pretendo referirme a la definición de hombre que la Biblia en alguna parte dé. No define al hombre, lo describe. Y, por lo demás, ninguna definición de hombre es perfecta ni totalmente errónea. No quiero hacer decir a la Biblia lo que no dice. En último término, sólo intento exponer aquí mi propia concepción de hombre y la moral que de ella se deriva, a partir de los pasajes bíblicos que me inspiran.

Se dice que la cultura de la Biblia ya está superada. La cultura griega de los tiempos de Platón y de Aristóteles también lo está y, sin embargo, prevalece su concepción de hombre y en ella se funda su moral. Más aún, es la concepción central que sigue sosteniendo la Iglesia, es la que sigue sustentando sus valores morales y es la cultura y es la filosofía en las que están expresados los dogmas y gran parte de la doctrina de la Iglesia. Desde luego, toda la teología tradicional, que todavía se enseña en innumerables seminarios. Es una cultura, la griega, que ha quedado fija y atravesada en la historia. Al contrario de la bíblica, que va evolucionando a lo largo de sus páginas, porque es una cultura histórica, que evoluciona y se supera, como el hombre mismo. Por eso es más interesante y más inspiradora. No es una cultura, ni una moral, ni una concepción teológica, ni una concepción del hombre que se fijen y permanezcan. Al contrario, se van transformando y enriqueciendo, inclusive desaparecen y son superadas, y van dejando sólo los valores centrales, inmutables, que constituyen finalmente la palabra de Dios al hombre y su plan sobre la vida humana, puesto en las manos libres del hombre como una vocación y como un destino, y entregados a su responsabilidad inteligente, histórica, creadora, transformante. No es Dios el que labra el destino del hombre, sólo hace los planos, y es el hombre el responsable de realizarlos y de labrar su propio destino, del que tendrá que responder amorosa u odiosamente un día. La cultura bíblica cambia y se supera, como el hombre. Sus valores y sus contenidos permanecen, y eso es lo interesante de reflexionar.

Por eso, mi pretensión no es estudiar al hombre bíblico ni derivar de allí una moral única, porque la Biblia —insisto— no es un libro fijo, es una colección de reflexiones de muchos autores a lo largo de muchos siglos, en la mezcla de muchas culturas y con ideas muy distintas, evolucionantes. No tiene una idea clara desde el principio, sino que la idea se va perfilando poco a poco hasta llegar a su cumbre en el Nuevo Testamento. Por ejemplo, la idea de la resurrección no aparece en la Biblia desde el principio. No la tuvo ni la imaginó Israel por muchos siglos. Y así otras muchas ideas. Son los rostros del hombre. Por eso, sólo pretendo hacer algunas reflexiones éticas, en nuestro tiempo y para nuestro tiempo, a partir de algunas escenas y pasajes de la Biblia, escogidos por gusto propio entre muchos otros posibles, porque a mí me parecen significativos y porque a mí me lanzan a pensar. Quiero dejar claro que son mis reflexiones a partir de una inspiración bíblica.

Hay que hacer una aclaración importante. Este libro se titula “Rostros del hombre”, no porque se refiera al género masculino, el varón, sino porque se refiere al género humano. Es cierto que en nuestro mundo y en nuestra época, la palabra hombre designa sólo al varón. No es así en la Biblia. Desde el Génesis, primer libro bíblico, y desde los primeros capítulos —la creación de los seres humanos—, la palabra hombre significa género humano: “Dios creó al hombre varón y mujer”, dice la Biblia. La palabra hombre quiere decir todos los humanos, el género humano, que abarca dos sexos, masculino y femenino, el varón y la mujer.

En nuestro tiempo y desde tiempos antiguos, en nuestra cultura y en un sinnúmero de culturas antiguas y actuales, nos apropiamos la palabra que significa género humano, para designar sólo al género masculino y después al femenino. Nosotros decimos: el hombre y la mujer. Es nuestra culpa, es la soberbia masculina y es la discriminación de la mujer, su reducción a un papel de segunda importancia, lo que dio origen a la lucha femenina para recuperar su igualdad con el varón, una igualdad que tiene por derecho propio, de la que ha sido despojada y por la que hoy lucha. Ésa es la lucha feminista, la lucha de las mujeres por su igualdad humana en nuestro tiempo contra nuestra cultura machista.

Todo esto es lo que se significa en este libro cuando se habla del hombre: género humano constituido por varones y mujeres en igualdad de importancia, de calidad y de humanidad.

NOTA PERSONAL: Quiero reflexionar al nivel y en el tono de una plática con los amigos, por superficial que pueda resultar. No pretendo decir la última palabra de nada, ni iluminar con inesperados descubrimientos exegéticos. No pretendo refutar a nadie, ni mejorar las ideas de nadie, ni hacer polémica con nadie. No me interesa. Que cada quien tenga y exponga sus ideas como le parezca. Yo expongo las mías y las expongo a mi modo. De hecho, estas reflexiones nacieron de una larga serie de encuentros y de conversaciones con un grupo de amigos y amigas, todos los lunes en la noche por más de tres años.

Quiero decir lo que pienso y lo que he reflexionado. Y lo que he aprendido de ellos y de otros amigos. Si a alguien le ilumina y le sirve, me daré por satisfecho. Si a alguien no le sirve, que no lo lea. Así son mis reflexiones, hechas de luces y de sombras, como todo lo que somos. Ya llegarán otros días —pienso, parodiando a Pedro Casaldáliga— en que caiga Dios a plomo sobre los corazones humanos.